Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de noviembre de 2017

GRAHAM SWIFT. EL DOMINGO DE LAS MADRES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo un libro excepcional de un autor que me entusiasma, pese a lo cual aún no había aparecido en el programa.

A finales de los ochenta, la editorial Anagrama comenzó a publicar en nuestro país los primeros libros de una portentosa generación de escritores británicos, el british dream team de Jorge Herralde, como empezó a ser conocida esta magnífica apuesta del editor catalán. Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro y Graham Swift “debutaron” en España en la colección Panorama de Narrativas del sello barcelonés, y desde entonces han ido presentando sus nuevas obras en el mismo sello hasta completar en él prácticamente la totalidad de su producción. De los cuatro primeros autores, Amis, Barnes, McEwan e Ishiguro, habéis tenido aquí una reseña sobre alguna de sus obras. No ha sido así en el caso de Graham Swift (y no por absurdas razones “jerárquicas” -todos son escritores excelentes y Swift, en particular, uno de los más destacados de entre ellos, sino por circunstancias meramente azarosas: unos libros aparecen aquí en un momento determinado y otros se postergan sin especial justificación), una carencia que quiero subsanar ahora recomendándoos con pasión El Domingo de las Madres, su, por ahora, última novela. Aprovecho también para sugeriros la lectura del resto de sus libros, singularmente El país del agua -que fue llevada al cine hace veinticinco años, con Jeremy Irons como protagonista y de la que tengo un recuerdo vago de algunas de sus escenas, casi todas las que contaban con la radiante presencia de Lena Heady en pantalla-; Últimos tragos, una novela magistral, emotiva, conmovedora, sobre la vida, la muerte, los sueños; o La luz del día, una falsa novela policiaca que respira la inteligencia y emoción marca de la casa en un escritor genial. El Domingo de las Madres cuenta con la traducción de Jesús Zulaika, que se reparte con Daniel Najmías la traslación al español de las novelas de Swift.

Estamos en Berkshire, Inglaterra, un 30 de marzo de 1924, cuarto domingo de Cuaresma y día en que se celebra en el Reino Unido el Domingo de las Madres, el equivalente británico de nuestro Día de la madre. Jane Fairchild, criada de los Niven, se enfrenta a una jornada inusual. Huérfana, no puede, como el resto del servicio, disfrutar del día libre que, cumpliendo la tradición -tan british-, los señores conceden a la servidumbre para la visita a sus familiares. El matrimonio Niven abandonará su mansión de Beechwood para festejar el día comiendo en Henley, una localidad cercana, con sus vecinos, los Sheringham y los Hobday, que celebran además el próximo enlace de Paul y Emma, sus respectivos hijos. Ante Jane se presenta, pues, un día “vacío” que, en sus planes, piensa ocupar en pasear en bicicleta por la zona, sentarse en el algún banco al sol o leer un libro en el jardín. Una llamada telefónica, sin embargo, lo cambiará todo, sus perspectivas para ese día y su vida entera. Paul, el vástago de los Sheringham con quien Jane mantiene una relación clandestina de años, le propone un encuentro en Upleigh House, la opulenta vivienda familiar, aprovechando la doble circunstancia de la ausencia de sus padres y del servicio y el hecho de que dispone de unas horas libres hasta el almuerzo con su prometida, previo a su inminente boda. No quiero contar más de la trama de una novela que, salvo por un acontecimiento extraordinario que no voy a desvelar, no presenta mayores alicientes. El libro entero, por lo demás muy breve, apenas ciento sesenta páginas, es el relato de unas pocas horas de ese día, aunque entremezclados con la narración principal aparecen, en constantes vueltas atrás y adelante, los años de infancia de la protagonista y los de su muy longeva ancianidad, cuando, con cerca de cien años y convertida en escritora, rememora aquella jornada decisiva vivida cuando solo tenía veintidós.

Y es que, como tantas otras veces en la alta literatura -y El Domingo de las Madres es, a mi juicio, una obra maestra (aun aceptando lo relativo de estas calificaciones)- el argumento resulta casi anecdótico, siendo el estilo, la belleza de la escritura o el genio del autor para abrir la historia a infinidad de evocaciones, sugerencias, ideas, reflexiones y elementos con valor simbólico que desbordan y enriquecen la relativa banalidad del aparente hilo conductor del texto, lo que confiere a la novela su dimensión magistral.

