Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de abril de 2017

WILLIAM STYRON. LA DECISIÓN DE SOPHIE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más, un trimestre más, a Todos los libros un libro, vuestra cita habitual con la literatura en el dial de Radio Universidad de Salamanca. Con la emisión de hoy -la que hace la número trescientos de nuestro espacio- iniciamos una breve serie, que se prolongará a lo largo de tres semanas -transcurrida una Semana Santa que hubiera sido especialmente propicia, por sus pretendidos recogimiento y meditación, al motivo principal que nos ocupará en ellas- centradas en un tema, el del terror absoluto que encarnó el campo de concentración de Auschwitz, que recorre -de modo directo y explícito o de una manera más lateral o meramente alusiva- los tres libros que quiero recomendaros en estas próximas entregas del programa.

El 16 de abril de 1947 -hace ahora, pues, setenta años- fue ahorcado, en cumplimiento de la sentencia que lo condenó a muerte en el juicio celebrado en Polonia tras el fin de la guerra, Rudolf Höss, el siniestro comandante del campo de concentración de Auschwitz, en cuyas instalaciones, ya “liberadas” tras la victoria aliada de su funesta misión, se instaló el patíbulo. Hace un par de años, en marzo de 2015, ya os hablé aquí del despiadado Höss, en relación al espléndido libro biográfico de Thomas Harding, de título Hanns y Rudolf.

El sobresaliente oficial nazi -sobresaliente en tanto manifestación excepcional y paradigmática de la maldad humana- está muy presente también en la novela -con una importante base, sin embargo, de “realidad” documentada- de la que quiero hablaros esta tarde como significativa apertura a nuestra inmersión en la tragedia que el abominable campo de exterminio representó; y ese hecho explica la elección de la fecha de su muerte como “desencadenante” de este corto ciclo de lecturas que de un modo u otro giran en torno al terror nazi. Este primer libro con el que abrimos la serie es La decisión de Sophie, la obra maestra de William Styron que desde su publicación en 1979 se ha convertido en un clásico que han leído con devoción y congoja, con entusiasmo y consternación, millones de personas en todo el mundo. La decisión de Sophie, que ya había aparecido en España hace años, se reeditó en nuestro país el pasado 2016 en la formidable colección Los ineludibles de la editorial Navona, con traducción de Antoni Pigrau a partir de la primera edición norteamericana de 1979 y con un epílogo del escritor Javier García Sánchez. La obra es también conocida a través de su homónima versión cinematográfica, una gran película dirigida en 1982 por Alan J. Pakula e interpretada por Meryl Streep en el papel protagonista.

Auschwitz -y tomando el todo por una de sus partes, también Rudolf Höss, su desalmado responsable- constituye, por desgracia, el emblema del horror, de la atrocidad, de la monstruosidad que puede llegar a albergar en su interior el ser humano. Auschwitz -y su espeluznante extensión, el campo de exterminio anejo, Birkenau- es el mal absoluto, un mal que aparece en el mundo no solo por la acción de la personalidad retorcida de algunos dementes movidos por el ansia de poder, o como consecuencia de la depravación congénita de ciertos espíritus afectados por destructoras patologías, o fruto de la enceguecida voluntad de unos fanáticos decididos a llevar a cabo sus sanguinarios y descabellados propósitos a cualquier precio. No, Auschwitz es, sin duda, el resultado de algunas de estas fuerzas mencionadas, pero es algo más, bastante más. Porque si la cruel labor de aniquilación que llevaron a cabo los nazis en el transcurso de la segunda guerra mundial, y que solo en el terrible complejo concentracionario polaco se cobró más de un millón de víctimas, hubiera obedecido exclusivamente a la delirante intención de unos cuantos dirigentes, por mucho poder que acumularan, mucha capacidad de seducción o mucha violenta intimidación que hubieran podido ejercer sobre sus conciudadanos, su oscura y trágica tarea jamás hubiera podido realizarse. Auschwitz -y Rudolf Höss- ejemplifican lo que Hannah Arendt denominó -en expresión acertada y sin embargo polémica, pues no siempre ha sido bien entendida- “banalidad del mal”: los crímenes, las ejecuciones, las torturas, las violaciones, los perversos experimentos, la barbarie, las atrocidades, el sufrimiento y el dolor que se multiplicaron en los campos de exterminio, no fueron obra de seres monstruosos, de eslabones perdidos de una primitiva especie prehomínida, de entes animaloides incapaces de albergar la más mínima sensibilidad, no; por el contrario, se debieron a personas normales y corrientes, individuos comunes, ciudadanos convencionales que, incapaces de reflexionar -por ignorancia o cobardía- sobre el sentido de sus actos, obedecieron -burócratas funestos- las órdenes emanadas de instancias superiores mientras, ajenos -o indiferentes- a la feroz brutalidad que ejercían, se retiraban cada día, tras el cumplimiento de sus fatigosas aunque anodinas jornadas “laborales”, a sus hogares, a sus dormitorios, a su vida familiar, para descansar y solazarse tranquilamente, inmunes al remordimiento o la culpa, desentendidos del sufrimiento causado. Y Rudolf Höss es una de las figuras más “ilustrativas” de ese insoportable fenómeno, con su meticulosa y exigente eficiencia en la realización de su fatal cometido, con su insensible y despreocupado -moralmente- rigor administrativo en la puesta en práctica de la “solución final”, con su acogedora y confortable vivienda en las instalaciones del propio campo, con su mujer y sus hijos disfrutando de una existencia privilegiada -asistidos en las labores de la casa por presos del lager cuya ominosa sentencia final se postergaba en aras de su función- a pocos metros de la espantosa máquina de destrucción y terror, de aniquilamiento y muerte que era Auschwitz/Birkenau.

