Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de abril de 2016

TED GIOIA. EL CANON DEL JAZZ 
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Mi propuesta de esta tarde está relacionada con la celebración, el próximo 30 de abril, del Día internacional del jazz. Es por ello por lo que quiero presentaros un libro -no solo esencial para los amantes y expertos del género e indispensable como obra de consulta para estudiantes e historiadores, sino también de gran interés para cualquier aficionado a la música- escrito por una de las mayores autoridades en el universo jazzístico, Ted Gioia. La obra, de título El canon del jazz, apareció en España el pasado 2013 -el original es de un año antes- en la editorial Turner, con un subtítulo muy revelador, Los 250 temas imprescindibles, y la traducción de Víctor V. Úbeda. En la misma editorial, y también en su colección Noema, se habían publicado, en sendas ediciones de 2004 y 2012, su monumental Historia del jazz, del mismo modo altamente recomendable; Blues, de 2010, un exhaustivo estudio sobre la música del Delta del Mississippi; y, en este mismo año, el formidable Canciones de amor, al que dedicaremos el curso próximo más de una edición de mi otro programa en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, al igual que estamos haciendo, en dos lunes consecutivos, con este El canon del jazz del que ahora quiero hablaros y en cuyas páginas me he basado para completar esas dos emisiones mencionadas, la que salió al aire el pasado 25 de abril y la que lo hará el próximo 2 de mayo. Algunas otras publicaciones del crítico, profesor, músico, historiador, compositor y productor de jazz esperan su traducción a nuestra lengua, como las muy apetecibles y prometedoras -desde mi particular gusto- Work songs y Healing songs, ambas de 2006.
 
Como declara el autor en la larga y esclarecedora introducción que os dejo como cierre a mi comentario, el origen del presente libro puede encontrarse en la adolescencia del investigador, cuando el joven Gioia, entonces un aprendiz de músico, echaba en falta, al que tener que “enfrentarse” a algunas de las piezas exigidas en sus estudios, una recopilación o antología o catálogo de los dos o tres centenares de temas clásicos del jazz, los grandes estándares cuyo conocimiento le reclamaban sus maestros y cuya interpretación era requerida de continuo en sus estudios musicales. Ante la inexistencia de una obra de ese género, y llegada ya su madurez -Gioia ronda los sesenta años-, decidió cubrir por su cuenta esa constatada carencia y elaborar él mismo un completo elenco, una minuciosa relación de los doscientos cincuenta títulos imprescindibles en la historia del género.
 
Con un explicativo preámbulo que, como digo, cierra esta reseña, algunas notas finales no demasiado relevantes para el lector común y una breve última indicación que aclara los criterios con los que se analiza cada tema, el libro consiste sustancialmente -seiscientas cincuenta de sus seiscientas ochenta páginas- en el estudio detallado de cada una de las canciones seleccionadas, que se presentan por orden alfabético y de las que se ofrecen infinidad de datos técnicos, anécdotas, informaciones varias sobre sus creadores o sus diversos intérpretes, análisis sobre conciertos o grabaciones, noticias sobre el origen teatral o la recepción cinematográfica de las composiciones, examen de sus a menudo numerosas versiones, opiniones, críticas, curiosidades y muchos otros comentarios de diversa índole, que aparecen siempre penetrados por una inmensa y desbordante erudición, un extraordinario rigor y una muy notable capacidad para contar con amenidad y entusiasmo las muchas veces sorprendentes historias de decenas de los grandes clásicos del jazz y aun de la música popular.
 
No procede desmenuzar aquí -ni tampoco sería materialmente posible- los muchos elementos de interés que contienen las notas con las que Ted Gioia glosa cada pieza. Por ofrecer tan solo una muestra a vuelapluma -y escogiendo, casi al azar, un único ejemplo para cada letra del alfabeto; ausentes en el repertorio la Q, la U, la X y la Z-, en el libro os encontraréis la extraña vinculación con el zen de All the things you are; la transformación de Blue moon de sus orígenes como melodía de inspiración religiosa en la canción de amor que conocemos; la repetición de una misma nota trece veces seguidas en el inicio de Come rain or come shine, seguida de una docena y media adicional en el resto de la composición (esto no es una melodía, afirma Gioia, es una dieta salvaje de adelgazamiento musical); la conocida frase de cierre, una de las más memorables de cualquier canción popular de la época, de Don’t blame me (Culpa a todos tus encantos, que se derriten entre mis brazos, pero no me culpes a mí); las censuras sufridas por Easy to love, en cuya letra las menciones a “el dulce amanecer” y “las tostadas y el café” fueron rechazadas por sus insidiosas connotaciones de un desayuno en pareja; las muchas peripecias vividas desde su creación por Fly me to the moon, incluido su viaje -real- a nuestro satélite a bordo del Apolo XI; el llamativo origen de Georgia on my mind, nacida cuando un saxofonista amigo propuso a su autor, Hoagy Carmichael, la conveniencia de componer una canción sobre el ambiente sureño norteamericano, proporcionándole además una “esclarecedora” pista para estimular su creatividad: Deberías empezar así: “Georgia, Georgia”, a lo que, al parecer, Carmichael respondió con sarcasmo: Gracias, es una ayuda inestimable; la vinculación entre el movimiento armónico y melódico de How Insensitive (Insensatez), de Antonio Carlos Jobim, con el del preludio en Mi menor de Chopin; la aparición, en cierto modo fallida pues no ganó el Oscar, preterida por otra pieza excepcional, It might as well be spring, de I fall in love too easily en Levando anclas, la película de 1945 protagonizada por Frank Sinatra, que interpreta el tema; el también cinematográfico origen de Just you, just me, que oímos en Marianne, película de 1929, cuando surge de la voz de Laurence Gray, el cual, con el acompañamiento de un ukelele algo fantasmal, acaba provocando el arrobo de la bella Marion Davis, a la sazón amante en la vida real del magnate William Randolph Hearst; el frenético pataleo que provocaba en las audiencias la escucha de King Porter Stomp, la añeja pieza -quizá nacida en 1905- de Jerry Roll Morton; la complejidad compositiva de Lonely woman, en la que el enrevesado, vanguardista y anticipador talento de Ornette Coleman casi imposibilitó versiones posteriores de su complicada y por ello inaccesible partitura; la sorprendente calidad de My one and only love, la majestuosa balada de Guy Wood, inesperada por ser su creador un convencional compositor inglés que hacía canciones para el programa infantil de televisión Capitán Canguro; las discusiones -inacabadas- acerca de la autoría y hasta el título (¿con o sin artículo?) de (A) Night in Tunisia, unida para siempre, más allá de disquisiciones estériles, al talento de Dizzie Gillespie; el equívoco que encierra la expresión ¡Oh, Lady be good!, con la que Gershwin puso nombre a la pieza que interpretaría, entre otros muchos destacados artistas, Ella Fitzgerald: (Jamás en mi vida he oído a nadie usar en una conversación la frase “lady be good” [sea buena, señora],aunque algunas mañanas, durante el desayuno, he estado tentado de decírsela a mi mujer, solo por ver cómo reaccionaba. Me han asegurado que, en la década de 1920, esta exhortación, aunque sobre el papel instaba a la señora en cuestión a ser “buena”, en realidad equivalía a pedirle que fuese un poco “mala”); la comprensible relevancia que tuvieron durante la Gran Depresión las canciones que hablaban de dinero, Pennies from heaven la más popular de entre todas ellas; la acalorada discusión entre Thelonius Monk y Miles Davis, compositor e intérprete, respectivamente, de Round Midnight, tras la versión que ofreció el segundo en la edición de 1955 del festival de jazz de Newport (al parecer, a la vuelta del festival, el pianista, que iba en el mismo coche que Davis, le dijo al trompeta que no había tocado bien la canción. Los dos astros del jazz se enzarzaron en una discusión tan acalorada que Monk mandó al conductor que parase y se apeó del vehículo. “Dejamos a Monk donde se coge el ferry –recordaría después Davis–, y nos volvimos a Nueva York”); el carácter retrospectivo de la letra de The shadow of your smile, lo que la hace gozar de muchas simpatías, al decir de Gioia, entre artistas de edad provecta, afirmación que sustenta en numerosos ejemplos, con Benny Carter grabando una versión a los ochenta y ocho años como muestra destacada; la particular aversión del escritor a Tea for two (Cuesta entender por qué los músicos de jazz le tienen tanto aprecio a esta composición: la melodía es monótona y más propia de una canción infantil de pacotilla. De hecho, prefiero tocar “María tenía un corderito” o “En el barquito de caramelo”: al menos estas melodías no se te grapan a la cabeza como una migraña crónica. El encadenamiento armónico de “Tea for Two” es la secuencia II-V de toda la vida, y el tema B suena sospechosamente parecido al A, como si las frases melódicas se hubiesen racionado y reciclado en época de escasez. Con respecto a la letra, cuanto menos se diga mejor); la progresiva ralentización de las interpretaciones de The very thought of you con el paso de los años; la aparición de The way you look tonight en el cine cuando Fred Astaire da a conocer al público la canción, a la postre ganadora de un Oscar, en una película de 1936 titulada Swing Time (En alas de la danza); pero -cosa rara en este artista famoso por sus números de canto y baile- sin mostrar ni una sola vez los pies. En la escena en cuestión, Astaire se sienta al piano y le canta la pieza a Ginger Rogers, cuyo ademán es aún menos elegante, metida como está en el baño con la cabeza llena de champú; la poco indicada presencia de You don’t know what love is, una de las baladas más sombrías y melancólicas del repertorio jazzístico, en una película de humor, interpretada por los cómicos Abbot y Costello... entre una infinidad de atractivos exponentes del conocimiento y la amena erudición de Ted Gioia, a los que solo lastra, quizá, una excesiva insistencia en aspectos demasiado técnicos, de imposible comprensión y disfrute para el profano.
 
