Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de diciembre de 2018

MARTA SALÍS (antóloga). CUENTOS DE NAVIDAD

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a la última emisión radiada de Todos los libros un libro por este año 2018. Con las vacaciones de Pascua a las puertas, hoy os traigo un espléndido libro que tiene precisamente a la Navidad como motivo central. Se trata de Cuentos de Navidad. De los hermanos Grimm a Paul Auster, una muy sustanciosa antología de relatos en los que las celebraciones y el espíritu navideño desempeñan un papel protagonista. El libro, compilado por Marta Salís para Alba Editorial, que lo presenta en su colección Clásica Maior, recoge treinta y ocho cuentos, pertenecientes a tradiciones literarias diversas -la anglosajona, la germánica, la nórdica, la mediterránea o la eslava-, debidos a algunos de los más destacados nombres de la literatura universal. Siguiendo un orden cronológico, y tal y como se apunta en el subtítulo de la obra, nos encontramos con narraciones que van de los hermanos Grimm, que abren el libro con una publicación de 1812, hasta Paul Auster, que lo cierra con un conocido cuento de 1990, en un arco temporal que abarca casi dos siglos y por el que pasan, además de los ya citados, E.T.A. Hoffmann, Nathaniel Hawthorne, Hans Christian Andersen, Fiódor M. Dostoievski, Charles Dickens, Theodor Storm, Bret Harte, Zacharias Topelius, Alphonse Daudet, Anthony Trollope, Guy de Maupassant, August Strindberg, Nikolái S. Leskov, Robert Louis Stevenson, Amalie Skram, Antón P. Chéjov, Thomas Hardy, Gustav Wied, Sarah Orne Jewett, Arthur Conan Doyle, Léon Bloy, Wladyslaw Reymont, Clarín, Saki, Ramón María del Valle Inclán, Grazia Deledda, O. Henry, G. K. Chesterton, James Joyce, Emilia Pardo Bazán, Dylan Thomas, Ray Bradbury, Dino Buzzati y Truman Capote, en un elenco en el que sobresalen muchos grandes nombres de la literatura universal. 

El lector que se asome a la recopilación va a encontrarse desde cuentos bien conocidos, clásicos ya en el ámbito de la literatura referida a estas fiestas, como Canción de Navidad de Dickens o La niña de los fósforos de Hans Christian Andersen, hasta piezas inéditas o apenas difundidas en nuestro país, como ocurre con la mayor parte de los relatos seleccionados. Dentro de la temática navideña, son muchos y muy diversos los asuntos tratados. Como señala la antóloga en el breve texto que antecede a la selección, hemos intentado reflejar la alegría, el sentido de comunidad, la excitación espiritual, la nostalgia e incluso el rechazo que estas fechas despiertan en muchos de nosotros, pero entre las interpretaciones a las que se abren los textos están también otros enfoques vinculados al universo de tópicos -en el mejor sentido del término- asociados a la Navidad: las leyendas y las muestras del folklore y la tradición que envuelven los ritos navideños; las historias, algo mágicas, de transformación personal y enseñanzas morales que encuentran su “ambientación” más propicia en estos días jubilosos; las visiones optimistas y esperanzadas de la Navidad como oportunidad para el cambio, la regeneración y el renacimiento moral; el canto al amor y la amistad, la generosidad, la hospitalidad y la tolerancia, la compasión y el perdón que tantas veces van unidos a las celebraciones navideñas; también el pecado, la mezquindad, la tentación del mal, la crueldad, la insensibilidad y el egoísmo que, en sentido contrario, se resaltan a veces en estos festejos supuestamente entrañables; igualmente, la presencia de la infancia como el privilegiado territorio -en la vivencia intensa y, sobre todo, en el recuerdo y la evocación nostálgica- en el que el espíritu de la Navidad ejerce sus más poderosos efectos. 

Del mismo modo, son también muy variados los estilos, propósitos y planteamientos de los distintos cuentos: la perspectiva religiosa; la sobrenatural; los episodios mundanos, más “terrenales”; el tratamiento detectivesco de las historias, o el fantástico o, incluso, el de la ciencia ficción; la visión humorística, la complaciente, la escéptica y descreída; la tragedia y la comedia; la anécdota hilarante y el drama; la fábula simbólica; las propuestas ejemplarizantes o vagamente pedagógicas; la crítica social… 

La lectura del libro permite transportarnos a escenarios de lo más dispares: gélidos paisajes nórdicos, confortables y cálidas estancias en mansiones decimonónicas, agrestes parajes del Far West, extensos y desolados ranchos en Nueva Zelanda, espacios de leyenda, envueltos en una atmósfera evanescente e irreal, inhóspitos pueblos mineros, acogedoras tabernas, nevados campos en los que arrecia una lluvia o una nieve inclementes, entornos urbanos o rurales, Londres y Berlín, Munich y Estocolmo, Nueva York y Oslo, Finlandia, Polonia, Rusia, también Italia y Francia y España y tantos otros lugares en los que la Navidad se celebra con más o menos parecidos ritos. Por último, en una prueba más de la feliz pluralidad que caracteriza la obra, por sus páginas pasan las distintas festividades navideñas: Nochebuena y Navidad, ciertamente, pero también San Silvestre y el Año Nuevo, San Esteban y los Reyes Magos, en un recorrido completo por el excepcional encantamiento que suscitan las principales efemérides de los días pascuales. 

Esta fecunda heterogeneidad de temática, enfoques, estilos, procedencias y épocas, puede apreciarse sin más que apuntar un breve esbozo argumental de algunos de los cuentos más significativos de la antología. Así, Los táleros de las estrellas, de los hermanos Jacob y Wilhem Grimm, el primer relato recopilado, de 1812, es la típica historia navideña, bienintencionada y entrañable, en la que una niña compasiva y angélica hace el bien de modo desprendido, siendo recompensada por una divinidad generosa. 

La aventura de la noche de San Silvestre, de E.T.A. Hoffmann, de 1815, es un relato de fantasmas, fantasioso y presumiblemente aterrador, lleno de referencias y símbolos, vinculados a la tradición literaria alemana. 

En Las hermanas, un cuento de 1839 de Nathaniel Hawthorne, ofrece, también en clave simbólica, un diálogo entre dos personajes, Año Viejo y Año Nuevo, ambos con personalidad femenina, que se encuentran, la una desesperanzada por el inminente final de su ciclo, marcado por la imposibilidad de alcanzar los logros pretendidos, y la otra llena de ilusión por su vida que comienza, en esas horas fronterizas del Tiempo. 

De Charles Dickens se ofrecen dos cuentos. El primero de ellos, ya mencionados, es el clásico Canción de Navidad, escrito en 1843, al que dedicamos un programa en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, a finales de diciembre de 2012, en una emisión que podéis recuperar en el blog del mismo nombre para disfrutar allí de las peripecias del ya inmortal Mr. Scrooge. El segundo, El cuento del pariente pobre, es de 1852, y resulta conmovedor en su descripción de la esperanza y la ilusión -casi siempre ficticias, construidas en una suerte de mecanismo de bienintencionado autoengaño- que constituyen la esencia del espíritu navideño. 

La colección recoge también -no podría no hacerlo- La niña de los fósforos, conocido también como La pequeña cerillera. El tristísimo cuento de Hans Christian Andersen, publicado en 1845, es un motivo recurrente en cualquier Navidad, y su enternecedor personaje forma parte del ambiente de estas épocas en infinidad de países, en los que la tristeza y desolación de su historia tiñe de melancolía los festejos navideños. 

Un árbol de Navidad y una boda es un relato, para mí desconocido, de Fiódor M. Dostoievski, escrito en 1848. La historia, terrible, de un mezquino y calculador personaje que se “abalanza”, en un depredador acto de posesión demorado en el tiempo, sobre una inocente niñita heredera de una sustancial dote, es, pese al contexto navideño, desasosegante y hasta turbador. 

En Bajo el abeto, los protagonistas, un matrimonio ya maduro, rememora, de manera muy tierna y emotiva, los días de su primer encuentro infantil y el posterior enamoramiento en la juventud, en la noche del 24 de diciembre. El cuento, bellísimo, rezumando nostalgia y sensibilidad, es obra de Theodor Storm y vio la luz por primera vez en 1862. 

Un inusual tono humorístico permea las páginas de De cómo Santa Claus visitó Simpson’s Bar. Escrita en 1872 por el legendario escritor y cronista del Oeste americano Bret Harte, la historia, que se desenvuelve en el conocido entorno del Far West que tan de moda pondría el cine décadas después, incorpora un elemento de entrañable cordialidad navideña en ese mundo abrupto y rudo de vaqueros, trabajadores de las minas y obreros del ferrocarril, hecho de pobreza y privaciones, de padecimientos y dificultades. 

Zacharias Topelius escribió en 1873 Ojo de estrella, también conmovedor y bellísimo, lleno de magia y calidez, muy dulce, muy tierno, muy triste. Las notas de comicidad afloran también en Las tres misas rezadas, un cuento de 1875 de Alphonse Daudet en el que un capellán algo glotón “liquida” de modo acelerado las tres misas preceptivas que en el día de Navidad debe celebrar el mismo oficiante, ante la suculenta perspectiva -que le hace salivar de gula durante la ceremonia- de la cena posterior a la que invita el señor del que el reverendo cobra su sueldo. El desenlace, que se desarrolla ante el Juez Supremo en las implacables sesiones del Juicio Final, mantiene la atmósfera jocosa de todo el relato. 

Un cuento espléndido, aunque muy poco navideño, es el que firma, en 1878, Anthony Trollope, Catherine Carmichael, o el paso de tres años. Un matrimonio contrariado, un amor secreto y aparentemente imposible, y una mujer de honestidad ejemplar son los ingredientes de una historia que el autor nos narra en tres momentos decisivos correspondientes a tres días de Navidades consecutivos, aunque pudieran haber sido tres diecisiete de febrero o cualquier otra fecha sin vinculación alguna con las festividades del Natal, ajenas absolutamente a la trama del relato. 

