Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de abril de 2017

ANGELIKA SCHROBSDORFF. TÚ NO ERES COMO OTRAS MADRES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novela espléndida, aunque el fortísimo carácter autobiográfico del texto puede hacernos dudar -como tantas otras veces en nuestro programa- de si la adscripción a un determinado género tiene sentido en literatura, pues qué importa, en el fondo, de cara al interés y la calidad de una obra, que la historia que en ella se nos narre haya sucedido en la vida “tangible” o sea una invención sólo presente en la imaginación -¿acaso menos “real”?- de su autor (y de cualquier forma: ¿cómo sabremos -salvo excepciones muy notorias- si estamos ante una u otra situación?).

En el caso de mi propuesta de esta tarde, la escritora Angelika Schrobsdorff cuenta abiertamente y sin disimulo ni intento alguno por camuflar el origen verídico de su relato, la intensa peripecia existencial de su madre y por extensión la suya propia y la del resto de su familia, en una obra en la que todo -el marco general y los detalles, los protagonistas principales y los personajes secundarios, los acontecimientos históricos y las pequeñas y triviales anécdotas cotidianas- existe o ha existido, ha sucedido efectivamente, aunque, igualmente, todo, sin excepción, aparece revestido de tal carga dramática, tal hondura sentimental, tal fascinante exaltación emocional, siendo a la vez tan fidedigna la recreación de los hechos -y especialmente del espíritu- de una época, que, paradójicamente, el resultado final hubiera podido ser presentado como una excepcional ficción novelesca. Y así -imbuidos de la arrebatada pasión que transmiten las mejores narraciones, aunque emocionados también por la vívida conciencia de la dimensión real, histórica, de aquello de lo que se nos da cuenta- leemos Tú no eres como otras madres, el libro escrito por la alemana Angelika Schrobsdorff en 1992 y presentado en España en 2016, gracias al esfuerzo conjunto de las ejemplares editoriales Periférica y Errata Naturae, en traducción de Richard Gross.

El libro nos pone en contacto con la vida de Else Kirschner, madre de la autora. La narración de la hija preserva ese tono “ficcional” al que acabo de referirme, pues casi siempre escribe en tercera persona, salvo -y no siempre- cuando se refiere a ella misma, en que redacta en primera, contribuyendo así, con la opción narrativa predominante, a mantener un cierto tono de distanciamiento que “objetiviza” el texto y permite su presentación “disimulada” bajo la forma novelística.

Angelika Schrobsdorff, nacida en 1927, y viva aún -una anciana de mirada entrañable y triste en las fotografías, esposa de Claude Lanzmann, el director de cine francés, autor de Shoah, la obra cumbre cinematográfica sobre el holocausto judío-, parte de los años finales del siglo XIX -Else había nacido en 1893- para mostrarnos la intensa experiencia vital de su madre, la gran protagonista del libro -ya desde su título-; una mujer de arrebatadora personalidad cuya existencia transcurre en paralelo a la del convulso siglo XX, de modo que ambos ejes (el íntimo que se recrea en la descripción del alma de la extraordinaria mujer, y el “externo” que fotografía el agitado panorama de Alemania, y por extensión de Europa entera, en una época -la madre morirá a finales de 1948- que albergará dos grandes guerras), constituyen el doble núcleo central del apasionante relato.

El personaje de la madre llena la obra. Nacida en una acomodada familia judía que no hace bandera de su judaísmo (y este hecho, el anteponer -ingenuamente- su condición de alemanes a la supuesta singularidad de su raza, les provocará a todos sus miembros desgracias sin cuento), Else recibe en su infancia una formación convencional, con clases de piano y violín, también de francés, frecuentando desde niña la ópera y el teatro, acostumbrada desde sus primeros años a la lectura de los clásicos alemanes. Niña casi modélica, apreciada y querida por profesores y compañeros, aprende con facilidad, siendo considerada un dechado de desenvoltura, franqueza e impulsividad. Pronto comprende que es distinta al resto de los niños del jardín de infancia, atraída -contra la voluntad de sus padres- por los ritos católicos en un ambiente fuertemente judío. Llevada por su energía y vitalidad, por su fuerza y su carisma, por su desprecio de las convenciones, los cálculos, las pretensiones, elige desde muy joven lo “completamente distinto”, persuadida de que tiene que vivir según sus propias leyes.

Y así, arrastrada por su vitalidad, por su inteligencia, por su autenticidad, por su pensamiento mucho más ágil, rápido e independiente que las mujeres de su época, por su autonomía (es una adelantada a su generación) y su tozuda decisión, bien provista de cualidades (cara bonita, inteligente, ingeniosa, desbordante en su amor, su vitalidad y su generosidad. Tenía un carisma que no se explica con dotes físicas, humanas o intelectuales […] su cercanía, su calor, su amor, su amistad), pertrechada además con el encanto de un cierto exotismo que emana de su condición de judía, se lanza a vivir la vida sin cortapisas, buscando la revelación de la vida verdadera, eligiendo siempre el amor y la alegría.

Esa valiente disposición de ánimo la lleva a experimentar las muchas vivencias que permitía la desenfrenada ausencia de límites que caracterizó a los locos años veinte berlineses (como queda de manifiesto en el significativo texto con el que cierro esta reseña). Su vida se convierte así en un carrusel de experiencias sentimentales, amorosas, sexuales, artísticas, culturales, intelectuales. En ese frenesí vital, bohemio y ajeno a las convenciones, se zambulle en el placer, encadena un amante tras otro, tiene tres hijos de distintos padres -la última, nuestra narradora, Angelika-, pues sostiene de modo categórico que hay que tener un hijo con cada hombre que se ama, se salta los preceptos morales de su tiempo (como mujer de mi generación yo era algo nuevo, insólito y sospechoso. Me salía del marco, por así decir, tenía que ser muy fuerte y hacer mis propias leyes) y, en definitiva, se entrega a una existencia libérrima en la que ni siquiera la maternidad actúa como freno.