El estilo de Swift es deslumbrante. La sutileza en las descripciones; la exquisita ambientación; la elegancia en el retrato de los personajes; una formidable capacidad de penetración que se logra de un modo leve, mediante alusiones, con ligereza y a la vez densidad; el ritmo, lento y demorado pero atrayente y seductor; la voz en tercera persona que, sin embargo, suena íntima, honda, auténtica; la estructura como de rompecabezas, con -como se ha dicho- avances y retrocesos que se engarzan en la continuidad del relato sin forzarlo; los incisos, las significativas elipsis, las rupturas inesperadas y los giros sorprendentes presentados con naturalidad y sencillez… Todos ellos son recursos que dotan a la novela de una belleza, una emoción, una intensidad, un erotismo, una sensibilidad, una vibración, un lirismo, una pasión, una delicadeza, una melancolía, una ternura, un entusiasmo, un encanto, una complejidad y un magnetismo hipnóticos, inolvidables, magistrales.

La deliciosa recreación de las pocas horas de encuentro sexual entre Paul y Jane y el posterior deambular de ésta, desnuda y en soledad, ensimismada y pensativa, por las lujosas dependencias de una vacía e inmensa Upleigh House, la hace Swift incorporando sutilmente otras “subtramas”, una amplia gama de hilos temáticos que apuntan en distintas direcciones a partir de los recuerdos, las evocaciones y los pensamientos de la chica, dotando así a El Domingo de las Madres, de una riqueza, una profundidad, una ambición literaria y una hondura reflexiva, que van mucho más allá de la mera historia relatada, por más que esa “escena” central sobre la que gravita el libro tenga una fuerza y un poder de seducción innegables.

Por un lado, el autor nos lleva al pasado de la doncella, al confuso origen de su biografía. Nacida en 1901, pero sin que se sepa la fecha exacta, pues Jane es abandonada en un orfanato, siendo, por lo tanto, expósita (condición a la que alude su apellido, fairchild, uno de los habituales en inglés -googdchild, goodboy son otros- para estos niños sin padres), a los catorce años es enviada a servir en distintas casas, y dos después recala en Beechwood con los Niven. Son muchas, en este sentido, las reflexiones sobre la orfandad y la ausencia de la figura materna que aparecen en las disquisiciones de la chica.

Una orfandad que sugiere otra de las claves del libro, una suerte de recreación -muy sui géneris- del cuento de Cenicienta. No es sólo que la frase que antecede a la novela y aparece en su entradilla -¡Vas a ir al baile!- remita al personaje de Perrault, ni que el libro empiece con un significativo Érase una vez, como podréis comprobar en el fragmento que os dejo al término de esta reseña; el vínculo con Cenicienta es aún más claro y explícito en el propio texto de la obra. A partir de la relativa homofonía inglesa entre huérfana y orquídea (orphan/orchid), Swift hace decir a su protagonista: Y si eras huérfana tal vez podías convertirte en orquídea, como Cenicienta se convirtió en una princesa. Y la Jane nonagenaria revelará si, tras la relación con su amante/príncipe, esa conversión tuvo o no lugar.

Porque, en otro de los ejes temáticos del libro, la cuestión de las clases sociales, de las diferencias de origen es también esencial en el relato. Jane es una criada; una criada, además, en la rígida y jerarquizada estratificación social británica -tan presente en series como la clásica Arriba y abajo o la que lleva camino de serlo Downtown Abbey, con las que El Domingo de las Madres guarda muchos paralelismos. Y Paul, su amante, es un “señor” -¿En la cama se funden las diferencias?, se preguntará ella tras el coito-, alguien absolutamente ajeno, por su origen, por su dinero, por su posición, por sus relaciones, por sus expectativas vitales, a su modesta y anónima existencia. Mis años de criada, mis años de servicio, repetirá, obsesiva, la Jane anciana, cuando recupera sus recuerdos, en los que esta conflictiva dicotomía sierva/señor ocupa un lugar preponderante.

También tiene una significativa presencia en la narración la Gran Guerra, esa devastadora primera contienda mundial que, recién terminada cuando se inicia la “acción”, ha dejado el irremplazable hueco de cuatro chicos desaparecidos en los hogares de los Sheringham -Dick y Freddy- y los Niven -Philip y James-, cuatro jóvenes vidas segadas de raíz por el brutal enfrentamiento, una ausencia que, apenas perceptible y sin subrayados, asoma como telón de fondo de los hechos.

Igualmente remarcable resulta el intenso y dulce, el velado pero palpable erotismo de la escena central, con especial mención al recorrido de Jane desnuda por la casa de los Sheringham. El libro entero, pero en particular estas páginas, que ocupan casi la mitad de la novela, rezuma delectación, placer y sensualidad, sensaciones que se trasladan a la lectura de un modo muy etéreo y elegante, contagiando al lector.