El Cuento de Navidad de Guy de Maupassant, un autor que constituye una indiscutible referencia en el género cuentístico, es, en el fondo, terrible, en sus connotaciones telúricas y simbólicas. Una mujer se ve poseída por unas fuerzas desconocidas que la arrebatan y desquician, que la enloquecen y enajenan, tras cenar, en una Nochebuena, un extraño huevo que su marido encontró por azar en la nieve, una inexplicable aparición en un paisaje helado desde hacía días. Los intentos de explicaciones vagamente científicas no mitigan el carácter poderosamente perturbador del relato. 

Pål y Per es una perturbadora historia de August Strindberg, la figura más destacada de la literatura sueca, que presentó en una antología de relatos de 1882 este cuento, la antítesis del espíritu navideño, en el que dos hermanos, los Pål y Per del título, acomodado burgués urbano el primero y rudo campesino rural el segundo, exteriorizan sus muchas diferencias -su odio incluso-, enquistadas durante años, a partir de una Nochebuena de supuesta reconciliación en la que, además, habría de concertarse el matrimonio de sus respectivos hija e hijo. 

Excelente es también La fiera, una narración de Nikolái S. Leskov, publicada en 1883, en la que la figura de un pobre oso, de cualidades casi humanas en su desvalimiento y su docilidad, es el eje sobre el que gira una historia de crueldad y redención, de castigo y arrepentimiento, tan acordes a la esencia de la Navidad. 

La muestra escogida de la obra de Robert Louis Stevenson es un relato, Markheim, que entronca con otros textos del escritor de Edimburgo. La eterna lucha entre el bien y el mal, la predestinación y la culpa, protagonizan una pieza que sólo tiene de navideña la fecha en la que se produce el oscuro asesinato que desencadena las reflexiones filosóficas y morales de su perpetrador. 

En La Navidad de Karen, escrito por una para mí desconocida Amalie Skram en 1885, aflora la temática social, al mostrarnos la desoladora, terrible, peripecia de una pobre chica y su pequeño hijo, abandonados ambos, sin refugio alguno -no sólo material- al que acudir en una heladora Nochebuena. Lacrimógeno -dignamente lacrimógeno- y tristísimo es Vanka, el cuento de 1886 de un maestro del relato, Antón Chéjov. En él, un niño, un pobre huérfano que malvive en un régimen de semiesclavitud sometido a la despiadada autoridad de un patrono inhumano, escribe una conmovedora carta a su abuelo en la que imagina la feliz realidad que sería su vida bajo su amparo y le solicita que vaya en sus imposibles búsqueda y rescate. 

La Nochebuena de la señora Parkins bebe, casi cincuenta años después, de las fuentes de la Canción de Navidad de Dickens. Lydia Parkins es una viuda avarienta y roñosa que, pese a contar con propiedades y fortuna suficientes, vive de manera austera y mezquina, incapaz de establecer vínculos sólidos con sus allegados, negando su ayuda a los vecinos necesitados y hasta a sus propios familiares, aislada sentimentalmente del mundo por su miseria moral. Al igual que el Scrooge dickensiano, un suceso acontecido en la época navideña -en este caso, la salvación de una casi inevitable muerte por el pastor religioso del pueblo, que la rescatará de la congelación tras perderse en una tormenta de nieve- cambiará su percepción de la existencia y operará en ella una regeneración espiritual que la hará dadivosa y espléndida, caritativa y generosa para con sus semejantes, en la más tópica y ejemplarizante pauta -dicho sea sin connotaciones despectivas- de los relatos de este género. 

Thomas Hardy, a cuya obra novelística dedicamos nuestra última entrega, la pasada semana, de Todos los libros un libro, firma El despiste de una orquesta parroquial, un hilarante relato breve de 1891 en el que un grupo de músicos devotos del ron con sidra y con tendencia a la juerga, exhaustos por los muchos festejos a los que se los invita en la semana navideña, acaban por quedarse dormidos cuando, después de encadenar noche tras noche sin pegar ojo por las continuadas parrandas, tienen que interpretar los himnos religiosos en la misa vespertina del día de Navidad. Despertados bruscamente por el párroco y desorientados tras tantas actuaciones en un sitio y otro, se creen en una de las muchas tabernas frecuentadas y entonan, para escándalo de los devotos fieles, El diablo entre los sastres, una enloquecida giga más bien profana y de dudoso carácter sagrado. 

El inequívoco título, Noche de paz, noche de amor…, del cuento de Gustave Wied, de 1891, permite anticipar su clima sentimental y navideño, bienintencionado y compasivo. El protagonista, atribulado por una deuda de juego que vence el primero de enero, encontrará en una Nochebuena compartida la generosa solución a sus agobios. Y otro tanto ocurre -la presencia de un espíritu de solidaridad y de comunión entre gentes distintas e incluso enfrentadas y hostiles entre sí- en Navidad prusiana, que escribió Léon Bloy en 1893, aunque en este caso el planteamiento del relato no es tan primario y elemental, presentando en cambio más aristas y ambigüedades. En un pequeño pueblo francés, ocupado por las fuerzas alemanas en la guerra franco-prusiana, el reverendo Courtemanche se ve obligado a celebrar la Misa del Gallo para un regimiento enemigo -violento y sanguinario, responsable de pillaje, incendios, masacres, violaciones, blasfemias y profanaciones- ante la amenaza de su coronel de que, en caso de negarse, a las doce y cinco daré la orden de incendiar el pueblo. La desigual presencia en la en otras circunstancias entrañable ceremonia de los silenciosos y aterrorizados lugareños y las bien alineadas compañías armadas se constituye en la imagen más poderosa de un cuento que suscita muy distintas reflexiones. 

En la excelente antología hay un hueco también para Sherlock Holmes, que comparece en un cuento de su creador, Arthur Conan Doyle, ambientado, cómo no, en las fiestas navideñas. La aventura del carbunclo azul es, como siempre en el personaje, una demostración de la displicente agudeza intelectual del detective, en una singular pesquisa -con un ganso y un diamante de por medio- en la que afloran tanto su consabida capacidad analítica y su sorprendente habilidad para encontrar indicios insospechados en donde nada hay en apariencia, como una menos frecuente vena sentimental y compasiva, deudora evidente de la benéfica atmósfera de la Navidad. 

De entre los varios Premios Nobel que aparecen en el libro destaca Luigi Pirandello, con un relato, Navidad en el Rin, en el que convergen las previsibles referencias a la armonía, el amor y la bondad de estas fechas y las también comunes evocaciones -más amargas y dramáticas- al paso del tiempo, la desaparición de los seres queridos, la muerte y el inexorable y fatal ciclo de la vida. Nobel también -aunque mucho menos conocido que el italiano- es Wladyslaw Reymont, autor del último cuento del siglo XIX que se recoge en la recopilación. Felices es una historia bellísima en la que la triste soledad de su protagonista, su existencia estéril y anodina, su insustancial aislamiento del mundo, se verán transformados en una Nochebuena emotiva y sentimental, gracias a la promesa y la ilusión encarnadas en una muchacha rebosante de juventud y vitalidad. 

El primer cuento del siglo XX seleccionado es, también, el primero de un autor español. El rey Baltasar, escrito por Leopoldo Alas Clarín en 1901, nos pone en contacto con el dilema moral que se le plantea a un honrado y modesto funcionario cuando, para poder comprar el regalo de Reyes a uno de sus hijos, se ve obligado a ceder ante una corruptela menor pero que arruinará su carrera y, aún peor, destruirá irremisiblemente su honra. 

Otra para mí desconocida premio Nobel, la sarda Grazia Deledda, firma Mientras sopla el Levante, ambientado en su Cerdeña natal y con muchas referencias locales -el dialecto, las costumbres, los rituales- en un texto que refleja los intentos de dos jóvenes por dar “rienda suelta” a su amor, en un ámbito muy estricto de rígidas y conservadoras tradiciones ancestrales. 

O. Henry, uno de los grandes cuentistas norteamericanos, ambienta en el lejano Oeste un cuento de 1903, Un regalo de Navidad en el chaparral. En él, la bondadosa generosidad navideña evita que la enemistad entre dos vaqueros que codician a la misma mujer acabe en tragedia. Del mismo año es Nochebuena, un relato de Ramón María del Valle-Inclán en el que, en un entorno gallego -y por tanto teñido de melancolía- se hace mofa de la libertad de costumbres de un arcipreste, sospechosamente cercano a su sobrina. 

El tono irónico -e incluso más: la franca y sarcástica crítica de las costumbres y las convenciones sociales- impregna La fiesta de Navidad de Reginald, debida a Saki, el inclasificable humorista británico de comienzos del siglo XX. Británico también, e igualmente dotado para la agudeza y el ingenio -aunque de menor causticidad-, Gilbert Keith Chesterton es conocido, sobre todo, por su principal creación literaria: el inefable padre Brown, un cura católico, bonachón y candoroso, que resolverá complicados casos policiacos. Uno de los cuentos protagonizados por el personaje, Las Estrellas Voladoras, publicado en 1911, forma parte de la selección que ahora reseño, en un relato en el que, aprovechando la atmósfera navideña, el intuitivo y desconcertante curita, resuelve -como de costumbre de manera casi inexplicable- un enojoso robo de diamantes. 

La última contribución española a la antología la aporta Emilia Pardo Bazán. La prolífica escritora gallega ofrece en La estrella blanca una inusual visión, rezumando exotismo y sensualidad, también sentimentalismo y emoción, de la leyenda de los Reyes Magos. 

En 1914 se publicó en Londres Dublineses, la magistral colección de quince relatos de James Joyce, de un calibre literario equiparable a su obra mayor, Ulises. De entre todos sobresale Los muertos, un cuento excepcional que dio lugar a una de las mejores películas que yo he visto jamás, la cinta del mismo título de John Huston. Hace años, dediqué una emisión en Buscando leones en las nubes a esta deslumbrante maravilla. Podéis escucharlo en el blog del espacio. Idéntico protagonismo en dicho espacio tuvo cuatro cursos atrás, La Navidad de un niño en Gales, un cuento de Dylan Thomas conmovedor y muy tierno con abundantes elementos autobiográficos, que también podéis recuperar en la página del programa. 

