Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de marzo de 2017

NATALIA GINZBURG. Y ESO FUE LO QUE PASÓ; A PROPÓSITO DE LAS MUJERES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que esta semana cierra la serie de recomendaciones de lectura vinculadas a la literatura femenina, un elemento común a todos los programas de este mes de marzo que ahora termina, “marcado” por la celebración, el pasado 8, del Día Internacional de la Mujer.

Nuestra propuesta de hoy es especialmente ajustada al tema de referencia, pues Natalia Ginzburg, ya que de ella hablo, ha escrito una y otra vez sobre el universo femenino, siendo en general las mujeres las protagonistas de sus novelas y relatos, también de los ensayos, mostrando en toda su obra una voluntad decidida de dar voz a quienes, sobre todo en su época, apenas la tenían, esas mujeres de vida anodina, gris, casi siempre mal casadas, solitarias, encerradas en sus deprimentes casas y en sus tediosos matrimonios, de triste y vacío deambular por la existencia. El profundo y dramático, el significativo y deslumbrante texto con el que cerraré esta reseña da buena muestra de esas recurrentes preocupaciones de la formidable escritora italiana.

La Ginzburg, de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 2016, es bien conocida en España, en donde sus libros han sido traducidos desde hace décadas con distintas versiones en muy variadas editoriales. De hecho, yo podría sugeriros ahora con pasión la lectura de cualquiera de sus títulos, que he venido leyendo desde hace más de treinta años: Las pequeñas virtudes, que me regalaron en su momento en la antigua edición de Alianza de 1966; El camino que va a la ciudad, su primera novela, que publicó Bassarai en el 97; Nuestros ayeres, que pude leer en la hoy inencontrable versión de Debate, traducido por Carmen Martín Gaite; Sagitario, que tradujo  Félix Romeo, en la edición de Espasa Calpe también descatalogada; la autobiográfica (aunque, de una manera u otra, casi todos sus libros lo son) Léxico familiar, una obra maestra y quizá su novela más conocida, en Ediciones del Bronce; la genial Las palabras de la noche en la preciosa edición de la primera etapa de Pre-textos, con traducción de Andrés Trapiello; Querido Miguel, en Acantilado; La ciudad y la casa, su última novela, que apareció también en Debate y con traducción de Mercedes Corral, que ha vertido al castellano muchas de sus obras. La mayor parte de estos títulos están siendo reeditados en los últimos años por Acantilado y, más recientemente, por la editorial Lumen, que lleva meses ofreciéndonos su “Biblioteca Ginzburg”, con ediciones nuevas, muy cuidadas, punteadas por dibujos e ilustraciones y con prólogos de Elena Medel, pero manteniendo en casi todos los casos las traducciones de la mencionada Mercedes Corral.

Siendo, como digo, todas estas referencias altamente recomendables, esta tarde quiero hablaros de Y eso fue lo que pasó, una novela corta que fue la segunda publicación de la italiana y que no había visto la luz aún en nuestro país, y de A propósito de las mujeres, una recopilación de relatos, no conocidos tampoco hasta ahora en su versión en castellano. Y eso fue lo que pasó apareció en 2016 en la editorial Acantilado con prólogo de Italo Calvino y traducción de Andrés Barba. A propósito de las mujeres la presenta este mismo año la Editorial Lumen en traducción de María Pons Irazazábal y con láminas de Oscar Tusquets Blanca, prologada -un preámbulo francamente prescindible, desde mi punto de vista, como lo son también los dibujos- por la mencionada Elena Medel, la ya veterana aunque todavía muy joven poeta cordobesa.

Le pegué un tiro entre los ojos. No llevamos ni diez líneas del libro cuando se desvela, así, súbita y bruscamente, su desenlace. La narradora mata a su marido, huye en un estado de confusión y oscuridad hasta un parque cercano y, sentada en un banco, rememora su vida para dar cuenta de su historia a las pocas horas de su crimen en lo que será el relato que tenemos entre manos.

La mujer, una joven maestra (Leía a Ovidio a dieciocho niñas en una enorme clase helada) de personalidad rozando lo insustancial, vive su existencia anodina entregada a sus rutinas en la ciudad, las insulsas clases, los viajes en tren los fines de semana para visitar a sus padres en el pueblo, la tibia amistad con su prima Francesca (que intenta escapar al hastío multiplicando los viajes, las diversiones y el número de sus amantes), la agotadora monotonía de la pobreza, del poco dinero en el bolso, de los guantes viejos, las solitarias horas dilapidadas en una pensión tétrica, entre horrendas tapicerías de flores, gritos de los vecinos y olores deprimentes. Su profundo aburrimiento, su tedio existencial (mi vida me parecía totalmente vacía y melancólica), su ausencia de expectativas vitales (no conseguía que se despertara en mí interés por nada ni por nadie), la hacen “inventarse” un sucedáneo de historia de amor cuando en su horizonte sin alicientes aparece un hombre, Alberto, en el que cree vislumbrar una suerte de enamoramiento. Se trata de un individuo muy normal, sin especial interés, mayor -un viejo, dice su prima-, nada interesante y que no le atrae físicamente. Como aquello era algo que no me había sucedido hasta ese momento -afirma-, que un hombre se enamorara de mí, decide, sin demasiado convencimiento (me preguntaba si estaba enamorado de mí o si yo estaba enamorada de él y me daba la sensación que ya no entendía nada) alimentar ese sentimiento y dotar a su vida de una pátina de intensidad (había sido una vida de lo más mediocre e insulsa hasta el día en que le conocí) más imaginaria que real.

En una época en la que el matrimonio aparece como la única liberación posible para una mujer, la protagonista fantasea en la cama de la pensión con una unión que la hará dejar atrás su insípida realidad sin futuro (Lo bonito que sería estar casada y tener una casa para mí sola) y disfrutar de algún ligero atisbo de alegría y placer (aquella era la primera vez que un hombre me hacía regalos y se preocupaba por mí): un paseo junto al río, un café, un helado con chocolate caliente, algún obsequio, un libro, el cálido cariño -o su apariencia- de un hombre, modestas falsas esperanzas para soportar el cansancio vital.

Pero la tibieza del hombre y su propia estólida indefinición la hacen dudar: Aquella noche, cuando me desnudé y me metí en la cama en la que había dormido de pequeña me vino de pronto una especie de miedo y de repulsión al pensar que dentro de poco íbamos a ser marido y mujer e íbamos a hacer el amor. Me decía a mí misma que a lo mejor era porque nunca había hecho el amor, pero me preguntaba también si le quería de verdad porque también sentía un poco de rechazo cuando me besaba. Me decía a mí misma que siempre es muy difícil saber verdaderamente lo que nos pasa por dentro, porque cuando me había dado la sensación de que él se alejaba de mi vida sin remedio yo había sufrido tanto que por un momento pensé que ya no iba a poder vivir más, y cuando por fin estaba dentro de mi vida y hablaba con mi madre y con mi padre sentía aquel miedo y aquel rechazo. Pensé que tal vez era algo que les pasaba a todas las mujeres jóvenes y que hace falta valor y que si una se adentra en los pequeños senderos de sus sentimientos y pasa mucho tiempo escuchando las cosas que suceden en su interior al final se termina equivocando y perdiendo las ganas y la alegría de vivir; pese a lo cual acaba por lanzarse al matrimonio para disolverse entonces en una realidad aún más triste y desesperada. Alberto ama a otra mujer, casada y por ello imposible, y la relación con su ahora esposa se convierte en un páramo hecho de insensibilidad y desventuras mutuas, de desesperanza y miedo. Miedo de ella -es la voz de la mujer la que habla siempre- a no ser querida, al paso del tiempo y la vejez, al deterioro, al abandono, a la soledad. Su discurso interior se puebla de reflexiones apagadas, mortecinas, llenas de desaliento y angustia: Tenía una especie de vacío en mi interior; Me sentía más sola que nunca; Pensaba en lo pobre que era mi vida. Con un marido progresivamente ausente -física y sobre todo espiritualmente-, con una hija en común de corta y trágica existencia y atada a una supervivencia sin estímulos, la protagonista se hunde (A mí me daba la sensación de que yo nunca había sido capaz de vivir y de que ya era demasiado tarde como para aprender, pensaba que en mi vida no había hecho otra cosa que mirar fijamente en aquel pozo oscuro que había en mi interior), se abandona a la infelicidad (Me parecía que ya era demasiado tarde para empezar cualquier cosa de nuevo, un nuevo amor, un nuevo niño, me daba la sensación de que era demasiado trabajo y que yo estaba demasiado cansada) y sin énfasis, sin una especial motivación, con la misma apatía que caracteriza su vida toda pone fin a su desventurada desdicha: Le pegué un tiro entre los ojos.

Salvo este matiz -el disparo- más melodramático que el resto de su obra (la propia autora se declaraba infeliz y sin fuerzas en la época en que escribió el libro), en Y eso fue lo que pasó están todos los rasgos que definen la escritura de Natalia Ginzburg, una maestra de la introspección, de la realista indagación en el interior de sus personajes, capaz de ahondar en los recodos más inaccesibles, más oscuros, más complejos y confusos de la personalidad femenina. La memoria, las emociones, la incomunicación, los secretos, los deseos irrealizados, el fracaso y las frustraciones, los sueños postergados, las expectativas malogradas, la complejidad del amor, el devastador paso del tiempo, la angustia existencial, la vejez y la muerte, las decepciones, la mentira y los engaños, los silencios, la incomprensión, el matrimonio, el adulterio y la infidelidad, la familia, lo pequeño, lo cotidiano, lo trivial y las banalidades de la vida diaria, lo que sucede de puertas adentro, “entre visillos” (la cercanía con el mundo de Carmen Martín Gaite es innegable, habiendo la salmantina traducido varias de las obras de la italiana, como ya he señalado), el tono intimista, la sencillez, la capacidad de observación de las vidas comunes, el enfoque humanísimo, la melancolía y la tristeza, pero también la ternura, la ironía y a veces el humor, y todo ello contado siempre con extraordinaria fluidez y una muy difícil naturalidad desde el interior del alma femenina, caracterizan las historias de la Ginzburg, de una gran y adictiva belleza pese a su amargura.

