Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de octubre de 2017

KAZUO ISHIGURO. NUNCA ME ABANDONES. EL GIGANTE ENTERRADO

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca que se acomoda esta vez a los dictados de la más reciente actualidad, con los ecos de la reciente designación del último Premio Nobel de Literatura resonando aún en los medios de comunicación. Y es que esta semana os traigo un par de propuestas de lectura, dos magníficas novelas de Kazuo Ishiguro, el escritor británico de origen japonés galardonado hace un par de semanas por la Academia sueca; un autor al que se deben un puñado de libros extraordinarios (recuerdo ahora, entre otros, Pálida luz en las colinas, Un artista del mundo flotante o Los restos del día, que yo leí con apasionamiento en los años ochenta, cuando la editorial Anagrama nos descubrió a una deslumbrante muestra de escritores naturales del Reino Unido -o radicados en él- como Julian Barnes, Martin Amis, Hanif Kureishi, Ian McEwan y el propio Ishiguro). Hace unos meses vio la luz en España la última obra del britano-nipón, El gigante enterrado, y aprovechando la excusa de esta relativamente cercana novedad editorial y la más relevante del Nobel literario, quiero hablaros de su anterior libro, Nunca me abandones, escrito hace ya diez años -una década de silencio novelístico-, una obra, a mi juicio, excepcional, y dejando también unas breves palabras finales para ese otro más actual, igualmente magnífico. Ambas novelas aparecen también en Anagrama y están traducidas, como el resto de la obra de Ishiguro, por Jesús Zulaika.

Nunca me abandones, como ocurrió también con Los restos del día, en la que se basó el film Lo que queda del día, del siempre refinado James Ivory, ha sido objeto de traslación cinematográfica, una muy estimable película -con el mismo título que la novela- conmovedora y emotiva, delicada, sensible, romántica y algo triste, dirigida por Mark Romanek en 2010 con la participación, entre otros solventes intérpretes británicos, de las bellísimas y estupendas actrices Carey Mulligan y Keira Knightley y de la siempre eficaz Charlotte Rampling con una destacada presencia en un papel menor. De manera poco habitual en mi particular experiencia lectora, en esta ocasión yo vi la película antes de la lectura del libro, y fue precisamente el entusiasmo que me suscitó la experiencia cinematográfica lo que me llevó a, acto seguido, devorar la novela en escasos tres días. Una novela que es también formidable y, al igual que el film, elegante, melancólica, intimista, exquisita y repleta de emoción y sensibilidad, de fascinación y encanto.

En la Inglaterra de finales de la década de los noventa un grupo de chicos vive en el internado de Hailsham, un lugar apartado, aislado entre campos neblinosos y húmedos bosques, un espacio cerrado e idílico donde los jóvenes son educados conforme a los parámetros convencionales de una institución de este tipo, con profesores esforzados, bibliotecas e instalaciones deportivas, un entorno propicio para el aprendizaje y la formación, para la cultura y la inteligente apertura a la existencia, en donde descubren la vida, la amistad, el amor y el sexo, entre clases, juegos, prácticas en talleres artísticos y sosegados paseos por los parajes de la zona, que cuenta hasta con un evocador lago. Sin embargo, el mundo de Hailsham encierra, en su apariencia prototípica, algunos atisbos -que la maestría literaria de Ishiguro va presentando de modo alusivo, indirecto, sin apenas énfasis o subrayados- de una realidad extraña y algo misteriosa, que no se ajusta del todo a los modos habituales en los que se desenvuelve nuestro mundo conocido.

Y es que, en efecto -y siento desvelar una de las claves de la obra que, sin embargo, se revela desde el principio en el libro, aunque de esa manera atenuada e imprecisa, insinuada y elíptica propia del poético estilo del autor; interrumpa aquí, no obstante, la lectura quien no quiera conocer este rasgo esencial de la novela-, los chicos son clones, creados, inicialmente, sin otra finalidad que la de abastecer a la ciencia médica. En los primeros tiempos, después de la guerra, eso es lo que erais -dice un personaje- para la mayoría de la gente. Objetos oscuros en tubos de ensayo. Los jóvenes son educados en su retiro campestre ignorantes de su condición y ajenos a su destino, creciendo entre indicios y sospechas, intuiciones y rumores, tenues pistas, meros atisbos y difusas señales que apuntan a su especial naturaleza de seres nacidos para una extinción programada, no sin antes haber donado sus órganos a otros seres humanos (¿otros?, ¿lo son ellos?).

