Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de septiembre de 2017

HENRY DAVID THOREAU. WALDEN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un clásico, un libro que en sus dos siglos de vida ha influido a varias generaciones de ciudadanos en todo el mundo, que han leído con pasión los optimistas y revolucionarios planteamientos que defiende su autor, el pensador y filósofo -entre otras muchas ocupaciones- norteamericano Henry David Thoreau, de cuyo nacimiento, el 12 de julio de 1817, se cumplieron doscientos años hace algunas semanas. En el último lustro, pero sobre todo en estos meses cercanos al aniversario, se han multiplicado las ediciones de la obra de Thoreau. En particular, la editorial Errata Naturae presenta una decena de sus libros, de los cuales he seleccionado para mi reseña de hoy el que quizá es su título más relevante, el más conocido también, Walden, su esencial propuesta vital, iluminada y utopista, vigorosa y llena de energía, entusiasta y contagiosa.

En estas semanas, coincidiendo con el aniversario, podéis encontraros también con algunos programas dedicados a Thoreau en mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes. Las emisiones, que podéis escuchar en el blog del programa, del mismo título, se centran en aforismos y pensamientos del autor extraídos de Todo lo bueno es libre y salvaje, una estimulante recopilación de reflexiones del escritor de Boston, que ofrece una panorámica muy completa de la filosofía del autor y que gira en torno a una amplia variedad de temas, entre los que destacan -y cito la nota de la editorial- la belleza y el azar, la aurora y el crepúsculo, la amistad y la imaginación, la moda y la dieta, la libertad y la insumisión, la música y el silencio, los indios y la sabiduría, la simplicidad y el dinero, los viajes y la soledad, los árboles y los pájaros, el trabajo y el amor, la muerte y lo que nos salva, lo salvaje en la naturaleza y en nosotros mismos, los libros y el inextinguible deseo de leer, lo sagrado en el cielo y en la tierra, la felicidad de las marmotas y de los humanos, los paseos por el bosque y también por la ciudad, la estaciones y el ciclo interminable de la vida, en un muy sugerente elenco de apasionantes motivos de estudio e indagación, de meditación y análisis.

Puede resultar sorprendente este repentino “desembarco” en nuestras librerías de la producción literaria de un autor muerto hace casi dos siglos y que no forma parte del canon “ortodoxo” de la cultura española. No llama tanto la atención, sin embargo, si pensamos que, en nuestros días, el mercado editorial es precisamente eso, una de las manifestaciones más destacadas del comercio, un negocio que, obviamente, se mueve por criterios mercantilistas. Un clásico -pues ésa es sin duda la consideración que merece Thoreau- que venía siendo traducido con relativa normalidad en nuestro país (sus principales obras aparecen en España desde hace años; de Walden en concreto, hay traducciones en castellano desde 1945, y hasta la “académica” editorial Cátedra cuenta en su indispensable catálogo, desde hace ya diez años, con una edición anotada) pero que no tenía una presencia principal en los anaqueles de las librerías, invade, de súbito, expositores y escaparates, páginas de periódicos, monográficos de suplementos culturales y hasta programas de televisión… y todo por mor de la muy azarosa circunstancia del acaecimiento de una determinada fecha, coincidente con una cifra redonda. Pero así son las modas literarias, y estas son sus ventajas e inconvenientes. Por un lado -el negativo- se despierta un interés artificial, espurio, por un libro o un autor; en unos meses todo el mundo habla de ello, y acabamos por comprar y leer -esto en el mejor de los casos- lo que quiere el mercado, los críticos reconocidos, los prescriptores “oficiales”. Pero, a la vez, estos “lanzamientos” inopinados nos permiten descubrir clásicos, libros en los que -de no ser por el torbellino comercial- quizá no habríamos reparado o nunca habríamos leído. ¿Será éste un último estertor de tiempos pasados y de ahora en adelante la difusión de los libros se producirá de modo radicalmente distinto, por cauces ni siquiera imaginables hoy día? ¿Acabará internet -con las consecuencias que en este ámbito conlleva (facilidad de publicación, auge de la autoedición, acceso ilimitado a la obra literaria de cualquier autor, desaparición de las jerarquías)- con las editoriales clásicas? ¿Constituiría ello -de producirse- una victoria de la libertad triunfante sobre el siempre sospechoso capital, que solo mira por el cálculo de rentabilidad, el rendimiento, la ganancia, ampliando las posibilidades de que grandes obras literarias que no encajan en los parámetros de las empresas de edición puedan llegar a ser difundidas, conocidas y disfrutadas por todos… o, por el contrario, al eliminar los filtros de calidad que suponen los editores, los lectores profesionales, los expertos, los críticos especializados, todo nos lleva a un universo literario sin criterio, a un totum revolutum en el que nadie podrá discernir, con parámetros objetivos, la auténtica valía de un autor, la verdadera importancia de una obra? En fin…

