Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de diciembre de 2017

HAN KANG. LA VEGETARIANA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, vuestra habitual cita con las recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una interesante novela, poco convencional en su planteamiento y también algo insólita en su origen pues se trata de una obra que nace en un territorio literario bastante desconocido entre nosotros, siendo su autora una escritora surcoreana. Han Kang ganó el Man Booker Prize Internacional en 2016 con La vegetariana, una novela con una peripecia editorial algo sorprendente y guadianesca, con diferentes apariciones y reapariciones en distintos momentos y lugares. El libro había sido publicado en el país natal de Kang hace años, en 2000, e incluso parece ser -las fuentes consultadas no resultan del todo fiables en este aspecto- que alguno de los tres capítulos que lo integran se publicaron antes como relatos autónomos. El prestigioso premio le fue otorgado -“superando” a Orhan Pamuk o Elena Ferrante- por su primera traducción al inglés el pasado año. En castellano, La vegetariana había visto la luz en Argentina en 2012, en una traducción de Sunme Yoon que se mantiene -con algunos cambios y revisiones- en la edición que ahora os presento, de 2017, responsabilidad de la singular Editorial :Rata_. El volumen incluye, junto a la novela, un entregado prólogo de Gabi Martínez, una entrevista final a la autora, un escrito explicativo de la traductora e incluso una fotografía de alguna página del texto original con las anotaciones realizadas por la responsable de la traducción.

Yeonghye es una mujer joven, casada, que un momento de su vida resuelve, en una decisión aparentemente infundada que causa la perplejidad y la irritación de sus allegados, dejar de comer carne y sus derivados, limitándose obstinadamente a una dieta muy estrictamente vegetal. La conducta de la chica, que en un momento inicial se asemeja a la inamovible postura de Bartleby el escribiente, aunque sin las notas de simpática desobediencia -“preferiría no hacerlo”- del inolvidable personaje de Melville, y revestido su planteamiento, en cambio, de un mayor dramatismo y hasta de un carácter trágico, acaba, con el paso del tiempo, por agudizarse de un modo exagerado, de tal manera que su mera opción alimentaria originaria, más o menos trivial, se convierte en una actitud vital pasiva y aniquiladora, un intento irracional y a la postre destructivo por abandonar su condición animal y convertirse -llevando al extremo su apuesta- en un ser radicalmente -y el término nunca ha sido más pertinente- vegetal.

Como se ve, la anécdota que articula el texto es, de entrada, muy sencilla y hasta irrelevante, por lo que la originalidad de la obra, y su valor, proceden no tanto de las posibilidades narrativas de la trama sino, sobre todo, del modo elegido por la autora para darnos cuenta de esta peculiar y a priori no demasiado interesante historia. La vegetariana se organiza en tres capítulos en los que se da voz a tres personajes relacionados con la protagonista, la cual, en una primera novedosa opción literaria, no tiene voz propia (más allá de algunos significativos incisos en la primera parte del libro de los que luego os hablaré). El marido, el cuñado y la esposa de éste, hermana de Yeonghye, relatan la singular peripecia de su mujer, cuñada y hermana, respectivamente. En la primera sección de la novela, de título idéntico al libro, el señor Cheong cuenta “desde dentro” la evolución de su cónyuge, su sorprendente decisión, su obstinación en mantenerla pese a los obstáculos, su resistencia frente a las presiones externas, el consiguiente enfrentamiento con el resto de la familia a cuenta de su elección vital y, por fin, la violencia y la degradación de la vida marital, destruido el matrimonio por la tenacidad de la chica en el mantenimiento de su postura. El progresivo cambio de su esposa desconcierta e irrita al marido que, desesperado y egoísta, acabará por desentenderse de ella: ¿En qué punto se torcieron las cosas?, se pregunta en esos momentos. "¿Dónde comenzó todo esto?" Mejor dicho, "¿dónde comenzó a desmoronarse todo esto?" Yeonghye había empezado a comportarse de un modo extraño unos tres años atrás, cuando repentinamente se volvió vegetariana. Ahora hay mucha gente que es vegetariana, pero lo particular en su caso era que no estaban claros los motivos que la habían llevado a aquello. Había adelgazado hasta un grado lastimoso, casi no dormía y, aunque siempre había tenido un carácter taciturno, había perdido el habla hasta un punto en el que era difícil la comunicación.

