Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de marzo de 2018

OTTESSA MOSHFEGH. MI NOMBRE ERA EILEEN

1964
De haberme visto entonces, probablemente me habríais tomado por una de esas chicas que se ven en un autobús cualquiera de una ciudad cualquiera, una de esas chicas que leen un libro de la biblioteca encuadernado en tela sobre plantas o geografía, que quizá se cubren el pelo castaño claro con una redecilla. Podríais haberme tomado por una estudiante de enfermería o una mecanógrafa, quizá os habríais fijado en mis manos nerviosas, en mi pie que no deja de golpear el suelo, en que me muerdo el labio. No parecía nada especial. A mí me resulta fácil imaginarme a esa chica, una versión extraña, joven e insignificante de mí misma, con un bolso de cuero anónimo, que come una bolsita de cacahuetes y hace girar cada uno entre sus dedos enguantados, hunde las mejillas y mira ansiosa por la ventanilla. El sol matinal iluminaba la fina pelusa de mi cara, que intentaba cubrir con maquillaje, un tono demasiado rosa para mi tez pálida. Yo era delgada, tenía una figura irregular, todo eran huesos, me movía insegura, mi postura era rígida. Cicatrices de acné blandas como baches recorrían la geografía de mi cara y desdibujaban cualquier dicha o locura que pudiera encontrarse bajo ese frío y cadavérico exterior de Nueva Inglaterra. De haber llevado gafas, podría haber pasado por inteligente, pero me faltaba paciencia para ser inteligente de verdad. Quizá habríais imaginado que era de las que disfrutan de la calma de las habitaciones cerradas, que ese silencio apagado me consolaba, que mi mirada recorría lentamente el papel, las paredes, las gruesas cortinas, que mis pensamientos no se apartaban de cuanto identificaban mis ojos: libro, escritorio, árbol, persona. Pero yo deploraba el silencio. Deploraba la calma. Detestaba casi todo. Constantemente me sentía infeliz y furiosa. Intentaba controlarme, pero eso solo me hacía sentir más incómoda, más infeliz, más furiosa. Yo era como Juana de Arco, o Hamlet, pero nacida en una vida equivocada: la vida de una don nadie, una marginada, alguien invisible. No hay mejor manera de decirlo: en aquella época no era yo misma. Era otra persona. Era Eileen.

Hola, buenas tardes. Con este significativo texto abrimos hoy Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una sugerencia de lectura. Se trata del inicio, como digo muy indicativo y revelador del “clima” y del singular personaje principal del libro, de Mi nombre era Eileen, una estupenda novela, algo desasosegante pero también extrañamente divertida -con un soterrado humor negro apenas perceptible aunque patente-, escrita por la muy joven Ottessa Moshfegh, norteamericana con padre iraní y madre croata, y publicada por la editorial Alfaguara en 2017 con traducción de Damià Alou; una versión al cestellano a la que cabe una única objeción (que quizá se deba a una deficiencia mía como lector): la desafortunada redacción de la frase Los hombres llevaban el pelo largo y las mujeres eran rollizas y arrugadas, con los dientes podridos y cubiertos de tatuajes, e iban en ropa interior, en la que la puntuación elegida no permite conocer quiénes se paseaban semidesnudos, si los dientes podridos estaban además, insólitamente, tatuados, o si ese deterioro dental era solo de las mujeres o afectaba por igual a ambos sexos. Mi nombre era Eileen ganó el PEN/Hemingway Prize al mejor debut literario del año y fue finalista del Man Booker Prize, dos de los más prestigiosos premios estadounidenses de literatura, en 2016.

La novela no tiene, a decir verdad, una trama argumental nítida. Durante casi doscientas cincuenta páginas (de las doscientas ochenta del libro) no hay “acción” en sentido estricto. Eileen, una joven de veinticuatro años, nos cuenta su anodina, macabra y deplorable existencia -utilizando algunos recursos técnicos que afectan a la estructura del relato y que luego detallaré-, una vida sórdida que se desarrolla en la gris rutina que supone su trabajo como administrativa en un siniestro reformatorio de menores, el cuidado de su padre viudo, un patético y alcoholizado policía jubilado, permanentemente al borde del delirium tremens, una total ausencia de relaciones sociales y unos oscuros hábitos cotidianos -aislada en la claustrofóbica, deteriorada y mugrienta vivienda familiar- caracterizados por la extravagancia, la suciedad, la dejadez, la vulgaridad, el aburrimiento, la infelicidad y la ausencia de expectativas vitales más allá de las imposibles fantasías que alimenta en su imaginación desbocada e irreal, única fuente de esperanza en un entorno por lo demás tristísimo.