La crítica ha reseñado los vínculos de Nunca me abandones con Blade runner, pero existiendo estos, sin duda, el universo de la novela no tiene nada del abigarrado y opresivo ambiente de la obra maestra cinematográfica. Es cierto que los chicos se interrogan sobre su identidad y su última esencia, como los replicantes del Ridley Scott -no puedo opinar sobre el libro de Philip K. Dick en el que se basó el film, Sueñan los androides con ovejas eléctricas, que no he leído-, perplejos ante su desconcertante modo de estar en el mundo, confusos, inquietos y temerosos frente a su incierto destino. Pero el entorno físico, por llamarlo así, de la novela de Ishiguro, nos es familiar y reconocible, fácilmente identificable -salvo por algún detalle menor- en los escenarios de nuestro presente, y está muy alejado de la fantasía futurista, anticipatoria y recargada que nos presenta el clásico cinematográfico con sus calles atestadas, con la lluvia permanente, con la oscuridad perpetua, con los vehículos de diseño avanzado, con los edificios imposibles, con la evolucionada tecnología. Aquí, la sugestión del futuro se esboza muy levemente a partir de una “nomenclatura” ambigua e inconcreta, que apunta a otra realidad que no se muestra más que a través de dichas alusiones: Kathy, una de las protagonistas, que narra la historia desde su presente, doce años después de su estancia en Hailsham, es una “cuidadora”, encargada de tutelar a los “donantes” que están a su cargo; el destino de estos es un “posible”, un potencial candidato a los órganos que les serán extraídos a los muchachos; cuando el ciclo de donaciones forzosamente llega a su fin -tras dos, tres o hasta cuatro operaciones, según la fortaleza del joven cedente- el donante “completa” y así acaba su existencia, una dramática y aparentemente aséptica conclusión que sin embargo algunos de ellos -los más trágicamente conscientes de la finitud de su científico y eficiente paso por el mundo- intentan “aplazar”.

Envueltos en esta neblinosa zozobra acerca de su inexorable destino, y llevados de la mano por la maestría del autor, por la belleza de su prosa, por la elegancia de su estilo, por la refinada tristeza de su escritura, los chicos, sobre todo Kathy, Ruth y Tommy, los tres personajes principales, muestran, sensibles e inteligentes, sus almas, sus incertidumbres, sus pesares, sus aspiraciones y sus miedos, sus interrogantes y su desconcierto, sus inquietudes y sus sueños, tan comunes, tan normales, tan vivos, tan humanos como los de cualquiera de nosotros, en una novela intimista y delicadísima, enternecedora y llena de emoción que es, además, una suerte de relato premonitorio de un mundo nuevo, con más recursos y posibilidades, más científico y racional, pero también más duro y más cruel; una novela espléndida que seguro os va a encantar.

La más reciente novedad de Kazuo Ishiguro, El gigante enterrado, es una novela algo extraña, con un tema sorprendente, inusitado en la obra de su autor y una prueba -por su atrevida rareza- de la versatilidad del anglo-japonés. Una pareja de ancianos, Axl y Beatrice, britanos cuya existencia se desenvuelve en un borroso y no fechado tiempo probablemente medieval, deben abandonar su poblado, en el que encuentran oscuras reticencias hacia sus personas, en busca de su hijo, del que hace décadas que no tienen noticia, y en busca también del dragón hembra Querig, último responsable, al parecer, de la niebla que envuelve sus mentes y los hace incapaces de recordar, de revivir los momentos pasados de su existencia, los remotos y los cercanos, los felices y los amargos, sus cerebros envueltos en un difuso velo que los ofusca y confunde. La búsqueda de la fabulosa y maligna criatura -la búsqueda de sus recuerdos- se constituye así en el motivo principal de su existencia, convertida ésta en un viaje con tintes apocalípticos, entre paisajes desérticos, páramos desolados, sombríos lagos y ciénagas amenazadoras, en el que se toparán con todo tipo de personajes y criaturas fabulosas, habitantes de un mundo entre la realidad y la ficción, ogros, monstruos, monjes, campesinos, ancianas viudas, el caballero Sir Gawain y otros personajes del ciclo artúrico, el guerrero Wistan, el joven Edwin y tantos otros.