Pero la vivencia de Jane en esa jornada particular es, por encima de todo, la excusa -bellísima y muy lograda en sí misma- para que Swift indague en la personalidad de la criada y nos permita conocer cómo ese acontecimiento del domingo 30 de marzo de 1924 cambiará su vida convirtiéndola en la escritora que acabará por ser hasta su ancianidad, tras una larga existencia en la que, según declara ella misma, pudo presenciar dos guerras mundiales y el “paso” de cuatro reyes y una reina.

Esa tarde nace en Jane el deseo y la voluntad de ser escritora. Porque lo vivido en esas horas no es solo lo que realmente ocurrió sino lo que pudo haber sucedido (sobre todo a partir del ese suceso inopinado -que debo mantener oculto por el bien de vuestro disfrute lector- que llevará la narración por derroteros imprevistos. Y es que la protagonista -que juega en tres planos simultáneos: el presente como criada de Beechwood, su infancia y su lúcida senectud- se interroga de continuo sobre el desarrollo de las situaciones que vive, sobre su posible evolución (que luego tendrá lugar o no ocurrirá o lo hará de otra manera a la que se producirá realmente, en un discurso sinuoso y envolvente, muy del “estilo Javier Marías”). Jane escribirá así su propia historia, incorporando en ella el paso del tiempo, lo que pudo llegar a ser: Todas las escenas. Todas las reales y todas las de los libros. Y todas las que, en cierto modo se hallaban en medio, porque se ceñían a lo que uno lograba imaginar y visualizar de la gente normal (…) O sólo lo que uno alcanzaba a suponer que podría haber sido verdad si las cosas un día, hace mucho tiempo, no hubieran tomado un rumbo diferente.

Y esa imbricación de lo real y lo inventado, de lo “verdaderamente” acontecido y lo imaginado, lo proyectado, lo fabulado, lleva, en consecuencia, al, a mi juicio, núcleo central del libro, la reflexión metaliteraria, la difícil separación entre hechos y ficción, entre realidad y literatura: Esa era la gran verdad de la vida: que el hecho y la ficción estaban siempre fundiéndose, intercambiándose. ¿Qué ocurrió realmente aquel día? ¿Qué es novela, relato, invención y qué transcripción de los hechos, historia real? En este sentido afirmará: En relación con esas palabras –cuento, historia, incluso narración– había una suerte de controversia, siempre presente en segundo plano, sobre la cuestión de la verdad, y podía resultar difícil precisar cuánto de verdad había en cada una de ellas. Estaba también la palabra «ficción» –un día llegaría a ser para ella el ingrediente prioritario–, que parecía desdeñar la verdad casi por completo. ¡Algo totalmente ficticio! Sin embargo, algo clara y totalmente ficticio también podía contener –y ahí residía el quid de la cuestión y su misterio– cierta verdad. Jugando de nuevo con las palabras, Jane se pregunta: ¿Y si a los huérfanos se les llamara “orquídeas”? ¿Y si al cielo se le llamara “tierra”? ¿Y si a los árboles se les llamara “narcisos”? ¿Habría alguna diferencia respecto de la naturaleza real de las cosas? ¿O de su misterio?

Adentrarse en ese misterio, intentar desentrañarlo (Nunca sabría [ni siquiera a los setenta u ochenta años] hasta qué punto la gente -la gente no escritora- se interesaba por otras vidas. Era un misterio), será el desencadenante de su vocación literaria: Se convertiría en escritora, y puesto que era escritora, o puesto que era eso lo que la había convertido en escritora, se vería constantemente asediada por la volubilidad de las palabras. Una palabra no era una cosa, no. Una cosa no era una palabra. Pero, de algún modo, ambas -cosas- se habían vuelto inseparables. ¿Era todo una gran invención? Las palabras eran como una piel invisible, una piel que envolvía el mundo y le confería realidad. Pero no podías decir que el mundo no estuviera ahí, no fuera real si quitabas las palabras. En el mejor de los casos parecía que las cosas bendecían las palabras que las nombraban, diferenciándolas, y que las palabras lo bendecían todo.

En su prolífica carrera, escribirá En los ojos de la mente, que recoge esas preocupaciones: era el título de su libro más conocido. ¿Y podía deslindar lo que había visto con ellos de lo que había vivido de verdad? Por supuesto que podía: no era una fantasiosa. Y por supuesto que no podía. En eso consistía ser escritora, ¿no? En abarcar la materia de la vida. El quid de la vida estribaba en abarcarla.