En cualquier caso, os recomiendo vivamente este El canon del jazz. 250 temas imprescindibles; aparte de una excepcional fuente de aprendizaje, el libro os entretendrá y, además, mejorará el disfrute de vuestras escuchas jazzísticas. Como no puede ser de otra manera, una de las piezas comentadas en el libro, en este caso Blue moon, en la interpretación de Ella Fitzgerald, cierra esta reseña.
 
 
Introducción
 
En mi adolescencia, mientras aprendía a tocar jazz, no dejaba de toparme con canciones que los músicos de más edad daban por hecho que yo conocía. Con el tiempo me di cuenta de que estas composiciones, unas doscientas o trescientas, constituían la piedra angular del repertorio jazzístico. Así como un músico clásico estudiaba las piezas de Bach, Beethoven o Mozart, un intérprete de jazz tenía que aprenderse esas canciones.
 
De hecho, no tardé en constatar que el conocimiento del repertorio era aún más importante para un músico de jazz que para uno clásico. El intérprete clásico al menos sabe de antemano qué composiciones van a interpretarse en el concierto, pero el de jazz no siempre goza de esa ventaja. Recuerdo los lamentos de un amigo al que contrataron para acompañar a un célebre músico de viento en un festival de jazz y hasta que no estuvo en el escenario, delante de seis mil personas, no le dijeron qué temas iban a tocar. Estos episodios son habituales en el mundo del jazz, una subcultura muy peculiar que valora tanto la espontaneidad como las bravuconadas. Otro colega, pianista de talento, hubo de vérselas con un líder de grupo aún menos dispuesto a colaborar, un famoso saxofonista que se negaba a revelar a sus músicos los nombres de los temas ni siquiera cuando se hallaban ya en el escenario. El tipo se limitaba a tocar una breve introducción con el saxo tenor, luego marcaba el ritmo con el pie… y con esas pistas tan exiguas mi amigo tenía que adivinar la canción y la tonalidad. Así es esta forma artística, para bien o para mal.
 
De joven también pasé mis bochornos por culpa de canciones clásicas con las que no estaba familiarizado, pero por suerte nunca delante de miles de espectadores. Enseguida descubrí lo que, sin duda, también han tenido que aprender infinidad de músicos de jazz, y es que el estudio exhaustivo del cancionero jazzístico no es una actividad episódica de interés meramente histórico, sino una herramienta indispensable para la supervivencia. El músico de jazz que no domine estas composiciones no tardará en quedarse en paro.
 
El problema es que en mi época nadie te daba una lista. Y el típico chaval de mi generación (o de las siguientes) tampoco encontraba muchas de esas piezas fuera del mundo del jazz: la mayoría se había compuesto antes de que yo naciese, y ni siquiera las incorporaciones más recientes al repertorio formaban parte del menú televisivo al uso ni sonaban en la radio comercial. Algunas de las canciones procedían de Broadway, pero no siempre de los musicales más taquilleros: muchas aparecían por primera vez en espectáculos fallidos o ignotos, o en revistas de compositores relativamente desconocidos. Otras se estrenaban en películas, o procedían de las grandes orquestas, o las daban a conocer cantantes populares ajenos al mundo del jazz. Unas pocas piezas, como “Autumn Leaves” o “Desafinado”, tienen sus orígenes muy lejos de la tierra natal del jazz. Y, por supuesto, muchas fueron obra de los propios músicos de jazz y forman parte del legado de Miles Davis, Thelonious Monk, Duke Ellington, John Coltrane, Charlie Parker y otros artistas capitales.
 
Mi formación en este género musical dependió tanto del azar como del esfuerzo. Con el tiempo aparecieron los llamados fake books, antologías de partituras simplificadas que aclaraban parte del misterio, aunque yo nunca vi ninguna de esas ediciones, que solían ser piratas, hasta que tuve casi veinte años. La primera vez que tuve entre mis manos The Real Book −la colección de partituras de jazz que empezó a circular clandestinamente en la década de 1970−, hasta el sumario me pareció una revelación, y estoy seguro de que no fui el único. Los aspirantes a músicos de hoy en día no se imaginan lo hermética que era esta forma artística hace apenas unas décadas: ninguna de las universidades a las que asistí ofrecía un curso de jazz, ni siquiera una simple asignatura. La mayoría de los manuales no servía para nada, y la peculiar cultura del género tendía a fomentar un aura de misterio y competitividad. Simplemente saber el nombre de las canciones que uno tenía que aprenderse ya representaba un enorme paso adelante; conseguir una partitura, aunque fuese simplificada, era un lujo inusitado.
 
Pocos años después, cuando empecé a enseñar piano de jazz, recopilé una pequeña lista de las canciones que debían aprender mis alumnos y la tonalidad en que solían tocarse, un rudimentario precedente de la obra que el lector tiene ahora en sus manos. Más tarde, cuando empecé a escribir sobre jazz, seguí estudiando esas mismas piezas pero bajo otro prisma: lo que pretendía era desentrañar la evolución de esas composiciones a lo largo del tiempo; entender cómo las habían tocado los diferentes músicos de jazz y qué cambios habían ido experimentando en virtud de esas interpretaciones.
 