Y aunque mi reflexión pueda exceder los límites “naturales” de una reseña literaria, permitidme que os recomiende la visita al emplazamiento -una especie de inolvidable, conmovedor y muy interesante museo del horror- que alberga ambos recintos colindantes. Yo estuve en Oświęcim -el nombre, en polaco, del pueblo en el que se ubicaron los campos- hace tres o cuatro años, y la experiencia, dramática e intensa, muy triste aunque inolvidable, resulta no solo altamente recomendable -que lo es- sino indispensable para conocer un fenómeno que toca a lo más esencial de nuestra existencia como seres pensantes y supuestamente racionales. Pasear entre los barracones, pisar los andenes a los que llegaban los trenes repletos de prisioneros, recorrer las instalaciones, ver los camastros de madera, las cámaras de gas, los crematorios, examinar las muestras de documentación tras cuya aséptica frialdad se vislumbran infinidad de tragedias humanas, contemplar las dramáticas fotos, detenerse, espantado, ante las pilas de gafas, zapatos, maletas, enseres varios y hasta pirámides de cabellos que pertenecieron a las víctimas y que el Memorial de Auschwitz muestra como necesario recordatorio de aquel espanto, sobrecoge y emociona, consterna y hace reflexionar (más allá de tener que soportar la por desgracia siempre esperable frivolidad, la inaguantable ligereza de quienes son capaces de hacerse selfies en ese recinto infernal). Os aconsejo también la lectura de algunos grandes libros escritos por afortunados -aunque no sé si ese es el término más apropiado- supervivientes de aquella monstruosidad: Si esto es un hombre, la trilogía de Primo Levi, Sin destino, de Imre Kertész o El hombre en busca de sentido -ya reseñado en estas páginas-, de Viktor Frankl, entre otras muchas.

En La decisión de Sophie, la presencia “real” del campo y su Obersturmbannführer son muy menores -poco más de cincuenta páginas en un total de setecientas treinta (y de ellas os dejo un breve fragmento, el comienzo del terrible y dramático momento crucial del libro, como cierre a mi reseña)-, pero, pese a ello, la devastadora experiencia vivida por su protagonista femenina en su recinto y frente a su comandante irradia toda la obra, impregnando sutilmente el libro entero, una novela ambientada en Nueva York en 1947, solo dos años después del fin de la guerra. El narrador, Stingo, es un joven -veintidós escasos años- aprendiz de escritor -indudable trasunto del autor- que llevado por su firme vocación se instala en Brooklyn, en una singular casa de huéspedes, para, con la apacible seguridad que le proporciona una discreta suma de dinero fruto de una muy especial “herencia”, dedicar sus días a su incipiente carrera literaria. El núcleo central del libro radica en el relato de su apasionada y controvertida amistad con una deslumbrante y atractiva pareja, Sophie y Nathan, a la que conoce en esta residencia del barrio neoyorquino.

Sophie es una mujer polaca, unos años mayor que Stingo, que ya desde el principio de la novela deslumbra y enamora -no solo al protagonista- a la vez que deja numerosos indicios del terrible misterio que encierra su vida pasada (el número tatuado en su brazo, prueba inequívoca de su estancia en los campos, es solo uno de ellos). Su relación con Nathan, un excesivo y carismático joven judío, se desenvuelve entre la atracción exaltada y el desbordante entusiasmo amoroso, por un lado, y el enajenado enfrentamiento y una trastornada violencia por otro. El narrador da cuenta de las vicisitudes de este tortuoso vínculo, mientras sucumbe al encanto irresistible de la chica, la cual, entre secretos y verdades disimuladas, entre versiones parciales y ocultaciones, va ofreciendo progresivamente -al modo en el que se abren las distintas capas de una cebolla-, diferentes relatos, cada vez más completos, de su enigmático y a la postre espeluznante pasado.