En este recorrido por sus preocupaciones literarias aparece la figura de Joseph Conrad (muerto, precisamente, en 1924; como finaliza en ese año -en este caso mera casualidad, obviamente no algo premeditado por el autor- Downtown Abbey). Sus libros, que Jane lee en la biblioteca de Beechwood y en la librería en la que más adelante empezará a trabajar (La gente leía libros, ¿no?, para huir de sí misma, para escapar de los problemas de la vida), contienen claves que se vinculan con la existencia de la chica. Los secretos (No era extraño en ella tener secretos, dice; el principal el oculto romance con el joven Sheringham) conectan con El agente secreto, del escritor polaco (Mucho después pensaría y a veces diría que todos los escritores eran agentes secretos. Pero lo cierto era que quizá -aunque eso no lo diría nunca- que todos somos agentes secretos, que es eso lo que somos en realidad). Juventud, otra novela de Conrad, la lleva a pensar en la vida de tantos jóvenes cercenada por la guerra: juventud era lo que el siglo había perdido. El exotismo de Conrad, escribiendo de Oriente mientras la gran matanza llena de sangre el orbe entero, suscitan su queja, de nuevo con la guerra presente: ¿es que no sabía en qué se había convertido el mundo? Por último, su propósito vital, superar su pasado de sirvienta sin expectativas y convertirse en escritora, “encontrar su propia lengua”, nos conduce de nuevo, en otra de las fecundas derivaciones abiertas por el talento de Swift, a Conrad, que se acogió a su nueva lengua, el inglés en el que escribió su obra fundamental, dejando atrás su polaco materno.

Jane será así, por fin, escritora, intentando dar cuenta del mundo, intentando explicar lo inexplicable: ¿Qué era exactamente, entonces, lo de contar la verdad? ¡Los lectores quieren siempre que hasta la explicación se explique! Y cualquier escritor que se precie los engatusará, los azuzará, se los llevará al huerto. ¿No era lo bastante obvio? Se trataba de ser fiel a la verdadera materia de la vida, se trataba de intentar capturar, aunque jamás se logre, la percepción misma de estar vivo. Se trataba de encontrar una lengua. Y se trataba de ser fiel al hecho -una cosa se seguía de la otra- de que en la vida hay muchas cosas -muchas más de las que pensamos, ay- que no pueden explicarse.

En fin, no dejéis de leer esta maravilla, esta preciosa joya literaria, El Domingo de las Madres, la última novela de Graham Swift. Pocos años antes de ese 1924 en que transcurre el libro, Antonin Dvorak compone esta Songs My Mother Taught Me -tan cercana al espíritu de la obra, con su triste recuerdo, con su melancólica belleza- que ahora escuchamos en la estremecedora versión de Victoria de los Ángeles


Érase una vez…, antes de que mataran a los chicos y cuando había más caballos que coches, antes de que desaparecieran los sirvientes varones y en Upleigh y en Beechwood tuvieran que arreglárselas con una cocinera y una sirvienta, los Sheringham eran propietarios no sólo de los cuatro caballos de su cuadra, sino también de un ejemplar que podía considerarse un «señor caballo», un caballo de carreras, un purasangre. Se llamaba Fandango, y su caballeriza estaba cerca de Newbury. Nunca había ganado nada de nada. Pero era el pequeño lujo de la familia, su esperanza de fama y gloria en las carreras del sur de Inglaterra. El trato era que Mamá y Papá –conocidos también, en el extraño lenguaje de él, como «los ineptos»– eran dueños de la cabeza y el cuerpo, y Dick y Freddy y él de una pata cada uno.

–¿Y la cuarta pata?

–Ah, la cuarta pata... Ésa ha sido siempre la pregunta.

Durante la mayor parte del tiempo no fue más que un nombre, un nombre que no podía verse, aunque un nombre muy caro dividido en cuatro y perfectamente adiestrado. Se había vendido en 1915, cuando él tenía quince años. «Antes de que tú aparecieras, Jay.» Pero una vez, hace mucho tiempo, una mañana de junio temprano, emprendieron todos una expedición extraña y disparatada sólo para verle, para ver cómo montaban al galope a Fandango, su caballo, por las colinas. Para contemplar desde la valla cómo se acercaba, atronador, con otros caballos y pasaba ante ellos como un rayo. Estaban él y Mamá y Papá y Dick y Freddy. Y –quién sabe– alguna parte interesada y fantasmal, propietaria real de la cuarta pata.

Él tenía la mano en la pierna de ella.