Muchas veces, a lo largo de esos años, me habría gustado tener un breviario de ese corpus musical, un solo libro que me guiase a través del cancionero jazzístico y me orientase hacia las grabaciones clásicas. Cuando empecé a instruirme en las sutilezas de ese canon artístico hubo algunos libros que me sirvieron de ayuda, sobre todo American Popular Songs (1972), de Alec Wilder; pero ni los mejores de esos manuales dejaban de limitarse indefectiblemente a una pequeña porción del repertorio −canciones, más que nada, de Broadway o de Tin Pan Alley, la industria de la música popular estadounidense−, sin ocuparse apenas de la relación de esta música con el jazz. El libro que me hacía falta cuando daba mis primeros pasos no existía, y sigue sin existir. Mi propósito era ahondar en esas composiciones en tanto fuentes de inspiración de grandes interpretaciones jazzísticas: un enfoque que solía alejar a los músicos de la intención original del compositor. Quería una guía que tratase esas obras como componentes básicos del arte del jazz, como trampolines hacia la improvisación, como invitaciones a la reinterpretación creativa.
 
Este libro aspira a ser un estudio de esa índole, un repaso al repertorio clásico del jazz como el que me habría gustado que alguien me hubiese regalado en su día: un vademécum que me habría ayudado como músico, como crítico, como historiador y, sencillamente, como amante y entusiasta de este género artístico. Hasta cierto punto, esta obra representa el fruto de todas las experiencias que he tenido con estas espléndidas composiciones a lo largo de varias décadas. Las piezas que en su momento me resultaban misteriosas, e incluso amenazantes, terminaron convirtiéndose en amigas de confianza, compañeras de innumerables horas, y he disfrutado a lo grande de esta oportunidad de escribir acerca de ellas y de comentar mis versiones predilectas. Los lectores familiarizados con mis otros libros sin duda percibirán en estas páginas un tono más personal, un tratamiento más desenfadado: es la orientación que fue pareciéndome más apropiada conforme indagaba en un material que a estas alturas se ha convertido en una parte tan fundamental de mi existencia.
 
Permítaseme un último comentario sobre el criterio que he aplicado para seleccionar los materiales que integran este libro. He elegido las piezas en función de la importancia que poseen en el repertorio jazzístico actual. He escogido las composiciones que más probabilidades tiene de oír el aficionado contemporáneo y que más suelen pedirse a los músicos. Este baremo me ha llevado a descartar algunos temas que en su día tuvieron mucho eco en el mundo del jazz −“The Sheik of Araby”, “Some of These Days”, etc.− y a incluir otros que tal vez se hayan grabado en menos ocasiones pero se han interpretado con más frecuencia en los últimos años. En resumidas cuentas, mi selección es un reflejo del jazz en tanto actividad pujante y actual.
 
Así y todo, me preocupa el escaso número de composiciones recientes que reseño en estas páginas. De haber escrito un libro sobre mis canciones de jazz favoritas o de los compositores de jazz que más admiro, la lista de temas destacados habría sido un tanto distinta; pero esta tarea la dejo para otra ocasión. El temario del jazz no es tan fluido hoy como lo era en otros tiempos, y el mismo proceso de codificación que cristalizó en obras como The Real Book también ha dificultado que se incorporen piezas nuevas al cancionero. Asimismo, aunque un puñado de artistas de jazz ha intentado abogar por un material más reciente −composiciones de Radiohead, Björk, Pat Metheny, Kurt Cobain, Maria Schneider, etc.−, estas canciones aún no tienen suficiente tirón en el mundillo del jazz para justificar su inclusión en este libro. Lamento esta situación, aunque respeto la cruda realidad. Sería de agradecer que el repertorio fuese más expansivo y maleable, y por mi parte estaría encantado de que el género cambiase hasta el punto de dejar desfasada esta antología.
 
Mientras tanto, he aquí un análisis de las piedras angulares del canon jazzístico hoy vigente, títulos que han conformado la banda sonora de mi vida. Sirva este libro de homenaje a esas composiciones y a las mentes creativas que no solo las parieron, sino que también las han reinterpretado y revitalizado a lo largo de los años, y que, al trasladar viejas canciones a nuevos territorios, me han servido de inspiración.
 

miércoles, 20 de abril de 2016

JORGE CARRIÓN. LIBRERÍAS
 
Sobre los libros como objetos, como cosas, sobre las librerías como restos arqueológicos o traperías o archivos que se resisten a revelarnos el conocimiento que poseen, que se niegan por su propia naturaleza a ocupar el lugar en la historia de la cultura que les corresponde, sobre su condición a menudo contra-espacial, opuesta a una gestión política del espacio en términos nacionales o estatales, sobre la importancia de la herencia, sobre la erosión del pasado, sobre la memoria y los libros, sobre el patrimonio inmaterial y su concreción en materiales que tienden a descomponerse, sobre la Librería y la Biblioteca como Jano Bifronte o almas gemelas, sobre la censura siempre policial, sobre los espacios apátridas, sobre la librería como café y como hogar más allá de los puntos cardinales, el Este y el Oeste, Oriente y Occidente, sobre las vidas y las obras de los libreros, sedentarios o errantes, aislados o miembros de una misma tradición, sobre la tensión entre lo único y lo serial, sobre el poder del encuentro en un contexto libresco y su erotismo, sexo latente, sobre la lectura como obsesión y como locura pero también como pulsión inconsciente o como negocio, con sus correspondientes problemas de gestión y sus abusos laborales, sobre los tantos centros y las infinitas periferias, sobre el mundo como librería y la librería como mundo, sobre la ironía y la solemnidad, sobre la historia de todos los libros y sobre libros concretos, con nombres y apellidos en sus solapas, de papel y de píxeles, sobre las librerías universales y mis librerías particulares: sobre todo eso versará este libro, que hasta hace poco estaba en una librería o una biblioteca o la estantería de un amigo y que ahora pertenece, aunque sea provisionalmente, lector, a tu propia biblioteca.
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrezco una sugerencia de lectura, que elijo siempre en función de su calidad e interés objetivos, entre la infinidad de publicaciones que invaden, desbordantes, los anaqueles de las librerías. Mi propuesta de hoy viene anclada -como ocurre en no pocas ocasiones en nuestro programa- a distintos acontecimientos de nuestra más cercana actualidad.
 
Como nuestros oyentes salmantinos -y presumiblemente bastantes de los foráneos- sabéis, en estas últimas semanas se ha producido el cierre definitivo -sus últimos coletazos se han prolongado durante algunos meses- de la librería Cervantes, un monumento de la cultura de la ciudad, con ochenta años de historia a sus espaldas, ocho décadas siendo una referencia inexcusable del universo libresco de Salamanca. Con ocasión de la triste “defunción” de Cervantes he querido llevar a cabo distintas iniciativas radiofónicas -coincidentes además con estas fechas cercanas al 23 de abril, Día del Libro- que tienen a los libros y las librerías como protagonistas.
 
Así, anteayer, el pasado 18 de abril, tuvo lugar una edición especial de mi otro programa en Radio Universidad, Buscando leones en las nubes, emitida en directo desde la Casa de las Conchas en colaboración con su Biblioteca, con participación de diversos libreros de la ciudad. Igualmente, el próximo 16 de mayo volverá a emitirse otro programa desde la misma sede, también en directo, aunque en esta ocasión bajo la estructura de debate, que girará sobre el futuro del libro y las librerías, tanto desde un punto de vista general como desde un planteamiento más local y centrado en la realidad de nuestra población. Cuatro representantes de otras tantas librerías salamantinas protagonizarán la mesa redonda, que moderaré yo mismo y a la que desde aquí os invito ilusionadamente.
 
Y compartiendo este espíritu de homenaje a Cervantes (también al autor, de cuya muerte se cumplen ahora los cuatrocientos años, quién puede no estar al corriente) y de celebración del indispensable papel de las librerías, os propongo ahora la lectura de un libro, un formidable libro, al que pertenece el significativo preámbulo con el que he abierto el programa y que constituye un inteligente, lúcido y exhaustivo análisis, un estudio apasionado y muy interesante, entregado y a la vez desmitificador, del universo de las librerías. Con ese título, precisamente, Librerías, presentó en 2013 Jorge Carrión un magnífico ensayo que fue finalista ese año del Premio Anagrama, editorial en que vio la luz.
 