El Walden de Errata Naturae vio la luz por primera vez en 2013, en traducción de Marcos Nava. Con ocasión del citado bicentenario de su autor, este mismo año el sello ofrece una edición especial que mantiene la versión al español de aquella primera entrega. El libro cuenta con un interesante prólogo de Michel Onfray, el sobresaliente filósofo francés, que aparece en traducción de Silvia Moreno Parrado. El precioso volumen incluye también las espléndidas ilustraciones de Michael McCurdy, el grabador norteamericano, fallecido hace año y medio, del que os hablé aquí a propósito de las magníficas estampas que acompañaban el texto de El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono, publicado por José J. de Olañeta. La edición cuenta con una innumerable cantidad de notas del traductor, todas muy explicativas y aclaratorias, las cuales, aunque ralentizan y hasta entorpecen en ocasiones la lectura, en general son útiles y enriquecen la comprensión de los aspectos del texto más difíciles de interpretar por un lector actual (el libro original se había publicado en 1854, poco antes de la muerte de su autor, que tuvo lugar en 1862, antes de que hubiera llegado a cumplir 45 años).

El 4 de julio de 1845, Thoreau se traslada a vivir en la cabaña que él mismo había construido en Walden Pond, un lago cerca de Concord, Massachusetts, su lugar de nacimiento. Durante dos años, dos meses y dos días vivirá en los bosques, observando la naturaleza y explorando su entorno y a sí mismo, en un “experimento” de honda significación personal pero también de extraordinario valor social, económico, político, ecológico -aunque el término, obviamente, aún no se había inventado- y también, en tanto el autor plasma en un libro, este Walden, el proceso seguido, el resultado de su experiencia y sus reflexiones sobre lo vivido, de enorme calidad poética y literaria. Hacia finales de marzo de 1845 pedí prestada un hacha, me dirigí a los bosques cercanos a la laguna de Walden (…) y comencé a derribar algunos pinos blancos, escribe. A mediados de abril se encontraba ya en condiciones de levantar la casa. A principios de mayo estaba armada la estructura de la vivienda. Se instalará, como se ha dicho, el 4 de julio de 1845. Para antes del invierno tendrá terminada la chimenea y el revestimiento protector de la casa. Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome solo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar; no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido. No quería vivir nada que no fuera la vida, pues vivir es algo muy valioso, ni tampoco practicar la resignación, a no ser que fuera absolutamente necesario. Quería vivir intensamente y extraer el meollo de la vida, vivir de manera tan dura y espartana como para apartar todo lo que no fuera la vida, surcar una divisoria y llevar la vida hasta un rincón y reducirla a sus elementos básicos y, si resultaba mezquina, obtener entonces toda su genuina mezquindad y hacerla pública al mundo; y si fuera sublime, saberlo por experiencia y poder dar cuenta de ello en mi próxima excursión. Con este breve fragmento, que brota, significativo, en las primeras páginas de la obra se resume lo esencial del propósito de la atrevida experiencia de Thoreau.

En un capítulo primero -el más extenso del libro- de título Economía se nos presentan las razones que justifican su ilusionado proyecto. En él, y contra los valores dominantes de su época (La mayor parte de las cosas que mis vecinos consideran buenas yo la creo mala para mí), Thoreau se manifiesta en contra de las necesidades ficticias, de los hábitos consabidos, de las comodidades entendidas como lujos innecesarios (podría arreglármelas fácilmente sin correo, por poner un solo ejemplo), de lo superfluo que tiene como fin el enriquecimiento de unos pocos, de la moda, de la ropa como ornamento prescindible más allá de las mínimas exigencias de abrigo y protección, de las propiedades, de las viviendas y su sobreabundancia de objetos y bienes inútiles, de la educación tradicional (su tesis en esta cuestión sostiene las ventajas de aprender realizando el experimento de la vida), en contra también de las novedades y el progreso, de los viajes, de las prisas, del trabajo (con infinidad de furibundos y consistentes ataques sobre la “venta” de la vida que siempre lleva consigo), de la arquitectura, del superávit de comida y de tantos otros elementos que definen la vida convencional de principios del XIX (en uno más de los rasgos anticipatorios de los postulados de Thoreau: ¡¡¡qué escribiría de vivir en el opulento siglo XXI de las sociedades desarrolladas!!!).