Además, quiero resaltar la importancia que tiene en las obras de Natalia Ginzburg la descripción del ambiente, de la atmósfera, del contexto en que sus protagonistas desarrollan sus casi siempre tristes existencias. Un escenario de fondo, el de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, descrito con la deprimente fidelidad del neorrealismo: el clima de posguerra, las ciudades vacías, las afueras, la soledad de los domingos, las ropas modestas y oscuras, la grisura de unas vidas sin futuro, como en este fragmento, en el que nada relevante parece describirse y en el que yo veo, en cambio, toda la tristeza de aquella vida de la Italia que apenas dejaba atrás la horrible guerra: Se sentía [un fallo de traducción, un “falso amigo”: sentire en italiano -y en este contexto- es oír, no sentir] a lo lejos el silbido de los trenes y las fábricas y también el tranvía tintineando y dejando unos pequeños destellos de chispas entre los árboles verdes de la calle. A caballo de las películas de Rosellini (el paisaje urbano, la pobreza, el frío, el desvalimiento) y Antonioni (el despojamiento, el vacío existencial, la angustia), Y eso fue lo que pasó es, a mi juicio, en sus escasas cien páginas, una excepcional muestra de la magnífica narrativa de la italiana.

Como lo son, aunque, a mi juicio, en un tono menor, los ocho cuentos de A propósito de las mujeres, ocho brillantes ejemplos del universo estilístico y temático de Natalia Ginzburg. La Anna huida de Una ausencia; la madre que coquetea con el adulterio en Los niños; la chica que en Giulietta interfiere en la relación de dos hermanos; las dos chicas, también hermanas, con las que juega y a las que engaña el protagonista de Traición; la Vilma de La casa frente al mar, perdida, desconcertada, confusa en sus patéticas “escenitas familiares”; la mujer casada de Mi marido, encerrada en un a la postre trágico matrimonio de dos personas que no tenían nada en común, que no tenían nada que decirse, que se sentaban en silencio largo rato una junto a la otra; las jóvenes que se marchitan en el pueblo, solas, en espera de un marido, secándose poco a poco mientras el ajuar va amarilleando, en Las muchachas; y la viuda del último cuento, el magistral La madre, quejosa y cansada, dubitativa y tímida, libre pero profundamente desdichada, todas ellas son mujeres típicas en la obra de Natalia Ginzburg, mujeres infelices, mujeres solitarias, mujeres hastiadas, aburridas, desesperadas, enamoradas, hartas, engañadas, soñadoras, ilusionadas, llorosas, arrepentidas, sufrientes, atenazadas por la culpa… mujeres con una presencia poderosa aunque el protagonismo de muchos de los relatos, la voz narradora, recaiga en los hombres, hombres también ahogados en matrimonios insustanciales, en vidas sin esperanza, desconcertados (Tampoco yo sé lo que quiero, dice el amargado Walter de La casa frente al mar), perdidos, indecisos, desorientados, buscando inútilmente escapar de la apagada mediocridad de sus monótonos días.

En fin, leed cualquiera de los libros de Natalia Ginzburg, estoy convencido de que encontraréis en ellos numerosos motivos de interés. Os dejo ahora para completar esta reseña una desgarradora canción de Mina, Domenica sera, con su atmósfera de desesperanza y violencia soterrada, tan cercana al clima de Y esto fue lo que pasó.


A una muchacha le produce tanto placer pensar que un hombre se ha enamorado de ella que aunque no esté enamorada es un poco como si lo estuviera y se pone más guapa y le brillan los ojos y se le vuelve el paso más ligero y también la voz se le vuelve más ligera y más dulce. Antes de conocer a Alberto yo había pensado que me iba a quedar sola para siempre porque me sentía totalmente sosa y sin gracia, pero cuando le encontré y me dio por pensar que tal vez se había enamorado de mí me dije que si le había gustado a él no había razón para que no le gustara también a otros, tal vez a uno que me hablara con aquella voz entre irónica y tierna que oía dentro de mí. Ese hombre a veces tenía una cara y otras veces otra, pero siempre tenía la espalda ancha y fuerte y las manos rojas y un poco bastas y tenía una forma maravillosa de burlarse de mí cuando volvía a casa por la noche y me encontraba tirada en el sofá bordando pañuelos.

Cuando una muchacha está demasiado sola y lleva una vida demasiado monótona y agotadora, cuando se ve con poco dinero en el bolso y los guantes viejos, se le va la imaginación a diario detrás de tantas cosas que al final se encuentra indefensa frente a todos los errores y trampas que pone la fantasía. Yo, víctima fácil de mi propia imaginación, leía a Ovidio a dieciocho niñas en una enorme clase helada y comía en el tétrico comedor de la pensión mirando a través de aquellas ventanas con cristales pintados de amarillo esperando que viniese Alberto a buscarme para ir a un concierto o a dar un paseo. La tarde del sábado cogía el tren correo de Porta Vittoria e iba a Maona. Regresaba el domingo por la tarde.

Mi padre es un médico que se trasladó a Maona hace ya más de veinte años. Es un viejo alto, gordo y un poco cojo que camina apoyándose siempre en un bastón de cerezo. En verano lleva un sombrero de paja con una cinta negra y en invierno una gorra de castor a juego con un abrigo bordado también de castor. Mi madre es una señora pequeña con una gran mata de pelo blanco. A mi padre le llaman ya poco porque está viejo y se mueve con desgana, por eso la gente suele llamar más bien al médico de Cavapietra, que tiene una motocicleta y estudió en Nápoles. Mi padre y mi madre se pasan el día entero en la cocina jugando al ajedrez con el veterinario y el concejal del ayuntamiento. Yo, cuando llegaba a casa el sábado, me sentaba junto a la estufa y me pasaba allí sentada todo el domingo hasta que llegaba la hora de marcharme. Me arrullaba junto a la estufa y me adormilaba hinchada de polenta y menestra sin decirle una sola palabra a mi padre, que no paraba de jugar una y otra partida de ajedrez con el veterinario y de decirle que las muchachas modernas habían perdido totalmente el respeto a sus padres y ya ni siquiera les decían una sola palabra de lo que hacían.

Cuando me encontraba con Alberto le hablaba de mi padre y de mi madre y le contaba que había vivido en Maona antes de venir a enseñar a la ciudad, que mi padre me pegaba en las manos con el bastón y yo me encerraba a llorar en la carbonera y que una vez robé Esclava o reina y lo escondí debajo del colchón para leerlo de noche y también que se iba mucho al cementerio, yo, mi padre y la criada del concejal, siempre por la calle que baja hacia el cementerio entre los campos y los viñedos y le contaba también las ganas de escaparme lejos de allí que me daban cuando contemplaba aquellos campos y aquella colina desierta.

miércoles, 22 de marzo de 2017

EILEEN CHANG. UN AMOR QUE DESTRUYE CIUDADES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura, siempre variada y de calidad, con la intención de facilitar vuestra elección si os decidís a abriros paso entre el ingente arsenal de publicaciones -en torno a setenta mil nuevos títulos cada año- que inundan nuestras librerías sin cesar, de un torrencial modo que hace imposible el seleccionar con tranquilidad y, sobre todo, criterio, una obra literaria estimable.

Más bien en desacuerdo con la aplicación al ámbito literario de la política de cuotas que tan necesaria parece en otros dominios, incurro sin embargo, cada mes de marzo y sin refunfuñar demasiado -al menos en público- en esa un tanto simplista práctica que consiste en repartir igualitariamente -como si en literatura tuviera sentido la igualdad- la presencia de uno y otro sexo en cualquier lista o elenco o registro o enumeración de destacados o favoritos. Y así, con ocasión de la celebración del Día Internacional de la mujer, todas mis recomendaciones de estas semanas marceñas se dedican a libros no solo escritos por mujeres si no que centran sus planteamientos, su trama, sus personajes, su intención, su enfoque, en una perspectiva femenina, aunque no necesariamente teñida de un feminismo reivindicativo, militante o combativo.

Tras Maylis de Kerangal, Adda Ravnkilde y Lucia Berlin, que han comparecido aquí en las semanas precedentes, esta tarde le toca el turno a la para mí hasta ahora desconocida Eileen Chang, una singular escritora china, fallecida hace más de veinte años, de cuya, al parecer, prolífica obra la Editorial Libros del Asteroide ofreció en nuestro país el pasado 2016, una muestra, la novela corta Un amor que destruye ciudades, traducida por Anne-Hélène Suárez y Qu Xianghong y de la que ahora quiero hablaros. (Un par de breves incisos a propósito de la versión al castellano: ¿resultan congruentes con el modo de hablar de una joven y medianamente refinada mujer china en los años cuarenta expresiones como “no me metas en el mismo saco” o “de perdidos al río”? En el mismo sentido, que del fondo gris de un muro sobre el que resaltan la blanca y bella cara, los labios rojos y los ojos brillantes de la protagonista, se diga que “pone en valor” su rostro, resulta un chirriante anacronismo).

Las referencias que la editorial proporciona de la existencia de la propia Eileen Chang la sitúan en un entorno vital muy cercano a aquel en que se desenvuelve la protagonista de su libro. Nacida como Zang Ailing en Shanghai en 1920 en el seno de una familia acomodada, educada por su padre tras la ruptura de su matrimonio y el consiguiente divorcio, Eileen vivió en Hong Kong, en cuya universidad estudiaba, la ocupación japonesa en la Segunda Guerra mundial (algunos de cuyos episodios se reviven en el libro y son fundamentales en su desenlace). De vuelta a una China entregada al comunismo maoísta, las raíces burguesas de su familia y su cosmopolitismo e independencia ante la obligada afiliación a la causa revolucionaria la llevaron, tras un primer matrimonio, a abandonar el país. Radicada en Estados Unidos, en donde volvió a casarse, continuó con la carrera literaria ya iniciada en China, ejerciendo de profesora en diversas universidades y muriendo en Los Ángeles en 1995.

Un amor que destruye ciudades, escrita en 1943, narra la historia de una ya no tan joven -para los parámetros orientales en aquella época- Liusu. Sus veintiocho años y su inesperado divorcio de un esposo indeseable suscitan el rechazo de su familia, los Bai, un clan que vive conforme a pautas tradicionales y bajo cuya férula -hecha, sobre todo, de insinuaciones y sobreentendidos, de murmuraciones y una sutil animadversión de hermanos y cuñadas- se ve obligada a “recogerse”. Imposibilitada, por falta de medios y de preparación profesional, para independizarse y buscar una vida propia alejada de la opresiva atmósfera familiar, Liusu acabará encontrando su oportunidad cuando una casamentera amiga de los Bai, la amigable señora Xu, presenta a Fan Liuyuan, un rico heredero, educado y seductor, de personalidad fascinante, a una de las hermanas menores de la chica con la intención de concertar el matrimonio entre ambos. El atractivo joven, sin embargo, caerá deslumbrado irremisiblemente por Liusu. El relato da cuenta de la intensa -pero no simple ni elemental ni mucho menos previsible- relación entre Fan y Liusu, que se desarrolla, inicialmente, en una anticuada y asfixiante Shanghai, para pasar, al cabo de poco tiempo, a una Hong Kong mucho más mundana, abierta y moderna, a donde la pareja huye y en donde vivirá su profundo y contradictorio idilio, que se verá sorprendido, el 7 de diciembre de 1941, por el ataque japonés a Pearl Harbour y los posteriores bombardeos nipones sobre Hong Kong, seguidos de la ocupación de la posesión británica en las semanas inmediatas, acontecimientos todos que harán cambiar sustancialmente el sentido y la evolución de su amor, en una dirección que no quiero desvelar.