El propósito confesado de la obra de Carrión es llevar a cabo un recorrido más o menos cronológico, pero también geográfico, sociológico e histórico por el fascinante universo de las librerías. A partir del comentario de algunos cuentos con los libros como protagonistas, que se presentan al inicio y que funcionan como metáfora del universo que va a abordarse en el ensayo -Mendel el de los libros, de Stefan Zweig, y La biblioteca de Babel, El aleph o, sobre todo, Funes el memorioso, de Jorge Luis Borges-, Carrión asume su condición de “turista cultural” (Al día siguiente visité Gleebooks y estampé uno de los primeros sellos de mi pasaporte invisible, que en aquella época (mediados de 2002) tenía un sentido, digamos, transcendente para mí, peregrinaba a las librerías, a los cementerios, a los cafés, a los museos, templos de la cultura moderna que adoraba todavía. Como se habrá adivinado ya a estas alturas del ensayo, hace tiempo que asumí mi condición de turista cultural o de metaviajero y que dejé de creer en pasaportes invisibles. La metáfora, no obstante, me parece bastante adecuada y, en el caso de los amantes de las librerías, serviría para enmascarar una pulsión fetichista y sobre todo consumista, un vicio que a veces se parece demasiado al síndrome de Diógenes) y se pasea por infinidad de librerías del mundo entero, pasadas y, la mayor parte, todavía existentes, dándonos cuenta de sus peculiaridades mientras intercala sustanciosas reflexiones propias (Cada librería condensa el mundo), textos ajenos, citas literarias, notas eruditas, anécdotas de escritores, infinidad de esclarecedores datos (En Nueva York, donde en los años de posguerra había 330 librerías, ya sólo quedan actualmente 30) y curiosidades varias, en torno a un tema central que abarca los libros y las librerías, la lectura y los libreros, los lectores y las bibliotecas, consciente el autor de que la historia de las librerías (…) sólo puede relatarse a partir del álbum de postales y de fotos del mapa situacionista, del puente provisional entre los establecimientos desaparecidos, y los que todavía existen, de ciertos fragmentos literarios; del ensayo. Se trata, pues, de un ambicioso proyecto de cuya magnitud dan cuenta la abundante bibliografía aportada, las interesantes secciones de webgrafía y filmografía, las numerosas referencias recogidas en el extenso índice onomástico final y la profusión de establecimientos visitados en su al parecer inagotable periplo por las librerías de los cinco continentes.
 
En su estudio afloran distintas tipologías de librerías: las clásicas, en Grecia o Roma, la librería oriental, las librerías literarias, las librerías de viaje, las más antiguas del mundo, las políticas, las de cine, recreadas -inventadas a veces- en películas, las citadas en los libros, las librerías de los ferrocarriles, las cadenas de librerías, los pueblos librería (Hay-on-Wye como paradigma de un fenómeno que crece exponencialmente), la mitificación de las librerías, las librerías y el ideal romántico del amor, las librerías míticas de América -de este a oeste (de Nueva York a San Francisco), y de norte a sur (de Ontario a Santiago de Chile)-, las librerías del fin del mundo (Sudáfrica y Australia y la Patagonia), las legendarias librerías de París, las librerías de urgencia, las de paso (aeropuertos, trenes), las librerías espectáculo (las de arquitectura prodigiosa, las que albergan galerías de arte), las librerías cotidianas (los quioscos de la infancia, los cafés, las exposiciones o los conciertos en librerías, la ciudad como librería, los paseos con pausas entre rimeros de libros), las librerías virtuales, la librería del siglo XXI, las del futuro.
 
Y salpicando el texto -y protagonizando en muchos casos el estudio y los análisis- decenas de comentarios sobre librerías concretas, de las que no me resisto a ofrecer aquí un sucinto elenco de las más destacadas, citadas “por orden de aparición” en el libro: Green Apple Books de San Francisco, La Ballena Blanca en la Mérida venezolana, Robinson Crusoe 389 en Estambul, La Lupa de Montevideo, L’écume des Pages en París, The Book Lounge de Ciudad del Cabo, Eterna Cadencia de Buenos Aires, Literanta de Palma de Mallorca, Librería del Pensativo de Ciudad de Guatemala, Ler Devagar de Lisboa, El Péndulo de Ciudad de México, 10 Corso Como de Milán, Ulyssus en Gerona, Altaïr en Barcelona, Desnivel en Madrid, Foyles y Stanfords en Londres, Daunt Books por toda Inglaterra, Aux Vieux Campeur a lo largo de Francia, Lello en Oporto, City Lights o Books Ink. en San Francisco, Bertrand en Lisboa, la más antigua del mundo, Books Arcade, Ianos o Politeia o Kauffman en Atenas, la cadena Waterstone’s, la Librería de Ávila de Buenos Aires, Bozzi en Génova, la más antigua de Italia, Shakespeare & Co, la legendaria librería de París, La Reduta de Bratislava, la Karl Marx Buckhandlung de Berlín Oriental y la Autorenbuchhandlung de Berlín Occidental, la cadena Xinhua china, la Librería del Sur venezolana, la Universal de Miami, la biblioteca inmaterial e infinita de Jemaa el Fna de Marrakech y la Librairie Papeterie de Mll. El Ghazzali Amal, también en Marrakech, la Librairie des Colonnes en Tánger, el Bazar de los Libros de Estambul, la Madbouly de El Cairo, la Sefer Ve Sefel y Tamir Books, de Jerusalén, Libro Books de Tokio, Bookmall de Shanghái, Strand, otra librería mitológica, en Nueva York, World’s Biggest Bookstore en Ontario, Prairie Lights, en Iowa, Powell’s City of Books, en Portland, la Travel Book Company o la Embryo Concepts, entre otras muchas existentes sólo en la ficción cinematográfica, Leonardo da Vinci en Río de Janeiro, la Rebeca Nodier o la del Sótano o la Orozco o la Horacio o la Milton o El Laberinto o El Callejón de los Milagros o Inframundo, entre decenas en México D.F., La Gran Pulpería del Libro, en Caracas, El Burrito Blanco, de Montevideo, El Virrey de Lima, en la capital peruana, Libros Prólogo, en Santiago de Chile, La Librairie-Galerie La Hune, en París, Barnes & Noble o Hudson por todo Estados Unidos, Hachette en Francia, Wheeler and Co, con decenas de establecimientos a lo largo de la India, Chapters y Fnac, Borders y Amazon, hoy ya en todo el mundo, Gleeboks en Sidney, The Long Street Antique Arcade en Ciudad del Cabo, Acqua Alta en Venecia, Laie en Barcelona, La Maison des Amis del Livres en París, Another Country en Berlín, la Boekhandel Selexyz Dominicanen, de Maastricht, la Ateneo Grand Splendid o Clásica y Moderna o Guadalquivir, todas de Buenos Aires, La Central, tanto la originaria de Barcelona como su más reciente filial en Madrid, la del Centro Cultural Gabriel García Márquez de Bogotá, The Last Bookstore de Los Ángeles, Cook & Book de Bruselas, Bookworm en Pekín, Bookábar en Roma, El Buscón en Caracas, Angus & Robertson en Sidney, la Colonnese de Nápoles, la Librería de los Escritores, de Moscú, la Mundo, de Barranquilla, la Rayuela, en La Habana, la Universitaria de Santiago de Chile e infinidad de otras más, decenas de emplazamientos en todo el mundo en los que se lleva a cabo, día a día, el mágico ritual del descubrimiento de los libros que tanto necesitamos los amantes de la lectura.
 