Frente a esta acostumbrada vida de “excesos” -que es también la nuestra-, y con su “huida” a los bosques, el pensador americano reivindica las enseñanzas de la Grecia clásica, defiende la importancia de una sabiduría primordial, del pensamiento abstracto y de la poesía, mientras aspira a construir una nación de filósofos, caracterizada por la sencillez, la austeridad y hasta la pobreza (pobre en riquezas externas, rico en posesiones internas) y el ascetismo. A lo largo del capítulo -y, en general, en todo el libro- afloran los principios básicos de su visión del mundo: simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza; sencillez, sinceridad, verdad, fe e inocencia. Su “ensayo” aboga por la conveniencia de dotar a nuestras vidas de una superior dimensión, intelectual y filosófica, espiritual y moral, reclamando la importancia del ser, más que la del hacer o el cómo hacer.

La mayoría de los hombres vive vidas de tranquila desesperación, señala, y también: Aún no he conocido a ningún hombre que estuviera completamente despierto. Estar despierto es estar vivo. Y es por ello, por lo que, partiendo de estas premisas y rechazando la alienación consustancial a la existencia en las sociedades avanzadas, se lanza a su aventura en la que plantea una forma de vida más auténtica, más coherente, más “esencial”, más “despierta” y atenta al fluir de la naturaleza; un plan que conllevará construir con sus propias manos la cabaña que le alojará, dotarse de escasos muebles, ajustarse, en su sencilla existencia, a una dieta simple -tan sencilla y limpia que no ofenda a la imaginación- para la que plantará las especies que constituirán su alimento, evitando comer animales, siguiendo hábitos saludables, levantándose al amanecer (debemos aprender a despertarnos de nuevo), bañándose en el lago, pescando en el río, bebiendo en él, llevando unas minuciosas y comedidas cuentas de ingresos y gastos (Durante más de cinco años me mantuve así, sólo con el trabajo de mis manos, y descubrí que podía pagar todos mis gastos trabajando unas seis semanas al año). Y, en todo caso, guiado por un lema esencial: ¡Simplicidad, simplicidad, simplicidad! Que vuestros asuntos sean dos o tres, y no cien o mil.

A partir de este extenso “dibujo” inicial, en el que quedan planteadas las líneas maestras de su proyecto, se suceden los capítulos en los que, en un relato autobiográfico (Hablaré sobre mí mismo, dice, con la influencia de Montaigne como telón de fondo), da cuenta de muy distintos aspectos de su cotidianidad en Walden. Así, en Leer se resalta la importancia de la lectura de los clásicos, la necesidad de leer bien, con profundidad, con espíritu verdadero, condenando las malas lecturas, las ligeras, de mero entretenimiento. Aboga también por la escuela inusual, hecha de genio, saber, buen juicio, libros... Sonidos nos traslada a su idílico entorno, al ambiente de tranquilidad y calma perfectas en el que vive, absorto en la ensoñación, sin hacer nada, sin exigencias ni obligaciones, escuchando los mil y un sonidos del bosque, asistiendo al paso de las estaciones y disfrutando de los cambios y novedades que cada una de ellas produce en los parajes que rodean su refugio. Creo que es saludable estar solo la mayor parte del tiempo es la idea que guía el capítulo titulado Soledad, un elogio del aislamiento y la vida retirada. Una soledad no incompatible con el trato social y las relaciones (Creo que disfruto de la compañía tanto como la mayoría de las personas, y me aferro como una sanguijuela a cualquier hombre de buena sangre que se cruce en mi camino), como queda de manifiesto en Visitantes, un apartado en el que da cuenta de las muchas personas que lo frecuentan en su cabaña: un rudo leñador, algunos pobres hombres, retrasados, con los que congenia, también pesados visitantes indeseables y, en una enumeración significativa, niños que venían a recoger bayas, trabajadores del ferrocarril que en la mañana del domingo daban un paseo con sus camisas limpias, pescadores y cazadores, poetas y filósofos; para abreviar, toda clase de honestos peregrinos que salían a los bosques en busca de libertad.