Lo mejor del libro, desde mi punto de vista, está en la presentación de los dos mundos -uno que muere y otro que apenas comienza a nacer- en los que se desarrolla la existencia de Liusu. Por un lado, está el ambiente tradicional de la oscura mansión de la familia Bai (un día en ella equivalía a mil fuera, como se resalta en el significativo fragmento con el que cerraré esta reseña). Un microcosmos -reflejo de toda una sociedad- opresivo, sin libertad, en el que la mujer debe someterse a un estrecho y castrante rol, exigido e impuesto por las rígidas convenciones. Un tiempo detenido (tantas veces reflejado en las películas de Zhang Yimou: los fanales con sus tenues lucecitas, las costumbres seculares, la sujeción femenina, la ciega autoridad del pater familias, los bisbiseos de los sirvientes) que, no por casualidad, se nos muestra -real y metafóricamente- en la primera imagen de la novela, que resalta este atraso en que la joven vive encerrada: En Shangai para "ahorrar con luz natural", como se suele decir, todos los relojes se adelantaron una hora, salvo en la mansión de los Bai. Pero, paulatinamente, la “acción” nos lleva a una China que se abre a la modernidad: un mundo en el que afloran la libertad, el cosmopolitismo, la sofisticación, poblado de deslumbrantes hoteles, de elegantes restaurantes, de cafés y tiendas exclusivas, el universo -tan cinematográfico- del lujo, la ópera, los bailes, el jazz, la vida galante, los clubes nocturnos, también del opio y la refinada prostitución, una sutil y fascinante mezcla de la exquisita elegancia de Oriente y la distinción occidental, que tiene al Hong Kong de aquellos años como escenario perfecto para una singular historia de amor. (Entre paréntesis, yo estuve en Shanghai en los noventa y, con los muchos cambios que el tiempo lleva consigo, pude apreciar -hoy, imagino, nada de eso será posible- ese atractivo contraste, tan propicio a la melancolía, entre un mundo que muere y otro que se abre paso, entre, en ese caso, los restos aún perceptibles de un languideciente régimen comunista que daba sus últimos estertores entre los gastados despojos de la imponente arquitectura colonial de la primera mitad del siglo XX, y un futurista siglo XXI que se adivinaba en los primeros rascacielos que despuntaban en un horizonte plagado de grúas y edificios en construcción, delimitando un espacio urbano por el que la moda de Occidente ya empezaba a inundar el paisaje… y, entre ambos escenarios, alguna pequeña calleja, una casa a punto de desmoronarse, una esquina oscura en la que un anciano jugaba al mahjong o sorbía su sopa de fideos mientras el devastador y frenético fluir del tiempo acababa con los escasos vestigios de lo que había sido su vida, en su entorno solo mínimos atisbos de aquella perdida ciudad de entreguerras).

En este marco de mudanza y transformación Liusu y Fan viven su historia de amor, un amor que no se hace explícito, que se alimenta de simultáneos atracción y rechazo, reserva y entrega, un amor que brota y estalla entre suspicacias, dudas, escepticismo, sospechas, ocultación, silencios, expectativas, espera, pruebas. Este planteamiento aproxima el relato a otra película, cuya presencia en nuestra mente resulta inevitable a lo largo de toda la lectura: Deseando amar, de Wong Kar Wai, con la que Un amor que destruye ciudades guarda muchos paralelismos.

La guerra, al fin, precipitará el desenlace de esa algo atascada relación, la destrucción de la ciudad durante los bombardeos propiciará la máxima expresión del amor: la caída de Hong Kong -piensa Liusu- le había permitido salir victoriosa. Pero en un mundo ilógico, ¿quién podía decir cuál era la causa y cuál el efecto? ¿Para que ella pudiera realizarse, una gran ciudad había tenido que caer?, dando explicación del porqué del título de la obra.

El amor frente a las fuerzas del mundo, pues, como en el poema que Fan recita a su amada: “En la vida, en la muerte, en la distancia, de todo corazón yo te prometo. Tomados de la mano viviremos, unidos hasta el fin, los dos ancianos”. No sé mucho de chino antiguo, ignoro si lo recito bien. Pero para mí es uno de los poemas más tristes que conozco; dice que la vida, la muerte y la separación son grandes vicisitudes que están fuera de nuestro control. En comparación con las fuerzas del mundo, los seres humanos somos insignificantes. Aun así, nos empeñamos en decir: «Me quedaré contigo para siempre, no nos separaremos jamás en la vida». ¡Como si fuera algo que pudiéramos decidir!

El breve librito se cierra con un también sucinto relato, Bloqueados, fechado en agosto de 1943, y con el mismo trasfondo de la guerra entre China y Japón como contexto a la historia narrada. Un tranvía que circula por las calles de Shanghai se detiene, bloqueado de improviso en una fantasmagórica operación militar. En ese ámbito clausurado y como onírico, y entre la perplejidad de los atrapados pasajeros, una profesora universitaria y un oscuro y anodino contable, extraños entre sí hasta ese momento, entablan conversación y viven una conmovedora y fugaz relación sentimental, llevados de la intensa magia que provoca la inusual situación. Cuando, tras solucionarse el episodio que impedía el avance del tranvía, éste reanuda su trayecto, los esporádicos y obviamente platónicos amantes, se van cada uno por su lado, el recuerdo de su experiencia diluyéndose en las brumosas fronteras entre sueño y realidad. Concentrado y emotivo, el cuento es muy bello y participa de la misma atmósfera delicada y evanescente, romántica y sugerente de Un amor que destruye ciudades.

Como acompañamiento y clausura a esta reseña os ofrezco ahora Yumeji’s Theme, un tema de la banda sonora, compuesta por Shigeru Umebayashi, de Deseando amar, la película de Wong Kar Wai, tan cercana estilísticamente, como he señalado, a mi recomendación de esta semana.


En la penumbra se distinguían baúles de libros de diferentes tamaños apilados contra la pared: hileras de estuches de palo rosa, tallados con inscripciones lacadas en verde. Frente a la puerta de entrada, sobre la consola, se erguía un carillón de cloisonné protegido por un fanal. El mecanismo del reloj se había averiado hacía años y llevaba mucho tiempo parado. Colgados en la pared, a ambos lados, había sendas caligrafías en papel bermellón decorado con florones dorados que representaban el carácter shou de la «longevidad». Cada florón tenía en su centro un gran carácter escrito en tinta tan abundante que parecía a punto de gotear. En la penumbra esas grafías parecían flotar en el aire, lejos del papel. Liusu se sentía como ellas, ingrávida y fluctuante. La mansión de los Bai semejaba hasta cierto punto una morada de inmortales: al cabo del vagaroso transcurrir de un día allí, habían volado mil años en el mundo real. Y mil años en esa casa eran como un único día interminablemente monótono y tedioso. Liusu se rodeó el cuello con las manos. Siete, ocho años habían pasado en un abrir y cerrar de ojos. ¿Que todavía era joven? No importaba, en un par de años habría envejecido; y, de todos modos, allí la juventud no era nada del otro mundo. Había jóvenes de sobra. Los niños nacían uno detrás de otro, con sus ojos nuevos, resplandecientes, sus bocas nuevas, tiernas y rosadas, sus inteligencias nuevas. Año tras año, el paso del tiempo los desgastaba; les embotaba los ojos, las mentes. Nacía entonces una nueva generación; la anterior era absorbida por el espléndido fondo bermellón salpicado de oro, y las diminutas motas de oro deslucido eran los ojos apocados de sus predecesores.

Súbitamente, Liusu lanzó un grito, se cubrió la cara y corrió, titubeante, escaleras arriba... Ya en su habitación, encendió la luz, se precipitó hacia el espejo de vestir y se examinó detenidamente. Menos mal, todavía no había envejecido mucho. Las figuras esbeltas como la suya, de cintura eternamente grácil y pechos incipientes como los de una adolescente, eran las que menos delataban la edad. Su rostro, cuya blancura era antaño la de la porcelana, poseía ahora el matiz del jade claro y translúcido. Sus redondas mejillas habían ido afinándose en los últimos años, por lo que su pequeño rostro parecía aún más menudo y encantador. Pese a la estrechez de su óvalo, el entrecejo era despejado, y sus ojos, preciosos y seductores, eran límpidos como agua clara.

miércoles, 15 de marzo de 2017

LUCIA BERLIN. MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Cada miércoles, en Radio Universidad de Salamanca, nuestro espacio os ofrece una recomendación de lectura en la confianza de que pueda interesaros. Nuestras propuestas, que elijo con criterios de calidad y guiado de mi propio gusto personal, no siempre se someten a razones de oportunidad, no siendo ni el éxito ni la actualidad del libro reseñado argumentos suficientes para la presencia aquí de un determinado título. No obstante, ambas circunstancias, la extraordinaria y positiva repercusión en crítica y público, y la relativa novedad, sí se dan en el caso de mi sugerencia de hoy, un libro espléndido pero muy publicitado, muy premiado, muy vendido, muy recomendado, muy regalado… hasta el punto de que uno se cuestiona si tiene objeto que os hable de él, partiendo de la casi absoluta seguridad de que ya lo conocéis, de que probablemente ya lo habréis leído, mis palabras, pues, innecesarias (tantas veces lo son…). Y sin embargo, me ha entusiasmado tanto, ha sido tan grande el placer derivado de su lectura que no puedo dejar de compartir mi emoción y sumarme al aluvión de elogios con mi apasionada reseña.