Eileen, que relata cincuenta años después, cuando ella es una anciana de setenta y cuatro, los hechos acaecidos en 1964, da cuenta de la pesadilla de aquellos días tenebrosos y obsesivos, presentándolos como la crónica de una huida que la alejará de su opresivo pueblo (un X-ville anónimo, a medio camino ente Boston y Nueva York, equivalente de tantas otras poblaciones norteamericanas) y que, sobre todo, le permitirá dejar atrás su insípida personalidad. Una escapada que solo acabará por tener lugar, tras la larga presentación preliminar -el núcleo central del libro-, en los postreros momentos de la obra y gracias a un sorprendente -y como todo en la novela, inusitado- giro argumental que no quiero desvelar.

En su narración hay dos ejes que corren en paralelo, imbricándose de continuo: la prolija (en la segunda acepción del término: minuciosa y esmerada, detallada y cuidadosa) y nada autocomplaciente descripción por parte de la chica de su propia figura, destructiva y nihilista, reprimida y puritana, y de su mísero marco vital, y, simultánea y algo contradictoriamente, la presentación, fantasiosa aunque escéptica, ilusionada pero no del todo ingenua, de sus quimeras, de sus deseos, de sus imposibles sueños.

Eileen no tiene reparos en usar calificativos nada benévolos en su autorretrato retrospectivo. El fragmento con el que he abierto la reseña ya es revelador en este sentido, pero aún lo son más las decenas de frases que surcan el texto en las que se inflige todo tipo de adjetivos brutalmente autocríticos con los que podemos hacernos un retrato muy consistente de su personalidad: Yo era una cretina provinciana; Tan solo era infeliz; Era una persona sin gracia, pedestre, lerda; Yo era lo que llamaríais una fracasada, una pringada, una chiflada. Una aguafiestas; Soy una infeliz, demasiado apasionada, demasiado efusiva, demasiado; En aquella época no era más que una chica rara. Una jovenzuela que no hallaba su lugar; Al volver la vista atrás, diría que yo no estaba muy civilizada; No era exactamente una persona agradable; Parecía una anciana, un cadáver, un zombi; Yo era una don nadie, una infeliz; Yo era ingenua e insensible. Yo era patética, fea, débil, rara. Yo era aburrida; Inocentona, desamparada, llena de rabia, culpa y preocupación. Eileen es antipática (En aquella época yo detestaba a casi todo el mundo), egoísta (No me importaba el bienestar de los demás), ensimismada y narcisista (Mi único objetivo era conseguir lo que quería), asocial (Yo no sabía hacer amigos), confusa y ambivalente (Ese era mi gran dilema: tenía ganas de matar a mi padre, pero no quería que muriera). En su trato con la sociedad (su cotidianidad laboral, el sostenimiento de la casa, la alimentación, las labores de “intendencia”, la atención al padre) es tímida y desastrada, introvertida y sociópata, siniestra y difícil, desaseada y sucia. Es adicta a los laxantes, comparte la inclinación al alcohol de su progenitor -en menor medida que él-, no se ducha, usa la vieja ropa de su madre muerta, se alimenta -sin horarios regulares, sin método ni criterio algunos- de pan, aunque abre de vez en cuando alguna lata de judías o de atún o fríe una tira de beicon, bebe leche directamente del cartón que se encuentre en la nevera, se desplaza en un coche desvencijado, roba nimiedades en los supermercados. Vivimos en el infierno, ¿verdad?, le dice a su padre, consciente de su perturbadora existencia. Para que su tétrico y lúgubre mundo interior no aflore y perturbe su contacto con las convenciones de la normalidad, adopta de cara al exterior lo que denomina Mi máscara mortuoria pétrea e inexpresiva. Eileen se cierra al mundo, a la realidad, porque es, pese a su inadaptación y su marginalidad, sensible. Su historia será, como ya he dicho, el testimonio de una huida, tanto de su gris y sombría ciudad como, sobre todo, de sí misma, de su grotesca y aborrecible personalidad; una huida que, hasta que se produce el desencadenante que lo revolucionará todo, solo se produce en su fantasía.