Con un argumento y una ambientación paradójicamente actualísimos, dada esa muy reciente moda tan proclive a la proliferación de juegos de tronos, señores de los anillos, sagas medievales y universos poblados de amenazantes dragones y deformes criaturas, princesas y caballeros, intrigas de palacio y encarnizadas y sangrientas luchas, un libro así nunca hubiera podido interesarme -soy absolutamente ajeno, pese a la convincente defensa del género que ha hecho, entre otros muchos, Fernando Savater, a este tipo de lecturas “fantásticas”- de no ser por la maestría de Ishiguro, un escritor formidable que se mueve con idénticas convicción y solvencia en todo tipo de registros -y los dos títulos que hoy os he presentado son buena muestra de ello-, dejando en cada libro pruebas no solo de su excepcional talento literario sino también de su interés y su preocupación por los grandes temas de nuestra existencia, la vejez, la muerte y el paso del tiempo, el recuerdo y el olvido, la memoria, el amor y la entrega. Y en su literatura hay siempre, además, emoción y ternura, sensibilidad y belleza. 

Interesa también, y cierro mi reseña con este breve apunte final, el enfoque elegido para contar la historia, un planteamiento en el que un narrador omnisciente, que parece hablar desde nuestros días (tal vez debería aclarar aquí que orientarse en campo abierto resultaba mucho más difícil en aquel entonces), interpela a los lectores (ninguno de vosotros habría pensado que esta casa comunal fuese tan diferente de las rústicas cantinas que muchos habréis visitado), irrumpe en ocasiones glosando con sus comentarios personales las circunstancias de la acción (El paisaje que tenían ante ellos esa mañana no debía de ser muy diferente del que se puede contemplar hoy en día desde los ventanales de una casa de campo inglesa), y en todo momento da cuenta en tercera persona de los acontecimientos que se van sucediendo y del discurrir del pensamiento y las emociones de los personajes.

En fin, dos libros excelentes estos Nunca me abandones y El gigante enterrado, del siempre sobresaliente Kazuo Ishiguro, un Nobel merecidísimo, en mi humilde opinión.  Os ofrezco ahora, como acompañamiento musical a mi reseña, Never let me go, un tema esencial en el primero de los libros reseñados -por su atmósfera, por su letra, por su simbolismo- que forma parte de Canciones para después del crepúsculo, un álbum interpretado por una supuesta Judy Bridgewater -ambos, disco y tema, invenciones del autor-, al que -en la banda sonora de la película- da voz “real” Jane Monheit. Una significativa mención al álbum aparece en el precioso texto final que os dejo como muestra representativa del libro.


Aun conservo una copia de aquella cinta, y hasta hace muy poco la escuchaba de vez en cuando mientras conducía por el campo abierto en un día de llovizna. Pero ahora la pletina del radiocasete del coche está tan mal que ya no me atrevo a ponerla. Y parece que jamás encuentro tiempo para ponerla cuando estoy en mi cuarto. Aun así, sigue siendo una de mis más preciadas pertenencias. A lo mejor a finales de año, cuando deje de ser cuidadora, puedo escucharla más a menudo.

El álbum se titula Canciones para después del crepúsculo, y es de Judy Bridgewater. La que conservo hoy no es la casete original, la que perdí, la que tenía en Hailsham. Es la que Tommy y yo encontramos años después en Norfolk (pero esa es otra historia a la que llegaré más tarde). De lo que quiero hablar ahora es de la primera cinta, de la que me desapareció en Hailsham.

Antes debo explicar lo que en aquel tiempo nos traíamos entre manos con Norfolk. Fue algo que duro muchos años -llego a ser una especie de broma privada de Hailsham, supongo-, y había empezado en una clase que tuvimos cuando aun éramos muy pequeños.

Fue la señorita Emily quien nos enseñó los diferentes condados de Inglaterra. Colgaba del encerado un gran mapa del país, y, a su lado, ponía un caballete. Y si estaba hablando, por ejemplo, de Oxfordshire, colocaba sobre el caballete un gran calendario con fotos de ese condado. Tenía una gran colección de estos calendarios, y así fuimos conociendo uno tras otro la mayoría de los condados. Señalaba un punto del mapa con el puntero, se volvía hacia el caballete y mostraba una fotografía. Había pueblecitos surcados por pequeños arroyos, monumentos blancos en laderas, viejas iglesias junto a campos. Si nos estaba hablando de algún lugar de la costa, había playas llenas de gente, acantilados y gaviotas. Supongo que quería que nos hiciéramos una idea de lo que había allí fuera, a nuestro alrededor, y me resulta asombroso, aun hoy, después de todos los kilómetros que he recorrido como cuidadora, hasta que punto mi idea de los diferentes condados sigue dependiendo de aquellas fotografías que la señorita Emily ponía en el caballete. Si voy en coche, por ejemplo, a través de Derbyshire y me sorprendo buscando la plaza de un determinado pueblo, con su pub de falso estilo Tudor y un monumento a la memoria de los caídos, no tardo en darme cuenta de que lo que busco es la estampa que la señorita Emily nos enseñó la primera vez que oímos hablar de Derbyshire.