Toda esta exaltación de la primera mitad de la existencia de esta Else impulsiva y alocada y algo inconsciente -muy poco, en realidad; en todo momento conoce los riesgos de sus atrevidas elecciones vitales- se produce de modo simultáneo a la génesis -tímida y larvada- del engendro nazi, de cuyas ominosas muestras muy pocos quieren enterarse -o al menos apreciar su gravedad y su potencial carga destructiva y asesina- y menos que cualquiera nuestra entusiasta y alegre y arrolladora y apasionada protagonista, de tal manera que cuando la barbarie hitleriana ya constituye un proceso imparable que ha provocado una guerra y el exterminio de millones de judíos (su propia madre, la abuela de la narradora, entre ellos) y el sufrimiento y el dolor a muchos otros millones (entre los que se cuentan, esta vez, muchos de los allegados de la atrevida Else), la degradación que el Reich instaura en la vida social acaba afectando también a la ahora frágil mujer.

Exaltación frente a deterioro, vida libre y descuido de la maternidad frente a fracaso y culpabilidad; quizá sean estos dos juegos de “dualismos” los que mejor explican la esencia del libro. Sus desbordadas experiencias en la intensa y embriagadora juventud acaban dejando su huella, su dolorosa huella, y la Else brillante y vital de la primera mitad del libro se convierte en sus últimos años en una mujer enferma, malhumorada, incapaz de digerir lo que a sus ojos se revela ahora como fracaso vital.

Obligada, en un muy último momento, con la amenaza nacionalsocialista a las puertas, a abandonar Alemania e instalarse en un precario pero protector refugio en Sofía, Bulgaria, la existencia de nuestra protagonista va degradándose paulatinamente; todo a su alrededor -amigos, amantes, maridos, hasta hijos- desaparece o va diluyéndose, condenándola a una inusitada soledad, mientras su carácter se agría y el libro se puebla de reflexiones apagadas, pesimistas, mortecinas: Había tenido tres hombres, y ahora no tenía ninguno. Había tomado la vida por un prado de recreo, que ahora se convertía en un campo de batalla. Sólo había conocido la lucha y la victoria en el terreno del amor, del placer y de la diversión, no en el de la vida cotidiana. No estaba preparada, no estaba armada para esa vida. O también: ¿Cómo maneja uno el miedo y el dolor sin reventar? ¿Cómo vive en un país extranjero, con personas extranjeras cuyo idioma, cultura y costumbres desconoce? ¿Cómo protege a sus hijos de daños psíquicos de por vida? ¿Cómo sobrelleva el adiós a sus padres sabiendo que los deja en el infierno y que, con gran probabilidad, no volverá a verlos? ¿Cómo comprenderá jamás los instintos bestiales que se manifestaron en el sumamente culto y sumamente civilizado pueblo alemán, cómo asimilará jamás esa realidad?, una conexión, esta que se establece entre el destino del pueblo alemán y el suyo propio, que constituye otra de las claves del libro.

En el capítulo postrero de la obra, cincuenta espléndidas páginas integradas en su totalidad por la transcripción -¿o la libertad novelística de la autora se ha consentido la invención?- de las cartas enviadas por Else a distintos allegados tras la guerra, en los últimos años de su vida (son documentos de un país destruido, un pueblo destruido y una persona destruida), afloran las vertientes más tristes y desesperanzadas de una mujer rendida y que cuestiona retrospectivamente -aunque no del todo, conservará hasta el final algún átomo de valentía- los excesos de su existencia pese a todo feliz: Por todas partes hay horror, toda la vida es un horror. Nuestra equivocación consiste en que cuando somos jóvenes pensamos que la vida es bella, escribe. Y también: ¿No ha sido mi vida más que una cadena de locura, superficialidad, egoísmo, ansia de placer, delirio erótico? (…) Yo sólo veo mis errores y nada, absolutamente nada, en lo que pueda sostenerme, de lo que pueda decir que estuvo bien y fue decente. No obstante, a veces ni siquiera me arrepiento. Fue, a pesar de todo, bello. E igualmente: La vida pasa tan deprisa, y cuando se acerca a su término, uno se pregunta: ¿por qué la he dilapidado así? El relato se impregna entonces de una alicaída nostalgia del pasado (las cosas nunca volverán a ser como antes) y un negativo escepticismo lo envuelve todo: Creo que el único sentido generado por este mundo es el sinsentido.

A lo largo del libro la voz de la narradora no muestra -quizá sorprendentemente- una voluntad de cuestionar ni mucho menos juzgar a una mujer que desatendió en numerosas ocasiones -y en perjuicio de sus hijos, singularmente la propia Angelika- las obligaciones como madre. El relato es, ya se ha dicho, objetivo y casi neutro, describiéndose con idéntico énfasis y la misma ausencia de reproches morales, tanto los momentos de feliz frenesí en los que Else pretería a sus hijos, como los destructivos en los que su visión oscura de la vida irritaba a esa hija con la que mantuvo siempre una tensa relación (El amor de madre siempre es un amor infeliz, afirma).

En fin, no hay ya tiempo para más. Os recomiendo esta espléndida Tú no eres como otras madres de Angelika Schrobsdorff, cuya lectura sin duda vais a disfrutar. La voz de Dean Martin cantando Goodnight sweetheart till we meet tomorrow, un tema que acompaña a Angelika en un momento determinante del libro (fui a su casa y conocí la plenitud del amor en forma de violación) cierra por hoy nuestro espacio.


Imagino los años veinte como un cometa que, en una noche breve y sin estrellas, deja un rastro ancho y luminoso entre dos guerras mundiales.