Os hablo de Manual para mujeres de la limpieza, la deslumbrante colección de cuentos de la norteamericana Lucia Berlin, que publicó el pasado marzo la editorial Alfaguara y que multiplica sus ediciones desde entonces. El libro se presenta en traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, a la que solo puede oponerse -a mi juicio- una objeción muy menor: el hecho de que no aclare -y bastaría con una mera nota a pie de página- el significado de “AA”, fórmula que con reiteración aparece en el libro y cuya identificación con las siglas de “Alcohólicos Anónimos” no es tan obvia -al menos en las primeras ocasiones en que se menciona- como para hacer innecesaria la acotación. Los relatos (cuarenta y tres de un total de setenta y siete escritos por la autora en toda su vida) vienen precedidos por un esclarecedor e ilustrativo prólogo de Lydia Davis, otra excepcional cuentista, y por una introducción de Stephen Emerson, escritor y amigo personal de la autora. Emerson es responsable también de la edición y de una sucinta nota biográfica que cierra el volumen. Permitidme un consejo personal a propósito de estos “estudios” complementarios: la comprensión y el provecho que se obtienen de las atinadas notas preliminares de Lydia Davis aumentan si accedemos a su preámbulo al finalizar la lectura del libro; del mismo modo, el disfrute de los cuentos es mayor si se lee la biografía final de la autora antes de adentrarse en ellos.

Y es que la vida y la obra de Lucia Berlin se confunden hasta extremos que, en ocasiones -así me ha ocurrido de continuo mientras leía sus relatos- pareciera que leyendo este Manual para mujeres de la limpieza estamos accediendo a una particular variante de autobiografía. No procede aquí detallar las vicisitudes concretas de sus cerca de setenta años, pues nació en 1936 (el 12 de noviembre de este pasado año hubiera cumplido ochenta) y murió en 2004. Baste decir que la literatura no fue su principal ocupación ya que aunque siempre escribió no publicó su primer libro hasta muy tardíamente, con casi cuarenta y cinco años. Hasta entonces, variados escenarios vitales, tres divorcios, cuatro hijos de padres diferentes y trabajos muy diversos para mantenerlos son los rasgos más destacados de una existencia como mínimo agitada e “intensa”. No obstante, y como digo, podemos conocer su vida real a través de sus cuentos, en los que las protagonistas -que en ocasiones llevan su nombre, reforzando este carácter de ficción autorreferencial- dan cuenta de sus sucesivas parejas, sus fracasos sentimentales, sus tres matrimonios fallidos, los cuatro hijos, la madre alcohólica y finalmente suicida, a la que odia y con la que apenas trata, el cáncer de la hermana -siempre Sally, en los muchos relatos en que aparece-, el abuelo dentista, el excéntrico tío John, tuerto -el ojo de cristal- por un disparo de su padre -el brutal dentista-, la escoliosis padecida desde la infancia, la necesidad de usar corsé y la relativa marginación que ello conlleva siendo niña, las propias crisis alcohólicas, los abundantes episodios de delírium trémens, el peregrinaje por distintos centros de desintoxicación, la sucesión de empleos: mujer de la limpieza, sanitaria (urgencias, pediatría: hijos del crack, heridas de bala, bebés con sida. Hernias y tumores, pero sobre todo las heridas de los pobres de la ciudad, desesperados y llenos de rabia, dice en un significativo fragmento de un cuento, recogiendo uno de los “tonos” más notables de vida y obra), recepcionista, operadora telefónica, profesora en colegios, algunos religiosos, y hasta en cárceles, el jazz y sus músicos, los muchos lugares de su vida, la residencia temporal en una caravana, la itinerancia: Chile, Oakland, El Paso, México… E insisto, estoy hablando tanto de los personajes como de la propia Lucia Berlin, todos esos elementos coincidentes.

Hasta tal punto es atinada esta percepción que si juntamos todos los cuentos, hacemos abstracción de sus “fronteras” formales (“aquí se acaba un historia, aquí empieza otra”), los organizamos cronológicamente y los consideramos por tanto como un todo unitario -una operación que de manera inconsciente y casi inevitable llevamos a cabo mientras los leemos- nos encontraremos con una muy completa fotografía de la vida (externa, pero sobre todo interior) de su autora. Yo he tenido en todo momento la sensación de estar leyendo una novela en la que lo autobiográfico -presente en formas diversas, con personajes que se llaman de modos distintos, en situaciones que se retoman desde ángulos diferentes- es el hilo conductor de la narración.

Y como digo, las concomitancias entre la vida de la autora y la de sus “criaturas” no se refieren solo a los hechos vividos, los sucesos o los acontecimientos experimentados, los lugares visitados o las anécdotas protagonizadas, sino a las vivencias interiores, sentimientos y emociones: esperanza, decepción, dolor, amargura, desorientación, felicidad, tristeza, desesperación, tedio, amor, también humor. Vemos siempre en la narradora a una mujer algo neurótica, alcohólica, insegura, tierna, melancólica, sensible, sufriente y a la vez vividora, simultáneamente desencantada y feliz, vibrante y tranquila, inteligente y valiente, radicalmente libre, tal y como, al parecer, era la propia Lucia.

Las claves de la literatura de Lucia Berlin, muy bien analizadas por Lydia Davis en el prólogo, no están, no obstante, en sus historias, casi todas comunes, sin mayor notoriedad, sino en lo que la brillantez literaria de su autora nos deja entrever tras ellas: los desastres de la existencia, la fealdad y el deterioro, la marginalidad, la sordidez y el desarraigo, la enfermedad y la vejez, en definitiva, el fracaso que, en cierto sentido, es toda vida… Desde esta perspectiva, vienen a nuestra memoria Raymond Carver o Anne Sexton, con universos literarios y personales relativamente similares. También, aunque desde enfoques casi opuestos, hay coincidencias con Emma Reyes, cuya excepcional Memoria por correspondencia acabo de leer y os presentaré en fechas próximas.

En un breve repaso a algunos de sus cuentos pueden apreciarse todas estas notas mencionadas (y dejad de leer aquí quienes prefiráis adentraros en los relatos sin conocimiento previo alguno de sus tramas). Así, en Lavandería Ángel, que os dejo íntegro al final de esta reseña, un suceso anodino muy repetido en sus cuentos -la espera en una lavandería- permite ver un trozo de realidad y, con alusiones, silencios y elipsis, contar mucho de la vida de la protagonista. En Doctor H.A. Moynihan -siendo ese el apellido “real” de su rama materna-, la vemos (en realidad a la protagonista, pero de ahora en adelante la identificaré con la propia autora, por las razones ya comentadas) en Texas, de niña, ayudando a su abuelo -estrafalario, autoritario, racista- en la clínica, en un episodio sanguinolento y surrealista. En Estrellas y Santos está, desde el punto de vista de la historia, su infancia en colegios religiosos, su primera experiencia escolar en El Paso, la relación con las monjas, la vivencia de la religión (siendo ella protestante, alumna en un colegio católico). En el plano formal, se produce una “intromisión” explícita de la personalidad de la autora en la voz de la narradora del relato. En el cuento que da título al libro, Manual para mujeres de la limpieza, está su vida, las anécdotas con las diferentes personas y en las casas para las que trabaja, y ello punteado por los trayectos de autobús a cada casa y por hilarantes consejos para mujeres de la limpieza. Entre medias, meros apuntes de, en ocasiones, una sola frase, con el recuerdo de su relación con un hombre, Terry, Ter, que ha muerto y deja a la protagonista al borde de unas lágrimas que nunca brotan y que solo se desencadenan al final a causa de un suceso -ni siquiera eso- trivial. En Mi jockey, un cuento genial de solo cinco párrafos, no hay historia apenas: un jockey, una caída del caballo, múltiples fracturas y la protagonista, que trabaja en Urgencias, se hace cargo del dolorido y aterrado enfermo, lo cuida, lo protege, lo acuna (Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?), apenas una página de emoción y ternura… y una cita culta de Mishima.

Los rasgos autobiográficos vuelven a aparecer en El Tim. En él, la narradora da clase de español a hispanos en un colegio de monjas. El Tim es un chico conflictivo, insolente, desafiante, que distorsiona las clases y plantea un duelo sutil a su profesora, que se resuelve -si es que lo hace, la ambigüedad y la “apertura”, los cortes súbitos al final de un cuento son notas dominantes en la escritura de Berlin- de un modo elusivo, indirecto, con muchas líneas de fuerza soterradas y no mencionadas expresamente. Punto de vista, que menciona expresa y significativamente Tristeza, un cuento de Chéjov, plantea también el juego autora/narradora, con reflexiones iniciales acerca del planteamiento de un cuento, pero es, sobre todo, una magistral descripción de los rituales en los que se desenvuelve el tristísimo domingo de una mujer solitaria de cincuenta y tantos años. El relato entero es genial, pero el final, presentado con leves pinceladas incompletas con la habitual sutileza de la autora, es estremecedor y prodigioso. En Su primera desintoxicación, vuelven a apreciarse de modo notorio los rasgos autobiográficos. Otro cuento desolador en el que la protagonista, profesora, con cuatro hijos y sin marido, lleva al extremo sus problemas con el alcohol hasta el punto de estrellar su coche contra una tapia y tener que ser internada en un centro de desintoxicación. En Dolor fantasma -una metáfora sugerida a partir del que cree sentir un personaje del cuento, un paciente sin piernas que comparte habitación con el padre de la protagonista en la residencia de ancianos en que ambos están internados- se entreveran las conversaciones entre padre e hija en la residencia con los recuerdos de la infancia de la niña, en las distintas minas del mundo -Idaho, Arizona, Colorado, Bolivia, Chile- en las que su progenitor trabajaba. Dentelladas de tigre nos pone en contacto con la extravagante familia del personaje principal, en una historia con el aborto como tema de fondo. Por Apuntes de la sala de urgencias, 1977, desfila la deprimente serie de visitantes, frecuentadores y usuarios de las urgencias, en un clima -común en el “territorio Berlin”- de soledad, vejez, desolación, desamparo e intentos de suicidio. El miedo, la pobreza, el alcoholismo, la soledad son enfermedades terminales. Urgencias, de hecho. Y ante todo ello, la protagonista: Mis lágrimas eran por mi propia soledad, mi propia ceguera. En Carpe diem reaparece una lavandería, y en ella la narradora vive un incidente menor que se narra mientras la presencia implícita de la llegada de la menopausia impregna el relato. También en Toda luna, todo año volvemos encontrar a una mujer madura, solitaria después de la muerte de su marido. Estamos en Zihuatanejo, México, escenario real de la vida de Berlin. Se narra con pasión, alegría y vitalidad, una formidable experiencia de submarinismo -que surgirá en más cuentos- y la existencia, modesta y esencial pero magnífica e intensa en unas palapas sobre el mar.