Dino Buzzati es el autor de Cuento de Navidad, un relato entrañable, con un enfoque religioso y hasta metafísico, aunque muy tierno, sensible y sentimental. Otro nombre esencial de la literatura del siglo XX, Ray Bradbury, un clásico de la ciencia ficción, con dos títulos fundamentales del género, Crónicas marcianas y Fahrenheit 451, comparece en la antología con El regalo, una narración en donde se ambientan en un futurista 2052 los convencionales rituales de nuestra Navidad. 

Los dos cuentos más “contemporáneos” de la antología, los dos últimos recopilados, son Una Navidad, escrito en 1982 por Truman Capote, y el que cierra el libro, El cuento de Navidad de Auggie Wren, de 1990, obra de Paul Auster. En el primero de ellos, un niño acostumbrado a la vida libre y algo salvaje de Alabama, en donde vive con tíos y primos mientras sus padres, separados, rehacen sus existencias en Nueva Orleans y Nueva York, respectivamente, se ve obligado a pasar una Navidad con su progenitor en la ciudad sureña, en donde aquel lleva una vida hecha de riqueza, placeres, diversión y mujeres. El contraste entre la pobreza y la sencillez que definen el cotidiano entorno rural del chico y el lujo y la frivolidad que envuelven la realidad de su casi desconocido padre, marca un relato en el que afloran la inocencia del pequeño y su primer tímido atisbo del mundo adulto, en un episodio con -cómo no- una notoria aunque algo mundana presencia del espíritu navideño. El magnífico cuento de Paul Auster narra una historia emotiva y bellísima que es, además, una suerte de metarrelato que encierra una interesante reflexión sobre la literatura navideña. Un breve fragmento de su texto acompaña a esta reseña. El relato dio origen a una película, también estupenda, de Wayne Wang, Smoke, con un Harvey Keitel magistral. Su texto es la base del programa que el día 24 de diciembre dedicaré a la Navidad en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes y que, aunque suene petulante, no deberíais dejar de escuchar. 

Un clásico villancico de la tradición norteamericana, Christmas song, en la espléndida versión del dúo She & Him, formado por el músico M. Ward y la cantante y actriz Zoey Deschanel, cierra nuestra emisión de esta tarde, con la que nos despedimos ya hasta el próximo 9 de enero. ¡Felices navidades a todos!

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo? 

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas. 


Marta Salís. Cuentos de Navidad

miércoles, 12 de diciembre de 2018

THOMAS HARDY. LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO; TESS DE LOS D'URBERVILLE; JUDE EL OSCURO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El espacio de consejos de lectura de Radio Universidad de Salamanca llega hoy a vosotros con una propuesta triple, tres excelentes novelas, tres clásicos, en mayor o menor medida, de un autor de cuya muerte se han cumplido noventa años al inicio de este 2018, razón por la que no he querido que el año se acerque a su fin, cerca ya, pues, de su nonagésimo primer aniversario, sin recomendaros su lectura. Hablamos de Thomas Hardy, el escritor británico nacido en 1840 y autor, entre otras muchas obras, del ciclo de “novelas de Wessex”, nombre del antiguo reino anglosajón que ocupó gran parte del suroeste de Inglaterra entre los siglos VI y X. En la imaginaria región, que se corresponde con el Dorset natal del autor, entre valles y montañas, se ambientan -aunque en tramas desarrolladas en el siglo XIX- bastantes de sus libros, entre los que se cuentan los tres de los que esta tarde quiero hablaros, Lejos del mundanal ruido, Tess de los d'Urberville y Jude el oscuro, publicados por primera vez en 1874, 1891 y 1895, respectivamente, y que yo he leído en las ediciones de la siempre ejemplar editorial Alba, en sus colecciones Clásica Maior, las dos primeras, y Alba Minus, la tercera, siendo sus traductores, Catalina Martínez Muñoz, en los dos primeros casos, y Francisco Torres Oliver, en el último. La mayor parte de la obra restante del inglés ha visto la luz también en nuestro país en el mismo sello de Alba Editorial. Además, las tres novelas hoy reseñadas han sido objeto de numerosas traslaciones cinematográficas, de las que os iré hablando -hasta cinco títulos comparecerán en esta crónica- al hacer el comentario particular de cada libro. Como puede verse, mi muy plural propuesta de esta tarde resulta especialmente idónea para estas ya inminentes navidades: más de mil quinientas páginas de espléndida literatura y quince horas de interesante cine constituyen una apetitosa tentación para las muchas jornadas de descanso vacacional que nos esperan. 

La biografía de Thomas Hardy resulta, en algunos puntos, reveladora de ciertos aspectos de su obra. Nacido en Dorchester -la capital “real” de su territorio literario- en el seno de una familia humilde, estudiante de arquitectura, aunque no llegó a graduarse, desde muy pronto sintió la vocación literaria, llegando a publicar una quincena de novelas, multitud de relatos cortos, infinidad de poemas y un postrero drama histórico en verso, presentado cuando, decepcionado por las duras críticas y el escándalo suscitado por sus novelas, tachadas a menudo por parte de la rígida sociedad victoriana de su tiempo de “inmorales” (en particular, como luego comentaré, Tess y Jude), resolvió abandonar el género que tanto éxito le había proporcionado y por el que es, finalmente, reconocido como un clásico en el universo literario. En los prólogos a las distintas ediciones de las novelas hoy reseñadas -que se publicaban por entregas y que a veces debieron “aligerarse” de algunos de sus capítulos más polémicos- aparecen comentarios relativos a esos reproches y reacciones adversas en los que trasluce el dolor que le provocaron los furibundos ataques e injustificadas condenas (hasta un obispo llegó a quemar uno de sus libros, una experiencia que me ha curado para siempre de todo interés por seguir escribiendo novelas, como de modo explícito menciona en el preámbulo a la edición de 1915 de Jude el oscuro). 

Y sin embargo, pese a las acusaciones (analizadas con los criterios de hoy, infantiles y banales), las de Thomas Hardy son novelas morales. Más allá de la siempre muy bien construida y extraordinariamente sólida estructura de sus obras -deudora, quizá, de su condición de arquitecto, aunque frustrado-, la trama argumental -nunca demasiado compleja o enrevesada, incluso previsible- y sus algo esquemáticos personajes no son otra cosa que el vehículo para mostrar su acerba visión del mundo, para transmitir sus ideas, sus valores, para inculcar en el lector -o, al menos, para hacerle reflexionar sobre ellos- los elementos determinantes de su más bien pesimista pensamiento. Entre ellos están la defensa de una mejor situación de la mujer en la sociedad (Hardy fue un adelantado del feminismo, con unos personajes femeninos espléndidos); la estéril lucha contra un destino que nos determina; el insuperable influjo del negativo azar y la mala suerte; la guerra a muerte entre la carne y el espíritu, entre el pensamiento racional y la fuerza del instinto; el plúmbeo peso de las convenciones sociales, que ahogan los generosos ideales y los nobles sueños de los individuos; el genuino amor enfrentado a la fría institución del matrimonio (del que, al menos en sus obras, repletas de belicosos y bien razonados argumentos en su contra, parece aborrecer; él se casó dos veces, la última con más de setenta años); la inútil voluntad humana enfrentada a la despiadada necesidad material o biológica; las desdichas que pueden ocasionar las esperanzas y aspiraciones frustradas; el conflicto entre naturaleza y civilización y el consiguiente choque entre ley civil y ley natural; los avances del progreso y la destrucción de la vida sencilla y elemental, con el telón de fondo de la revolución industrial; la pérdida de las tradiciones, el folklore, las costumbres, los lazos sociales y hasta las construcciones vinculadas a la tierra, enraizados durante siglos en los entornos locales, y su sustitución por -ya entonces- el desarraigo que conlleva la rapidez y la itinerancia de los tiempos modernos; el fragor de la ciudad y el silencio del campo (es siempre excepcional en sus obras la recreación del ambiente, del paisaje, el reflejo del paso de las estaciones, del clima y los fenómenos atmosféricos, de la flora y la fauna); las injusticias sociales y las inaceptables condiciones de vida y de trabajo de los desheredados, tanto en los campos (son magistrales las “escenas” en las que se describen las faenas agrícolas, los sembrados rebosantes, la siega, los almiares henchidos, el generoso esfuerzo de los campesinos; tal y como podréis comprobar en el fragmento de Tess que os dejo como cierre) como en las deshumanizadas fábricas; la genuina inclinación por el saber y la educación y la dificultad de su acceso en la época -casi su proscripción- para una inmensa mayoría de la gente. 

Todas estas preocupaciones teóricas del autor están presentes en el discurrir de las tres novelas que ahora paso a reseñar, coincidentes en un enfoque subyacente, teñido de infausto determinismo, que las recorre y que las convierte en terribles dramas, en tragedias atroces con desenlaces desgraciados. Porque Hardy es un fatalista; a medida que se avanza en la lectura de sus novelas uno sabe que todo lo que puede ir mal será a la postre funesto y aciago, que la situación que viven en el presente sus infelices protagonistas empeorará irremisiblemente -salvo excepciones escasas-, pues en esa lucha contra el destino el pobre ser humano siempre pierde. Reflejando esa dimensión especulativa, sus historias -escritas en un registro estilístico realista y formal, muy pulcro y refinado- aparecen, además, surcadas por una sutil malla de referencias intelectuales, citas cultas, literarias y religiosas, reflexiones filosóficas y agudas muestras -en ocasiones también algo oscuras- de sus penetrantes e intencionados razonamientos o su inteligente juicio crítico. 