Entre medias brotan los inquietantes sueños de Yeonghye, en los que imágenes de carne, sangre, vísceras, huesos, cadáveres, lágrimas, vómitos, gemidos, golpes, cuchillos, crímenes y muerte asaltan a la durmiente: Ya no puedo dormir ni cinco minutos seguidos. Apenas me abandona la conciencia, sueño. No, ni siquiera se puede decir que sean sueños. Son escenas breves que me asaltan de forma intermitente. Ojos feroces de bestias, formas sangrientas, cráneos abiertos y de nuevo ojos de fieras. Son ojos que parecen nacidos de mis entrañas. Cuando abro los míos temblando, me miro las manos. Reviso si mis uñas siguen todavía blandas, si mis dientes siguen todavía romos.

Y así, progresivamente, el sufrimiento, la angustia, el sinsentido y la desesperación, el dolor y la angustia acongojan a la chica e impregnan su existencia despierta:

Lo que me duele es el pecho. Tengo algo atascado en la boca del estómago. No sé qué es. Siempre está ahí. Ahora siento esa pesada masa a todas horas aunque no lleve el sujetador. Por más que respiro profundamente, no se me aligera el pecho.
Son gritos, alaridos apretujados, que se han atascado allí. Es por la carne. He comido demasiada carne. Todas estas vidas se han encallado en ese sitio. No me cabe la menor duda. La sangre y la carne fueron digeridas y diseminadas por todos los rincones del cuerpo y los residuos fueron excretados, pero las vidas se obstinan en obstruirme el plexo solar.
Por una vez, una sola vez, quisiera gritar con todas mis fuerzas. Quisiera salir corriendo por la oscura ventana. ¿Entonces podré desembarazarme de esa masa que me obstruye el pecho? ¿Será eso posible?
Nadie puede ayudarme.
Nadie puede salvarme.
Nadie puede hacerme respirar.

En el segundo capítulo, La mancha mongólica, de una poética intensidad y un erotismo perturbador, asistimos a la obsesión del cuñado, un artista despreocupado y sin obligaciones laborales -vive de su mujer-, por la languideciente y cada vez más mortecina Yeonghye, a la que, pese a su pasividad, convence para participar en una obra artística -a caballo de la pintura y la performance- en la que cubrirá el cuerpo desnudo de la chica con una profusión de dibujos de coloridas flores y vistosas plantas que crecen a partir de una mancha de nacimiento que decora una de las nalgas de la mujer, grabando en vídeo el resultado de sus algo excéntricas y voluptuosas iniciativas. La atmósfera ya de por sí extravagante y algo rara, opresiva y durísima de la novela se matiza aquí con un tono refinado y sensual, vagamente onírico, en el que el deseo, la atracción, la carnalidad y, ya se ha dicho, el erotismo y la sexualidad, resultan fuertemente adictivos.

La sección final, Los árboles en llamas, hace avanzar la acción de un modo dramático, desde la perspectiva de Inyhe, la hermana de una protagonista cada vez más alejada de la realidad, confinada en su “verde” delirio, agostándose en un sanatorio psiquiátrico mientras renuncia a la vida humana o incluso meramente animal (Yo ya no soy un animal […] Ya no necesito comer. Puedo vivir sin alimentarme). Las referencias a ese universo vegetal, muy presentes en el resto de la obra, son ahora constantes: Su cuerpo parecía una hoja recién caída de la rama; Del sexo de ella comenzó a rezumar un líquido verdoso como de hojas machacadas; La habían encontrado inmóvil y de pie en una pendiente recóndita y apartada del monte, igual que si fuera uno de los árboles bajo la lluvia; Me puse cabeza abajo y entonces me empezaron a nacer hojas en el cuerpo y también me salieron raíces de las manos… Las raíces se fueron metiendo bajo la tierra… más y más… Y como estaba a punto de nacerme una flor en el pubis, abrí las piernas… las abrí bien; Yo creía que los árboles estaban de pie, derechos… Ahora lo sé. ¡Se sostienen al revés con las manos en el suelo!; Todos los árboles del mundo me parecen mis hermanos.