Los elementos de carácter autobiográfico vuelven a estar en Buenos y malos: el colegio, Chile, el padre ingeniero, una cierta maldad inocente en la niña, la culpa. Melina es otro cuento memorable, con una estructura de relato más convencional, aunque incluye las peculiaridades algo excéntricas de la vida de Berlin: los exmaridos, los hijos, el ambiente bohemio, la música de jazz, pero con un final imprevisto -y prodigioso- que lo acerca a la lógica del cuento breve clásico. Otro tanto -el esquema relativamente “convencional”, aunque espléndido- se da en Amigos, con la entrañable pareja de ancianos que lo protagoniza y el inesperado punto de vista final. Inmanejable vuelve a traer el tema del alcoholismo, los hijos, la desorientación vital (más exactamente, la doble vida: normalidad/adicción). Contiene la frase -con la precisión y la belleza, con la profundidad y la lucidez de un haiku- que la editorial ha escogido para la portada: En la profunda noche del alma las licorerías y los bares están cerrados.

En Paso nos vemos de nuevo ante un incidente en un centro de desintoxicación, en el que un combate de boxeo que los pacientes contemplan en la televisión “funciona” como metáfora de la deriva de la propia vida, en un final melancólico y tristísimo, aunque lleno de hermoso lirismo. El mismo escenario -un sórdido centro de desintoxicación- aparece en Perdidos: El mundo sigue girando. Nada importa mucho, ¿no? Me refiero a importar de verdad. Sin embargo, a veces, de pronto, durante apenas un segundo, se te concede la gracia de creer que sí, que importa muchísimo. Penas presenta a dos hermanas que están juntas en un hotel en México, de vacaciones; hablan de sus penas, los divorcios, el cáncer, la muerte de la madre (Su mayor temor, ser como su madre […] era cruel, una borracha), el alcoholismo (tengo una enfermedad letal. Estoy aterrorizada). En Macadán, el asfalto del título se carga de valor metafórico para hija, madre y abuela, en un cuento cortísimo e intenso. Querida Conchi cuenta, a través de cartas que la narradora escribe desde Nuevo México a su amiga Conchi en Chile, sus primeros meses en la universidad, en un relato una vez más autobiográfico.

Triste idiota conecta con Penas, de nuevo el protagonismo de las dos hermanas, el cáncer -ahora ya terminal-, y recrea episodios de la infancia de la narradora y de su madurez con 54 años, recorre una vida entera. Como siempre, y por encima de la anécdota contada, aparece el detalle revelador, la mirada de dolor del hijo en un incidente trivial, la misma que he visto después en todos mis hijos a lo largo de su vida. La herida de un accidente, un divorcio, un fracaso. Mi deseo feroz de protegerlos. Mi impotenciaLuto nos trae de nuevo a una protagonista encargada de la limpieza de casas, en este caso la de un muerto, y la conversación con los hijos del difunto. Una ocasión más para hablar de la muerte, la familia, la pena, el dolor. Pude ver que la muerte empezaba a ablandarla. La muerte cura, nos dice que perdonemos, nos recuerda que no queremos morir solos. La dura historia familiar reaparece en Panteón de Dolores: la madre cruel y loca, sus prejuicios racistas, su incapacidad para escuchar. También el cáncer de la hermana y una suerte de desesperación, al menos de desconcierto: No hay ninguna guía para la muerte. Contiene un significativo autorretrato: Mi naturaleza es oscura. He conocido la muerte, la violencia. Estaba completamente sola. Hasta la vista recrea la vida con su hermana, en uno más de los cuentos en los que el cáncer de Sally, la muerte, los recuerdos de la infancia -los felices y los más dolorosos- son protagonistas. Cuando te estás muriendo es natural volver la vista atrás, recapitular sobre tu vida, arrepentirte. Están también el amor, el adulterio, la vida: ¿Qué es el matrimonio, a fin de cuentas? Nunca lo he sabido muy bien. Y ahora es la muerte lo que no entiendo.

A ver esa sonrisa es también autobiográfico, un relato genial de una aventura amorosa de la protagonista con un amigo de uno de sus hijos. Narrada -por primera vez en el libro- en dos voces, la propia de la protagonista habitual y la de un abogado que la asesorará en un conflicto jurídico, vuelven a aflorar el alcohol, el lado destructivo, y algunos “escenarios” habituales de vida y cuentos: sexo rabioso y peleas, botellas rotas. Gente vomitando y gritando. Mujeres abofeteadas. La policía y gruñidos, golpes. También el suicidio, tan presente en otros cuentos (y en la vida real de la autora): ¿Qué te parece? ¿Nos casamos o nos suicidamos? Y de nuevo la figura a terrible de la madre llena Mamá, de título explícito, un cuento en que se nos muestran los rasgos más crueles de su personalidad: Mamá odiaba la palabra “amor”. La decía con el mismo desprecio que la gente dice la palabra “furcia”; al igual que el odio a los niños, a los mexicanos, en el fondo a sus propias hijas. Pero, a la vez, se recuerda con añoranza su sentido del humor, cáustico y escalofriante, las surrealistas notas de suicidio.

Carmen habla, una vez más, de adicciones, de modesto tráfico de drogas, de un aborto espontáneo y tristísimo. Eso es lo asqueroso de las drogas, pensé. Funcionan. En Silencio volvemos a la infancia, a los distintos colegios, en anécdotas ya aparecidas en otros cuentos: el placer de niña en la biblioteca, los problemas con la madre y con las profesoras y compañeras: Mal en casa, mal en la escuela. La amistad con una niña vecina, siria, a los siete años. La indescriptible -y dolorosísima, al tratarse de una niña- soledad. Mijito -otra obra maestra- es terrible y tristísimo, conmovedor y bellísimo, una historia de abusos sexuales, con miseria, pobreza y hambre, pero contada con ternura y emoción, un cuento precioso, genial, enternecedor. Narrado también en dos planos, oímos la voz de una joven mexicana analfabeta que acaba de tener un hijo de un hombre ahora encarcelado por largo tiempo, y la “habitual” de la trabajadora de la clínica pediátrica que la atiende en sus esporádicas consultas con cariño y ternura pero que nunca mira a los ojos a los padres de los niños enfermos (Si miras a los ojos de los padres compartirás, confirmarás el miedo y el agotamiento y el dolor). Contiene un fragmento memorable, magistral y estremecedor en el que la adolescente, que en su vida de golpes y errancia con su hijo enfermo y lloroso apenas ha aprendido algunos términos en inglés, resume su vida a través de las palabras que conoce en ese idioma: Empecé a repasar todas las palabras que sabía: Juzgado, Kentucky Fry, hamburguesa, adiós, grasiento, negro, imbécil, ajá, pañales, ¿cuánto?, hay que joderse, niños, hospital, basta, cállate, hola, lo siento, General Hospital, All My Children, hernia inguinal, preoperatorio, posoperatorio, Geraldo, cupones de alimentos, dinero, coche, crack, policía, Miami Vice, José Canseco, indigente, preciosa de verdad, ni lo sueñes, discúlpeme, lo siento, por favor, por favor, basta, cállate, cállate, lo siento. Santa María madre de Dios reza por nosotros.

En Y llegó el sábado, otra historia durísima, la narradora es profesora en una cárcel. El tono es desesperanzado: El dolor está en la conciencia de que la felicidad no durará. Espera un momento retoma la enfermedad de Sally, la hermana de la narradora. Es un cuento muy triste, impregnado por la presencia de la muerte y por los recuerdos que la protagonista evoca (Todos tenemos nuestro álbum de recuerdos mentales, afirma, en una muy buena definición, a mi juicio, del planteamiento último del libro) siete años después de la desaparición de su hermana. Y sin embargo rezuma belleza, ternura, vida. B.F. y yo nos presenta a la protagonista ya mayor, con setenta años, al final de su existencia, impedida y enferma. Es una historia crepuscular, en la que la narradora, de vuelta de todo, contempla la vida con tranquilidad e ironía. Ese mismo tono terminal, de clausura de una vida, languideciente y mortecino, respira Volver al hogar, un cuento en el que la voz que habla recuerda su vida en la cercanía ya de la muerte, especulando con lo que hubiera podido ser su existencia si hubiera tomado ciertas decisiones o las circunstancias hubieran sido otras. Con una imagen que sirve de desencadenante, los cuervos que al atardecer ve llegar en grandes bandadas y poblar el árbol que contempla cada día frente al porche delantero de su casa, poco antes de que anochezca, pero que por la mañana, misteriosamente, han desaparecido, sin que ella tenga conciencia de cuándo han abandonado el árbol, la mujer se pregunta: ¿Qué más me he perdido? ¿Cuántas veces en mi vida he estado, digámoslo así, en el porche de atrás y no en el de delante? ¿Qué me habrían dicho que no alcancé a escuchar? ¿Qué amor pudo haberse dado que no sentí?

En fin, espero que con tan exhaustivo repaso a una amplia muestra de los cuarenta y tres cuentos de Lucia Berlin que recoge su Manual para mujeres de la limpieza, queráis atender mi recomendación de esta tarde y os lancéis decididos a la librería más cercana para comprarlo y empezar a paladearlo. Estoy seguro de que os entusiasmará.

En un libro repleto de referencias musicales, he elegido como complemento a mis comentarios Polka Dots and Moonbeams, la melancólica balada interpretada por Lester Young que suena en el inmejorable final de esa maravilla que es el cuento Punto de vista.


Lavandería Ángel

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí. Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves. La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la encontró. No sé cómo. Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera. El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos. Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS. En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.

Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos. La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: «¿No es un milagro?». El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda. Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca. Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado. —Hermano, créeme, sé lo que es... He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente cómo te sientes. Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso. La Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4. Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos, ediciones de Higiene femenina de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y borrachos y ancianas teñidas con henna que hacen la colada en la lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen «Jueves». Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen especular de las secadoras. «Tina», «Corky», «Junior». La gente de paso va a la lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano las latas vacías de cerveza Hamm’s.