Cierro aquí esta reseña con un tema musical que no habla estrictamente de librerías sino de bibliotecas, y además indirectamente, pues el protagonismo recae en una guapa bibliotecaria, aunque Librarian, de My Morning Jacket, es una canción espléndida. Espero que la disfrutéis junto con este magnífico Librerías de Jorge Carrión que hoy os he recomendado.
 
 
Durante los primeros meses de 2013 he visto cómo una librería casi centenaria se convertía en un McDonald's. La metáfora es obvia, por supuesto, pero no por ello resulta menos contundente. Muy probablemente, la Catalònia, que abrió sus puertas en las inmediaciones de la plaza de Cataluña en 1924, no haya sido la primera librería que se convierte en un local de comida rápida; pero sí es la única de esas metamorfosis que he presenciado. Durante unos tres años, por las mañanas pasaba por la puerta de vidrio y a veces entraba a echar un vistazo, a comprar algún libro, a realizar alguna consulta, hasta que de pronto las persianas ya no volvieron a ser levantadas y alguien colgó un cartel precario, un folio apenas.
 
Día a día fui testigo de la desaparición de los libros, las estanterías vacías, el polvo, ese polvo que es el gran enemigo de los libros, unos libros que ya no estaban, que sólo eran el fantasma, el recuerdo, cada vez más el olvido de unos libros que un miércoles ni siquiera tenían ya anaqueles en que existir, porque el local fue vaciado, se llenó de obreros que desarticularon los estantes y las góndolas y lo llenaron todo de taladros y de ruido, ese ruido que tanto me sorprendió durante semanas, porque durante años, cuando pasaba por la misma puerta, lo que emanaba de ella era silencio y limpieza, y ahora una polvareda surgía de ella, carretas cargadas de escombro, de ruina, la progresiva transformación de la promesa de la lectura, del negocio de la lectura, en la ingestión de proteínas y de azúcares, el negocio de la comida rápida.
 

miércoles, 13 de abril de 2016

UMBERTO ECO Y JEAN CLAUDE-CARRIÉRE. NADIE ACABARÁ CON LOS LIBROS. JESÚS GARCÍA SÁNCHEZ. FILOBIBLÓN. MARÇAL FONT, MARÍA HERNÁNDEZ Y JÚLIA IBARZ. LIBROPESÍA Y OTRAS ADICCIONES 
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a un Todos los libros un libro que en la edición de hoy y en la de dentro de siete días va a hacer honor a su nombre de un modo especialmente literal. Y es que esta semana y la que viene, coincidiendo con la ya cercana celebración del día del Libro, el 23 de abril próximo, vamos a dedicar nuestro espacio a festejar la lectura y los libros, a homenajear a los lectores y a las librerías, con sendas emisiones que tienen como centro al libro, a la vez que sirven de manifestación de mi agradecimiento y admiración a dos destacados protagonistas -uno esta semana y otro en la próxima- de su universo, el mundo libresco.
 
Así ocurrirá, de entrada, con el programa de hoy, en que, por un lado, os traigo varios títulos que tienen en el libro su motivo principal; volúmenes de muy variados propósito e intención, de planteamientos y enfoques muy distintos, pertenecientes a géneros también diversos y que aparecen bajo formatos y presentaciones formales ciertamente diferentes. Como es natural, al ser varios los textos a comentar, me contentaré con una breve mención a cada uno de ellos, con el fin, espero que logrado, de despertar vuestra atención y estimular vuestro interés por unos textos que, cada uno en su estilo, resultan muy atractivos. Por otro, quiero aprovechar la excusa que proporciona nuestro tema principal para recordar desde aquí a un escritor, Umberto Eco, recientemente fallecido y que, entre su importante y prolífica obra -reseñada en alguna otra ocasión estas páginas-, tiene algún título, como el que a continuación quiero presentaros, dedicado a la lectura y los libros.
 
En primer lugar, y empezando por esta última referencia, que a mi juicio es la que aparece revestida de una mayor entidad de entre todas mis propuestas de hoy, aunque solo sea por el prestigio, por el nombre de sus responsables, quiero recomendaros Nadie acabará con los libros, publicado por la Editorial Lumen en abril de 2010, en traducción de Helena Lozano Miralles. El libro, ilustrado con las magníficas imágenes de un fotógrafo clásico, André Kertész, recoge una larga conversación entre el conocido ensayista y narrador Umberto Eco y el guionista y hombre de teatro, Jean-Claude Carriére. Ambos mantuvieron diversas charlas con el también escritor y periodista francés Jean Philippe de Tonnac en sus respectivas residencias, la parisina del dramaturgo galo y la de Montecerignone del ilustrado toscano. Horas de eruditas y distendidas tertulias con un tema monográfico, el libro, y sus derivados, podríamos decir, las diversas vertientes de la cultura libresca, lo que desde Gutemberg es tanto como decir cultura a secas. Por entre los infinitos meandros de las conversaciones y las sabias digresiones a las que se entregan los dos cultos interlocutores afloran todas las manifestaciones imaginables del universo del libro: la agorera anunciación de la muerte del libro; su al parecer irremediable sustitución por los soportes electrónicos; la insensata pasión coleccionista; el irracional frenesí que conlleva la bibliofilia, de la que ambos contertulios son destacados exponentes; la abundancia de información en nuestros días, la inflación de palabra escrita en estos tiempos de internet y sus consecuencias sobre el acto de leer; el libro como privilegiado recipiente en que se encierra el pasado, nuestra historia, la vida entera de la humanidad, condenado todo ello al olvido frente a la efímera actualidad; los criterios con los que analizar la valía de los libros, los presuntuosos catálogos, los absurdos listados de obras maestras; las censuras que los libros han sufrido en épocas y geografías muy distintas, prueba inequívoca de la estupidez humana, así como ejemplificación reiterada de los intentos del poder por acallar la voz de la gente de a pie; las actuales manifestaciones de esas represiones librescas: el control sobre Google en China o las reacciones frente a la difusión de los papeles de Wikileaks, que no se citan expresamente en la obra, al ser ésta anterior a su divulgación, pero que sobrevuelan en espíritu algunas de las intervenciones de sus protagonistas; los libros que no se han leído, pero que, casi por ósmosis, impregnan nuestra cultura; las religiones del libro, el destino de las bibliotecas, el olvido y la memoria. A esta última se refiere, precisamente, el texto con el que cerraré por hoy nuestra sección.
 
La segunda de mis recomendaciones de esta tarde se desenvuelve en el territorio de la poesía. Jesús García Sánchez, factótum de la Editorial Visor, celebró los 700 números de la Colección Visor de Poesía con Filobiblón, un compendio, una magnífica antología de poemas de autores en lengua española en los que el libro constituye el elemento central. Por el estupendo volumen desfilan Quevedo, Bécquer y Rubén Darío, Lope, Góngora y Juan Ramón, Machado, Lorca y Cernuda, Borges y Neruda, José Hierro y Mario Benedetti, Luis Alberto de Cuenca, Luis García Montero y Felipe Benítez Reyes, Félix Grande, José Agustín Goytisolo, Carlos Marzal o ‘nuestro’ Juan Antonio González Iglesias. Decenas de versos espléndidos pueblan un volumen que ofrece una aproximación insólita pero muy atractiva al mundo de los libros y de la lectura, y una fantástica forma de homenajear al libro e, indirectamente, a la propia editorial que tantas joyas nos ha ofrecido en estos sus primeros setecientos títulos.
 