Lejos del mundanal ruido supuso, en 1874, el primer gran éxito para su autor, con un notable reconocimiento que llegó ya desde su inicial publicación como folletín en una revista de la época. En su título original, Far from the madding crowd, con su explícita alusión a la locura (del mundo moderno), ya se reconocen los pilares básicos del discurso teórico de Hardy, que acabo de resumir. La historia que se nos cuenta es, en sí, más o menos trivial. Bathsheba Everdene, una de las grandes heroínas de la literatura del británico, hereda, a la muerte de su tío, la mayor granja del pueblo de Weatherbury (merece la pena reseñar, en un paréntesis incómodo pero necesario, que la magnífica edición de Alba incluye un mapa de la región, con la ubicación en la geografía del sur de Inglaterra de todas las localidades citadas en el libro, así como una tabla en la que, en paralelo, se relacionan los topónimos que aparecen en el libro con sus correlatos “reales”: el Weatherbury de Wessex es así Puddletown en su denominación “en el mundo”). Hay tres personajes masculinos enamorados -de una u otra forma: capricho, interés, pasión, amor genuino- de la joven y bella propietaria: Gabriel Oak, un individuo íntegro y honesto, que se nos presenta como hacendado al comienzo del relato pero al que un mal golpe de suerte ha condenado a ganarse la vida como pastor de los rebaños y hombre para todo en la finca de Bathsheba; el terrateniente Boldwood, maduro, soltero y algo anodino, aunque de posición económica muy solvente; y el sargento Troy, guapo, frívolo, seductor y amante de las mujeres. Bathsheba, objeto del interés y de los intentos de aproximación -de distinta índole: agresivos, tímidos, respetuosos, pacientes, impulsivos, según los casos- de los tres, acabará decantándose por alguno de ellos y, sin querer desvelar los entresijos de la trama, se equivocará una y otra vez, inocente y torpemente, como es, ya se ha dicho, “norma de la casa” en la literatura de Hardy. 

Sin profundizar más en el desarrollo de la línea argumental, sí quiero comentar que en la novela resaltan especialmente algunos de los ejes temáticos que ya he destacado como rasgos generales de la novelística del autor. En particular, en este caso sobresalen la construcción, que podríamos llamar protofeminista, del personaje de Bathsheba, las reflexiones sobre los acelerados cambios en el mundo (Esta escena actual en un marco de cuatrocientos años de antigüedad no producía ese claro contraste entre lo antiguo y lo moderno implícito en el paso del tiempo. En comparación con las ciudades, Weatherbury era inmutable. El «entonces» del ciudadano es el «ahora» del campesino. Lo ocurrido en Londres hace veinte o treinta años forma parte de la antigüedad; en París basta con cinco o diez años. En Weatherbury los tres o cuatro últimos años formaban parte del presente y hacía falta como mínimo un siglo para dejar algún rastro en la faz o en el pulso del lugar. Cinco décadas apenas modificaban el corte de unas polainas o el bordado de un vestido, siquiera mínimamente. Diez generaciones no bastaban para alterar el significado de una frase. En estos rincones de Wessex, lo que para el forastero atareado son tiempos antiguos, aquí tan sólo son viejos; sus viejos tiempos siguen siendo nuevos; su presente es futuro), el juego naturaleza/cultura o campo/ciudad (Aunque en cierto modo podía considerársela una mujer de mundo, éste era, a fin de cuentas, el mundo de los círculos al aire libre y las alfombras verdes sobre las que el ganado hace las veces de multitud y los vientos de murmullo; el mundo donde una tranquila familia de conejos o de liebres vive al otro lado de la pared donde transcurre la fiesta, donde tu vecino es cualquier miembro de la parroquia y el cálculo se limita a los días de mercado. De los gustos artificiales y la buena sociedad sabía más bien poco), el consabido encono en la crítica al matrimonio y los habituales pensamientos sobre los principios morales y el destino (Pero la vida a veces es así, y no sucede lo que esperamos —añadió, con la serenidad de un hombre habituado al infortunio, más que aniquilado por éste). 

En relación con el feminismo de Bathsheba, una de las notas relevantes del libro que ahora quiero subrayar, os ofrezco algunas significativas muestras, en cierto modo sorprendentes dada la época, de su radical y hasta combativa -al final no lo será tanto- independencia: Recordad que ahora tenéis un ama en lugar de un amo. Todavía no sé si tengo talento para dirigir una granja, pero lo haré lo mejor posible, y si vosotros me servís bien, sabré recompensaros. Si hay entre vosotros algún desleal (espero que no sea así), que no piense que porque soy mujer no entiendo la diferencia entre los tejemanejes y lo que está bien. También: Es difícil para una mujer definir sus sentimientos en un lenguaje creado principalmente por el hombre para expresar los suyos. De manera aún más explícita: No quiero que nadie me domestique. Soy demasiado independiente. O, por fin: Ahora se odiaba a sí misma. En otro tiempo había albergado un secreto desprecio por las muchachas que se convertían en esclavas del primer hombre guapo que les dijese algo. Nunca le había agradado la idea del matrimonio en abstracto, como a la mayoría de las mujeres a quienes conocía. Sumida en un torbellino de pasión por su amante, había aceptado casarse con él, pero, incluso en los momentos más felices, sentía que se había sacrificado, en lugar de ganar y recibir honores. Aunque no conocía siquiera el nombre de esa divinidad, Diana era la diosa a quien Bathsheba instintivamente adoraba. Que nunca, con miradas, palabras o gestos había incitado a un hombre a acercarse a ella, que siempre se había sentido autosuficiente y, en la independencia de su corazón de muchacha, había intuido cierta degradación en el hecho de renunciar a la sencillez de su vida de soltera para convertirse en la humilde mitad de un indiferente todo matrimonial, eran circunstancias que ahora recordaba con amargura. ¡Ojalá no hubiese cometido semejante locura, por respetable que fuese! ¡Ojalá pudiera volver a detenerse en la cima de la colina de Norcombe y desafiar a Troy o a cualquier otro hombre a contaminar un sólo pelo de su cabeza con ese tipo de intromisiones! 

Hay dos versiones cinematográficas recomendables de Lejos del mundanal ruido, ambas manteniendo el título original de la novela. La primera, dirigida por John Schlesinger en 1967, cuenta en el reparto con grandes nombres del cine británico, como Julie Christie, Terence Stamp, Peter Finch y Alan Bates, octogenarios los dos primeros y fallecidos ya los últimos. La segunda, más reciente, de 2015, es obra del director danés Thomas Vinterberg, uno de los fundadores del controvertido movimiento Dogma, con la deslumbrante Carey Mulligan en el papel protagonista y Matthias Schoenaerts, Michael Sheen y Tom Sturridge, en los de sus insistentes admiradores. Las dos películas son valiosas e interesantes y verlas proporciona innumerables motivos y ocasiones para el disfrute, aunque inevitablemente ambas están por debajo de la calidad y la riqueza de la obra literaria. Más allá de sus distintos enfoques y de la común imposibilidad de resolver satisfactoriamente las necesarias elipsis que exige una novela muy extensa y con multitud de vertientes, sobresale, en la más reciente, la formidable dirección artística -tan british-, los magníficos escenarios y localizaciones y la deslumbrante fotografía. En el film de Schlesinger destaca que, al ser su duración más larga -cercana a las tres horas-, “caben” en él algunos episodios relevantes de la novela que no se recogen en la de Vinterberg. Sin embargo, la cinta es deudora de algunos de los peores tics cinematográficos de los 60: abuso del zoom y las panorámicas desquiciadas, absurdo recurso a la cámara lenta en alguna secuencia y, sobre todo, escenas delirantes -sin “utilidad” narrativa alguna-, rozando la psicodelia, como la de los disparatados ejercicios del sargento Troy -un jovencísimo y desatado Terrence Stamp- con su muy fálico sable. Pese a todo, entrañable película. 

Tess de los d'Urberville, que se publicó con el subtítulo, también muy indicativo, de Una mujer pura, se inicia cuando el holgazán y algo borrachín John Durbeyfield recibe la noticia de que su apellido es en realidad una deformación de d’Urberville, una noble familia normanda de los tiempos de Guillermo el Conquistador. Envanecido por su recién “adquirida” y linajuda condición, espoleado por su ambiciosa mujer, decide poner en contacto a Tess, la más atractiva de su larga progenie, que vive en la granja familiar su sencilla vida de campesina y alimenta sus esperanzas de ser maestra, con otros representantes del señorial patronímico. Y a partir de ahí, y de nuevo manteniendo la discreción sobre los detalles de la trama, se desenvuelve la esperable sucesión de desgracias de la infortunada muchacha, otra de las inolvidables heroínas “hardyanas”, que aparece, en cierto modo, como emblema de la época que el autor quiere retratar (Con un lenguaje personal, y un poco de ayuda de su educación de sexto grado, expresaba unos sentimientos que casi podía decirse que eran los de la época: el dolor de la modernidad). El relato de las vicisitudes de su vida -de sus desdichas y padecimientos-, llena de azares y sorpresas y cambios imprevistos y situaciones extremas y desenlaces inesperados (Una vida palpitante que, en sus pocos años, había llegado a conocer muy bien el polvo y las cenizas, la crueldad del deseo carnal y la fragilidad del amor), avanza entre consideraciones sobre la incapacidad de la inteligencia, la voluntad, la belleza y el talento natural para superar las arbitrarias e injustas reglas sociales; el sometimiento que las rígidas creencias religiosas imponen a la libertad de pensamiento; el asfixiante peso de los prejuicios y las convenciones (Eran los prejuicios sociales, no sus sentimientos innatos, la causa principal de su sufrimiento); el choque entre los apetitos naturales y las represivas normas de la sociedad; el cuestionamiento de la absurda moral imperante (¿Quién era el hombre moral? Y, una pregunta aún más pertinente, ¿quién era la mujer moral? La belleza o la fealdad de una persona no residían únicamente en lo que ha logrado, sino en sus intenciones y sus impulsos; su verdadera historia no debía buscarse en las cosas hechas, sino en las deseadas); la consideración de la nobleza de los propósitos, más “verdaderos” que los actos, siempre condicionados por las circunstancias y el destino (Juzgar por sus intenciones y no por sus actos); el determinismo -la “predestinación”- que imponen los orígenes y el linaje (Familias decadentes implican voluntades decrépitas y conductas decadentes); la radical igualdad por la que deberíamos ser medidos todos los seres humanos (iguales en lo esencial, en el terreno de la naturaleza o de las emociones: penas, placeres, sentimientos, nacimiento, muerte y vida eterna eran los mismos para todos); el sinsentido de la vida (Todo es vanidad. Repitió estas palabras mecánicamente, hasta que llegó a la conclusión de que aquel pensamiento era impropio de los tiempos modernos. Salomón había pensado eso hacía más de dos mil años; ella, aunque no estuviera en la vanguardia de los pensadores, había ido mucho más lejos. Si todo fuese solo vanidad, ¿quién se preocuparía? Todo era, por desgracia, peor que la vanidad: injusticia, castigo, abusos y muerte); el frenesí de la vida moderna y los cambios que conlleva la implantación de las máquinas (La vida moderna extendía hasta aquí sus tentáculos de vapor); la dureza de las condiciones de trabajo en el campo y la explotación de los campesinos (Como muchos otros que hoy viven olvidados en nuestras aldeas y se ganan la vida trabajando en el campo, esos que se llaman “hijos de la tierra”); y, por encima de todo, el ansia de dicha, el anhelo de amor, los sentimientos nobles, el deseo de felicidad, la fuerza, la vida que bulle en el corazón de la muchacha y que pugnará por fluir y realizarse, vanamente, en su infortunada existencia: De un tiempo a esta parte, solo había visto vida, solo había sentido el inmenso y apasionado pulso de la existencia, indoblegable, imperturbable, libre de las ataduras de aquellas creencias que en vano intentan erradicar lo que la sabiduría se contenta con moderar. Y también: El “apetito de dicha” que anima a todos los seres vivos, esa fuerza tremenda que empuja a la humanidad hacia sus fines, como arrastra la corriente el alga indefensa, escapaba al dominio de las vagas elucubraciones sobre la norma social. O, por último: Tal vez fuera una pasión excesiva para la condición humana: demasiado ardiente, desenfrenada, aniquiladora