Nacida en las postrimerías de aquella década, es decir, en un momento en que el cometa ya se estaba extinguiendo, sólo oí hablar de su esplendor y grandeza. Quienes lo hicieron -fueron muchos, tanto en Alemania como en Israel- parecían hallarse todavía bajo su embrujo. Hablaban de aquellos años con voz de contador de cuentos, con sonrisa soñadora o maliciosa, con nostalgia o súbita excitación. Un señor anciano, al que ya le flaqueaban las piernas y que meditaba bien cada paso, hasta se puso, para preocupación mía, a bailarme el charlestón. En aquel entonces lo había ejecutado en el Jockey Club con una muchacha de vestido verde y pelo a lo garçon, y el recuerdo debió de poner alas en sus piernas. Una dama, no menos anciana, me cantó las canciones de éxito de la época, y su voz rejuvenecía con cada melodía. Fue aquí, en Jerusalén, y los dos ya no existen. Han dejado de existir casi todos aquellos felices que vieron el cometa, y los dorados años veinte, nacidos en los estertores de la Primera Guerra Mundial y muertos de mala manera en el bestial exordio de la Segunda, se han convertido en leyenda.

Yo todavía me crié con muchas de las cosas emanadas de aquellos años veinte, y no cabe duda de que influyeron en mi persona. Pero sólo décadas después, cuando levanté la barrera que me separaba del pasado, volvieron a mí para entreverarse con lo que había oído, visto o leído. El rompecabezas nunca ha cuajado en una imagen. Por mi memoria rondan cual fantasmas los nombres de literatos y críticos, pintores y arquitectos, compositores y directores de orquesta, actores y directores de cine; de teatros y palacios cinematográficos, clubes nocturnos y salas de baile, restaurantes y cafés, periódicos y editoriales; se me pegaron aires de La ópera de tres centavos, estribillos de canciones de éxito, jirones líricos, fragmentos de textos y poemas de Mehring, Tucholsky, Kästner, Ringelnatz, Klabund y Brecht; impresiones de cuadros, de dibujos, de caricaturas que vi aquí, allá y acullá.

Por mi madre nada supe acerca de aquel período. Nunca habló, en nuestro exilio búlgaro, del pasado. Seguramente temía inquietarme y despertar en mí de nuevo los lobos dormidos de la nostalgia de la patria. Sólo en una ocasión, cuando se presentó en Sofía Labios soñadores, con Elisabeth Bergner, rompió el tabú. La Bergner había sido para ella, como para muchas mujeres de su generación, un ídolo, y ya había visto la película en Berlín varias veces. Cuando salimos hacia el cine, estaba tan nerviosa como una chica que se dirige a su primera cita.

-No me perdía obra de teatro en la que saliera la Bergner -me confió-. ¡Era la más grande! Todavía la veo haciendo de Puck en Sueño de una noche de verano montado por Max Reinhardt. Qué suerte por haber podido conocer todavía todo aquello… ¡nadie podrá quitármelo, nadie!

-¿Y cuándo fue eso? -pregunté.

-En los años veinte, que llaman los “años locos”.

-¿Realmente los veinte fueron tan locos? -interrogué más tarde a Enie.

-Fueron fantásticos, desde luego -dijo-. El preludio de una época nueva, moderna, emancipada, que no tuvo oportunidad. ¡Una grandiosa danza de la muerte! La cantidad de gigantes del arte y del intelecto que el Berlín de entonces escupió de la noche a la mañana es simplemente increíble. La mitad eran judíos. Y bien, conseguimos matarlo todo: a los judíos, al arte y al intelecto.

Y se lo llevó todo: la cultura y el vicio. La corta y eruptiva época de esplendor, una mezcla de renovación y decadencia que a menudo precede al cataclismo, transformaba la ciudad tanto en una metrópoli del arte y del intelecto como en una Sodoma y Gomorra.

Berlín había dejado de ser la residencia imperial de rígida etiqueta, costumbres gazmoñas y disciplina prusiana; era el corazón, la preferida, el patrimonio de sus habitantes, quienes por fin, liberados de las presiones, configuraban la ciudad a su gusto y le imprimían su cara y carácter. Una cara audaz y un carácter cosmopolita. Se abrían camino formas nuevas y puras, líneas nuevas y compactas, costumbres nuevas y liberales, un tono nuevo y desenvuelto. El estilo Bauhaus era considerado chic, lo mismo que el fox-trot, el club nocturno, la novela por entregas de las revistas ilustradas, la carrera de seis días en el Palacio de Deportes, el sex-appeal importado de los Estados Unidos. Nació el berlinés ágil y de réplica pronta y la berlinesa sobria y salada, poseedora de cierto no sé qué. Era la gran época de las mujeres, quienes, liberadas de repente de las cadenas y convertidas en individuos autónomos, podían participar del mundo de los hombres y manifestar sus sentimientos, sus pensamientos, sus expectativas y necesidades, antes reprimidas o rechazadas. Se deshacían de sus delantales y sus corsés, de su feminidad azucarada, su docilidad asexual, para presentarse con vestidos sueltos y vaporosos, las rodillas al aire, boquitas maquilladas en forma de corazón, y corte de pelo varonil: seductoras chavalas, aligeradas de muchas cosas en el doble sentido de la palabra.

Fumaban y bebían en los bares, cantaban frívolas canciones en los escenarios de los cabarets, bailaban ligeras de ropa en los teatros de variedades, saltaban al agua en bañadores ceñidos, se dejaban ver en establecimientos de dudosa fama, pasaban la noche flirteando, se entusiasmaban con la bailarina Josephine Baker, negra y con los pechos al aire, y el boxeador de peso pesado Max Schmeling. Y si un hombre les gustaba, no decían que no.

