Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de enero de 2016

 
LUIS MORALES. UN AMOR COMO ÉSTE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Nuestra propuesta de hoy cierra la breve serie de libros, recomendados en los cuatro miércoles de enero, centrados en el género epistolar. Y si en las tres semanas precedentes os ofrecía, respectivamente, un interesante ensayo, una ambiciosa muestra documental y un emotivo trabajo de investigación histórica sobre las cartas, esta tarde os presento una novela que gira también sobre el mismo tema, aunque debo aclarar ya desde el principio que la aseveración según la cual Un amor como éste, el libro del que a continuación voy a hablaros, es en realidad y sin ningún asomo de duda una obra de ficción literaria es más que dudosa.

Un amor como éste, escrito por Luis Morales y presentado en 2015 por la editorial Funambulista, gira sobre la durante muchos años casi ignota, aunque cada vez más conocida, relación entre el gran poeta portugués Fernando Pessoa y la única mujer -al margen de su madre o su hermana- con la que mantuvo algún tipo de vínculo que pudiéramos llamar sentimental o cercano al amor, Ofélia Queiroz. A partir de la correspondencia entre ambos, de la cual con el paso del tiempo van apareciendo o dándose a conocer un mayor número de cartas, el autor, un entusiasta experto en el universo pessoano, nos muestra las vertientes más íntimas y profundas, más recónditas y ocultas, también más humanas y entrañables, de la personalidad del genial escritor lisboeta.

La dimensión literaria de Fernando Pessoa ha sido suficientemente estudiada y es bien conocida. A pesar de no haber visto publicada en vida la mayor parte de su obra, su figura se ha engrandecido desde su muerte, hasta el punto de ser considerado uno de los poetas más importantes de la historia de la literatura universal. Su legado, archivado en la Biblioteca Nacional de Lisboa en 105 cajas que contienen 45.000 imágenes, 27.543 documentos y 343 sobres, no deja de crecer con la aparición de cientos de nuevos papeles y algunos cada vez más esporádicos hallazgos, mientras se multiplican los libros, las tesis doctorales, los estudios y las publicaciones sobre su ingente obra propia y también sobre la firmada por sus heterónimos (hasta 127 distintos ha identificado, al parecer, Cavalcanti, su biógrafo brasileño, según Luis Morales, más allá de los universalmente reconocidos, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro o Bernardo Soares).

Del mismo modo, la dimensión externa (llamémosla así) de su vida ha sido también investigada y analizada al detalle. Cinco grandes biografías, la del portugués Joâo Gaspar Simôes, la del americano Richard Zenith, la muy reciente del mencionado José Paulo Cavalcanti, y las dos que yo devoré con pasión en su momento, en 1988 la del español Ángel Crespo (La vida plural de Fernando Pessoa) y en 1999 la del francés Robert Bréchon (Extraño extranjero), han rastreado prácticamente todos los resquicios de su por otro lado nada excepcional existencia pública. La temprana muerte de su padre, su infancia en Sudáfrica tras la nueva boda de su madre con un militar que ejercía como cónsul de Portugal en Durban, su vuelta a Lisboa, su vida discreta como oscuro oficinista entregado a la traducción comercial en diversas empresas, su vocación poética, sus colaboraciones en revistas literarias, sus amistades entre escritores y poetas, su febril ritmo creativo, su limitada reclusión en la capital lusa, su ignorada vida sentimental, su soledad y aislamiento, su propensión al alcohol, su temprana muerte -precisamente a causa de un cirrosis hepática- a los cuarenta y siete años, todos esos extremos de su biografía son bien conocidos y, como digo, han sido exhaustivamente explorados hasta el punto de que nada quedaba -al parecer- sin escrutar de su anodino paso -el personal, no el literario- por el mundo.

Eran, sin embargo, los aspectos más íntimos de su personalidad, los relacionados, precisamente, con su trayectoria sentimental, con su inexistente -en apariencia- vida amorosa, los todavía inaccesibles para los investigadores y expertos y, consiguientemente, para el público en general. En 1978 habían visto la luz cuarenta y ocho cartas de Fernando Pessoa a una entonces desconocida Ofélia Queiroz, hecho que permitió que se avanzasen hipótesis y especulaciones acerca de la presencia de una mujer -que habría sido su único amor- en la vida del tímido, triste y algo excéntrico poeta. Pero no fue hasta 1996 cuando, tras la muerte de Ofélia en 1991 y más tarde de sus más directos familiares, y el consiguiente permiso de sus herederos para publicar la correspondencia de la joven, aflora y llega a desvelarse en su justa medida esta faceta oculta de la compleja vida del siempre melancólico Pessoa. Divulgadas primero en escaso número, apareciendo nuevas muestras más abundantes en 2012, es por fin en 2013 cuando conocemos la totalidad de las cartas de Ofélia, 298 escritos (inéditos en español hasta Un amor como éste) que nos permiten conocer los pormenores de su enamorada relación.