Sobre la base de la novela hay dos obras fílmicas -cinematográfica la primera, televisiva la segunda- altamente interesantes. En 1979, Roman Polanski dirigió Tess, protagonizada por Nastassja Kinski y con Leigh Lawson y Peter Firth como principales acompañantes. Pese a su extensión, casi tres horas, volvemos a encontrarnos con la dificultad de trasladar a la pantalla la multiplicidad de planos de un libro magistral. Eso sí, la inocencia, la frescura, la perplejidad y el desconcierto de una Nastassja Kinski bellísima en sus apenas dieciocho años permiten disfrutar, con gran riqueza de matices, de la personalidad de la heroína de Hardy. Os recomiendo también una estupenda serie británica, de la BBC, emitida por primera vez en 2008. Con el mismo título de libro, la serie, de cuatro horas de duración, cuenta con Gemma Arterton, Hans Matheson y el ahora bien conocido Eddie Redmayne en sus papeles principales. Como siempre, la solvencia artística de los productos de la emisora inglesa recrea la obra literaria de un modo admirable. 

Jude el oscuro es, de las tres que hoy os presento, la que puede encajar más abiertamente en la rúbrica de “novela de tesis” que tan aplicable resulta a las producciones literarias de Hardy; un texto en el que, más allá de la configuración de los personajes o el desarrollo de la trama, son las ideas que el autor quiere defender las verdaderas protagonistas del libro. Aquí están todos los leitmotivs de su obra llevados al extremo, manifestados de un modo insistente y radical, subrayado y explícito. Principalmente nos encontramos ante un furibundo alegato, repleto de reflexiones, argumentos y razonamientos -intercalados de denuestos, exabruptos y diatribas- en contra del matrimonio, de cuyos males potenciales, su inconveniencia, sus contrasentidos, no se nos ahorran detalles. Mis notas de lectura están repletas de citas recogiendo esta exaltada -aunque, con perspectiva de hoy, razonable y anticipadora- toma de posición frente a una institución que ya en el siglo XIX se mostraba caduca y con atisbos de irracionalidad. Reprimiré mi natural tentación de transcribíroslas íntegramente aunque sí quiero dejaros una sola muestra como ejemplo, bien representativa de su vigencia actual y no exenta de humor (un rasgo -la ironía- que aparece con frecuencia cuando Hardy habla del matrimonio, pese a tratarse de una cualidad prácticamente inexistente en la literatura de nuestro invitado de hoy, siempre tan enfático y discursivo): Resulta extraño a la naturaleza del hombre amar toda la vida a una persona porque se le ha dicho que debe y tiene que estar enamorado de esa persona. Probablemente habría más posibilidad de que lo hiciera si se le dijese que no lo amara. Si la ceremonia de matrimonio consistiera en el juramento y la firma de un contrato por ambas partes comprometiéndose a no amarse a partir de esa fecha, por haber sido autorizada la posesión, y a evitar lo más posible estar juntos en público, habría más parejas de enamorados de las que hay hoy en día. ¡Figúrate la de citas clandestinas que tendrían el marido y la mujer perjuros, la de veces que negarían haberse visto, que treparían a las ventanas de los dormitorios y se esconderían en los armarios! Entonces habría muy pocas relaciones frías

Además, están presentes el resto de sus obsesiones: la irreconciliable oposición entre estado de naturaleza y vida civilizada; el genuino impulso sexual domesticado por las instituciones artificiales; las deficientes fórmulas sociales que no sirven para organizar las vidas de quienes quieren seguir sus propias inclinaciones sin hacer daño a nadie; las absurdas leyes y anacrónicas normas que nos hacen desdichados; la hipocresía de la religión y de los caprichosos preceptos de las Iglesias; la libertad personal frente a la imposición pública; la confrontación entre instinto y principios; la independencia de criterio frente a los esclavizadores códigos sociales; la mezquina cuestión de la paternidad y la insensatez de traer niños al mundo (porque somos demasiados; como afirmará ese aterrador personaje secundario, Pequeño Tiempo); la general opresión de la sociedad que considera inmoral e impide a las gentes el vivir a su manera; la rabiosa invectiva contra el espíritu de clase, el patriotismo y demás supuestas virtudes en el fondo limitadoras y reduccionistas; la necesidad de una igualdad de oportunidades perseguida a través de la enseñanza y la educación; el cruel fatalismo contra el que los pobres seres, los “oscuros”, no pueden luchar (hay una nube que se cierne sobre nosotros, “aunque no hemos ofendido a ningún hombre, ni hemos corrompido a ningún hombre, ni hemos engañado a ningún hombre”); el escepticismo frente a la verdad libresca -la letra mata, reza la cita inicial-, vana ideación teórica de imposible aplicación práctica; el Destino inexorable y fatal (No se puede hacer nada. Las cosas son como son y van a parar al fin que les está destinado); la bondad de las ideas, la nobleza de las aspiraciones, la legitimidad de los sueños, las esperanzas y las ilusiones deseadas… todo inútil, todo vano, ¡Todo me lo ha triturado la espantosa muela de la realidad! 

En este marco intelectual de referencia se desarrolla una trama argumental con apreciables semejanzas con las de las otras dos novelas. Un personaje central masculino, Jude -aunque pronto el foco se desplazará hacia la principal figura femenina, Sue Bridehead-, a cuya vida asistiremos, desde que, niño solitario sin padres y criado por una huraña tía, fabula con seguir los pasos de su maestro, el señor Phillotson, estudiando en Christminster -el trasunto “wesseniano” de Oxford- para ordenarse sacerdote, hasta que acaba tristemente sus días después de una breve existencia hecha, sobre todo, de desgracias y sinsabores, en la acostumbrada sucesión de infortunios que constituyen la base de las historias de Thomas Hardy. Jude, un ser sensible, un niño -y después un hombre- de una bondad casi inverosímil, un inocente, un blandengue, el clásico tipo al que le toman el pelo, aguantará con estoicismo los dolorosos embates que le infligirá la existencia, en la que solo el trato con su prima Sue le proporcionará los escasos momentos de dicha -también los de indecible tortura- de su “oscura” vida. Por su parte, Sue es una mujer muy atractiva, independiente, libre en apariencia de convencionalismos, culta pese a su falta de instrucción formal, inteligente y sensible (su inteligencia brilla como el diamante, mientras la mía parece papel de estraza, se quema sin arder en llama… ¡Está por encima de mí!, dice de ella su primo), pero también algo infantil e inconsistente, capaz por ello de trastornar la vida de los hombres (y así lo hace, al menos con dos de ellos) por su frialdad, su pretendida falta de sensualidad, sus dudas, sus miedos y, sobre todo, su irritante -también para el lector- volubilidad e indecisión. 

Jude, así a secas, es el título de una película dirigida en 1996 por Michael Winterbottom, que constituye una notable traslación de la novela. Cuenta con una muy joven Kate Winslet, y con Christopher Eccleston, Liam Cunningham y Rachel Griffiths en su reparto. Como los demás títulos comentados, sus guionistas se ven obligados a “adelgazar” las muchas dimensiones del libro reduciéndolas a la más escueta trama argumental. Sin embargo, en este caso, Winterbottom no ha elegido la estilización estética -admirable, por otro lado- de la película de Vinterberg, para optar por un naturalismo más descarnado, más “sucio”, más realista, también interesante. 

En fin, como veis, son incontables los motivos para el placer intelectual que encierra mi muy plural propuesta de esta tarde. Seguro que si os decidís a atenderla tendréis aseguradas muchas horas de animado y gozoso disfrute. Como complemento musical a esta reseña os dejo con Let no man steal your thyme, un bellísimo tema tradicional británico, del folklore irlandés que interpreta la propia Carey Mulligan con Michael Sheen en la banda sonora de Craig Armstrong para la versión cinematográfica de Lejos del mundanal ruido de 2015.