Else, en aquel mundo sacado de quicio, se sentía como pez en el agua. Ya no nadaba contra corriente, sino que nadaba al frente de una bandada de correligionarios. Su encanto se había vuelto provocador; su inteligencia, agua; su vitalidad, agitada; su alegría, subida de tono. Ella marcaba el compás, arrebataba, imponía.

miércoles, 19 de abril de 2017

WILLIAM STYRON. LA DECISIÓN DE SOPHIE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más, un trimestre más, a Todos los libros un libro, vuestra cita habitual con la literatura en el dial de Radio Universidad de Salamanca. Con la emisión de hoy -la que hace la número trescientos de nuestro espacio- iniciamos una breve serie, que se prolongará a lo largo de tres semanas -transcurrida una Semana Santa que hubiera sido especialmente propicia, por sus pretendidos recogimiento y meditación, al motivo principal que nos ocupará en ellas- centradas en un tema, el del terror absoluto que encarnó el campo de concentración de Auschwitz, que recorre -de modo directo y explícito o de una manera más lateral o meramente alusiva- los tres libros que quiero recomendaros en estas próximas entregas del programa.

El 16 de abril de 1947 -hace ahora, pues, setenta años- fue ahorcado, en cumplimiento de la sentencia que lo condenó a muerte en el juicio celebrado en Polonia tras el fin de la guerra, Rudolf Höss, el siniestro comandante del campo de concentración de Auschwitz, en cuyas instalaciones, ya “liberadas” tras la victoria aliada de su funesta misión, se instaló el patíbulo. Hace un par de años, en marzo de 2015, ya os hablé aquí del despiadado Höss, en relación al espléndido libro biográfico de Thomas Harding, de título Hanns y Rudolf.

El sobresaliente oficial nazi -sobresaliente en tanto manifestación excepcional y paradigmática de la maldad humana- está muy presente también en la novela -con una importante base, sin embargo, de “realidad” documentada- de la que quiero hablaros esta tarde como significativa apertura a nuestra inmersión en la tragedia que el abominable campo de exterminio representó; y ese hecho explica la elección de la fecha de su muerte como “desencadenante” de este corto ciclo de lecturas que de un modo u otro giran en torno al terror nazi. Este primer libro con el que abrimos la serie es La decisión de Sophie, la obra maestra de William Styron que desde su publicación en 1979 se ha convertido en un clásico que han leído con devoción y congoja, con entusiasmo y consternación, millones de personas en todo el mundo. La decisión de Sophie, que ya había aparecido en España hace años, se reeditó en nuestro país el pasado 2016 en la formidable colección Los ineludibles de la editorial Navona, con traducción de Antoni Pigrau a partir de la primera edición norteamericana de 1979 y con un epílogo del escritor Javier García Sánchez. La obra es también conocida a través de su homónima versión cinematográfica, una gran película dirigida en 1982 por Alan J. Pakula e interpretada por Meryl Streep en el papel protagonista.

Auschwitz -y tomando el todo por una de sus partes, también Rudolf Höss, su desalmado responsable- constituye, por desgracia, el emblema del horror, de la atrocidad, de la monstruosidad que puede llegar a albergar en su interior el ser humano. Auschwitz -y su espeluznante extensión, el campo de exterminio anejo, Birkenau- es el mal absoluto, un mal que aparece en el mundo no solo por la acción de la personalidad retorcida de algunos dementes movidos por el ansia de poder, o como consecuencia de la depravación congénita de ciertos espíritus afectados por destructoras patologías, o fruto de la enceguecida voluntad de unos fanáticos decididos a llevar a cabo sus sanguinarios y descabellados propósitos a cualquier precio. No, Auschwitz es, sin duda, el resultado de algunas de estas fuerzas mencionadas, pero es algo más, bastante más. Porque si la cruel labor de aniquilación que llevaron a cabo los nazis en el transcurso de la segunda guerra mundial, y que solo en el terrible complejo concentracionario polaco se cobró más de un millón de víctimas, hubiera obedecido exclusivamente a la delirante intención de unos cuantos dirigentes, por mucho poder que acumularan, mucha capacidad de seducción o mucha violenta intimidación que hubieran podido ejercer sobre sus conciudadanos, su oscura y trágica tarea jamás hubiera podido realizarse. Auschwitz -y Rudolf Höss- ejemplifican lo que Hannah Arendt denominó -en expresión acertada y sin embargo polémica, pues no siempre ha sido bien entendida- “banalidad del mal”: los crímenes, las ejecuciones, las torturas, las violaciones, los perversos experimentos, la barbarie, las atrocidades, el sufrimiento y el dolor que se multiplicaron en los campos de exterminio, no fueron obra de seres monstruosos, de eslabones perdidos de una primitiva especie prehomínida, de entes animaloides incapaces de albergar la más mínima sensibilidad, no; por el contrario, se debieron a personas normales y corrientes, individuos comunes, ciudadanos convencionales que, incapaces de reflexionar -por ignorancia o cobardía- sobre el sentido de sus actos, obedecieron -burócratas funestos- las órdenes emanadas de instancias superiores mientras, ajenos -o indiferentes- a la feroz brutalidad que ejercían, se retiraban cada día, tras el cumplimiento de sus fatigosas aunque anodinas jornadas “laborales”, a sus hogares, a sus dormitorios, a su vida familiar, para descansar y solazarse tranquilamente, inmunes al remordimiento o la culpa, desentendidos del sufrimiento causado. Y Rudolf Höss es una de las figuras más “ilustrativas” de ese insoportable fenómeno, con su meticulosa y exigente eficiencia en la realización de su fatal cometido, con su insensible y despreocupado -moralmente- rigor administrativo en la puesta en práctica de la “solución final”, con su acogedora y confortable vivienda en las instalaciones del propio campo, con su mujer y sus hijos disfrutando de una existencia privilegiada -asistidos en las labores de la casa por presos del lager cuya ominosa sentencia final se postergaba en aras de su función- a pocos metros de la espantosa máquina de destrucción y terror, de aniquilamiento y muerte que era Auschwitz/Birkenau.