Con la misma pretensión compilatoria aparece una tercera obra titulada Libropesía y otras adicciones y publicada por la editorial Libros del silencio. Se trata de una recopilación de textos, esta vez de ficción y pequeños ensayos, aunque se incluye también alguna poesía, en concreto dos sonetos de Quevedo que ya estaban en el anterior compendio de Visor, que vuelven recrear el placer de la lectura, las manías de los lectores, la magia que casi siempre emana del acto de leer. En el breve librito se dan cita un enjundioso prólogo de Alberto Manguel, con el significativo título de ¿Por qué leer?,  un prefacio explicativo de Marçal Font, María Hernández y Júlia Ibarz, autores de la antología, y, por fin, siete curiosos textos, que constituyen la esencia de la obra: Contra el ignorante que compraba muchos libros, de Luciano de Samosata; La fuente del Potrillo, un diálogo sobre el arte de los libreros escrito por Niccolò Franco, escritor satírico del cinquecento italiano; los dos sonetos mencionados de Francisco de Quevedo; Bibliomanía, un cuentecito espléndido de Gustave Flaubert, el primero que, al parecer, escribió, ambientado en Barcelona; otro cuento, La Biblioteca universal, debido a Kart Lasswitz, un escritor alemán del siglo XIX; un pequeño artículo del argentino Leopoldo Lugones sobre las Bibliotecas vivas; y por último, un breve pero interesantísimo ensayo de Virginia Woolf con otro título explícito: ¿Cómo hay que leer un libro? Pese a la unidad temática, la variedad de enfoques, estilos y géneros ofrece muchos motivos de interés para cualquier lector preocupado por reflexionar acerca de la lectura y sus temas adyacentes.
 
En fin, aquí terminamos ya por esta tarde, leed cualquiera de estos libros sobre libros, o si ninguno os despierta hoy vuestra atención, leed otros, o preparaos para visitar los puestos que el próximo Día del Libro nos esperan en la Plaza Mayor; seguro que en ella encontraréis alguno que os complazca.
 
La ilustración musical de hoy la ponen Belle & Sebastian con su Wrapped up in books.
 
 
Obviamente, aprender las tablas de multiplicar en una época en la que las máquinas pueden contar mejor que nadie, parece tener poco sentido. Pero queda el problema de nuestra capacidad gimnástica. Es obvio que en coche puedo ir más deprisa que a pie. Sin embargo, hay que caminar un poco todos los días, o hacer jogging, para no convertirse en una ameba. Supongo que usted conoce ese buen relato de ciencia ficción que cuenta cómo, el siglo que viene, en una sociedad en la que los ordenadores ya piensan por nosotros, el Pentágono descubre a alguien que todavía sabe de memoria las tablas de multiplicar. Los militares lo secuestran considerándolo un genio de un valor inestimable en tiempos de guerra, ante la eventualidad de que el mundo sufra un apagón global.
 
Hay una segunda objeción. En ciertos casos, el hecho de saber algunas cosas de memoria, te da capacidades intelectivas superiores. Estoy completamente de acuerdo en decir que la cultura no reside en saber la fecha exacta de la muerte de Napoleón. Basta saber dónde encontrarla en tres minutos. Pero no hay duda de que todo lo que sabemos de forma autónoma, incluida la fecha de la muerte de Napoleón, el 5 de mayo de 1821, nos da cierta autonomía intelectual.
 
Este problema no es nuevo. La invención de la imprenta representa ya una posibilidad de apartar la cultura con la que no queremos cargar metiéndola en el congelador, en los libros, sabiendo simplemente dónde encontrar la información necesaria en el momento adecuado. Se delega, por tanto, una parte de la memoria a los libros, a las máquinas, pero seguimos teniendo un deber: intentar hacer todo lo posible con nuestros propios instrumentos. Por consiguiente, ejercitando nuestra memoria.


miércoles, 6 de abril de 2016

FRANZ-OLIVIER GIESBERT. LA COCINERA DE HIMMLER
 
No soporto a la gente que se queja. El problema es que el mundo está lleno. Por eso tengo un problema con la gente.
En el pasado podría haberme quejado en muchas ocasiones, pero siempre me he resistido a practicar algo que ha convertido el mundo en un coro de plañideras.
Al final, la única cosa que nos separa de los animales no es la conciencia que estúpidamente les negamos, sino esa tendencia a la autocompasión que deja a la humanidad por los suelos. ¿Cómo podemos dejarnos llevar por ella mientras recibimos la llamada de la naturaleza, del sol y de la tierra?
Hasta mi último aliento, e incluso después, no creeré en nada salvo en las fuerzas del amor, de la risa y de la venganza. Son ellas las que han guiado mis pasos durante más de un siglo, a través de la desgracia, y francamente, nunca he tenido que arrepentirme, ni siquiera hoy, cuando mi viejo cuerpo me está fallando y me dispongo a entrar en la tumba.
Debo decirles en primer lugar que no tengo nada de víctima. Por supuesto estoy, como todo el mundo, en contra de la pena de muerte. Salvo si soy yo quien la aplica. Y la he aplicado alguna vez, en el pasado, tanto para hacer justicia como para sentirme mejor. Nunca me he arrepentido.
Mientras tanto, no acepto dejarme pisotear, ni siquiera donde vivo, en Marsella, donde la chusma pretende imponer sus leyes. El último que lo intentó, y lo terminó pagando, fue un raterillo que se suele mover en las colas que, en temporada alta, no lejos de mi restaurante, se forman delante de los barcos que realizan el trayecto a las islas de If y Frioul. Se dedica a vaciar bolsos y bolsillos de los turistas. A veces da algún tirón. Es un chico guapo, de andar elástico, con la capacidad de aceleración de un campeón olímpico. Lo llamo «el guepardo». La policía diría que es de «tipo magrebí», pero yo no pondría la mano en el fuego.
A mí me parece más bien un niño pijo que se ha desviado del buen camino. Un día que fui a comprar pescado al muelle, nuestras miradas se cruzaron. Es posible que me equivoque, pero no vi en la suya más que la desesperación de alguien que lo está pasando mal después de haber perdido, por pereza o fatalidad, su condición de niño mimado.
Una noche me siguió después de cerrar el restaurante. Ya es mala suerte, para una vez que vuelvo a casa a pie. Eran casi las doce, el viento era tan fuerte que parecía que los barcos iban a echarse a volar y no había un alma en la calle. Las condiciones perfectas para un asalto. A la altura de la place aux Huiles, cuando vi con el rabillo del ojo que se me iba a echar encima, me volví bruscamente y le planté delante de sus narices mi Glock 17. Diecisiete balas del calibre 9 mm, una pequeña maravilla. Empecé a gritarle:
-¿No tienes nada mejor que hacer que atracar a una centenaria, gilipollas?
-Pero si yo no he hecho nada, señora, no quería hacerle nada, se lo juro.
No paraba quieto. Parecía una niña saltando a la comba.
-Por regla general -le dije-, un tipo que jura es siempre culpable.
-Se equivoca, señora. Sólo estaba dando un paseo.
-Escucha, mentecato. Con este viento, si disparo nadie lo va a oír. Así que no tienes elección: si quieres seguir con vida, ahora mismo me das la bolsa con toda la mierda que has robado hoy. Se la daré a alguien que lo necesite.
Le apunté con mi Glock como si fuese un índice:
-Y que no te vuelva a pillar. En caso contrario, prefiero no pensar en lo que te pasará. ¡Vamos, lárgate!
Tiró su bolsa y se marchó corriendo y gritando, cuando ya estaba a una distancia respetable:
-¡Vieja loca! ¡No eres más que una vieja loca!
Luego me dediqué a repartir el contenido de la bolsa -relojes, pulseras, móviles y carteras- entre los mendigos que se acurrucaban en pequeños grupos a lo largo del cours d’Estienne-d’Orves, no lejos de allí. Me lo agradecieron con una mezcla de miedo y asombro. Uno de ellos sugirió que estaba chiflada. Le respondí que eso ya me lo habían dicho.
Al día siguiente, el dueño del bar de al lado me previno: esa misma noche había habido otro atraco en la place aux Huiles. Esta vez la culpable era una anciana. No entendió por qué me eché a reír.
 