Pero sobre todo son indios los que van a la lavandería de Ángel. Indios pueblo de San Felipe, Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras, naranjas, rojos y rosas hasta quedarme bizca. Yo voy a la lavandería de Ángel. No sé muy bien por qué, no es solo por los indios. Me queda lejos, en la otra punta de la ciudad. A una manzana de mi casa está la del campus, con aire acondicionado, rock melódico en el hilo musical. New Yorker, Ms., y Cosmopolitan. Las esposas de los ayudantes de cátedra van allí y les compran a sus hijos chocolatinas Zero y Coca-Colas. La lavandería del campus tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN. Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta que entré en la lavandería de Ángel y vi un cartel amarillo que decía: AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS. Vi que la colcha no se ponía de un color morado oscuro, aunque sí quedó de un verde más parduzco, pero quise volver de todos modos. Me gustaban los indios y su colada. La máquina de Coca-Cola rota y el suelo encharcado me recordaban a Nueva York. Portorriqueños pasando la fregona a todas horas. Allí la cabina telefónica estaba fuera de servicio, igual que la de Ángel. ¿Habría encontrado muerta a la señora Armitage si hubiera sido un jueves? —Soy el jefe de mi tribu —dijo el indio. Llevaba un rato allí sentado, bebiendo oporto, mirándome fijamente las manos. Me contó que su mujer trabajaba limpiando casas. Habían tenido cuatro hijos. El más joven se había suicidado, el mayor había muerto en Vietnam. Los otros dos eran conductores de autobuses escolares. —¿Sabes por qué me gustas? —me preguntó. —No, ¿por qué? —Porque eres una piel roja —señaló mi cara en el espejo. Tengo la piel roja, es verdad, y no, nunca he visto a un indio de piel roja. Le gustaba mi nombre, y lo pronunciaba a la italiana. Lu-chí-a. Había estado en Italia en la Segunda Guerra Mundial. Cómo no, entre sus bellos collares de plata y turquesa llevaba colgada una placa. Tenía una gran muesca en el borde. —¿Una bala? No, solía morderla cuando estaba asustado o caliente. Una vez me propuso que fuéramos a echarnos en su furgoneta y descansáramos juntos un rato. —Los esquimales lo llaman «reír juntos» —señalé el cartel verde lima, NO DEJEN NUNCA LAS MÁQUINAS SIN SUPERVISIÓN.

Nos echamos a reír, uno al lado del otro en nuestras sillas de plástico unidas. Luego nos quedamos en silencio. No se oía nada salvo el agua en movimiento, rítmica como las olas del océano. Su mano de buda estrechó la mía. Pasó un tren. Me dio un codazo. —¡Gran caballo de hierro! —y nos echamos a reír otra vez. Tengo muchos prejuicios infundados sobre la gente, como que a todos los negros por fuerza les ha de gustar Charlie Parker. Los alemanes son antipáticos, los indios tienen un sentido del humor raro. Parecido al de mi madre: uno de sus chistes favoritos es el del tipo que se agacha a atarse el cordón del zapato, y viene otro, le da una paliza y dice: «¡Siempre estás atándote los cordones!». El otro es el de un camarero que está sirviendo y le echa la sopa encima al cliente, y dice: «Oiga, está hecho una sopa». Tony solía repetirme chistes de esos los días lentos en la lavandería. Una vez estaba muy borracho, borracho violento, y se metió en una pelea con unos vagabundos en el aparcamiento. Le rompieron la botella de Jim Beam. Ángel dijo que le compraría una petaca si iba con él al cuarto de la plancha y le escuchaba. Saqué mi colada de la lavadora y la metí en la secadora mientras Ángel le hablaba de los doce pasos. Cuando salió, Tony me puso unas monedas en la mano. Metí su ropa en una secadora mientras él se debatía con el tapón de la botella de Jim Beam. Antes de que me diera tiempo a sentarme, empezó a hablar a gritos. —¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe de la tribu apache! ¡Mierda! —Tú sí que estás hecho mierda —se quedó sentado, bebiendo, mirándome las manos en el espejo—. Por eso te toca hacer la colada, ¿eh, jefe apache? No sé por qué lo dije. Fue un comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se rio, de hecho. —¿De qué tribu eres tú, piel roja? —me dijo, observándome las manos mientras sacaba un cigarrillo. —¿Sabes que mi primer cigarrillo me lo encendió un príncipe? ¿Te lo puedes creer? —Claro que me lo creo. ¿Quieres fuego? —me encendió el cigarrillo y nos sonreímos. Estábamos muy cerca uno del otro, y de pronto se desplomó hacia un lado y me quedé sola en el espejo. Había una chica joven, no en el espejo sino sentada junto a la ventana. Los rizos de su pelo en la bruma parecían pintados por Botticelli. Leí todos los carteles. DIOS, DAME FUERZAS. CUNA NUEVA A ESTRENAR (POR MUERTE DE BEBÉ).

La chica metió su ropa en un cesto turquesa y se fue. Llevé mi colada a la mesa, revisé la de Tony y puse otra moneda de diez centavos. Solo estábamos él y yo. Miré mis manos y mis ojos en el espejo. Unos bonitos ojos azules. Una vez estuve a bordo de un yate en Viña del Mar. Acepté el primer cigarrillo de mi vida y le pedí fuego al príncipe Alí Khan. «Enchanté», me dijo. La verdad es que no tenía cerillas. Doblé la ropa y cuando llegó Ángel me fui a casa. No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio.

miércoles, 8 de marzo de 2017

ADDA RAVNKILDE. JUDITH FÜRSTE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que esta semana da inicio a un ciclo, prologado ya hace siete días con la presencia en el programa de un par de novelas de Maylis de Kerangal, dedicado, con la recurrente excusa de la celebración del Día Internacional de la Mujer, a la literatura femenina (sea eso lo que sea); un ciclo que nos llevará hasta las vacaciones de Semana Santa, con cinco libros -sin contar los ya presentados el miércoles pasado- escritos por mujeres y, en casi todos los casos, protagonizados también por féminas.

Mi propuesta de esta tarde es una novela de una autora para mí desconocida antes de su lectura, nacida además en un país cuya literatura tiene, en general, una casi inexistente repercusión en nuestro mercado editorial. Se trata de Adda Ravnkilde, una escritora danesa nacida en 1862 y fallecida a los veintiún años tras un recalcitrante suicidio, valga la expresión para describir un acto en el que, empeñada en su resolución, ingirió veneno, se cortó las venas y se disparó un tiro. Su libro, su única obra más allá de algunos otros esbozos preliminares, tímidos y finalmente descartados, de título Judith Fürste, fue publicado tras su muerte y después de una algo rocambolesca historia de la que más adelante os hablaré brevemente, viendo la luz en nuestro país hace un par de años en una serie de la editorial Alba que se presenta bajo una elocuente rúbrica, “rara avis”. La traducción es de Blanca Ortiz Ostalé y en la edición se desliza algún despiste menor como un chirriante “ostinaba” que hubiera merecido una revisión más atenta por parte de los responsables del sello editorial.

La historia, sin duda novelesca, de los orígenes del libro y de la intensa y torturada existencia de su autora, nos la relata en el prólogo el crítico y catedrático de literatura Georg Brandes, que recibió el manuscrito de su autora en 1883, siendo finalmente su editor y el responsable de su publicación un año después, cuando la joven Adda Ravnkilde ya se había quitado la vida. El experto profesor detectó enseguida el talento de la chica, inusualmente madura para su edad -algo que resulta palmario en su novela, en la que nos sorprende a cada instante la profundidad y capacidad de penetración de la narradora en la descripción y el análisis de los sentimientos-, le planteó una serie de objeciones y propuestas de mejora sobre esa su redacción original y la alentó a pulir esos defectos detectados y a encontrar la veta más genuina y personal de su escritura, manifiesta en gran parte de su relato. Al poco tiempo, Adda le remitió un nuevo manuscrito en el que depuraba esas imperfecciones de su texto primero y desarrollaba uno de los ejes -el del amor infructuoso, vencido, angustiado y pletórico de una joven por un atractivo y superficial hombre maduro- dándole más hondura y eliminando los elementos superfluos. Las obligaciones de Brandes le hicieron demorar su juicio sobre esta nueva propuesta de la jovencísima escritora. Transcurrido más de un mes sin recibir respuesta, Adda acudiría a una clase de su mentor y, a las pocas horas, acabaría con su vida. La vi dos horas antes de su muerte, el 29 de noviembre, leemos en el prólogo. Ese día, cuando subí a mi cátedra de la universidad, reparé en ella. Ocupaba uno de los primeros bancos de la sala, justo frente a mí; parecía exaltada, llena de vida, sus ojos tenían un brillo extraordinario, sonreía y rio en varias ocasiones durante mi intervención. Lo que menos imaginaba en esos momentos era que fuese digna de compasión.

Adda Ravnkilde, natural de Jutlandia, se había trasladado a Copenhague desde su pueblo de origen para formarse como maestra. Su entusiasmo juvenil no era incompatible con un espíritu algo atormentado, una pobre niña genial que había dejado atrás sus fértiles fantasías y sus audaces planes de futuro para adentrarse en la gran oscuridad, como la describe su mentor, intuyendo, quizá, su trágico destino final. Algunos de los rasgos de su personalidad, oscilante entre la exaltación y el desánimo, a caballo del entusiasmo y la decepción, se reflejarán en el personaje principal de su novela, siendo apreciados también por Brandes, que la dibuja con precisión en el prólogo: En el curso de nuestra conversación, pude hacerme una idea más clara de su personalidad: un espíritu con aspiraciones que había visto frustrada una gran esperanza y que llevaba impresa la huella de años de opresión, atormentado por la mezquindad de las relaciones mezquinas y por la necedad de los seres necios. Un alma valerosa y exaltada que conocía la tentación de perder el coraje para siempre, pero que aún conservaba frescas sus energías; sedienta de vida y, sin embargo, muy familiarizada con la idea de la muerte, deseosa del trato con hombres y mujeres librepensadores, necesitada de intercambiar impresiones, de dotar a su vida de un contenido espiritual más pleno; moderna, tremendamente moderna en su esencia a pesar de los resabios convencionales de su presentación; ambiciosa, sí, pero con una ambición que a diario debía enfrentarse a una melancolía que preguntaba en un susurro: ¿vale la pena conquistar la gloria? ¿Vale la pena vivir la vida?

Judith Fürste, la heroína del libro, tras una serie de infaustas peripecias personales (la muerte prematura del padre, la nueva boda de su madre con un hombre adinerado, mezquino e insensible al que la mujer se somete, el desamparo de la chica en el hogar familiar sobrevenido), accede, ante la imposibilidad de abandonar su casa y abrirse a los estudios, al trabajo y, en definitiva, a la vida independiente, a contraer matrimonio con Johann Banner, un aristócrata de vida disipada y mucho mayor que ella, al que no ama y a cuya irresistible capacidad de seducción, probada de continuo en infinidad de conquistas, el orgullo de la joven se resiste. La dolorida obstinación del esposo (Cientos de muchachas se habrían arrastrado de rodillas hasta sus tierras para conquistar su favor y ella lo rechazaba) y el tozudo empecinamiento de la chica se miden en una permanente esgrima sentimental, que condenará a ambos contendientes a una vida de humillaciones y sufrimientos mutuos que no solo no se atemperarán sino que se verán gélida y cruelmente acentuados con el nacimiento de su único hijo. La imposible convivencia acabará evolucionando en un giro que no por previsible debo desvelar si quiero mantener un mínimo respeto por vuestro interés como posibles lectores.