La experiencia de Yeonghye, analizada racional y desapasionadamente, puede ser leída con facilidad como un delirio. De hecho, en el propio texto se avanza alguna suerte de diagnóstico clínico, cuando uno de los médicos que la trata menciona la anorexia nerviosa. Pero más allá de esta interpretación “objetiva” y literal, todo apunta a una visión metafórica de su drama. Quizá todo esto no sea más que un sueño, dice al final su hermana, que también le reprocha que se hubiera ido sola al otro lado de los límites tras haber hundido su vida en un lodazal. Y ahí, en este ir “al otro lado de los límites”, es en donde vemos la potencia simbólica de esta terrorífica fábula. La “metamorfosis” de la mujer -la referencia a Kafka es, a mi juicio, muy nítida- constituye un alegato -muy sutil y nada “panfletario”- contra las numerosas formas de violencia que sufren las mujeres -en particular las coreanas- a causa de las rígidas tradiciones y convenciones sociales, de la presión familiar, del abuso físico -tanto el marido como el cuñado consuman sendas violaciones-, de todo lo cual la carne que la chica rehúye opera como símbolo. Por extensión, la novela denuncia la violencia que, en general, sufre el ser humano, llegando la autora a citar el horror de Auschwitz y la crueldad nazi entre los referentes intelectuales y morales del libro.

En fin, una novela distinta, desasosegante, que desconcierta y agita, y por todo ello interesantísima, esta La vegetariana de Han Kang cuya lectura os recomiendo muy vivamente. Para ilustrar musicalmente este violento deseo de su protagonista por integrarse en la naturaleza primitiva, se me ocurre que quizá -forzando un poco la relación- pudiera ser Mother Nature’s son, la canción de los Beatles -tan, por el contrario, plácida y delicada-, la elección adecuada. Con su versión a cargo de Sheryl Crow os dejo por esta semana.


Ella volvió a desnudarse y esta vez se tendió mirando al techo. Debido a la iluminación localizada, la parte superior de su cuerpo quedaba en sombras, no obstante entrecerró los ojos como si la luz la deslumbrara. La había visto desnuda en su casa, pero verla así, bellamente tendida, sin resistencia alguna y sin nada superfluo, del mismo modo en que había estado boca abajo hace un rato, le provocaba sentimientos intensos hasta las lágrimas. Las clavículas delgadas, los pechos planos como los de un muchacho debido a su posición, las costillas marcadas, los muslos abiertos sin lujuria, su rostro inexpresivo como un desierto, como si se hubiera quedado dormida con los ojos cerrados… Era un cuerpo del que habían sido eliminadas exhaustivamente todas las excedencias. Nunca había visto un ser que fuese capaz de decir tantas cosas con solo su figura.

Esta vez pintó con amarillo y blanco enormes flores desde las clavículas hasta el pecho. Si en la espalda había pintado flores nocturnas, en el pecho iba a pintar radiantes flores diurnas. Un lirio de la mañana de color naranja floreció en la concavidad de su vientre y sobre sus muslos cayeron profusamente hojas grandes y pequeñas de color dorado.

En medio del silencio absoluto, una exaltación radiante que no había experimentado jamás en toda su vida se derramó desde algún rincón desconocido de su cuerpo y se concentró en la punta de su pincel. Deseaba prolongar indefinidamente este placer. Como la luz la iluminaba solo hasta el cuello, su rostro en la sombra parecía el de una persona dormida, pero debido al ligero temblor que percibía cada vez que el pincel tocaba la cara interna de los muslos, sabía que estaba despierta. Viéndola aceptar tranquilamente todo este proceso, le pareció que era un ser sagrado, un ser del que no se podía decir ni que fuera humano ni animal, o quizá un ser que estaba entre la vegetalidad, la humanidad y la animalidad.


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