Y es que la chica se pasa la vida construyendo quimeras que la alejen de sus inhóspitas circunstancias (En aquella época yo creía lo que fuera para evitar la aterradora realidad de las cosas). Infeliz por su rareza, por su invisibilidad, sin haber recibido ni una sola muestra de cariño en su vida (sus recuerdos cuando de pequeña su padre, en una de sus borracheras, intenta estrangularla son elocuentes en este sentido: Notar sus manos en el cuello, de hecho, era una especie de bálsamo: todo el afecto que recibía en aquella época), aislada, frustrada, Eileen ansía, agitada e impaciente, el amor ([Yo era] alguien lo bastante desesperado para hacer cualquier cosa -excepto asesinar, pongamos- con tal de conseguir gustarle a alguien, por no hablar de que alguien me amara), que construye, con compulsiva y desatinada imaginación, a partir de ensoñaciones difusas y recreaciones idealizadas de su mezquina realidad (Lamentaba la falta de amor y afecto en mi vida, y mis deseos se resumían en que vinieran unos ángeles que me arrancaran de mi desdicha y me llevaran a una vida completamente nueva). Desde este punto de vista, su “espejismo” principal tiene a Randy, un atractivo compañero de trabajo, como protagonista; un Randy, que ni siquiera ha reparado en ella, con el que fantasea en su cama pero al que -en una prueba más de su trastorno- espía en su vida privada, sigue en su coche al término del trabajo, acecha en su ocio, sin que, obviamente, el muchacho llegue a enterarse de su febril delirio. Y así era como vivía en una fantasía perpetua, reconoce, lúcida, para añadir: Prefería regodearme en el problema, soñar con días mejores.

Estas ensoñaciones cambiarán de destinatario cuando en el correccional aparece Rebecca Saint John, la nueva directora educativa del centro. Rebecca, elegante, sofisticada, guapísima… y extrañamente atenta -y hasta cercana y amigable- con una chica a la que todo el mundo ignora, pasa a ser, desde ese momento inaugural, su nuevo e irresistible foco de inspiración. El “descubrimiento” de Rebecca exacerba su fantasía y le permite construir y sublimar un sentimiento salvador, un supuesto enamoramiento, ficticio e ilusorio, pero, sobre todo, dará fuerzas a Eileen -el impulso necesario- para su deseada fuga, tal y como podéis comprobar en el texto que cierra esta reseña, una reflexión de la chica tras observar una sesión de trabajo de su diosa con un chico del correccional.

La dicotomía existencia desdichada versus proyecto ideal, tendencia a la muerte frente a aspiraciones vitales y realización de los sueños, tan presente y definitoria de sus días (A los veinticuatro años estaba obsesionada con la muerte. Intentaba distraerme de mi terror no con las tareas domésticas (…) sino a través de mi estrafalaria alimentación, mis hábitos compulsivos, mi inagotable ambivalencia, Randy y demás), se refleja en el lema Per aspera ad astra, la divisa de los cigarrillos que fuma la brillante y adorada recién llegada: A través de las espinas hacia las estrellas. Aquello definía mi difícil situación con toda exactitud, dice Eileen, y más adelante subraya: Conocer a Rebecca era como aprender a bailar, como descubrir el jazz. Era como enamorarse por primera vez. Siempre había aguardado a que mi futuro irrumpiera a mi alrededor en una avalancha de esplendor, y ahora me parecía que por fin estaba ocurriendo. Rebecca era todo lo que necesitaba. Per aspera ad astra. Y de manera aún más clara, la joven pone de manifiesto el cambio que introduce en su existencia la fascinación y el encantamiento que le provoca la etérea nueva amiga: Ahora tenía a Rebecca. La vida era maravillosa. Mi pequeño mundo, que hedía a tubo de escape y vómito, era maravilloso.

Parte del atractivo de la novela, más allá de la formidable creación del personaje principal (al parecer inspirado -parece mentira viendo las fotos y leyendo las declaraciones de la autora- en la propia vida de Ottessa Moshfegh) y de la sencillez y sin embargo densidad de la prosa, de su imaginación y su humor, reside en la estructura del relato que se organiza en torno a dos recursos relativamente desacostumbrados. En primer lugar, y como ya he señalado, Eileen escribe desde “su” presente de 2014, cinco décadas después de los acontecimientos que narra, intercalando la recreación de esa época (siempre con tiempos verbales en pretérito) con incisos emitidos desde su situación “actual” (redactados en presente, pues). Ello introduce en el texto una información casi subliminal en virtud de la cual el lector sabe, sin necesidad de que se explicite abiertamente, que la partida de la chica ha tenido éxito y que ha accedido, por fin, a una nueva vida de la que, por otro lado, asoman retazos desperdigados en la evocación de la ahora anciana. Además, en todo momento la narradora se dirige a quien lee (dejadme que os cuente una última cosa de Randy; podríais decir que era un tanto siniestra, entre múltiples ejemplos), favoreciendo así el acercamiento y aun una cierta complicidad con un personaje a priori tan desagradable.