De todos modos, a lo que voy es que a la colección de calendarios de la señorita Emily le faltaba algo: en ninguno de ellos había ninguna fotografía de Norfolk. Cada una de estas clases se repetía varias veces, y yo siempre me preguntaba si la señorita Emily acabaría encontrando alguna foto de Norfolk. Pero era siempre la misma historia. Movía el puntero sobre el mapa y decía, como si se le hubiera ocurrido en el último momento:

- Y aquí esta Norfolk. Un sitio muy bonito.

Recuerdo que aquella vez en concreto hizo una pausa y se quedo pensativa, quizá porque no había planeado lo que tenia que venir después en lugar de una fotografía. Y al final salio de su ensimismamiento y volvió a golpear el mapa con la punta del puntero.

¿Veis? Está aquí en el este, en este saliente que se adentra en el mar, y por tanto no esta de paso hacia ninguna parte. La gente que viaja hacia el norte o el sur -movió el puntero para arriba y para abajo- pasa de largo. Por eso es un rincón muy tranquilo de Inglaterra, y un sitio muy bonito. Pero también es una especie de rincón perdido.

Un rincón perdido. Así es como lo llamó, y así empezó todo. Porque en Hailsham teníamos nuestro propio "rincón perdido" en la tercera planta, donde se guardaban los objetos perdidos. Si perdías o encontrabas algo, ahí es donde ibas a buscarlo o a dejarlo. Alguien -no recuerdo quién- dijo después de esa clase que lo que la señorita Emily había dicho era que Norfolk era el "rincón perdido" de Inglaterra, el lugar adonde iban a parar todas las cosas perdidas del país. La idea arraigó, y pronto llegó a ser aceptada como un hecho por todo el curso.

No hace mucho tiempo, cuando Tommy y yo recordábamos esto, él afirmó que en realidad nunca creímos lo del "rincón perdido", que fue más bien una broma desde el principio. Pero yo estoy segura de que se equivocaba. Bien es verdad que cuando cumplimos doce o trece años el asunto de Norfolk se había convertido ya en algo jocoso. Pero mi recuerdo del "rincón perdido" me dice -y la memoria de Ruth coincide con la mía- que al principio creímos en ello de forma literal y a pies juntillas; que de la misma forma que los camiones llegaban a Hailsham con la comida y los objetos para los Saldos, tenía lugar una operación similar -a mucha mayor escala- a todo lo largo y ancho de Inglaterra, y todas las cosas que se perdían en los campos y trenes del país iban a parar a ese lugar llamado Norfolk. Y el hecho de que nunca hubiéramos visto ninguna fotografía de ese lugar solo contribuía a incrementar su aura de misterio.

Puede que suene a tontería, pero no se ha de olvidar que para nosotros, en esa etapa de nuestra vida, cualquier lugar más allá de Hailsham era como una tierra de fantasía. No teníamos sino nociones muy vagas del mundo exterior, y de lo que en él podía ser posible e imposible. Además, nunca nos molestamos en analizar con detenimiento nuestra teoría sobre Norfolk. Lo que nos importaba -como dijo Ruth un día en aquella habitación alicatada de Dover, mientras estábamos sentadas contemplando como caía la tarde- era que "cuando perdíamos algo precioso, y buscábamos y buscábamos por todas partes y no lo encontrábamos, no debíamos perder por completo la esperanza. Nos quedaba aún una brizna de consuelo al pensar que un día, cuando fuéramos mayores y pudiéramos viajar libremente por todo el país, siempre podríamos ir a Norfolk y encontrar lo que habíamos perdido hacía tanto tiempo".

Estoy segura de que Ruth tenía razón en eso. Norfolk había llegado a ser una verdadera fuente de consuelo para nosotros, probablemente mucho más de lo que estábamos dispuestos a admitir entonces, y por eso seguimos hablando de ello -aunque en un tono más bien de broma- cuando nos hicimos mayores. Y por eso también, muchos años después, el día en que Tommy y yo encontramos en la costa de Norfolk otra cinta igual a la que yo había perdido antaño, no nos limitamos a pensar que era algo en verdad curioso, sino que, en nuestro interior, los dos sentimos como una especie de punzada, como un antiguo deseo de volver a creer en algo tan caro a nuestro corazón en un tiempo. 

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