Aunque el personaje del marido está perfilado con brillantez, un hombre que se ha entregado a los placeres de la vida, que ha disfrutado de experiencias y mujeres sin cuento pero que ahora está decidido, por un lado, a retirarse a la placidez de una existencia sin demasiados sobresaltos (Ahora quería pasar el resto de sus días en una paz sin pasión) y, por otro, a descansar de su a la postre infructuosa búsqueda de la satisfacción de sus deseos (Hay personas que se condenan a sí mismas a una eterna persecución de sus deseos; yo me cuento entre ellas. No consiguen nada. Si al menos una vez lograsen amar a alguien más que a sí mismas, creo que se salvarían, pero no pueden), para acabar dándose cuenta de que el carácter es, como dijo el presocrático, nuestro destino irremisible y que no podemos escapar a nuestra naturaleza (Había salido huyendo de deseos y apetitos y ahora se encontraba con que no los había burlado), al caer furibundamente encaprichado de su renuente esposa, es, sin embargo, en el “dibujo” de la figura de la joven en donde la maestría de la autora resulta sobresaliente.

Judith es una mujer orgullosa y empecinada, dotada de un contumaz amor propio, inconformista y rebelde, rígida y atormentada, obcecada e inflexible en sus transacciones con el mundo y, en particular, con los hombres, a los que se niega a someterse, como era propio en la época, incapacitada para una existencia en paz (su conciencia se resistía a encontrar la paz), viviendo en conflicto permanente con la realidad y consigo misma, atada a una insensata ansia de dar con algo grandioso y absorbente que llenara su vida. Ese dilema en el que se desenvuelve, por un lado el riguroso mantenimiento de su propia independencia, su severa integridad, su incontaminada pureza, su rotunda negativa a aceptar el papel que las normas sociales imponen a su sexo, y, por otro, la necesidad de plegarse a las convenciones sociales (el amor, el matrimonio, la “normalidad”) con la consiguiente añoranza de una existencia trivial y mediocre pero tranquila y sin sobresaltos, permea su vida, un agotador y permanente combate interno, emocional y afectivo, sentimental e intelectual. Soy pura, no me he dejado tentar, me he ganado la vida y no me he vendido. Sí, vendido, pues eso es lo que me dispongo a hacer, afirma resignada y sin ilusión cuando, después de sus muchas cuitas, se aviene a contraer matrimonio.

Esa persistencia -ese empecinamiento- en mantener sus severas pautas de comportamiento, que apaga los aspectos más vitales y libres, más fecundos y auténticos de su personalidad, la aíslan, la hacen sufrir y la condenan a la infelicidad (Toda su vida no había sido sino un castigo por haber acumulado obstinación tras obstinación y no haberse postrado jamás) hasta que, por fin, acabe descubriendo la verdad de la vida: el amor, la entrega, el olvido de uno mismo y de las exigencias que el propio egoísmo impone; una verdad que Judith cifrará en el lema que, a la postre, puede resumir la esencia del libro: Más dichoso es quien da que quien recibe. Y es así como, transformada, reconocerá: Entonces comprendió que su pena y su tedio ante la vida, su sensación de desamparo y su amargura, su envidia, sí, hasta su odio y su dureza, todo eso no era otra cosa que amor, o que al amor se debía. Había empezado a amarlo, aun sin saberlo, desde su primer encuentro, y la semilla que su recuerdo había sembrado en el alma germinó y luchó hasta abrirse camino por la tierra en medio de la oscuridad y la desesperación, a través del deseo y la añoranza, por un suelo pedregoso y una tierra abrasada por el sol. Incansable, su amor había conseguido abrirse paso, y cuando, doblegada por la pena y presa del arrepentimiento, reconoció su culpa y su falta, entonces ese sentimiento brotó y creció más y más fuerte hasta eclipsarla por completo.

En fin, no hay tiempo ya para más. Os recomiendo vivamente esta novela de Adda Ravnkilde, Judith Fürste, que presenta la editorial Alba. Os dejo ahora, como acompañamiento musical a mi comentario, con la Marcha nupcial de las bodas de Fígaro, de Wolfgang Amadeus Mozart, que suena en un momento del libro.


Aquella noche Judith no conseguía conciliar el sueño y se agitaba inquieta de un lado a otro atormentada por los más tristes pensamientos. Desdeñada, traicionada por su propio hijo, incapaz de conquistar algo más que un puesto de segunda clase en su corazón. Recordaba el resentimiento que el niño le había guardado la única vez que lo había castigado; lo más probable era que no la quisiese. Ya lo había dicho Banner: «personas que jamás han amado ni han sido amadas». ¿Era ella una de esas personas? Sí. Sí, sí. Nunca, nunca la habían amado. No como ella necesitaba, total y enteramente. Y tampoco había amado. ¡No, tampoco! Al menos no como creía poder hacerlo, con todo el corazón, de forma desinteresada, sacrificada y altruista. No, ni a su madre, ni a su marido... ni a su hijo, ni siquiera a él; de lo contrario, el más mínimo pedacito de su corazón le habría bastado; un amor como aquél no exigía nada. De modo que eso era lo que le faltaba, el vacío que la ahogaba; por eso se volvía más ruin cada día que pasaba, más indiferente y más dura. Ah, ¿es que nunca iba a llegar? ¿No iba a amarla nunca nadie que despertara su amor? ¿No iba a conocer jamás ese sentimiento, con toda su ebriedad, su júbilo y su dulzura, tal y como sin duda tenía que existir? Porque existía, ¿no? En el mundo real y no solo en los libros. Aunque... sabe Dios. Lo cierto era que no había visto un amor semejante en toda su vida. Egoísmo, de eso sí había para dar y tomar; al menos ella no era la única que se movía siguiendo sus impulsos. Pensándolo detenidamente, tal vez ése fuera el resorte que lo impulsaba todo. El egoísmo había determinado el proceder de su madre, el de su padrastro, el suyo propio; sí, sobre todo el suyo propio. Tal vez el amor no fuera más que una palabra, una fantasía inexistente. Pero ¿acaso Banner no amaba a su hijo? No, egoísmo de nuevo; Banner se amaba a sí mismo, amaba su carne y su sangre, su propia vida, su futuro en el niño, nada más. Hallaba un triste placer en desentrañar todas las relaciones que le venían a la cabeza hasta topar con el egoísmo en el centro de cada una de ellas. Estaba entregada a este pasatiempo cuando la venció el sueño. Sin embargo, aún con un hilo de conocimiento, recordó los cuentecillos de los libros de lectura de sus años escolares, aquellas historias que hablaban de «amistad enternecedora», «pruebas de amor fraterno», «el amor de un negrito a sus padres», etcétera, y los entremezcló con pasajes vagos e imprecisos de las Sagradas Escrituras y con retazos de salmos de la misma época: «De tal manera amó Dios al mundo», «Hijos míos, amaos los unos a los otros», «El amor es el cumplimiento de la ley», y, semiinconsciente, suspiró:

–Y ¡pensar que hubo un tiempo en que creí en todo eso!

Después, se quedó dormida.

miércoles, 1 de marzo de 2017

MAYLIS DE KERANGAL. REPARAR A LOS VIVOS

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca dedicado a las recomendaciones de lectura. En el caso de mi propuesta de esta tarde os traigo una novela (aunque, en último término, serán dos de las que os hablaré) que ha conocido un extraordinario éxito en Francia, de donde es su autora, y en el mundo entero, tanto por su multitudinaria acogida entre los lectores como por su fervorosa recepción y entregada crítica entre los expertos, pues no en vano este Reparar a los vivos, el libro del que hoy os hablo, acumula premios literarios sin cuento.

Reparar a los vivos es la última novela de Maylis de Kerangal, cuya anterior obra, Nacimiento de un puente, publicada como esta en Anagrama y con la que guarda unas innegables semejanzas estilísticas y hasta estructurales, también me ha interesado y os recomiendo igualmente. Reparar a los vivos, en la que centraré mi reseña, apareció en España en 2015, en traducción de Javier Albiñana, mientras que Nacimiento de un puente, en versión de Jaime Zulaika -uno y otro, “pesos pesados” de la traducción en nuestro país-, había visto la luz en 2013.

Quiero abrir mi comentario con unas breves palabras sobre Nacimiento de un puente, galardonada con los prestigiosos premios Médicis y Frank Hessel y, como digo, francamente interesante. En la ciudad de Coca, una invención de su autora difusamente ubicada en una California algo irreal y evanescente, su alcalde, John Johnson, alias el Boa, concibe un proyecto faraónico que dejará -además de bien repletos sus bolsillos- una indeleble y fastuosa huella de su paso por el mundo: la construcción de una gran megalópolis que acabará con el lento deambular de su pueblo por las veredas secundarias de la Historia. Para ello, decidido a desenclavar la ciudad y situarla en el mundo, y comprometido a sacar a Coca del anonimato provinciano en que dormita tranquila para introducirla en la economía mundial, convertirla en la ciudad del tercer milenio, polifónica y omnívora, destinada a la satisfacción, al gozo, a la experiencia del consumo, decide empezar su delirio mastodóntico con el levantamiento de un puente que permita arrumbar el tradicional Golden Bridge -estrecho, lento, viejo, anacrónico- y que constituya el emblema de la nueva Coca.

El libro da cuenta de la construcción de ese puente, y lo hace, en una historia que avanza con la intensidad de un thriller, a través de las vidas de media docena larga de personajes implicados en la tarea: el propio alcalde, megalomaníaco y corrupto; George Diderot, el arquitecto, desarraigado y misterioso, solitario y polémico, inteligente y algo despótico; Sancho Alfonso Cameron, el conductor de grúas; Shakira Urga, la atractiva secretaria; Summer Diamantis, responsable de la producción de hormigón; Mo Yun, el joven chino con una experiencia terrible como minero; Soren Cry y su ominoso pasado en Alaska; Duane Fischer y Buddy Loo, encargados del control de los efluvios del río, de los flujos de las bombas extractoras, para lo que aprovecharán sus conocimientos como buscadores de oro no demasiado afortunados; Katherine Thoreau, que aguanta diez horas encajonada en una máquina que despeja terraplenes para poder así sostener a su marido incapacitado y depresivo y a sus dos pequeños y exigentes hijos; Jacob, el iluminado y algo enloquecido defensor de la causa de los indígenas, entre los que vive seis meses cada año -el resto lo hace en el intelectual campus de Berkeley-, entregado apasionadamente a un dominio de la naturaleza que la envoltura forestal preserva hasta que la llegada de las hordas depredadoras que levantan el puente pone en peligro su pacífica estabilidad.