Por otro lado, la novela despierta y mantiene la tensión desde su inicio (una “excitación” y una intriga propias del thriller y la serie negra, género a la que la adscribe la propia editorial en la presentación del libro en su web), merced a lo que yo llamo “anticipaciones”, constantes “avisos” que puntean regularmente el curso de la narración en los que se adelantan -meras insinuaciones nunca del todo evidentes- los sucesos “decisivos” que van a producirse y que -como ya he mencionado- no se desencadenarán hasta muy al final del libro. Desde la revelación de las primeras páginas: Mi nombre era Eileen Dunlop. Ahora ya me conocéis. En una semana me escaparé de casa y nunca volveré. Esta es la historia de cómo desaparecí, en el texto se intercalan estas llamadas de atención (Dejad que os cuente una cosa antes de que aparezca la auténtica estrella de este relato o Me dirigía a encontrarme con mi destino) que hacen que el lector avance en el texto deseoso de conocer qué ocurrirá por fin con la excéntrica joven y con su idolatrada Rebecca.

En fin, una excelente novela, esta Mi nombre era Eileen, algo extraña, triste y de un tono negrísimo, pero interesante y sugestiva, que os recomiendo con entusiasmo. Entre las varias referencias musicales que surcan el libro, todas de los años sesenta, os ofrezco ahora Mr. Lonely, la melancólica y desesperanzada -y por ello muy ajustada al espíritu de la novela- canción de Bobby Vinton.



Durante las horas de visita restantes, mi imaginación reprodujo la escena una y otra vez: Rebecca inclinada hasta quedar tan cerca del muchacho, sus cabellos derramándose por los hombros, tan cerca que sin duda él podía oler el aroma de su champú, su perfume, su aliento, su sudor. Y ella debía de haberse dado cuenta de cómo reaccionaba él ante su presencia, de cómo la tensión de sus hombros aumentaba, de cómo el pecho le subía y bajaba a cada respiración, del calor que desprendía el cuerpo de Lee. Y luego ponerle la mano en la rodilla. No imaginaba qué podía significar ese gesto. De no haber estado yo allí, de haber estado ellos solos, ¿habría subido su mano por el muslo del muchacho, le habría recorrido la entrepierna, le habría rodeado las partes íntimas? Y Lee, ¿habría apartado los cabellos de Rebecca y habría entreabierto los labios al inhalar el aroma de su cuello? ¿Le habría besado el cuello, le habría cogido la cara con sus dos manos casi viriles, y habría pasado los dedos, AMOR, por las delgadas muñecas, recorriendo los brazos hasta llegar a los pechos? ¿La habría besado, atraído hacia él, la habría tocado toda, cálida y suave, completamente en sus brazos? ¿Habrían hecho todo eso?

Di rienda suelta a mis fantasías, primero celosa de Rebecca, luego de Lee, y pasando de uno a otro mientras consideraba sus papeles respectivos y cómo me habían traicionado, pues ya había decidido que Rebecca era mía. Era mi premio de consolación. Era mi billete de salida. Su comportamiento con ese chico lo ponía todo en peligro. ¿Era eso lo que le habían enseñado a hacer en Harvard, a ganarse a los chicos con encanto y afecto y luego educarlos? Quise pensar que a lo mejor se trataba de algún método nuevo, una especie de pensamiento liberado. Pero cuanto más lo pensaba, más absurdo parecía. ¿Qué le había dicho? ¿Qué intimidad podían haber cultivado en cuestión de días? ¿Qué había hecho o dicho Rebecca para ganarse la confianza de Lee? Imaginé la escena en el despacho de Rebecca. Quería saber lo que estaba ocurriendo. Los visitantes iban y venían. Me sentía enferma de abandono. Era muy dramática. Me dije que debería marcharme en ese mismo instante y ahorrarme más sufrimiento. De nuevo imaginé que conducía mi Dodge hasta los acantilados y que de ahí me despeñaba hacia el océano. ¿No sería emocionante? ¿No sería la manera de enseñarles a todos lo valiente que era, lo harta que estaba de seguir sus reglas? Así se enterarían de que prefería morir que continuar así, que estar entre ellos, conducir por sus bonitas calles, o estar sentada en su bonita prisión... No, conmigo que no contaran. Casi me eché a llorar. Ni siquiera Randy, hermoso, con su olor a humo y cuero lustrado, podía animarme. 



Ottessa Moshfehg. Mi nombre era Eileen

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