Fue la única vez que ella le había visto con los ojos casi empañados. Y tuvo la visión clara y nítida (la seguiría teniendo a los noventa años) de que podría haber ido con él, de que aún podría –como en una especie de milagro– ir con él, sólo con él, y estar allí ante la valla, viendo cómo pasaba Fandango a galope tendido, levantando barro y rocío de la hierba. Nunca había vivido nada así, pero podía imaginárselo, imaginarlo con claridad. El sol aún naciente, un disco rojo sobre las colinas grises, el aire aún vivificante y frío, mientras él compartía con ella, tal vez, una petaca de tapón plateado, y, con no demasiado sigilo, le agarraba el culo.

Pero ahora ella miraba cómo se movía, desnudo salvo el sello de plata en el dedo, cruzando la habitación bañada de sol. En la vida, más tarde, nunca utilizaría gustosamente –si es que llegó a utilizarla alguna vez– la palabra «garañón» para referirse a un hombre. Pero él era talmente uno. Tenía veintitrés años y ella veintidós. Y podría habérsele considerado un purasangre, aunque ella aún no conocía esa palabra, al igual que aún no conocía la palabra «garañón». Su vocabulario no era muy extenso todavía. «Purasangre» tenía que ver con la «progenie» y el «nacimiento», lo que contaba en los de su clase. Poco importaba con qué finalidad concreta.

Era marzo de 1924. No era junio, pero sí un día que parecía junio. Y debía de ser poco después de mediodía. Se abrió de golpe una ventana, y él, sin ropa, cruzó la habitación llena de sol tan despreocupadamente como cualquier animal desnudo. Era su habitación, ¿no? Podía hacer en ella lo que le viniera en gana. Podía hacerlo, estaba claro. Y ella no había estado en ella nunca, y nunca volvería a estar.

Y también estaba desnuda.

30 de marzo de 1924. Érase una vez... Las sombras de la celosía de la ventana se deslizaban sobre su cuerpo como follaje. Una vez hubo recogido del tocador la pitillera y el mechero y un pequeño cenicero de plata, se volvió, y entonces, bajo la mata de vello oscuro y enteramente bañado por el sol, dejó a la vista su verga, y sus huevos, meros apéndices fláccidos y aún pegajosos. Ella podía mirarlos si quería, a él no le importaba.

Pero también él podía mirarla a ella. Estaba estirada, desnuda, si se exceptuaba su par –su único par de pendientes baratos. No se había tapado con la sábana. Y hasta había enlazado las manos detrás de la cabeza (así podía verle mejor). Pero él podía mirarla a voluntad. Regálate los ojos. Era una expresión que le había venido a la mente. Se le habían empezado a ocurrir expresiones. Regálate los ojos.

Fuera, se estiraba también todo Berkshire, orlada de brillante verdor, pletórica de trinos, bendecida en marzo con un día de junio.

Él seguía siendo un adicto a los caballos. Es decir, seguía malgastando el dinero en ellos. Era su forma de economizar: tirar el dinero. Durante casi ocho años había tenido dinero para tres, en teoría. Él lo llamaba «pasta». Pero demostraría que era capaz de arreglárselas sin él. ¿Y qué es lo que habían hecho ellos dos con el dinero de siete años –como él le recordaba a veces–?: absolutamente nada. Salvo secretismos y riesgos y astucias y la aptitud mutua de ser buenos en ello.

Pero nunca habían hecho nada parecido. Ella nunca había estado en aquella cama –una cama individual, pero espaciosa–. Ni en aquella habitación, ni en aquella casa. Si no costaba nada, era el más maravilloso de los regalos.

Aunque si no costaba nada –ella siempre podría habérselo recordado–, ¿qué pasaba con las veces en que él le había dado seis peniques? ¿O incluso tres peniques? ¿Cuando era sólo el comienzo, antes de que lo suyo llegara a ser algo... –no sabía si era la palabra correcta– serio? Pero jamás se atrevería a recordárselo. Y menos aún ahora. Ni se atrevería tampoco a utilizar la palabra «serio». 

Se sentó en la cama, a su lado. Le pasó la mano por el vientre, como sacudiéndole un polvo invisible. Luego dejó encima de él el mechero y el cenicero, y siguió con la pitillera en la mano. Sacó dos cigarrillos y puso uno entre los labios fruncidos y salientes de ella, que no se había quitado las manos de la nuca. Él le encendió el cigarrillo y luego se encendió el suyo. Después de juntar pitillera y mechero y de dejarlos en la mesilla de noche, se tendió junto a ella cuan largo era, mientras el cenicero seguía a medio camino entre el ombligo y lo que hoy él, sin tapujos, llamaría alegremente el «coño». Verga, huevos, coño. He aquí tres vocablos sencillos, básicos.

Era un 30 de marzo. Domingo. Lo que venía llamándose el Domingo de las Madres.



Graham Swift. El Domingo de las Madres

No hay comentarios: