Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de julio de 2017

ANNIE PROULX. EL BOSQUE INFINITO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, que abre hoy las emisiones del mes de julio con la primera de cuatro sugerencias de lectura que he reservado especialmente para este mes veraniego en el que, como ya he señalado en numerosas ocasiones, nuestra disponibilidad de tiempo para dedicar a los libros suele ser mayor, tanto por la más larga duración de estos días estivales como porque este hecho suele coincidir con las vacaciones para muchos de nosotros, que podemos encarar así las muy extensas y luminosas y descansadas y apacibles jornadas de julio con la estimulante expectativa de nuevas apasionantes lecturas. Y apasionantes son sin duda las cuatro propuestas que os ofreceré antes de que finalice nuestra temporada radiofónica por este curso, empezando por la de hoy, una monumental novela, de casi ochocientas cincuenta páginas, que estoy seguro os proporcionará unos cuantos días de entregada, entusiasta y enfervorizada lectura.

Se trata de El bosque infinito, el último libro de Annie Proulx, una autora muy conocida, que alcanzó un notable éxito cuando uno de sus cuentos, Brokeback Mountain, fue la base de la película del mismo título que, dirigida por Ang Lee, cosechó numerosos premios hace ahora una década. El bosque infinito vio la luz en la Editorial Tusquets el pasado 2016 traducida por Carlos Milla Soler en una versión que, sobre todo en sus cien primeras páginas -a partir de ahí acabas por acostumbrarte-, resulta hasta irritante por la presencia de anacronismos y fallos varios, no sé si debidos a limitaciones del texto original o a opciones léxicas de su traductor. Así por ejemplo, el uso de la expresión “alta tecnología” para referirse a un sin duda entonces novedoso modo de encender el fuego con un espejo, utilizado por los indios nativos americanos a finales del siglo XVII, fechas “sospechosas” para tan sofisticada denominación. Igualmente chirrían la constante reiteración del término “cafetería” (¡¡a principios del siglo XVIII!!) para aludir a las que quizá más convenientemente hubieran debido ser llamadas “casas de café” (el vocablo “cafetería” no se registra como tal en castellano hasta el siglo XX) o la alusión al “colectivo” de médicos de barco en las Compañías de las Indias, un uso, este de “colectivo”, parece que deudor de nuestra contemporaneidad más reciente. Del mismo modo, llama la atención la errónea construcción “el municipio incautó las tierras”, en vez del correcto “el municipio se incautó de las tierras”, un fallo bien común en nuestros ignaros periodistas. Por último, en esta muestra a vuelapluma, el catalanismo “desboscar” -no reconocido en el Diccionario académico de la lengua española- aparece con inusitada frecuencia en un texto en el que el protagonismo recae, de manera principal y ya desde su título, en los bosques. Pero más allá de estos enojosos obstáculos que, como digo, entorpecen al principio la lectura, pero no impiden su disfrute, El bosque infinito es una novela espléndida que merece vuestra atención.

Estamos en 1693. Charles Duquet y René Sel desembarcan en Nueva Francia, en los inmensos espacios del nordeste de América colonizados por el país europeo. En su condición de engagés (figura que alude a una suerte de sujeción laboral a la que se sometía la mano de obra inmigrante francesa en las explotaciones del nuevo mundo), han llegado al casi inexplorado continente para trabajar a las órdenes de un amo despótico y bestial, Monsieur Trépagny, un colono francés que rige una plantación en el territorio de los mi’kmaq, una tribu india originaria de la zona, en una vasta región lacustre coincidente con la actual provincia de Québec. Las condiciones de esa relación de servidumbre con su seigneur los condenan a trabajar para él, abriendo claros en los bosques, desbrozando las espesas extensiones de follaje, talando árboles, desramando y descortezando los troncos, arrastrándolos hasta los desbordantes cursos fluviales, construyendo edificaciones, cultivando “rábanos y nabos”, cazando animales de la fecunda fauna del lugar y pescando en los inagotables ríos y lagos de la zona, secando y curtiendo pieles… y todo ello con la esperanza, avalada por un difuso acuerdo contractual de más que dudoso cumplimiento, de poder convertirse en propietarios de una porción de tierra tras tres años de sometimiento a la órdenes de su amo, sin recibir de él en ese tiempo nada a cambio, más allá de la mera expectativa de una futura liberación. Son, pues, prácticamente esclavos, carecen de posesiones, de bienes, de libertad y -al margen de sus ensoñaciones legales- de perspectivas de futuro. Han dejado atrás su desgraciada vida en Francia y se enfrentan a una existencia terrible, en un entorno inhóspito y en unas condiciones inhumanas, rodeados de una naturaleza feraz y ubérrima, pero también despiadada y cruel, un universo de temperaturas extremas, nieves heladoras, humedad asfixiante y opresiva, en el que se ven sometidos a las picaduras de ingentes nubes de mosquitos, ataques de lobos, pumas y osos, y también de bárbaros indígenas, que aun cuando se ven obligados a someterse al poder del hombre blanco, continúan oponiéndose con ferocidad a la invasión, a la explotación, a la devastación que traen los brutales colonos.

Desde esa situación inicial, y a lo largo de más de trescientos años (los episodios que el libro narra se cierran en 2013), la novela seguirá la evolución de la estirpe de estos dos desheredados sin fortuna que sobrevivirán pese a estar aparentemente condenados a la extinción en las durísimas condiciones de la plantación, en un relato surcado de peripecias, con infinidad de personajes, todos con genes Duquet o Sel, en diferente medida descendientes de aquellos Charles y René, cuyos linajes se perderán por momentos entre las vicisitudes de la Historia, reaparecerán una y otra vez, saltando de un país a otro, de un continente a otro (los Países Bajos, China, Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos, la propia Canadá), encontrándose y alejándose, aproximándose y separándose, abriéndose a cruces con otras familias -con los mi’kmaq incluso, en un mestizaje, el que enriquece la rama Sel, que mezclará sangres de procedencias muy diversas- e imbricándose entre sí, viviendo etapas de miseria y otras de prosperidad, medrando o fracasando, enriqueciéndose y arruinándose, haciendo negocios y engañando, perpetrando infamias y venganzas, multiplicándose o rozando la extinción, protegiendo y cuidando, amando y destruyendo, vinculándose a la tierra de origen o destrozándola y huyendo de ella, naciendo y muriendo, viviendo aventuras sin cuento en una fascinante panorámica de tres siglos de la vida de dos familias (aunque quizá el término, que incluye connotaciones que aluden a vínculos, sentimiento de pertenencia, espíritu de grupo, conciencia de comunidad, sea, en algunos casos, excesivo), decenas de individuos que recorren el libro sucediéndose -de un modo algo apresurado, que a veces dificulta la cabal comprensión de lo leído, pese a la inestimable ayuda de los no obstante enrevesados árboles genealógicos que se incorporan al término de la obra- generación tras generación.

Y en todos los casos, son el negocio y la industria de la madera, y los oficios relacionados con ella, el nexo común a todos los protagonistas, que a lo largo de la historia viven y mueren en tareas vinculadas a la explotación forestal o derivadas de ella: leñadores, hacheros, carpinteros, operarios de aserraderos, toneleros, desbrozadores, carboneros, fabricantes de cestos, ebanistas, torneros, agrimensores y topógrafos, jardineros, gancheros y almadieros, ingenieros, constructores de barcos, proveedores de buques, navieros, comerciantes de muebles, pero también cazadores, agricultores, pescadores, recolectores, en un exhaustivo recorrido por las mil y una derivaciones de la larga marcha del ser humano por someter la incontrolable naturaleza -ejemplificada en el libro en los interminables, los infinitos bosques- e instaurar una organización social supuestamente racional y civilizada.

Porque, más allá de los propios personajes -en algunos casos, y por la propia amplitud del período histórico narrado, de aparición fugaz y meramente superficial-, son los bosques, su inabarcable variedad, su profusión, su feracidad, su impenetrabilidad, su frondosidad, su misterio, su oscuro atractivo, su riqueza, su palpitante vida, los auténticos protagonistas del libro. Cientos de especies surcan la novela, enriquecida por infinidad de descripciones de hojas y raíces, de troncos y ramas, de colores, aromas, texturas, grados de dureza, solidez y ductilidad de las maderas, que se nos muestran en parajes casi edénicos situados en los cuatro puntos cardinales del globo. Alisos, pinos, abedules, píceas y árboles del caucho, cedros blancos y abetos balsámicos, arces estriados, tsugas y hayas, robles, fresnos y castaños, sauces y alerces de Nueva Francia, Nueva Escocia y Nueva Inglaterra; enebros y yin-kuos, sándalos y bambúes de la China; las exóticas especies neozelandesas: totara, haya, kahikatea, rimu, matai y miro, manuka y kanuka, las palmeras nikau y los enormes kaurieer; castañares de Francia; secuoyas californianas; bosques boreales en Escandinavia; eucaliptos australianos; fresnos, robles y alisos de Irlanda y Gales, leer El bosque infinito permite, además de apasionarse con los episodios de una formidable saga familiar, sumergirse en un excitante tratado de silvicultura y, guiados por la maestría de la autora, adentrarse, casi literalmente, en multitud de espacios naturales, rodeados de una exuberante naturaleza progresivamente degradada por la destructora acción de la mano del hombre.

Y aquí comparece el último eje de la novela que quiero resaltaros para cerrar mi reseña, el que podríamos denominar -de modo algo reduccionista- el “mensaje ecologista” del libro. Porque El bosque infinito es, además de los aspectos ya mencionados y sobre todo, un furibundo alegato contra la destrucción, el expolio, el arrasamiento del mundo forestal -y de la naturaleza en general- que, sin pensar en el futuro, lleva a cabo el ser humano desde su aparición en la tierra. En este sentido, son constantes las apelaciones a la aparente infinitud de los bosques y a su, sin embargo, constante degradación y disminución como consecuencia de la avaricia humana. Desde el comienzo de la acción, cuando los protagonistas se enfrentan a las vastas extensiones de interminables bosques en Nueva Francia, asistimos a una lucha -por desgracia claramente desigual y fatalmente predestinada- entre la acción depredadora del hombre, que guiado por la codicia solo ve en las inagotables poblaciones de millones de árboles la riqueza material que potencialmente encierran, el negocio, el dinero, y la voluntad, minoritaria y a contracorriente, de quienes, como los indígenas americanos, viven en unidad con los bosques y saben -con una sabiduría ancestral- que su destrucción es la de la propia especie humana (de la que, no por casualidad, su propia extinción es, en cierto modo, emblema y representación). El bosque estaba allí, enorme e ilimitado. La labor de los hombres era someter su exuberancia, domesticar la tierra en la que crecía, dice, en un momento del libro, alguno de los madereros. Y otro de los personajes constata que en el Nuevo Mundo existía un bien imperecedero del que Europa carecía: el bosque, un bosque que estaba allí solo para ellos. Y así, siglo a siglo, generación tras generación, los Duquet -y en menor medida los Sel, emparentados con los mi’kmaq y, por consiguiente, más respetuosos con su entorno- se lanzan, ávidos, en pos del enriquecimiento, de la fortuna que los bosques proporcionan: Son como tigres -señala otro personaje- que han probado la sangre. Y como tigres, transmiten su voraz anhelo de tierra a sus hijos y nietos, que siguen creyéndose con derecho a adueñarse de todo lo que hay en esta tierra de abundancia.

Aunque junto a esta pulsión -tan humana, tan desgraciadamente humana- de irresponsable aniquilamiento y ambiciosa destrucción, de inconsciente exterminio (Estos bosques no podían desaparecer. En Nueva Francia eran inmensos y eternos), la novela va dando cuenta también, como digo, de algunas fuerzas opuestas, más tímidas, más débiles, que constatan (En otro tiempo un bosque ilimitado se extendía hasta el horizonte. Ahora había docenas de calles, y el bosque era una mancha difusa y lejana) la suicida y terrible irracionalidad de un comportamiento que hipoteca el futuro de nuestra especie y de nuestro planeta en aras de un beneficio económico inmediato y perecedero. El bosque empezaba a mutar en pequeños detalles. Aún estaba vivo, pero no era lo que había sido. Pocos se daban cuenta. Y el espantoso dictamen -Nada es eterno. Nada. Ni los bosques ni las montañas- se alza, impotente, frente a la furia destructora, frente a la disparatada locura, frente a la furibunda e insensata ambición de los voraces comerciantes.

Desde esta perspectiva, El bosque infinito puede ser leído como una descarnada historia del capitalismo -con el foco centrado en este contexto de la explotación maderera-, esa loca carrera sin fin en la que seguimos envueltos y que amenaza con destruirnos. La esperanzadora presencia de la mitología y las leyendas mi’kmaq, de su cosmovisión y su pensamiento prelógico (para ellos, los árboles son personas), de sus costumbres, de su religiosidad, de su sagrada concepción de la vida y la muerte (el fragmento en el que se narra la muerte de Kuntaw, uno de los más significados descendientes de los Sel, con sus poéticas últimas palabras -nuestro viento llega a mí-, es de una rara belleza), no es más que un tenue rayo de luz -¡los bosques, los árboles pueden cambiarlo todo!- en un panorama por lo demás desolador (y no quiero resultar oportunista, pero quién sabe si la funesta figura de Donald Trump no es la última manifestación -quizá la definitiva- de un proceso que parece irreversible: El bosque, el principio y el probable final).