La máquina dejaba el trigo cortado en pequeños montones del tamaño necesario para formar un haz, y de estos se ocupaban en la retaguardia los agavilladores: mujeres sobre todo, aunque había también algunos hombres que llevaban camisas de cuadros y los pantalones sujetos a la cintura con correas de cuero, de tal suerte que eran superfluos los dos botones de atrás, centelleantes y encendidos con los rayos de sol a cada movimiento de su dueño, como un par de ojos en la parte baja de la espalda. 

Pero eran ellas las más interesantes de esta cuadrilla de agavilladores, por el encanto que cobra la mujer cuando se vuelve parte de la naturaleza y deja de ser un mero objeto recluido en el hogar como de costumbre. Un campesino en el campo es una personalidad; una campesina es parte del campo: ha perdido en cierto modo sus contornos para imbuirse de la esencia del paisaje y asimilarse con ella. 

Las mujeres -o mejor dicho, las mozas, pues eran en su mayoría jóvenes- llevaban sombreros de algodón con grandes velos que aleteaban y las protegían del sol, y guantes para no arañarse con los rastrojos. Una llevaba una chaquetilla rosa claro, otra un vestido de color crema de mangas ceñidas, otra una falda tan roja como las aspas de la segadora; y las demás, las mayores, el tosco sayo o bata marrón -la indumentaria clásica y más propia de las campesinas- que las jóvenes ya iban abandonando. Esta mañana, las miradas se dirigen sin querer a la muchacha de la chaquetilla rosa, por ser las más grácil y la de mejor figura de todas. Lleva el sombrero tan calado en la frente que el rostro queda oculto cuando la moza dobla la cintura, aunque se adivina el color de su tez por un par de mechones de pelo castaño, sueltos por detrás del velo. Si llama tanto la atención es quizá porque no la busca, mientras que las demás no dejan de mirar a su alrededor. 

Desempeña su tarea con la monotonía de un reloj. De la última gavilla atada saca un puñado de espigas y les da un golpe con la palma de la mano izquierda, para igualar su longitud. Se inclina luego, avanza y recoge las mieses con las dos manos, las apoya contra las rodillas y pasa la mano izquierda enguantada por debajo del manojo hasta encontrarse con la derecha al otro lado y abrazar la gavilla como una amante. Junta luego los dos extremos del puñado que ha sacado y se arrodilla sobre el haz para atarlo con ellos, sacudiéndose las faldas cada vez que el viento se las levanta. Una parte del brazo desnudo asoma entre el guante de cuero y la manga del vestido, y, conforme avanza el día, los rastrojos arañan su delicada piel femenina, que sangra. 

De vez en cuando se yergue a descansar y se ata el mandil suelto o se endereza el sombrero. Se vislumbra entonces el rostro ovalado de una joven atractiva, de ojos profundamente oscuros y largas trenzas, que parecen aferrarse, suplicantes, a todo cuanto rozan. Las mejillas son más pálidas, los dientes más regulares y los labios más finos de lo normal en una campesina. Es Tess Durbeyfield, o d’Urberville, algo cambiada: la misma, aunque no la misma; en esta etapa de su existencia vive como una extraña en su pueblo natal, aunque no fuese aquella tierra extraña para ella. Tras un largo período de reclusión, ha decidido esta semana salir a trabajar, ahora que ha llegado la época de mayor actividad del año en los campos y ninguna labor que pueda hacer en casa le ofrece un jornal como el que gana con la cosecha. 



Thomas Hardy. Lejos del mundanal ruido


miércoles, 5 de diciembre de 2018

EDMUND DE WAAL. LA LIEBRE CON OJOS DE ÁMBAR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde Radio Universidad de Salamanca y como todos los miércoles desde hace ya casi diez años nuestro espacio os ofrece una propuesta de lectura con la convicción de que pueda llegar a interesaros. Una creencia que en el caso del título que os traigo esta semana puede formularse sin reparo con un tono así de categórico, pues estoy absolutamente persuadido de que si os decidís a leer La liebre con ojos de ámbar, mi recomendación de esta tarde, vais a encontrar en el excepcional libro infinidad de motivos para el más entusiasmado disfrute. Se trata de una obra publicada originariamente en 2010 por el británico Edmund de Waal, prestigioso ceramista y profesor universitario de esa materia, y que vio la luz en España en la ejemplar editorial Acantilado dos años después, en 2012, en traducción de Marcelo Cohen. Desde esa fecha se han multiplicado las reimpresiones de un libro que, pese a lo insólito de su motivo principal, lo específico del universo que describe y lo singular de su planteamiento -o quizá precisamente por ello- ha conocido un relativo éxito de público y, en cualquier caso, una formidable recepción crítica. Y como -ya lo sabéis si nos escucháis o leéis habitualmente- Todos los libros un libro no necesariamente se acomoda a la “rabiosa” actualidad -tanto por razones de principio como porque resulta de todo punto imposible seguir semanalmente el frenético ritmo de las novedades editoriales-, aquí estamos hoy, “presentando” un libro de hace seis años (una antigualla, en la lógica de ese delirante mercado). 

La liebre con ojos de ámbar es, simultáneamente, una apasionante y adictiva narración novelesca, una suerte de autobiografía familiar del autor, una rigurosa investigación ensayística que rezuma sabiduría y erudición, una profunda lección de historia, una documentada crónica en la que se describe con precisión una época esencial de la Europa de los dos últimos siglos, una conmovedora y poética reivindicación de la belleza y, en definitiva, una obra mayor de la literatura contemporánea, un libro inolvidable que de ninguna manera deberíais dejar de leer. 

Edmund de Waal recibe, tras la muerte de su tío abuelo Iggie en Tokio, en 1994, un extraordinario legado personal: la colección completa de 264 netsuke que su anciano pariente atesoraba desde su infancia. Los netsuke son esculturas en miniatura -del tamaño de una pequeña caja de cerillas- cuyo origen se remonta al Japón del siglo XVI. Aparecieron para satisfacer una necesidad de carácter práctico -como pasadores para sujetar el injo, la caja plana donde se llevaban los implementos de la vida cotidiana, al obi, la faja que ciñe el kimono-, siendo inicialmente de bambú o madera. Durante el siglo XVIII empezaron a elaborarse con otros materiales, como el marfil, y ello hizo que se desarrollara un arte particular, con piezas exquisitas, estilos diferenciados y maestros reconocidos, que despertaron el coleccionismo dentro y fuera del país nipón. Comprendo cuánto me intriga cómo ha sobrevivido este encantador objeto duro y terso, dice de Waal en el prefacio al libro, a propósito del tacto y la belleza de una de las piezas. Y añade: Tengo que encontrar un modo de devanar la historia. Poseer este netsuke—haberlos heredado todos—significa que me han hecho responsable de él y de aquellos a quienes perteneció. Así, con este sugestivo desencadenante, empezará el libro, pues esa responsabilidad a la que alude el autor, su natural curiosidad y su deformación profesional en tanto ceramista, le llevan a iniciar una investigación -cuyo relato tiene también, además de las vertientes ya mencionadas, algo de indagación detectivesca (No he parado de buscar desde que, hace treinta años, conocí a Iggie en Japón y me contó todo)- para, retrotrayéndose cuatro generaciones de su ramificada y cosmopolita familia- conocer el origen de las piezas y su largo y previsiblemente tortuoso camino hasta acabar en sus manos: Quiero saber qué relación hay entre el objeto de madera que ahora hago rodar entre los dedos—duro, delicado y japonés—y los sitios en donde ha estado. Quiero alcanzar el pomo y girarlo y sentir que la puerta se abre. Quiero entrar en todas las habitaciones donde este objeto haya vivido, sentir el volumen del espacio, saber qué cuadros había en las paredes, cómo caía la luz de las ventanas. Y quiero saber en manos de quiénes estuvo, y qué pensaron de él, si es que pensaron algo. Quiero saber qué ha presenciado

Como puede inferirse del texto precedente, para llevar a cabo su propósito de Waal desechó -tras intentarlo en una primera instancia- adoptar un enfoque convencional, que supondría la elaboración de un bien informado pero frío ensayo en torno a la cerámica japonesa y las vicisitudes de la historia familiar. Creo que esa historia podría escribirse sola. Un puñado de anécdotas lánguidas bien cosidas, una más sobre el Expreso de Oriente, claro, algún vagabundeo por Praga u otro lugar igualmente fotogénico, unos recortes de Google sobre salas de baile de la Belle Époque. Resultaría un libro nostálgico; y tenue, afirma. Y a continuación: Y no estoy autorizado a practicar la nostalgia por tanta riqueza y glamour perdidos en un siglo. Y no me interesa lo tenue. Y todavía una explicación más: La melancolía, pienso, es una especie de vaguedad por defecto, una frase evasiva, una asfixiante falta de foco. Y este netsuke es una pequeña, fuerte explosión de exactitud. Con la misma exactitud merece ser retribuido

Por el contrario, la opción elegida, su personalísimo modo de contar (Siempre se han transportado, vendido, cambiado, robado, recobrado y perdido objetos. Lo que importa es cómo se cuentan las historias de esas cosas), su implicación subjetiva en el relato, su “aparición” en el texto en condición, casi, de un personaje más que da cuenta del proceso de escritura, de su búsqueda, de las dudas, de las dificultades y los callejones sin salida, de los azarosos hallazgos, de las concatenaciones y los vínculos, no sólo constituye uno de los logros principales del libro, que lo dota de originalidad y lo diferencia de lo que hubiera sido un erudito tratado al uso, sino que vivifica la obra, a la que proporciona cercanía y emoción, espíritu y calidez y vida. 