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. La anciana que habla en el desternillante texto que acabo de leeros como introducción a mi reseña de esta tarde es Rouzane Robarts -o Rose Zhongling- la protagonista principal de La cocinera de Himmler, la estimable novela de Franz-Olivier Giesbert, un escritor y periodista francés aunque nacido en Estados Unidos, un importante personaje en el panorama cultural del país vecino con una destacada presencia en su vida política, social, literaria y, en general, mediática. El libro apareció en 2013 en la editorial Alfaguara en traducción de Juan Carlos Durán Romero.
 
“Nuestra” Rose es una muy singular mujer que cuenta ciento cinco años (A punto de cumplir ciento cinco años, no me queda más que un hilo de voz, cinco dientes hábiles, una cara de búho, y no huelo precisamente a rosas) en el presente desde el que se narra la acción y que, nacida en 1907, ha disfrutado (aunque el verbo es, en su caso, limitado e inexacto, pues deja fuera las muchas ocasiones de sufrimiento y dolor padecidos en su vida) de una existencia que corre en paralelo con el siglo XX, de cuyos principales acontecimientos ha sido afortunada (y de nuevo el término puede objetarse) testigo. Había vivido, hasta el tuétano de mis huesos, -nos dice- lo que puede considerarse sin temor a equivocarse uno de los períodos más terribles de la historia de la humanidad: el siglo de los asesinos.
 
Estamos ante una mujer muy singular -tal y como queda de manifiesto en el prólogo del libro, que encabeza este comentario-, muy decidida, con rasgos de un carácter muy fuerte, con una personalidad arrebatadora. Vitalista, sincera, extremadamente lúcida, deslenguada, atrevida, su larga y muy vivida trayectoria vital, surcada de acontecimientos notables, de episodios extremos, de experiencias apasionantes, de emociones profundas, de amores intensos, de odios furibundos, de encuentros deslumbrantes, de desgracias sin cuento, la han hecho escéptica y a la vez capaz de ilusionarse, descreída pero también entregada y activa, inevitablemente cansada pero también rebelde y sensible y enamorada. Lo que nos mantiene en pie son nuestras locuras, señala en un momento de la novela, y así, exaltada y excéntrica, se mantiene rebasados los cien años.
 
Rose atraviesa el siglo XX en contacto con todos los grandes momentos y los principales personajes históricos de una época convulsa, en un recorrido personal que acaba encadenándose con esos hechos decisivos del acontecer de la humanidad en un siglo repleto de ellos (El día de mi nacimiento, los tres personajes que iban a arrasar la humanidad ya estaban en este mundo: Hitler tenía dieciocho años, Stalin, veintiocho, y Mao, trece. Había caído en el siglo equivocado: el suyo). Una imbricación que se produce de una manera algo forzada, -a mi juicio la principal objeción que puede hacerse al libro-, en una opción un punto artificiosa del autor que se traduce en una estructura algo superficial, algo “maquinal” de la obra: los episodios biográficos de la protagonista se suceden, ligeros, casi con la única finalidad de llenar etapas, de cubrir fechas, de cerrar hitos históricos, de enlazar referencias. Rose nace en Kovata, cerca de Trebisonda, Armenia, al borde del Mar Negro, en 1907. Y nace -en una circunstancia premonitoria de lo excepcional de su desarrollo futuro- con su madre subida a un árbol: la hija del cerezo, como ella misma se define. Pocos años después, los fanáticos de Unión y Progreso, el partido revolucionario de los Jóvenes Turcos que aboga por la "turquificación" de los armenios, asesinan a sus padres. Ella logra escapar escondida en una carreta llena de estiércol, respirando entre el fétido magma gracias a unos tallos de junco. Con tan sólo ocho años nos la encontramos en el harén de Salim Bey, precisamente una de las eminencias del Comité de Unión y Progreso, que la inicia en degradantes experiencias sexuales y la “cede”, tras dos años de “uso” continuo aunque mitigado por una relativa “amabilidad”, a Nazim Enver, obeso y cincuentón, que la viola reiterada y despiadadamente. Con sólo diez años, e indeleblemente marcada, forzosamente curtida por esta sucesión de experiencias extremas, reaparece en Marsella, acogida al manto “protector” de Chapacán I, un “rey” mafioso, un capo de los burdeles, dueño de los sinuosos mundos de la prostitución, la mendicidad, el robo, el juego y el tráfico de drogas. Huye, perseguida por los mafiosos, y encuentra un cierto calor humano, primero en el hogar de Bernabé Bartavelle, dueño de un restaurante, que la inicia en los secretos de la cocina, y más adelante en una granja en Sainte-Tulle, en donde Escipion y Emma Lampereur, los granjeros, le transmiten la calidez de la familia, los valores y el amor. Allí conoce a Gabriel Beaucaire, el rey de las pinzas Burdizzo, con las que diestramente castra -ese es su oficio- a las ovejas, y del que se enamora. Marcha a París, donde, con Gabriel, desempeñan el papel de “negros” de Alfred Bournissard, escribiendo para él ensayos sobre Édouard Drumont, un furibundo antisemita que fascinó en el primer tercio del siglo pasado a no pocos intelectuales franceses. Y abre su primer restaurante en París, en 1926, La Petite Provence, frecuentado por todos los intelectuales de la época. Y participa en infinidad de episodios del mundo de los colaboracionistas y de la resistencia, y asiste impotente a la persecución de su marido, presuntamente judío, a su desaparición y a la muerte de sus hijos en un campo de concentración. Y aparecen Sartre y Simone de Beauvoir, a los que frecuenta. Y seduce a Himmler, que la convierte en su cocinera y amante sui generis, y llega a conocer, en un encuentro hilarante, al mismo Hitler. Los nazis la nombran, por sus conocimientos culinarios y dietéticos, coordinadora de la investigación en el centro de estudios de la nutrición, en Salzburgo, y en el laboratorio de cosméticos y cuidados del cuerpo, en Dachau. Y huye de la derrota nazi, llegando a Nueva York, en donde vuelve a contraer matrimonio, y arriba al Pekín de la revolución maoista en 1955, con una nueva boda. Y toda esta apasionante historia se narra desde la Marsella de 2012, en donde se ambienta la primera “escena” con la que he abierto mi comentario de esta tarde, una Marsella, multicultural y moderna, mediterránea y canalla, en la que la anciana Rose se acerca a la muerte entre recuerdos del implacable pasado, vivencias de un pese a todo satisfactorio presente, y anhelos de un improbable futuro.
 