Y aunque mi reflexión pueda exceder los límites “naturales” de una reseña literaria, permitidme que os recomiende la visita al emplazamiento -una especie de inolvidable, conmovedor y muy interesante museo del horror- que alberga ambos recintos colindantes. Yo estuve en Oświęcim -el nombre, en polaco, del pueblo en el que se ubicaron los campos- hace tres o cuatro años, y la experiencia, dramática e intensa, muy triste aunque inolvidable, resulta no solo altamente recomendable -que lo es- sino indispensable para conocer un fenómeno que toca a lo más esencial de nuestra existencia como seres pensantes y supuestamente racionales. Pasear entre los barracones, pisar los andenes a los que llegaban los trenes repletos de prisioneros, recorrer las instalaciones, ver los camastros de madera, las cámaras de gas, los crematorios, examinar las muestras de documentación tras cuya aséptica frialdad se vislumbran infinidad de tragedias humanas, contemplar las dramáticas fotos, detenerse, espantado, ante las pilas de gafas, zapatos, maletas, enseres varios y hasta pirámides de cabellos que pertenecieron a las víctimas y que el Memorial de Auschwitz muestra como necesario recordatorio de aquel espanto, sobrecoge y emociona, consterna y hace reflexionar (más allá de tener que soportar la por desgracia siempre esperable frivolidad, la inaguantable ligereza de quienes son capaces de hacerse selfies en ese recinto infernal). Os aconsejo también la lectura de algunos grandes libros escritos por afortunados -aunque no sé si ese es el término más apropiado- supervivientes de aquella monstruosidad: Si esto es un hombre, la trilogía de Primo Levi, Sin destino, de Imre Kertész o El hombre en busca de sentido -ya reseñado en estas páginas-, de Viktor Frankl, entre otras muchas.

En La decisión de Sophie, la presencia “real” del campo y su Obersturmbannführer son muy menores -poco más de cincuenta páginas en un total de setecientas treinta (y de ellas os dejo un breve fragmento, el comienzo del terrible y dramático momento crucial del libro, como cierre a mi reseña)-, pero, pese a ello, la devastadora experiencia vivida por su protagonista femenina en su recinto y frente a su comandante irradia toda la obra, impregnando sutilmente el libro entero, una novela ambientada en Nueva York en 1947, solo dos años después del fin de la guerra. El narrador, Stingo, es un joven -veintidós escasos años- aprendiz de escritor -indudable trasunto del autor- que llevado por su firme vocación se instala en Brooklyn, en una singular casa de huéspedes, para, con la apacible seguridad que le proporciona una discreta suma de dinero fruto de una muy especial “herencia”, dedicar sus días a su incipiente carrera literaria. El núcleo central del libro radica en el relato de su apasionada y controvertida amistad con una deslumbrante y atractiva pareja, Sophie y Nathan, a la que conoce en esta residencia del barrio neoyorquino.

Sophie es una mujer polaca, unos años mayor que Stingo, que ya desde el principio de la novela deslumbra y enamora -no solo al protagonista- a la vez que deja numerosos indicios del terrible misterio que encierra su vida pasada (el número tatuado en su brazo, prueba inequívoca de su estancia en los campos, es solo uno de ellos). Su relación con Nathan, un excesivo y carismático joven judío, se desenvuelve entre la atracción exaltada y el desbordante entusiasmo amoroso, por un lado, y el enajenado enfrentamiento y una trastornada violencia por otro. El narrador da cuenta de las vicisitudes de este tortuoso vínculo, mientras sucumbe al encanto irresistible de la chica, la cual, entre secretos y verdades disimuladas, entre versiones parciales y ocultaciones, va ofreciendo progresivamente -al modo en el que se abren las distintas capas de una cebolla-, diferentes relatos, cada vez más completos, de su enigmático y a la postre espeluznante pasado.

Pero esa explicación última no llega hasta los momentos postreros de la novela, en unos capítulos estremecedores. Antes, conocemos la propia vida de Stingo, sus orígenes sureños, la relación con su padre, sus preocupaciones -casi obsesiones- sexuales, sus fallidos escarceos amorosos, sus tibios progresos en la escritura y, sobre todo, su amistad con sus intensos vecinos, en un relato palpitante en el que coinciden la narración novelística clásica -caudalosa e incontenible-, la metaficción, el humor, la transcripción literal de documentos, la reflexión filosófica o la mención de datos históricos relativos a la realidad del nazismo y también -en un paralelismo buscado que da profundidad al libro: la esclavitud de los negros como correlato del exterminio judío- al conflicto racial entre unionistas y confederados, de tanta trascendencia en la corta existencia de los Estados Unidos y que, persistente en el presente narrativo, puntea la novela entera. Y en todo ello, en la descripción del ahora neoyorquino del trío y en la del pasado polaco y alemán de Sophie, en los abundantes excursos aparentemente ajenos a lo sustancial de la historia, la niebla de la tragedia vivida por la chica ensombrece el relato, que, pese a todo es optimista y vital, con abundantes manifestaciones de un espíritu -el que corresponde a un chico de veintipocos años- vigoroso y enérgico, ilusionado y romántico, entusiasta y positivo.

No hay tiempo ya para otra cosa que mi encarecida recomendación de que leáis, por todos estos motivos, La decisión de Sophie, una obra maestra imperecedera; una novela, por otro lado, repleta de música, de la que os dejo ahora una muestra, la Sinfonía concertante de Mozart, muy significativa en la vida de la protagonista principal, en la interpretación de Ann-Sophie Mutter.