Y este contacto epistolar que se extiende durante más de diez años (la primera carta es de 1 de marzo de 1920; la última, de 25 de diciembre de 1932) es el fundamento sobre el que Luis Morales construye una novela (soy novelista, y no biógrafo, ni investigador, confiesa) en la que con una extraordinaria base real hecha de los muchos datos conocidos de las biografías de ambos protagonistas, de las numerosas cartas transcritas en su integridad, de las frecuentes citas de poemas o fragmentos de la obra pessoana, sobre todo del prodigioso e imprescindible Libro del desasosiego (tan amplia la muestra, tan intensa la presencia de los hechos, las palabras y los datos documentados, que no parece haber en el libro otra cosa que esa “realidad”, más allá de la explícita fabulación del Epílogo del libro) rellena, reconstruye, imagina, racionaliza, especula, versiona, literaturiza, novela las vidas de los dos amantes unidos por un amor como éste, tan excepcional, tan singular, tan hermoso y tan triste.

Porque, en efecto, la relación entre un huidizo Fernando y una entregada Ofélia es muy triste, y nos deja a los lectores con un poso de intensa melancolía. Ambos se habían conocido en octubre de 1919 en las oficinas de la Baixa lisboeta donde ella entró a trabajar como secretaria y él se desempeñaba como traductor de correspondencia comercial. Al poco tiempo iniciaron una relación amorosa nunca oficializada, hecha de fugaces encuentros, inocentes paseos, muy infrecuentes efusiones físicas, inexistente contacto sexual y numerosas cartas, que se prolongó en una primera instancia hasta noviembre de 1920, retomándose, tras nueve años de separación, en el verano de 1929, para ir languideciendo progresivamente por el desinterés de Pessoa hasta finalizar definitivamente en enero de 1930, aunque el contacto, muy esporádico y accidental ya, se mantendría hasta la muerte del poeta a finales de noviembre de 1935, hace ahora poco más de ochenta años.

Los pormenores de la inusual relación, del extraño contacto cotidiano entre ambos jóvenes (ella tiene 19 años y él 31 cuando se conocen), los aspectos más íntimos de su trato reflejados en las cartas nos muestran los rasgos de sencillez y candorosa ilusión que suelen acompañar las ingenuas manifestaciones sentimentales de dos enamorados primerizos, aunque también -casi desde el principio, pero sobre todo en los coletazos finales de su “noviazgo”- rezuman la pesadumbre, la desolación, la nostalgia -la saudade-, la amargura y el desconsuelo tan característicos de la personalidad y la obra de Pessoa.

Leyendo las muchas cartas que Morales nos transcribe (y en particular la que os dejo como complemento final a esta reseña) nos acercamos, por un lado, a una dimensión inusitada de la figura de Fernando Pessoa (tan reconocible en su perfil público -el sombrero, el traje oscuro, la corbata de lazo, la mirada miope tras los lentes-, ese que lo identifica con la triste imagen del hombre solitario y anónimo, austero y distante, serio, reprimido y hasta asexuado, repitiendo sus rituales consabidos y asépticos, la oficina, la febril escritura, la parada en el café -siempre el mismo- para la cita con el aguardiente y las charlas con los pocos amigos, la habitación alquilada), pues muchas de ellas están llenas de ternura, de sensibilidad, de dulzura; afloran numerosos rasgos infantiles, se multiplican las emotivas expresiones amorosas, los besos y las caricias -casi únicamente epistolares-, las quejas y los reproches por nimiedades, el ansia del otro, los diminutivos cariñosísimos, los apodos entrañables (Ofelinha, bebé, bebecito, niniña pequeña, avispita, mi querido amor), todo lo hermoso y lo ridículo (pero, ya se sabe, solo quien nunca ha escrito cartas de amor es realmente ridículo), la desprejuiciada banalidad, lo sublime y lo trivial que entraña cualquier relación entre un hombre y una mujer, cualquier amor común, atemporal y universal, con las mismas grandezas y miserias, con los mismos condicionantes biológicos y psicológicos que el de cualquier individuo, aunque no sea un genio de la literatura.

Pero, a la vez, por entre estas muestras de genuina e imperfecta “normalidad”, por entre esos deseos reprimidos, esas efusiones inocentes que despiertan en él la candidez y la amorosa entrega de Ofélia, esa vulnerabilidad que humaniza -por una vez- su figura siempre tan racional, tan lúcida, tan inteligente, tan fría (hace frío en todo cuanto pienso, escribió; y esa es la cita con la que Morales abre el libro) poco a poco van imponiéndose la fortaleza de una vocación literaria que exige dedicación exclusiva a la obra, la espera, las dilaciones, el perpetuo postergar, la falta de compromiso, la misantropía, la inadaptación, la dificultad para el amor, la fatiga de ser amado, la insoportable exigencia de cumplir con las expectativas de otra persona, la compleja sexualidad, las tendencias depresivas, la neurosis, el consumo compulsivo de tabaco y alcohol, la autodestrucción, todas esas manifestaciones de la profunda incapacidad para la vida (Soy los alrededores de una ciudad inexistente, el prohibido comentario a un libro que nunca se escribió. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela aún no escrita, existiendo en el aire y deshecha sin haber existido entre los sueños de quien no supo completarme) del atormentado genio portugués. Y así, esa posibilidad de una existencia normal que el amor de Ofélia significa y lleva consigo, va poco a poco difuminándose hasta alejarse y perderse, condenando irremisiblemente a la soledad al desgraciado Fernando (Ofélia, en cambio, llegará a casarse, felizmente, años más tarde).