La liebre con ojos de ámbar es, en primer lugar, una apasionante y adictiva narración novelesca. La compleja historia de los delicados objetos, asociada a la familia de comerciantes, banqueros, industriales y financieros judíos Ephrussi, es, en sí misma, fascinante, y la mera descripción de su largo periplo por medio mundo bastaría para interesarnos. Contemplamos por primera vez los netsuke a mediados del siglo XIX -en plena fiebre del japonisme en Francia, que llevaba a los coleccionistas a adquirir objetos artísticos del Japón- exhibidos en los salones parisinos de Charles Ephrussi, primo del bisabuelo del autor, Viktor Ephrussi, que los recibirá en Viena años más tarde, en 1899, como regalo de boda de su fraternal pariente. “Acogidos” en el vestidor de Emma, esposa de Viktor, serán motivo de juego para sus hijos, sobre todo Elisabeth, la abuela de Edmund de Waal, y el pequeño Iggie, para quienes las figuritas evocan un mundo como el de Las 1001 y una noches. Cuando la brutal ocupación nazi desmantela la mansión vienesa y borra casi por completo el legado familiar, una sirvienta, Anna, gentil -no judía- y por lo tanto “respetada” por la Gestapo -que se apropia del suntuoso edificio para albergar la eficacísima maquinaria de alguna división de su inmensa burocracia-, logra rescatar pacientemente los netsuke, sustrayéndolos de su vitrina -en pequeño número en distintas ocasiones a lo largo de tres meses, con el fin de que su “hurto” pase desapercibido- para esconderlos después durante años bajo su propio colchón. Liberada Austria, Anna, que ha sobrevivido al hambre y al saqueo, a los incendios y a la invasión rusa, los devuelve a Elisabeth en diciembre de 1945. A partir de ahí, será Iggie, ya adulto, el que recupere los diminutos juguetes de su infancia para albergarlos en su casa tokiota, en un viaje circular que finalizará cuando, como se ha dicho, tras la muerte del tío abuelo, acaben por fin en la vivienda londinense de Edmund de Waal. 

En la narración de esta accidentada trayectoria de las miniaturas, acompañamos al autor por diferentes ciudades -con especial detenimiento en París, Viena, Londres, Odesa y Tokio, pero también Kövecses, los Alpes suizos o la Costa Azul- en una deslumbrante crónica que incluye negocios, posesiones, edificios, obras de arte, guerras, relaciones, amantes, hijos, fortunas y ruinas, amores y ambiciones, triunfos y fracasos como en la mejor de las novelas. Una crónica que es, sobre todo, la saga de los Ephrussi, siendo así también el libro una especie de autobiografía familiar del autor. 

El árbol genealógico de la familia -que en la edición de Acantilado se incluye como “apertura” en las páginas iniciales- se remonta hasta el gran patriarca Chaim Efrussi, un personaje que “inaugura” la estirpe pero sin apenas rastro en la obra, nacido en 1793 en Berdichev, un shetl -aldea judía- del norte de Ucrania, en la frontera con Polonia, un lugar hoy desaparecido. Establecido en Odesa y aprovechando las posibilidades logísticas que proporciona su puerto y su estratégica ubicación, Chaim convertirá un pequeño comercio de granos en una gran empresa, acaparando el mercado mediante el acopio de trigo -la familia será conocida como les Rois du Blé, los Reyes del Trigo-. A partir de ahí, un imperio financiero, con bancos, ferrocarriles, muelles, canales, construcciones, obras públicas y propiedades varias, bonos y acciones, inversiones, “sostenimiento” de gobiernos, que será gestionado por los dos hijos de su primer matrimonio (habría cuatro más, de un segundo), Leib y Eizak, nacidos ya en Odesa. Por el camino, el inútil intento de borrar el rastro judío, al menos en los patronímicos (Los nombres judíos suenan mal). Chaim fue Joachim y más tarde Charles Joachim. Eizak mutó en Ignace y Leib en León. Efrussi se convirtió en Ephrussi. 

León se instalará en París, Ignace en Viena, y en ambas ciudades los hermanos representarán el ideal de la alta burguesía judía, codeándose con la aristocracia de sus respectivos países (y en ocasiones ingresando en ella): el dinero y la riqueza -la opulencia-, la calidad de las relaciones, la elegancia, la exclusividad, los edificios suntuosos, las magníficas dependencias, la vida desahogada, la infinidad de sirvientes, las posesiones… y también la inteligencia, el dominio de varias lenguas, el genuino interés por la cultura, los libros, el arte, las bellas piezas de mobiliario, las sedas renacentistas, los tapices. En este entorno nacerán -entre otros muchos hijos- Charles, en la rama parisina de la familia, y Viktor, en la vienesa, continuadores del apellido, la fortuna y la impronta -el estilo- de los Ephrussi. Estamos ya a finales del siglo XIX, Charles, absuelto de su hereditaria obligación de ser banquero, se centra en las artes, será mecenas de Renoir y fundador de la afamada Gazette des Beaux-Arts. Viktor, también culto y refinado, se ocupará de los negocios pero dedicará su alma a la formación de su biblioteca en la enorme vivienda de la capital austríaca. Y llegará la primera gran guerra y la inflacionaria posguerra y, pese a los golpes, todo seguirá más o menos “en su sitio”. Y veremos los iniciales atisbos de la amenaza nazi y luego, ya abiertamente, la barbarie hitleriana, la entrada de la Gestapo en el edificio de la Ringstrasse (han violado la casa), la destrucción de todo lo acumulado por la familia durante cien años, y la segunda guerra mundial y tras ella la ruina… Y en los Ephrussi se suceden las generaciones, el esplendor se apaga, los retoños -Elisabeth, Iggie, Gisela, Rudolf- se dispersan, ya casi nada queda de las fortunas primitivas, hay que empezar desde cero. Y llega, para casi todos ellos, la emigración, Londres, España, México, Nueva York, Tokio… Los netsuke viajan, la familia se disgrega. 

Y está también Anna, la fiel servidora, de la que el autor no logra encontrar pista alguna, ningún dato que permita una identificación y posterior búsqueda. Anna, personaje fundamental en su casi anonimato, emblema de tanta gente invisible con sus vidas ignoradas. ¿Por qué los netsuke se pudieron esconder y conservar y, en cambio, tantos hombres y mujeres, pobres gentes, no pudieron hacerlo y no son nadie o no queda rastro de ellos o murieron en los guetos, en los campos y yacen enterrados en tantas fosas comunes?, se pregunta el narrador. 

En paralelo a la minuciosa y detallada memoria familiar, La liebre con los ojos de ámbar es también una profunda lección de Historia, escrita de este modo, con mayúscula. La historia está ocurriendo ahora, puede leerse en un momento de la obra. Y así es, pues las biografías de los distintos miembros de los Ephrussi avanzan al compás de la evolución de los siglos XIX y XX en el viejo continente, cuyos principales sucesos vemos comparecer en el libro mientras seguimos el hilo de la peripecia familiar: el latente antisemitismo ya en el París y la Viena decimonónicos (El antisemitismo era parte de la vida cotidiana), incluso décadas antes, en la Odesa de comienzos de ese siglo; el affaire Dreyfus; la voluntad de los judíos económicamente relevantes de ser asimilados también socialmente mediante sus pagos y donaciones al Imperio Austrohúngaro, con su enfática defensa del Estado en la sociedad austriaca, con su implicación pública en la causa imperial en la guerra; el asesinato del archiduque Francisco Fernando y la primera contienda mundial; la terrible posguerra vienesa, el caos, la inflación, el constante tráfico de billetes recién emitidos, con la tinta aún húmeda manchando las manos, devaluando todo patrimonio; el lento y progresivo ascenso de Hitler y su toma del poder en Alemania; la anexión -el Anschluss- de Austria y la “arianización” forzada de la población; la persecución a los judíos, las palizas, los secuestros, las deportaciones, las confiscaciones, las prohibiciones, la expulsión, el exterminio, los campos, Dachau, Auschwitz (de los 185.00 judíos que vivían en Viena antes de la entrada de Hitler, sólo volvieron 4.500 y 65.459 fueron asesinados, en datos recogidos en el libro); también -episodios menos conocidos, aunque ya se apuntaban en El orden del día, el gran libro de Éric Vuillard ya comentado en este espacio- la cínica y meramente cosmética “rendición de cuentas” de los vencedores (todo muy abierto, público y legal, califica el proceso, con ironía, de Waal) tras la derrota nazi y la liberación de los países ocupados; o la ridícula y simbólica restitución de los bienes incautados, expropiados o llanamente robados; o la impunidad y el medro tras la guerra de quienes se habían beneficiado de las exacciones a los judíos (con el ejemplo paradigmático, imbricado en la historia familiar, de Herr Stainhauser, al que Viktor, en su huida, tiene que vender su parte mayoritaria del banco por él creado -la banca Ephrussi, a fin de cuentas-, y que acabará -ya en democracia- siendo presidente de la Asociación de Banqueros de Austria e inhibiéndose, sin culpabilidad alguna -o sólo en su conciencia-, a la hora de reconocer a su antiguo colega su papel en la creación de la firma judía y, consiguientemente, la sustancial participación económica que le era debida). 

A caballo de estas dos dimensiones, la familiar y la histórica, La liebre con ojos de ámbar puede ser vista también como una ilustración del sentimiento de pertenencia, esa necesidad de reconocimiento de los judíos, siempre errantes, siempre extranjeros, siempre vistos con suspicacia y sospecha en las distintas sociedades en las que se integran y a cuyo crecimiento y progreso contribuyen en muchas ocasiones de manera decisiva. Escribe de Waal: Ahora me pregunto qué significa pertenecer. Charles, nacido ruso, murió en París. Viktor, siempre errado, fue durante cincuenta años un ruso en Viena, luego austríaco, luego ciudadano del Reich y por fin apátrida. E Iggie fue austríaco, luego americano y al cabo un austríaco que vivía en Japón. Y es que el desarraigo de los Ephrussi, su imposible aceptación -incluso en las épocas afortunadas-, puede leerse como muestra emblemática de la permanente desazón, de la errancia sin fin del pueblo judío. 