Sophie no sabía su nombre ni lo sabría nunca. Lo he bautizado así -Fritz Jemand von Niemand [Literalmente, Fritz Alguien de Nadie (N. del T.)]- porque me parece un nombre muy apropiado para un médico de las SS, para un tipo que apareció ante Sophie como salido de la nada y desapareció para siempre de su vista al cabo de unos instantes, pero que dejó tras de sí algunas huellas interesantes. Una de ellas: la impresión de una relativa juventud -de treinta y cinco a cuarenta años- junto a un inoportuno e inesperado buen aspecto bastante perturbador. Sí, el doctor Jemand von Niemand, con su físico de hombre bien parecido, su voz, sus maneras y otros atributos, dejaría para siempre más de una huella en la mente de Sophie. Las primeras palabras que le dijo: “Ich möchte mit dir schlafen”. Lo que significa, del modo más brusco y más falto de seducción: “Me gustaría meterme en la cama contigo”. Unas palabras toscas, pronunciadas desde una intimidante posición de ventaja, sin clase ni finura, casi con crueldad, una expresión que habría podido esperarse perfectamente de una película procaz sobre las marranadas de los nazis. Pero estas fueron solo, según Sophie, las palabras que dijo en primer lugar. Modo de hablar indigno de un caballero (quizás incluso de un aristócrata), pero disculpable hasta cierto punto por el hecho de que el hombre estaba visiblemente borracho. Lo que, a primera vista, hizo pensar a Sophie que podría tratarse de un aristócrata -tal vez prusiano o de origen prusiano- fue su gran parecido con un oficial hijo de nobles que era amigo de su padre y a quien ella vio una ve cuando era una muchacha de dieciséis años en una visita a Berlín durante el verano. De apariencia nórdica, atractivo, de labios delgados, austero y rígido, el joven oficial de otros tiempos la trató fríamente durante su breve encuentro, casi con desprecio; sin embargo, no pudo por menos de sentiré fascinada por su impresionante atractivo que -sorprendentemente-, aunque no podía decirse que fuera el de un hombre afeminado, destacaba en su rostro por una peculiar sedosidad femenina. Era algo así como un Leslie Howard militarizado, actor del que se sintió algo enamorada desde El bosque petrificado. A pesar del desagrado que le inspiró el joven oficial de Berlín y de su satisfacción por no tener que volver a verlo, más tarde pensó alguna vez en él de modo perturbador. Según me dijo ella, era el tipo de persona de la que, de haber sido una mujer, yo mismo me habría enamorado perdidamente. Y allí, en el polvoriento andén de Auschwitz, a las cinco de la tarde, estaba su contrapartida, casi su réplica, con uniforme de las SS, enrojecido a causa del vino, el coñac o los licores, pronunciando unas palabras impropias de un patricio con el indolente acento de un patricio berlinés: “Me gustaría meterme en la cama contigo”.

miércoles, 5 de abril de 2017

ELLA FRANCES SANDERS. LOST IN TRANSLATION

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Hoy, nuestra emisión llega a su última entrega por este trimestre y queremos cerrar esta etapa, dejando el invierno atrás y adentrándonos en esta primavera que apenas comienza, con una sugerencia que quizá pueda parecer algo ligera, menor o incluso superficial, pero que resulta también muy estimulante y llena de interés, una obra que, como corresponde a la estación que ahora se inicia, rebosa frescura y sencillez, inocencia y candor, pero no por ello deja de ser sugerente y abierta a múltiples evocaciones.

Un libro que, además, he querido presentaros -con dos enfoques diferentes aunque complementarios- simultáneamente aquí y en mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina. Y es que anteayer, tres de abril, el programa de Buscando leones en las nubes se centraba también en este Lost in translation del que ahora os hablo, un curioso librito editado el pasado 2016 por Libros del Zorro Rojo, un destacado sello que se abre paso entre las pequeñas editoriales de más reciente creación por su muy cuidada política de publicaciones. El libro, escrito y dibujado por Ella Frances Sanders, que vive y trabaja en Bath, en el Reino Unido (escritora por necesidad, ilustradora por casualidad, dice de sí misma), y traducido por Sally Avigdor, aparece con el significativo subtítulo de Un compendio ilustrado de palabras intraducibles de todas partes del mundo.

Haciendo honor a la rúbrica bajo la cual ve la luz, Lost in translation -que no tiene nada que ver con la estupenda película del mismo título de Sofia Coppola- recoge más de cincuenta palabras, escogidas entre el léxico de una treintena de idiomas (japonés, noruego, alemán, sueco, neerlandés, malayo, árabe, yidis, finés, tagalo, griego, ruso, francés, galés, urdu, sánscrito, indonesio, farsi, coreano, húngaro, portugués, hawaiano, hindi, inuit, gaélico escocés, islandés y los más exóticos wagiman -lengua australiana casi extinta-, tulu -que se habla en una región del suroeste de la India-, yámana -originario de la Tierra del Fuego- o el africano bantú nguni) que no tienen una traducción exacta en el inglés en el que se redacta el texto original (ni tampoco en el castellano en que nosotros leemos el libro). Tras un interesante prólogo en el que la autora da cuenta del propósito y la intención última de su obra y que os transcribo en su integridad como colofón a esta reseña, Elle Frances Sanders presenta cada uno de los vocablos elegidos desde un triple tratamiento.