En fin, leed, por todos estos motivos, esta muy interesante novela, El bosque infinito, de Annie Proulx, que publica Tusquets. Rocky Mountain High, el clásico de John Denver que es una reivindicación de la vida en la naturaleza, en la tranquilidad de las praderas, los bosques y los arroyos norteamericanos, cierra por hoy esta reseña.



Monsieur Trépagny se detuvo. Con ayuda del bastón, rompió unas ramas de pícea al pie de un árbol. Sacó de debajo de la capa un chisquero y encendió una pequeña fogata. Acuclillados alrededor, tendieron las manos amoratadas. Monsieur Trépagny desplegó un paño que envolvía un trozo de carne de alce y cortó un pedazo para cada uno. Famélico, René, que esperaba sólo pan, hincó el diente en la carne. Los mosquitos grises zumbaban junto a sus oídos. Duquet miró por las rendijas de sus párpados hinchados e, incapaz de masticar, se contentó con chupetear la carne. Percibían desprecio tras la generosidad de monsieur Trépagny. 

Continuaron avanzando a través de un caos de árboles caídos, víctimas de un gran vendaval. Monsieur Trépagny no seguía ningún camino distinguible, pero miraba a lo alto con frecuencia. René vio que se orientaba por incisiones hechas en algunos árboles, incisiones a tres metros del suelo. Más tarde averiguaría que alguien los había marcado así en invierno, caminando por encima de la tierra calzado con raquetas, como una suerte de hechicero ingrávido. 

El bosque tenía muchas facetas, como un retablo. Su lúgubre penumbra se atenuaba en los claros. Reclamaban su atención plantas desconocidas y flores raras, fúnebres píceas y tsugas, resplandecientes y algodonosos renuevos en las puntas de las ramas de los pinos, sauces plateados, el verde menta de los abedules nuevos: un lugar donde incluso la luz del sol era verde. Cuando se aproximaban a un espacio abierto, oyeron un tableteo irregular, como de palos entrechocándose. Procedía de unos huesos grises atados a un árbol que el viento agitaba. Monsieur Trépagny dijo que a menudo los sauvages colgaban los huesos de un animal muerto después de dar gracias a su espíritu. Guiados por él, circundaron embalses de castores protegidos por alisales de densidad impenetrable. Les advirtió que las veredas angostas eran sendas de alces. Atravesaron zonas pantanosas. Hondonadas rebosantes de agua de lluvia de color té. El esfagno tembloroso, salpicado de plantas carnívoras, les succionaba los pies a cada paso. Aquellos dos jóvenes jamás habían imaginado una región tan agreste y húmeda, un bosque tan espeso. Duquet ahogó un juramento cuando una rama de aliso le rompió la chaqueta. Monsieur Trépagny lo oyó y le dijo que nunca debía maldecir a un árbol, y menos a un aliso, que poseía facultades medicinales. Bebían en los torrentes, cruzaban rápidos poco profundos que se curvaban como hojas de cimitarra damasquinadas. «¿Hasta cuándo durará esto?», masculló Duquet con una mano en la mejilla. 

Llegaron nuevamente a un bosque despejado, donde era más fácil avanzar entre los árboles. Los sauvages quemaban la maleza, explicó su nuevo amo con tono desdeñoso. Ya entrada la tarde, monsieur Trépagny exclamó: «Porc-épic!», y de pronto arrojó su bastón. Éste giró una vez y alcanzó a un puercoespín en pleno hocico. El animal cayó como una estrella fugaz, seguido de un rastro de gotas de sangre. Monsieur Trépagny encendió una gran fogata, y cuando las llamas quedaron reducidas a varas moradas, colgó sobre las brasas el animal destripado. Las púas chamuscadas apestaban, pero cuando retiró el cuerpo del fuego, la carne que había bajo la costra ennegrecida sabía bien. De sus bolsillos sin fondo, monsieur Trépagny sacó una bolsa de sal y dio una pizca a cada uno. Envolvió la carne sobrante con un paño grasiento.

El amo avivó el fuego, se arrebujó en su capa, se tumbó al pie de un árbol, cerró aquellos ojos de mirada intensa y se durmió. René tenía las piernas acalambradas. El frío, los silbidos del viento entre los pinos, el zumbido de los mosquitos y el ulular de las lechuzas le impedían conciliar el sueño. Habló en voz baja a Charles Duquet, que no contestó, y después se quedó callado. En plena noche algo lo medio despertó. 