Rose ha fundamentado esta excepcional existencia en unos escogidos placeres simultáneos, algunos de los cuales confiesa abiertamente: Cuando me preguntó cuáles eran mis aficiones, respondí: Dios, el amor, la cocina y la literatura, dice. Y así, nuestra protagonista se recrea en la demorada venganza (Aunque la venganza viole el código civil y los preceptos religiosos, es un placer del que me parece estúpido privarme. Cuando se consuma, procura, como el amor, un alivio interior. A decir verdad, es la mejor forma de encontrarse en paz con una misma y con el mundo) que la lleva a ir acabando, sin prisa pero implacablemente, con quienes la han dañado en su vida; permanece atrapada en el recuerdo de sus muertos, evocados de continuo (su primer marido Gabriel, sus hijitos, Édouard y Garance, sus padres… desaparecidos todos a causa de los diversos horrores y de la barbarie que inundaron el siglo); se entrega a los deleites del amor (desde el primero, romántico e inocente, con el niño Mustafá, pasando por el de sus diversos maridos, el mencionado Gabriel, Frankie Robarts, el gordo esposo americano, Liu, con el que se casará en China y que le dará su definitivo apellido, incluyendo el de diversos protectores que la acogen a lo largo de su vida, o el del fogoso amante Gilbert Jeanson-Brossard, o el del mismo Heinrich Himmler y otros jerarcas nazis e incluso el sensual goce que le proporciona Kady, la camarera maliense, con la que intima siendo Rose ya sexagenaria); disfruta del encantamiento de los libros (en la novela se citan como lecturas de la anciana a lo largo de su vida Los miserables y Huckleberry Finn, David Copperfield y La isla del tesoro, diversas obras de los mencionados Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a los que llega a conocer, y otras de Albert Camus, Althusser y muchos más literatos franceses, singularmente Pascal, cuyos Pensamientos la acompañan siempre); y, claro, saborea los encantos de la cocina, estando el libro trufado -nunca mejor dicho- de recetas de diversos platos -que se recogen en un apetitoso apéndice final- que Rose, la cocinera de Himmler, tiene ocasión de ir preparando a lo largo de su vida, tanto en su ámbito familiar como al frente de los diversos restaurantes que dirige: el ya citado La Petite Provence, en París y Marsella, el Frenchy’s en Chicago.
 
Y además, su espíritu decidido la lleva también -en una vida, como he señalado, muy colmada y fecunda- a estudiar fitoterapia, a crear su propia marca de pastillas para estar en forma o para dormir, a dar clases particulares de alemán, inglés e italiano, e incluso, ya anciana, a adentrase en los misterios de Internet, en donde, como declara, continúo castigando la red bajo el seudónimo rozz-corazonsolitario. Y añade: multitud de internautas acceden cada día a mi cuenta, donde expreso mi opinión sobre la actualidad de los famosos o mi pena de vivir sola desgranando una sarta de estupideces propias de una gata en celo. Con algunos de esos desconocidos virtuales, septuagenarios muchos de ellos, acaba manteniendo encuentros en los que, atrevida y segura, humilla y ahuyenta a sus interlocutores.
 
Una mujer singular, he escrito, y más cuando conocemos, ya al final del libro, los principios, los siete mandamientos que la han inspirado en su agitado recorrido vital: Vivid cada día como si fuese el último. Olvidadlo todo pero no perdonéis nada. Vengaos los unos de los otros. Desconfiad del amor: se sabe cómo se entra pero no cómo se sale. No dejéis nunca nada en vuestro vaso, ni en vuestro plato, ni a vuestra espalda. No dudéis en caminar contra corriente, sólo los peces muertos la siguen. Moríos vivos. Y aún un octavo: Dejad a un lado vuestro amor propio. Si no, nunca conoceréis el amor.
 
Esta mujer única decide, en el ocaso de su vida, dar cuenta de su deslumbrante -magnífica y también terrible- peripecia vital. Consciente de que sin el recuerdo en los demás nuestra vida está -a su término- condenada al fracaso (Una de las cosas que se comprenden a una edad tan avanzada como la mía es que la gente está mucho más viva dentro de una después de muerta. Por eso morir no es desaparecer sino, al contrario, renacer en la mente de los demás), decide escribir un libro, el que nosotros leemos, narrado en primera e individualísima persona: cuando una piensa que se va a morir y no hay nadie que la acompañe, ni siquiera un gato o un perro, no hay más que una solución: volverse interesante. Decidí escribir mis “Memorias” (…) un libro para celebrar el amor y para prevenir a la humanidad de los peligros que corre, para que no viva jamás lo que yo he vivido. Porque, más allá del interés narrativo de la novelesca historia de Rose, uno de los propósitos del autor, de un Franz-Olivier Giesbert que habla por boca de su personaje, es denunciar los excesos -los horrores- de una humanidad desquiciada y atroz, abominable y cruel, bárbara y profundamente salvaje, capaz de provocar, en su locura ciega y culpable, 231 millones de muertos -en datos del instituto holandés Clingendael, especializado en relaciones internacionales y citado en el libro- provocados por conflictos, guerras y genocidios en ese siglo XX que no paró de rebasar todos los límites de lo abyecto. Hace mucho tiempo intenté avisar a la humanidad -escribe Rose- contra las tres lacras de nuestra era: el nihilismo, la codicia y la buena conciencia, que le han hecho perder la razón. Una era que ha vivido -y ello se recoge también en el libro- el exterminio de judíos, armenios -más de un millón de armenios "suprimidos" entre 1915 y 1916-, tutsis, innumerables matanzas de comunistas y anticomunistas, de fascistas y antifascistas, y hambrunas políticas en la Unión Soviética, en la China Popular, en Corea del Norte, y sesenta o setenta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial, y más masacres en el Congo Belga, en Biafra, en Camboya...
 
Y de este modo, a través de la “adictiva” narración de Rose (el libro se “devora” con fruición), asistimos al relato de los grandes acontecimientos de ese siglo cruel. De lo particular, pues, a lo general, como se refleja en este fragmento del texto: Mi historia -escribe Rose- no es nada, bueno, no mucho: un minúsculo charco en la Historia, ese fango en el que chapoteamos todos y que nos lleva hasta el fondo a lo largo de los siglos. La Historia es una porquería. Me lo ha quitado todo. A mis hijos. A mis padres. A mi gran amor. A mis gatos. No comprendo esa veneración estúpida que inspira al género humano. Estoy muy contenta de que la Historia se haya marchado, ya causó suficientes estragos. Pero sé muy bien que pronto volverá, lo siento en la electricidad del aire y en la negra mirada de la gente. El destino de la especie humana es dejarse llevar por la estupidez y el odio a través de las fosas comunes que las generaciones precedentes han llenado sin descanso. La novela aparece así, plagada de reflexiones del autor acerca de la Historia, el devenir de la humanidad, la naturaleza del ser humano: A nosotros, los seres humanos, nos gusta presumir de especie superior, pero en realidad no somos más que hormigas, como las que observaba en la granja de mis padres y que, obsesionadas por la idea de extender su territorio, se pasaban el tiempo guerreando. Y también: Es imposible escapar de la Historia cuando su rodillo se ha puesto en marcha. Por mucho que hagamos, al final nuestra suerte es la de esas hormigas que huyen e la crecida de las aguas los días de tormenta: más tarde o más temprano son atrapadas por su destino. Y, pese a todo, pese a tanta brutalidad, pese a tanto delirio, pese a tanto dolor, prevalece una visión esperanzada: Incluso si la Historia nos dice lo contrario, hay que creer también en el futuro a pesar del pasado y en Dios a pesar de sus ausencias. Si no, la vida no valdría la pena de ser vivida.
 
En consonancia con esta aspiración de seriedad y hasta de trascendencia -a la que no afecta el enfoque ligero y el tono claramente humorístico de muchos pasajes de la novela-, el libro se cierra con una Pequeña biblioteca del siglo XX que incluye cerca de cincuenta referencias bibliográficas indispensables para un mejor conocimiento de esos acontecimientos destacados de la historia de estos decisivos últimos cien años; libros sobre el genocidio armenio, sobre el estalinismo, el nazismo y el maoísmo, sobre los campos de la muerte, sobre la ocupación alemana en Francia o sobre el siglo XX en general.
 
Una obra, pues, entretenida e interesante, de lectura apacible y fondo inquietante, esta La cocinera de Himmler, escrita por Franz-Olivier Giesbert y editada por Alfaguara, cuya reseña cierro aquí con una referencia musical de las muchas mencionadas en la novela. Que reste-t-il de nos amours?, un clásico de Charles Trenet, cuya letra describe con lírica precisión el acontecer vital de nuestra protagonista.