Por un lado, cada término se traduce de manera aproximada -se trata, en realidad de una paráfrasis-; así, y a modo de ejemplo, de la palabra árabe gurfa se nos dice que significa “la cantidad de agua que cabe en la palma de la mano”, o la japonesa tsundoku se vierte a nuestro idioma como sinónimo de “comprar un libro, no leerlo y dejarlo apilado sobre otros libros no leídos”. Este sentido más o menos literal se acompaña siempre de una glosa de la voz escogida, un breve comentario que Sanders envuelve en un tono poético, sencillo e ingenuo, rezumando ternura, sensibilidad, también ironía y humor. De este modo, a propósito de trepverter, un sustantivo yidis, que literalmente significa “palabras de escaleras” y metafóricamente se aplica para referirse a aquella frase o respuesta ingeniosa que se te ocurre cuando ya es demasiado tarde para usarla, escribe la autora: Es tan frustrante que las mejores frases te vengan siempre a la cabeza cuando te has alejado. Como siempre, esas réplicas sarcásticas y mordaces tan divertidas llegan solo cuando has dado la vuelta a la esquina o has bajado las escaleras.

Por último, y complementando los distintos textos, aflora la faceta de dibujante de quien firma el libro. De nuevo, las notas de simplicidad y sencillez caracterizan las ilustraciones, todas ellas con un indudable punto de naturalidad y un tono naïf y hasta infantil, con colores puros, líneas claras, imágenes algo planas y elementales, muy primarias, pero con mucho encanto y un notorio poder de fascinación, tal y como puede comprobarse en la que se recoge en la portada del libro, la representación gráfica del término inuit iktsuarpok, “el acto de salir continuamente para comprobar si alguien a quien esperas está llegando”.

Pero, más allá del interés intrínseco que ofrece la lectura de los textos y la contemplación de las inocentes viñetas, el libro resulta atrayente por cuanto, en paralelo al disfrute de las poéticas interpretaciones de los curiosos y evanescentes vocablos seleccionados, permite plantearnos los problemas, las dificultades, también los misterios, que siempre encierra la traducción, el imposible acto de verter a un idioma no ya las palabras, sino las ideas, las emociones, los valores, las visiones del mundo o los modos de entender la realidad por parte de una determinada cultura. La expresión lost in translation alude, en su sentido literal, al hecho de que en toda traducción perdemos algo del significado primitivo del texto original, en la medida en que traducir -como sabe cualquiera mínimamente interesado en el tema- no consiste tan solo en encontrar una palabra o una frase que diga en otro idioma lo mismo que en el inicial, sino en buscar, efectivamente, ese decir “lo mismo”, esto es, la voluntad de trasladar fielmente a otra lengua el “espíritu” de lo que decimos o escribimos, todo ese conjunto de evocaciones, vivencias, sobreentendidos, derivaciones, sugerencias, alusiones, implicaciones, resonancias, sentimientos, emociones, subtextos, intenciones, sentidos ocultos o latentes, elementos del contexto, referencias implícitas, y también ritmo, cadencia o musicalidad, que siempre lleva consigo nuestro modo de expresarnos; una tarea condenada, por naturaleza e irremisiblemente, al fracaso; una tarea que necesariamente debe llevarse a término contentándose el traductor con la transmisión de una idea aproximada -pero no fiel al cien por cien, ¿cómo podría serlo?- de ese rico universo, hecho de decenas de ramificaciones, que constituye siempre la expresión de la que se pretende dar cuenta a los hablantes o lectores de otro idioma. En definitiva, somos nosotros, es nuestro profundo e íntimo mundo personal, los que somos realmente intransmisibles, tal y como afirmaba Walt Whitman en unos versos que cierran el libro: Yo también soy indomable/Yo también soy intraducible.

Estamos, pues, ante un problema, clásico entre los expertos y profesionales de esa dificilísima ocupación -la de los traductores e intérpretes- que desde siempre se ha formulado -en paralelo a este “lost in translation” que ahora nos ocupa- con el muy acertado proverbio italiano traduttore, traditore -traductor, traidor- que refleja de un modo muy acertado, sea cual sea la metáfora escogida -la pérdida, la traición-, la radical inviabilidad del acto de traducir. Por escoger una sola muestra más del libro, ¿qué palabra equivaldría en nuestro idioma al conocido término portugués, saudade, que Ella Frances Sanders presenta como “un vago y constante deseo por algo o alguien que no existe, o que alguna vez quisimos y perdimos”? ¿Nostalgia, melancolía, tristeza, añoranza, deseo, evocación, remembranza, extrañamiento, pena, languidez, recuerdo, depresión? ¿Todas estas acepciones juntas? ¿Cómo sustituimos en un texto, en un poema, en una canción, este fecundo “arsenal” de significados que encierra esta polisémica voz?

Hace casi veinte años, en 1999, en el número monográfico que la revista Litoral dedicó a Cavafis, se incluía una breve sección titulada Cavafis polifónico, en la que se presentaban hasta ocho versiones en castellano de uno de sus poemas, de título griego έπήγα. No me resisto ahora a dejaros aquí, para ilustrar esta noción, la de la imposibilidad radical de la traducción que se encuentra en el fondo de este Lost in translation del que hoy os hablo, cinco de esas aproximaciones a los versos cavafianos, todas ellas a cargo de renombrados poetas y excelentes profesionales, ninguna idéntica a la otra, cada una con sus múltiples variantes léxicas, rítmicas, e incluso ortográficas y de puntuación:

FUI (trad: José María Álvarez)
Nada me retuvo. Me liberé y fui
hacia placeres que estaban
tanto en la realidad como en mi ser,
a través de la noche iluminada.
Y bebí un vino fuerte,
como sólo los audaces beben el placer

ME FUI (trad: Pedro Bádenas)
Nada me ató. Me liberé de todo y me fui.
A placeres que, medio reales,
medio soñados, rondaban en mi alma,
me fui en la noche iluminada.
Y de los más fuertes vinos bebí, como
del que beben los héroes del placer.

FUI (trad: José Ángel Valente)
No me ligué.
                        Por entero me liberé y me fui.
Hacia goces que estaban
parte en la realidad, parte en mi ser,
en la noche iluminada fui.
Yo bebí un vino fuerte,
como sólo el audaz bebe el placer.