Este recorrido histórico no lo lleva a cabo de Waal -tampoco el familiar- fijándose, tan sólo, en los grandes acontecimientos que marcarán el devenir del mundo actual, sino que su singular enfoque puede leerse también como una espléndida crónica, de tintes casi periodísticos, en la que se detalla con minuciosidad la intrahistoria de una etapa esencial de la vida de Europa y el mundo de los últimos ciento cincuenta años; una crónica hecha no sólo de los nombres relevantes de la política, de los estadistas y los reyes, de los sucesos determinantes o las fechas señaladas, sino también de infinidad de referencias culturales que, de una manera muy viva, surcan el libro. Así, citados porque los Ephrussi tuvieron trato directo con ellos -a veces estrecha amistad- o porque formaban parte de sus inquietudes intelectuales, aparecen una pléyade de escritores, pintores, músicos y pensadores, la plana mayor del pensamiento y el arte de la época. En Paris, Marcel Proust, amigo de Charles Ephrussi (su Charles Swann de En busca del tiempo perdido está claramente inspirado en él), Edmond de Goncourt, Auguste Renoir (en su Le Déjeneur des canotiers, aparece, de nuevo, Charles, una figura menor al fondo de la escena principal), Manet, Pissarro, Monet, Caillebotte, Degas, Berhe Morisot, Sisley o Gustave Moreau, entre otros muchos. Por las páginas vienesas del libro vemos desfilar -cercanos, de uno u otro modo a Viktor- a Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Hugo von Hoffmannsthal, Sigmund Freud, Rainer María Rilke -que se carteaba con la bisabuela Emmy-, Joseph Roth (que cita a Ignace Ephrussi en algunos de sus libros, en particular La marcha Radetzky), Richard Strauss, Gustave Klimt o Egon Schiele, por mencionar sólo los más relevantes. 

Para acometer un proyecto de dimensiones, como puede deducirse, tan ambiciosas, de Waal, que parte de una suposición optimista -Debería bastarme con tres o cuatro meses-, dedica casi dos años de su vida (Ha desaparecido mi horario. Mi otra vida, la de la cerámica, está suspendida) a una exigente y concienzuda investigación que le permita abarcar los diferentes ángulos a los que se abre la poliédrica y sugerente historia que quiere contar. En su transcurso maneja una documentación ingente: planos y fotografías, pasaportes, archivos, escritos e impresos, diarios y anotaciones, memorias, listas y agendas de la Gestapo, periódicos, novelas, poemas, recortes de prensa, testamentos y documentos de aduanas, carpetas olvidadas; un vastísimo material que en algún caso -fotografías, imágenes, planos, mapas, reproducciones de cuadros- se incorpora al texto. A través de los documentos, de la lectura de cartas y catálogos podrá sentir, confesará, en ese afán de exactitud que le mueve y al que ya me he referido, que está por fin allí, en el escenario de sus pesquisas. 

Del mismo modo, su exhaustividad le llevará a rastrear transcripciones de entrevistas con banqueros, recuperar comentarios oídos en trastiendas en París, ojear muestras de telas enviadas por algún familiar a sus primas de la Viena de finales del siglo XIX o acceder a la lista de invitados a una fiesta de hace cien años. Ningún detalle -¡ninguno!- que guarde relación con su relato le resulta ajeno, todo debe ser conocido, verificado, contrastado, estudiado. Comprobará quién fue el pintor de los techos de la mansión Ephrussi o la fecha en que una alfombra amarilla salió de la casa de Charles, leerá las obras sustanciales que se escriben en las respectivas épocas (he estado leyendo las diecisiete novelas de Joseph Roth, confiesa. Y también: Leo memorias, los diarios de Musil, miro fotos de masas de la misma fecha, del día siguiente [a la irrupción de la Gestapo en la casa vienesa]. Leo periódicos vieneses), consultará cuanta documentación sea precisa para transmitir una imagen fidedigna del mundo recreado. Su sabiduría, su erudición, su cultura parecen infinitas y le llevan a trufar su texto -que se convierte así en una gozosa e inspiradora fuente de conocimiento- de reflexiones, comentarios y análisis sobre los temas más inimaginables: las vitrinas, el vagabundeo, el japonisme, el mobiliario y la decoración, los vestidos y la moda, los estilos arquitectónicos de París y Viena, los edificios, las avenidas, el paisaje urbano, y, obviamente, el arte, la pintura, la literatura; además, ya se ha dicho, de la pormenorizada y abrumadora información sobre la política y la historia de cada momento. 

Y por sobre todo ello destaca, claro, el motivo central de la obra, los netsuke heredados -Una herencia oculta es el inequívoco subtítulo del libro-: el hombre sentado que sujeta una calabaza entre los pies, el tonelero trabajando con una azuela en un barril a medio hacer, un níspero muy maduro, un zorro con ojos incrustados, una serpiente en una hoja de loto, un criado dormido, niños jugando con cachorros, tres sapos sobre una hoja, un sacerdote a caballo, una pareja haciendo el amor, un fardo de leña menuda atado con una cuerda, una liebre con ojos de ámbar, entre otras muchas piezas enumeradas en un breve elenco que se incluye en un capítulo del texto. 

Las delicadas figurillas son, también, la oportunidad para que su autor reflexione sobre la belleza, sobre la embriaguez del coleccionismo, presente en la cita de Proust que abre la obra, sobre la pasión por los objetos (De todas las pasiones, todas sin excepción, acaso la más terrible e invencible es la pasión por el bibelot. El que se deja afectar por una antigüedad está perdido, según Guy de Maupassant, un texto recogido en el libro), sobre el sutil arte japonés, sobre las cosas que se conservan y se entregan, también las que se poseen o se esconden (la historia de los netsuke es la historia del acto de esconder, escribe de Waal), sobre los objetos y su importancia en nuestras vidas. 

Hay, en esta vertiente del libro, infinidad de deliciosas páginas sobre las diminutas piezas, sobre su perfección, su capacidad para captar el sentimiento fugaz, la emoción del momento; sobre la insólita calidad de los objetos hechos por artesanos anónimos, pues -explica de Waal haciendo suya la tesis de sus creadores- expresan la belleza inconsciente ya que al producirse en gran número, su creador se desproveía de su ego; sobre las evocaciones y sugerencias a las que se abren (es como si algunos objetos retuvieran el latido de su creación); sobre su sencillez (cuídate del gesto gratuito, menos es más); sobre el mundo perdido que representan. Casi todo ello está -y puede, por tanto, apreciarse- en este evocador fragmento que no me resisto a transcribir: A comienzos del siglo XIX vivía en Gifu un tallador llamado Tomokazu, que descollaba en las figuras de animales. Un día salió de su casa con ropa ligera, como si fuera a los baños públicos, y durante tres o cuatro días no se supo nada de él. La familia y los vecinos ya estaban muy preocupados, cuando de pronto regresó y les explicó las razones de la ausencia. Dijo que, con la intención de tallar el netsuke de un ciervo, se había adentrado en las montañas y había estado observando cómo vivían esos animales, sin comer un bocado en todo ese tiempo. Se dice de él que, basándose en lo que había visto en las montañas, logró hacer su trabajo (…) No era raro que se emplease un mes y hasta dos para acabar un netsuke. El texto final que os dejo como cierre a esta ya muy larga reseña, en el que un conocido marchante del París de finales del XIX, Monsieur Sichel, trata con un artesano japonés del netsuke, permite también constatar esta misma búsqueda de perfección que encierra la creación de estas miniaturas. 

Quiero terminar mi comentario destacando un pasaje singular del libro en el que, a mi juicio, se concentra lo esencial de este genial La liebre con ojos de ámbar. La potencia simbólica de los netsuke de la colección Ephrussi, el enorme valor sentimental de los objetos que poseemos, el cúmulo de historias, vivencias, recuerdos, añoranzas, motivos de alegría y de padecimientos asociados a ellos, las muchas emociones y sentimientos que representan en tanto reflejan la vida ya vivida -y por tanto ya perdida-, de cuya fugacidad e imposible recuperación dan cuenta… todo ello se refleja en un leve apunte, un muy breve párrafo casi al final de la obra, en el que contemplamos a Viktor Ephrussi, bisabuelo del escritor, emigrante forzoso en Inglaterra, su muy modesta vida de apacible jubilado que deja pasar los días sentado al calor de la cocina económica, sin apenas rastro en su discreta existencia del esplendor del pasado, leyéndole conmovido a sus nietos -se cubre los ojos con una mano para que los chicos no perciban su dolor- la historia de Eneas y su regreso a Cartago. Enfrentado a las escenas de Troya representadas en los muros de Cartago, Eneas llora consciente de su pérdida: Sunt lachrimae rerum, dice, hay lágrimas en las cosas. Hay lágrimas, en efecto, y vida, mucha vida en La liebre con ojos de ámbar. 

No os lo perdáis, no dejéis de leer este libro deslumbrante. Es una maravilla cuya lectura no vais a olvidar. Para acompañar mis palabras con una ilustración musical os dejo ahora con El Danubio Azul, el conocido vals de Johann Strauss que suena en el libro. Podéis escucharlo en la interpretación de la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida por Daniel Barenboim, en el concierto de Año Nuevo de 2014.


Toda una clase de artistas excepcionales -de habitual especialistas- se responsabilizaba de (…) la fabricación y se dedica a reproducir cada uno exclusivamente un objeto o una criatura. Así sabemos de uno cuya familia ha esculpido ratas, nada más que ratas, a lo largo de tres generaciones. Junto con los profesionales, en medio de este populacho manualmente dotado, habrá aficionados al netsuke que se entretienen esculpiendo una obra maestra para sí mismos. Un día Monsieur Philippe Sichel se acercó a un hombre que, sentado en el umbral de su casa, hacía una muesca en un netsuke en las últimas fases de realización. Monsieur Sichel le preguntó (…) si cuando lo acabara le gustaría vendérselo. El japonés se echó a reír y le dijo que para eso le faltaban alrededor de dieciocho meses; luego le enseñó otro netsuke que llevaba sujeto a la faja y lo informó de que hacerlo le había llevado varios años de trabajo. Y como la conversación se alargó, el artista amateur llegó a confesar que “no trabajaba de aquella manera durante períodos largos…, que necesitaba sumirse en el proceso… y eso sólo pasaba en ciertos días…, días en que se sentía alegre y reanimado después de haber fumado una pipa o dos”, con lo que esencialmente dio a entender que esa tarea le requería horas de inspiración.



Edmund de Waal. La liebre con ojos de ámbar