Pero esa explicación última no llega hasta los momentos postreros de la novela, en unos capítulos estremecedores. Antes, conocemos la propia vida de Stingo, sus orígenes sureños, la relación con su padre, sus preocupaciones -casi obsesiones- sexuales, sus fallidos escarceos amorosos, sus tibios progresos en la escritura y, sobre todo, su amistad con sus intensos vecinos, en un relato palpitante en el que coinciden la narración novelística clásica -caudalosa e incontenible-, la metaficción, el humor, la transcripción literal de documentos, la reflexión filosófica o la mención de datos históricos relativos a la realidad del nazismo y también -en un paralelismo buscado que da profundidad al libro: la esclavitud de los negros como correlato del exterminio judío- al conflicto racial entre unionistas y confederados, de tanta trascendencia en la corta existencia de los Estados Unidos y que, persistente en el presente narrativo, puntea la novela entera. Y en todo ello, en la descripción del ahora neoyorquino del trío y en la del pasado polaco y alemán de Sophie, en los abundantes excursos aparentemente ajenos a lo sustancial de la historia, la niebla de la tragedia vivida por la chica ensombrece el relato, que, pese a todo es optimista y vital, con abundantes manifestaciones de un espíritu -el que corresponde a un chico de veintipocos años- vigoroso y enérgico, ilusionado y romántico, entusiasta y positivo.

No hay tiempo ya para otra cosa que mi encarecida recomendación de que leáis, por todos estos motivos, La decisión de Sophie, una obra maestra imperecedera; una novela, por otro lado, repleta de música, de la que os dejo ahora una muestra, la Sinfonía concertante de Mozart, muy significativa en la vida de la protagonista principal, en la interpretación de Ann-Sophie Mutter.


Sophie no sabía su nombre ni lo sabría nunca. Lo he bautizado así -Fritz Jemand von Niemand [Literalmente, Fritz Alguien de Nadie (N. del T.)]- porque me parece un nombre muy apropiado para un médico de las SS, para un tipo que apareció ante Sophie como salido de la nada y desapareció para siempre de su vista al cabo de unos instantes, pero que dejó tras de sí algunas huellas interesantes. Una de ellas: la impresión de una relativa juventud -de treinta y cinco a cuarenta años- junto a un inoportuno e inesperado buen aspecto bastante perturbador. Sí, el doctor Jemand von Niemand, con su físico de hombre bien parecido, su voz, sus maneras y otros atributos, dejaría para siempre más de una huella en la mente de Sophie. Las primeras palabras que le dijo: “Ich möchte mit dir schlafen”. Lo que significa, del modo más brusco y más falto de seducción: “Me gustaría meterme en la cama contigo”. Unas palabras toscas, pronunciadas desde una intimidante posición de ventaja, sin clase ni finura, casi con crueldad, una expresión que habría podido esperarse perfectamente de una película procaz sobre las marranadas de los nazis. Pero estas fueron solo, según Sophie, las palabras que dijo en primer lugar. Modo de hablar indigno de un caballero (quizás incluso de un aristócrata), pero disculpable hasta cierto punto por el hecho de que el hombre estaba visiblemente borracho. Lo que, a primera vista, hizo pensar a Sophie que podría tratarse de un aristócrata -tal vez prusiano o de origen prusiano- fue su gran parecido con un oficial hijo de nobles que era amigo de su padre y a quien ella vio una ve cuando era una muchacha de dieciséis años en una visita a Berlín durante el verano. De apariencia nórdica, atractivo, de labios delgados, austero y rígido, el joven oficial de otros tiempos la trató fríamente durante su breve encuentro, casi con desprecio; sin embargo, no pudo por menos de sentiré fascinada por su impresionante atractivo que -sorprendentemente-, aunque no podía decirse que fuera el de un hombre afeminado, destacaba en su rostro por una peculiar sedosidad femenina. Era algo así como un Leslie Howard militarizado, actor del que se sintió algo enamorada desde El bosque petrificado. A pesar del desagrado que le inspiró el joven oficial de Berlín y de su satisfacción por no tener que volver a verlo, más tarde pensó alguna vez en él de modo perturbador. Según me dijo ella, era el tipo de persona de la que, de haber sido una mujer, yo mismo me habría enamorado perdidamente. Y allí, en el polvoriento andén de Auschwitz, a las cinco de la tarde, estaba su contrapartida, casi su réplica, con uniforme de las SS, enrojecido a causa del vino, el coñac o los licores, pronunciando unas palabras impropias de un patricio con el indolente acento de un patricio berlinés: “Me gustaría meterme en la cama contigo”.

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