El campo de judías se abre a la enumeración de las ventajas del trabajo manual (El trabajo con las manos […] ofrece una lección moral constante e imperecedera), una actividad que realiza escuchando música en todo lo que le rodea. En La ciudad Thoreau relata sus “salidas” a la cercana población (Al igual que paseaba por los bosques para ver a los pájaros y las ardillas, paseaba por la ciudad para ver a los hombres y a los muchachos), unas excursiones despreocupadas en las que no teme dejar su vivienda “desprotegida” (en mi casa no había cerradura ni candado; cualquiera puede entrar y disfrutar de la comida que allí hubiera o dormir o calentarse) ni abandonarse al encanto de la noche cuando retorna a su hogar desde la ciudad (Perderse en los bosques es una experiencia tan sorprendente y memorable como valiosa). En Las lagunas se recoge con detalle la atmósfera que impregna el libro. En las tardes cálidas me sentaba con frecuencia en el bote a tocar la flauta y veía las percas, que parecían hechizadas, rondando a mi alrededor, escribe. El autor cuenta sus paseos por las distintas lagunas de la zona, la quietud de los distintos enclaves, los peces, las aves, las aguas, sus distintas tonalidades, el paisaje... Un parecido afán por inventariar guía Vecinos animales, en donde podemos conocer las decenas de especies que acompañan su plácido aislamiento. Es sorprendente la cantidad de criaturas que viven en los bosques de manera libre y salvaje. Por último, Leyes superiores, por cerrar aquí el repaso de alguno de los capítulos del libro, presenta una de las pautas esenciales que rigen su vida, movida por un intento de alejamiento de la naturaleza animal, inferior, bastarda y guiada por el apetito, para acercarse a un estadio más puro del ser, colindante con la divinidad: Encontraba en mí mismo, y aún encuentro, un instinto dirigido hacia una vida superior o, como se suele decir, espiritual, común a la mayoría de los hombres y otro hacia un estado primitivo y salvaje, y siento el mismo respeto por ambos, aunque -pese a la aparente dicotomía- el capítulo entero es un elogio de la pureza y refutación de la sensualidad.

Y en cada uno de estos capítulos, y más allá de la precisa descripción de la “intendencia”, de las condiciones en que se desarrolla su experimento, el relato aparece salpicado de interesantes reflexiones en las que se concentra su particular filosofía de vida, algunas de las cuales integran los programas de Buscando leones en las nubes de los que os hablé al comienzo de esta reseña y que podéis descargaros y escuchar en el blog del mismo título.

En fin, una lectura apasionante y de extraordinario interés, la de este Walden de Henry David Thoreau que presenta Errata Naturae. Para acompañarla os dejo con una pieza musical que, al parecer, era la favorita del autor norteamericano. Se trata de Tom Bowling, también conocida como The Sailor’s Epitaph, interpretada en el vídeo que cierra esta reseña por el tenor galés Ben Davies.


Cuando consideramos cuál, por utilizar las palabras del catecismo, es la finalidad principal del hombre, y cuáles son sus auténticas necesidades y medios de vida, parecería que los hombres han elegido deliberadamente esta forma de vivir porque la prefieren a cualquier otra. Sin embargo, ellos piensan sinceramente que no existe elección. Sólo las naturalezas activas y saludables recuerdan que el sol se alza con claridad. Nunca es demasiado tarde para renunciar a nuestros prejuicios. No se puede creer sin pruebas en ningún modelo de pensamiento o de acción, por antiguo que éste sea. Lo que hoy todo el mundo repite o acepta como verdadero puede convertirse mañana en mentira, en una opinión hecha de humo que algunos pensaron que era una nube y que traería agua fertilizadora para los campos. Tratad de hacer lo que los ancianos consideran imposible, y veréis que es posible. Lo viejo para los ancianos, lo nuevo para los jóvenes. Quizás los ancianos no sabían lo suficiente como para obtener combustible y mantener el fuego; los jóvenes colocan un poco de leña seca bajo una caldera y ahí están, girando alrededor del globo tan rápido como las aves, siendo tal vez capaces, según se dice, de acabar con los ancianos. La vejez no está más preparada que la juventud para enseñarnos nada, al fin y al cabo ha perdido más de lo que ha ganado. Se podría dudar incluso de que el más sabio de los hombres, por el mero hecho de vivir, haya aprendido algo con valor absoluto. En la práctica, los ancianos no pueden dar consejos demasiado importantes a los jóvenes, porque sus propias experiencias han sido parciales y sus vidas han resultado miserables fracasos -siempre por razones coyunturales, según creen ellos-; es posible que les haya quedado algo de fe con la que disfrazar esa experiencia, y que finalmente sólo sean menos jóvenes de lo que eran antes. Hace unos treinta años que vivo en este planeta y todavía estoy esperando la primera palabra de un consejo valioso o serio de mis mayores. No me han dicho nada, ni creo que puedan decírmelo. Aquí está la vida, un experimento que aún debo realizar, y de nada me sirve lo que otros hayan hecho

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