AVANCÉ (trad: Alfonso Silván)
A nada me até. Me abandoné por completo y avancé.
Hacia los goces que mitad reales,
mitad imaginados en mi mente eran,
avancé en la noche iluminada.
Y bebí de fuertes vinos, como
beben los valientes del placer.

ANDUVE (trad: Juan Ferrater)
No estaba atado. Me solté del todo
y anduve hacia adelante.
Hacia goces que eran mitad reales,
mitad tumultos de mi ánimo,
anduve por la noche iluminada.
Y bebí el vino fuerte que consumen
en el placer los bravos.

Y desde otra perspectiva, incluso en los casos en los que “captar” el sentido del texto originario resulta relativamente fácil -por su simplicidad o por su carácter más o menos “plano” y carente de significados implícitos-, la traslación a otro idioma siempre deja fuera -siempre pierde- algo de la expresión que se quiere traducir. Pienso ahora, por citar un único ejemplo cuando el tiempo se nos hecha encima, en la frase inglesa A man, a plan, a canal: Panamá (que algunas fuentes sitúan en el epitafio del constructor de la conocida obra de ingeniería), que puede ser volcada al español sin especiales dificultades (Un hombre, un plan, un canal: Panamá) en una versión que mantiene el sentido de la frase de partida pero que abandona por el camino -lost in translation- el hecho de que, en inglés, ese breve texto es palindrómico.

En fin, con estas muy evidentes muestras de la complejidad que toda traducción encierra y de los muchos significados que quizá se nos escapan cuando leemos obras literarias traducidas, cierro esta reseña en la que he querido presentaros un estupendo librito, Lost in traslation, de Ella Frances Sanders, que recoge cincuenta muestras en diversos idiomas de palabras notoriamente intraducibles, abiertas pues a infinidad de evocadoras sugerencias. Una veintena de ellas, con sus ricas alusiones y su indudable aliento poético aparecen, rodeadas de sugerente y deliciosa música, en las dos emisiones de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, dedicadas al libro. La primera se emitió el pasado 3 de abril. La segunda lo hará el próximo día 17 de este mismo mes. Ambas podréis encontrarlas, en su momento, en el blog del programa: buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.

Aprovechando la homonimia de libro y película, y en una conexión que reconozco algo forzada, os dejo con More than this, la estupenda canción de Roxy Music que suena en la cinta de Sofia Coppola.


¿Cómo presentar lo intraducible?

En un mundo tan conectado e intercomunicado como el nuestro, tenemos más medios que nunca para expresarnos, para explicar a los demás cómo nos sentimos, y para compartir lo importante y lo trivial de nuestros días. Sin embargo, la inmediatez y la frecuencia de nuestros intercambios dan lugar a tantos malentendidos que, ahora más que nunca, lo que realmente queremos decir queda muchas veces lost in translation. La habilidad de comunicar más rápidamente y con mayor asiduidad no ha eliminado las lagunas entre significado e interpretación, por lo que las emociones y las intenciones se malinterpretan constantemente.

Las palabras de este libro pueden ser respuestas a preguntas que nunca imaginaste hacer, o quizá a otras que alguna vez te hiciste. Pueden concretar emociones y experiencias que parecían imprecisas o indescriptibles, e incluso hacerte recordar a alguien a quien habías olvidado hace mucho tiempo. Si algo puedes sacar de este libro, más allá de unas cuantas buenas formas de romper el hielo, es la reafirmación de que, como ser humano, estás fundamental e intrínsecamente unido a cada una de las personas de este planeta a través del lenguaje y de los sentimientos.

Por más que queramos ser diferentes, sentirnos como individuos, y nos entusiasmemos con la expresión, la libertad y las experiencias que nos hacen únicos, todos estamos hechos de la misma sustancia. Reímos y lloramos de forma similar, aprendemos palabras para después olvidarlas y, cuando conocemos a personas de culturas y lugares distintos a los nuestros, de alguna forma comprendemos cómo viven sus vidas. El lenguaje nos une a través de sus significados, tentándonos a cruzar fronteras y ayudándonos a comprender las preguntas terriblemente difíciles que la vida, implacable, nos arroja.

Aunque a veces muestren un falso aspecto de permanencia, los idiomas no son inmutables. Evolucionan, y en ocasiones hasta llegan a morir, e independientemente de que conozcas unas pocas palabras de alguno o miles de muchos, sirven para moldearnos: nos permiten dar forma a una opinión, expresar amor o frustración, e incluso cambiar el punto de vista de otra persona.
Para mí, hacer este libro ha sido más que un proceso creativo. Me ha hecho considerar la naturaleza humana de una manera totalmente nueva, y ahora me encuentro a mí misma reconociendo estos sustantivos, adjetivos y verbos en las personas con las que me cruzo por la calle. Veo boketto en los ojos de un anciano sentado a la orilla del mar, y percibo el resfeber que se apodera del corazón de unos amigos que se preparan para cruzar el mundo. Espero que este libro te ayude a recuperar partes de ti mismo que habías perdido, que te traiga a la memoria recuerdos hermosos, o que te permita transformar en palabras ideas y sentimientos que antes no podías expresar con claridad.
El escritor Eckhart Tolle dijo: «Las palabras reducen la realidad a algo que la mente humana puede comprender, lo cual no es mucho». No estoy de acuerdo. Las palabras nos permiten comprender en una medida extraordinaria. Por supuesto, todos los idiomas pueden tomarse por separado y reducirse a unas cuantas vocales, símbolos o sonidos, pero la habilidad que el lenguaje nos confiere es increíblemente compleja. Puede que haya algún vacío en tu lengua materna, pero no temas: puedes recurrir a otras lenguas para definir lo que sientes, y estas páginas serán tu punto de partida.

Así que... ¡a perderse en la traducción!