La mañana empezó con una fogata. Pese a que era ya finales de la primavera, el frío arreciaba más que en la fría Francia. La claridad se filtró subrepticiamente en la penumbra. Monsieur Trépagny, royendo sobras de carne, dio un puntapié a Duquet y bramó: «Levé!». René se levantó para no dar ocasión a monsieur Trépagny de patearlo también a él. Echó una mirada a la carne que sostenía su amo. El hombre arrancó un trozo y se lo lanzó; arrancó otro y se lo lanzó a Duquet, como podrían echarse restos de comida a un perro. Luego se puso en marcha con su incansable andar a bandazos, orientándose por las incisiones practicadas a gran altura en los árboles. Los nuevos sirvientes veían sólo oscuridad por todas partes salvo a sus espaldas, donde la fogata abandonada titilaba tentadoramente. 

Era un día frío pero seco. Monsieur Trépagny avanzaba bamboleante por un sendero poco marcado, pero al mediodía empezó a llover otra vez. Sumidos en un estado de estupor consecuencia de la fatiga, llegaron a un cauce rumoroso, un río negro y sin embargo transparente como pedernal oscuro. En la margen opuesta, vieron un claro donde había trozas apiladas y el opresivo bosque omnipresente. Se elevaba humo de una chimenea oculta. No veían la casa, sino sólo montañas de maderos y las dependencias exteriores. 

Monsieur Trépagny dio una voz. Una mujer que vestía una túnica de piel de alce decorada con sinuosos dibujos salió de detrás de la pila de madera más cercana, exclamó: «Kwe!» y se dio media vuelta. René Sel y Charles Duquet cruzaron una mirada. Una india. Une sauvage!

Vadearon el gélido río tras los pasos de monsieur Trépagny. René resbaló en una roca redondeada del lecho y a punto estuvo de caer, acordándose de Achille y de las frías aguas del Yonne. Los peces giraban en torno a ellos, pasaban como exhalaciones, en tal cantidad que el río parecía hecho de duro músculo. En la orilla lodosa atravesaron un huerto cercado invadido por las malas hierbas. Monsieur Trépagny empezó a cantar: «Mari, Mari, dame jolie...». Los engagés permanecieron en silencio. Duquet tenía los labios tan apretados como si el aire quemara, y los ojos casi cerrados de tan hinchados. Más allá de las pilas de troncos, alcanzaron a ver la casa de monsieur Trépagny. Era la primera vez que tenían ante sus ojos el estilo de construcción de madera pièces-sur-pièces, el tejado a cuatro aguas, los aleros acampanados habituales en Francia. Pero toda ella era de madera excepto por tres pequeñas ventanas provistas de un caro cristal francés. Recortada contra los árboles, vieron la silueta de un wikuom, que, como averiguaron al día siguiente, era la casa de corteza de árbol de la sauvage, a la que se retiraba con sus hijos por la noche. 

Monsieur Trépagny los llevó al almacén. Dentro apestaba a patatas podridas, heno de pantano y bosta de vaca. Un extremo se hallaba aislado por medio de un tabique, y detrás se oía la respiración de un animal. Vieron el hoyo ennegrecido de una fogata, una forja. Monsieur Trépagny, prendado de su propia voz, siguió cantando, encendió el fuego en el hoyo y los dejó allí. Fuera, su voz se alejó: «Ah! Bonjour donc, franc cavalier...». Empezó a llover de nuevo. René y Duquet se sentaron en aquel espacio a oscuras salvo por la luz de la fogata moribunda. El edificio no tenía ventanas, y cuando Duquet abrió la puerta para que entrara la luz, los asaltaron de pronto enjambres de atroces jejenes y mosquitos. Se quedaron sentados en la semipenumbra. Duquet habló. Dijo que padecía mal de dents —dolor de muelas— y que a la mínima ocasión se fugaría y regresaría a Francia. René permaneció callado.

Al cabo de un rato la puerta se abrió. Entraron la sauvage y dos niños, los tres cargados. La mujer dijo: «Bien, bien», y entregó una capa de castor a cada uno. Se señaló a sí misma y dijo: «Mali», porque, como a la mayoría de los mi’kmaq, le costaba pronunciar la erre. René dijo su nombre, y ella lo repitió: «Lené». El niño mayor dejó un cuenco de madera con gachas de maíz calientes. Luego desaparecieron. René y Duquet se comieron la papilla del cuenco con los dedos. Se arrebujaron en las capas y se durmieron.



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