Pero más allá de la trama -como se ve, algo irrelevante: la erección (mecánica, industrial, técnica) de un puente-, son su condición de novela coral, el carácter metafórico de la obra (el puente contra la selva, la economía contra la naturaleza, el movimiento contra la inmovilidad), el trabajo con el lenguaje -el léxico muy rico, la prosa, arrebatada y algo barroca-, y la voluntad de estilo -los distintos puntos de vista, la multiplicidad de planos, de enfoques, de frentes- los elementos más destacados en el libro, presentes también en Reparar a los vivos, una obra mayor, una novela apasionante y genial.

Simon Limbres, un joven de Le Havre, se levanta a las 5.50 de la madrugada para iniciar su jornada de surf. Después de encontrar a dos de sus amigos y de disfrutar con ellos de las olas, de vuelta a casa -aún no son las 9, el día invernal no acaba de despuntar-, con los tres chicos medio adormilados por el pronto despertar, por el liberador cansancio del ejercicio matutino, por el acogedor abrazo de la calefacción de su furgoneta hippie, el vehículo se estrella contra un árbol, tal vez el hielo en la carretera, quizá una distracción o una fugaz cabezada del conductor. Chris y Johan, sus colegas de expedición, sufren solo algunos daños menores. Simon, al que no falla su poderoso corazón de diecinueve años, está sin embargo muerto cerebralmente, como se comprueba en cuanto es trasladado al hospital.

A partir de este irresistible -y trágico- inicio, la novela fluye arrebatada, acelerada e intensa, conmovedora y delicada; la acción se desencadena y, en apenas doscientas cincuenta páginas, el talento de Maylis de Kerangal nos hará vivir una jornada -el libro se cierra a las 5.49 de ese mismo día, a punto de cumplirse las veinticuatro horas desde el comienzo- emotiva y sobrecogedora, una historia excepcional que nos interesa y conmociona, que toca nuestra sensibilidad, estimula nuestra inteligencia y nos subyuga como solo puede hacerlo la gran literatura.

Y es que desde la muerte cerebral de Simon se pone en marcha un frenético proceso por “aprovechar” -y el verbo suena lamentablemente “utilitario”- los órganos rebosantes de vida del chico, que pueden servir para salvar a otras personas. Reparar a los vivos es el relato impetuoso y a la vez sutil, documentado y riguroso y simultáneamente humanísimo, austero y despojado al modo de la más sofisticada técnica quirúrgica pero poético como las más íntimas emociones de nuestras almas, de esa compleja secuencia de pequeños protocolos que llevan a que en un cortísimo espacio de tiempo -los requerimientos de conservación de los órganos así lo exigen- esos pulmones, esos riñones, ese corazón -sobre todo ese corazón- puedan llegar a un paciente que a cientos de kilómetros de distancia espera -tantas veces sin apenas esperanza- la milagrosa “absolución” de una condena hasta ese momento mortal e irremisible. En el caso de la novela, será una traductora parisina de 52 años -una mujer a la que solo conoceremos en las postrimerías del libro- la que recibirá la víscera primordial y salvadora.

El primer gran eje del libro es, pues, este del trasplante y las donaciones de órganos. He querido por ello presentar esta reseña en estos días cercanos al 27 de febrero, Día nacional del trasplante. En la novela comparecen todos los momentos y situaciones, todas las decisiones, todos los efectos y consecuencias, todas las repercusiones -emocionales y psicológicas, inconscientes y racionales, filosóficas y legales-, todas las implicaciones, las influencias, todas las fases y todas las formalidades, todos los afectados -los directamente implicados y los levemente concernidos, los protagonistas principales y los meros figurantes colaterales, los cirujanos-estrella y los oscuros e indispensables sanitarios, los expertos responsables y los meros colaboradores necesarios-, de ese fenómeno rozando lo mágico -pero la palabra idónea, ya repetida, es milagroso- que consiste en implantar en el pecho de un ser vivo un corazón ajeno de otro semejante ya fallecido. El libro acentúa esta vertiente que podríamos llamar documental, aparte de por su fidedigna recreación del lenguaje médico, como luego veremos, por las referencias a los pioneros como Christiaan Barnard, Norman Shumway o Christian Cabrol que en los años sesenta del pasado siglo inventaron el trasplante, lo idearon mentalmente, lo compusieron y descompusieron cientos de veces antes de realizarlo, e igualmente por las menciones a los investigadores que, una década antes, pusieron los cimientos que hicieron posible la donación de órganos, modificando -en cierto sentido- la noción de muerte conocida hasta entonces, al desplazar al momento de la interrupción de las funciones cerebrales -si ya no pienso ya no existo- la constatación del final irreversible de una persona, ese extraordinario hallazgo de Maurice Goulon y Pierre Mollaret que supuso el destronamiento del corazón y [la] consagración del cerebro; un golpe de Estado simbólico, una revolución.

Pero Reparar a los vivos está lejos de ser una crónica periodística o un reportaje para concienciar al lector sobre la necesidad de los trasplantes y sus complejidades jurídicas, médicas, morales y sobre todo emocionales (por más que la escritura revele una fecunda labor previa de documentación, manifestada expresamente por la autora, que presenció un trasplante, visitó la agencia francesa de biomedicina y mantuvo numerosas charlas con expertos en la materia antes de encarar su obra). Estamos ante una novela, de manera inequívoca, y ello se pone de manifiesto, fundamentalmente, por dos circunstancias que ya había resaltado a propósito de Nacimiento de un puente: la profundidad en el tratamiento de los personajes, en un nuevo planteamiento coral (Maylis de Kerangal ha hablado, para referirse a los trasplantes, de epopeya colectiva) y la singularidad, la riqueza, la precisión, el ritmo y el carácter simbólico del lenguaje (experiencia del lenguaje es la expresión elegida por la escritora para subrayar esta dimensión).

Desde el primero de los puntos de vista, destaca la penetrante indagación en las vidas de una decena de personajes “tocados” por el fatal acontecimiento (la muerte de Simon) y la ilusionante expectativa (el trasplante a Claire, la receptora del órgano). La madre del chico, Marianne; el padre, Sean, del que aquella está separada; Juliette, la enamorada novia del muchacho; Pierre Révol, el médico que realizará la extracción; el coordinador de los trasplantes, Thomas Rémige; la enfermera Cordélia Owl; Marthe Carrare, médico de la Agencia de Medicina; Claire Méjan, la destinataria del corazón de Simon; el brillante Virgilio Breva, responsable final de la operación de trasplante; o el prestigioso cirujano Emmanuel Harfang, no son meros nombres, ni muñecos o figuras de cartón piedra que aparecen para complementar la narración, son, por el contrario, caracteres con enjundia, con peso, con humanidad y hondura, y de cada uno de ellos conocemos su trayectoria personal, los rasgos definitorios de sus existencias, sus emociones, sus preocupaciones y todo el revoltijo de sentimientos que experimentan al verse envueltos -por azar o por necesidad, como víctimas inocentes o como profesionales implicados- en esa grandiosa tarea de “creación” de vida que es, en cierto modo, todo trasplante.

La prosa de De Kerangal es, por otro lado, y como se ha dicho, espléndida, desbordante, apasionada, fluyendo con sus aceleraciones y remansos, en una metáfora no explícita, al igual que los movimientos del corazón protagonista. Y tanto en los aspectos más técnicos, en los que el rigor de la autora es extremo y magnífico y muy convincente el resultado del ya mencionado trabajo de documentación, como en los aspectos más específicamente literarios, en la “poesía” del texto, la brillantez de la narración es indudable y provoca una lectura deslumbrante y siempre gozosa.

Os recomiendo con entusiasmo este Reparar a los vivos, un libro magnífico que, en definitiva, nos habla del corazón tanto literal como simbólicamente, algo que aflora ya desde la cita inicial (My heart is full, frase del personaje de Paul Newman en la película El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas) y se refleja en numerosas otras ocasiones en la novela, como en esta que no me resisto a transcribir: ¿Qué será del amor de Juliette cuando el corazón de Simon comience a latir en un cuerpo desconocido, qué será de cuanto colmaba ese corazón, de sus afectos lentamente depositados en estratos desde el primer día o inoculados aquí y allá en un arrebato de entusiasmo o en un acceso de ira, de sus amistades y sus aversiones, de sus rencores, su vehemencia, sus inclinaciones graves y tiernas? ¿Qué será de las salvas eléctricas que contraían tan fuertemente ese corazón desbordante, lleno, demasiado lleno, ese corazón full?

Quiero dejaros, como cierre a mis comentarios, con un breve fragmento del libro que explica su título. Os ofrezco también Beauty in the world, una bellísima y optimista canción de Macy Gray que se escucha en un momento especialmente intenso de la novela.


Al quedarse solo, Thomas se desploma en la silla, hunde los dedos en su pelo, en su cabeza, y exhala un largo resoplido. Seguro que se dice que aquello es duro, y quizá que también a él le gustaría hablar, soltar puñetazos en las paredes, patear las basuras, estrellar vasos. Tal vez sea un sí, más probablemente un no, porque suele pasar –una tercera parte de las entrevistas concluían con una negativa–, pero para Thomas Rémige una negativa límpida era preferible a un consentimiento arrancado en medio de la confusión, obtenido con fórceps y deplorado a los quince días por personas atormentadas por el arrepentimiento, que perdían el sueño y se hundían en el dolor, hay que pensar en los vivos dice a veces, masticando la punta de una cerilla, hay que pensar en los que se quedan –detrás de la puerta de su despacho, ha prendido la fotocopia de una página de Platónov, obra que nunca ha visto, pero ese fragmento de diálogo entre Voinitzev y Triletzki, que leyó en una revista que corría por la lavandería, le hizo estremecerse como se estremece el chiquillo al descubrir la fortuna, un Dracaufeu en un juego de cartas Pokémon, un ticket de oro en una tableta de chocolate. ¿Qué hacer, Nikolái? Enterrar a los muertos y reparar a los vivos.