Un amor como éste nos deja, más allá de la inmensa y controvertida figura de Pessoa, el retrato espléndido de una Ofélia Queiroz magnífica en su amor desinteresado e imposible, en su cariñosa dedicación, en su espera decepcionante y sin embargo ilusionada (Yo no te considero un hombre normal, y como tal no espero de ti banalidades o futilidades. Si a veces me lamento, es por lo mucho que te quiero, y no sé decirte que quedé contenta por no haberte hablado, o no haber recibido noticias tuyas. Yo no sé querer así. No es de extrañar que queriéndote mucho, sienta gran pena por no habernos visto. Pero tu carta de hoy me hizo bien, ahora esperaré con más resignación. Porque yo esperaré a Fernandinho el tiempo que sea necesario), en su determinación, en su voluntad, en su admirable templanza, en, a la postre, su resignación final.

Estimable libro este que recrea el apasionado y difícil amor de Ofélia Queiroz y Fernando Pessoa y que os recomiendo con entusiasmo. Aprovecho para proponeros también la lectura de un delicioso librito de Jesús Marchamalo, de título Pessoa, gafas y pajarita, que con espléndidas ilustraciones de Antonio Santos acaba de publicar la editorial Nørdica en diciembre de 2015. Se trata de una muy breve estampa del escritor -treinta escuetas páginas en formato mínimo que cabe en una mano- que recoge, en unas sucintas y cariñosas pinceladas, lo esencial de su biografía, incluyendo, claro está, el sustancial episodio de su amor con Ofélia.

Un soir à Lima, una serenata romántica de Félix Godefroid que la madre del escritor interpretaba al piano durante la infancia de este en Durban y que dio título a uno de sus poemas, aparece mencionada en el libro y, por ello, os la dejo como despedida en la interpretación de Phillip Sear.


Ofelinha pequeña:

Como no quiero que digas que no te he escrito, por no haberte efectivamente escrito, estoy escribiendo. No será una línea, como prometí, pero tampoco muchas. Estoy enfermo, debido principalmente a una serie de preocupaciones y disputas que tuve ayer. Si no quieres creer que estoy enfermo, evidentemente no lo creerás. Pero te pido el favor de que no me digas que no te lo crees. Bastante tengo con estar enfermo; no es necesario que, además, se dude de ello, o bien se venga a pedirme cuentas sobre mi estado de salud, como si dependiese de mi voluntad, o tuviese yo la obligación de rendir cuentas de lo que sea.

Lo que te he dicho de ir a Cascais (Cascais quiere decir un lugar cualquiera fuera de Lisboa, pero cerca, y puede querer decir Sintra o Caxias) es rigurosamente verdad: verdad, por lo menos, en cuanto a la intención. He alcanzado la edad en que se tiene el pleno dominio de las cualidades propias, y la inteligencia ha conseguido la fuerza y la destreza que puede alcanzar. Es pues la ocasión de realizar mi obra literaria, completando algunas cosas, agrupando otras, escribiendo otras más que están por escribir. Para realizar esa obra, necesito sosiego y cierto aislamiento. No puedo, desgraciadamente, abandonar las oficinas donde trabajo (no puedo, claro está, porque no tengo ingresos), pero puedo, reservando para mis servicios en esas oficinas dos días de la semana (miércoles y sábados), tener míos y para mí los cinco días restantes. Ahí entra en juego la célebre historia de Cascais.

Toda mi vida futura depende de que pueda yo o no hacer esto, y en breve. Por lo demás, mi vida gira en torno a mi obra literaria –por buena o mala que sea o pueda ser-. Todo lo demás en la vida tiene para mí un interés secundario: hay cosas, naturalmente, que me complacería tener, otras que tanto da que vengan o que no vengan. Es preciso que todos los que lidian conmigo se convenzan de que soy así, y que exigirme los sentimientos, ciertamente muy dignos, de un hombre vulgar y banal, es exigirme que tenga los ojos azules y el cabello rubio. Y tratarme como si yo fuese otra persona no es la mejor manera de conservar mi afecto. Es preferible tratar así a quien sea así, y en ese caso ello supone “dirigirse a otra persona”, o cualquier frase parecida.

Quiero mucho -realmente mucho- a Ofelinha. Aprecio mucho, muchísimo, su índole y su carácter. Si me caso, no me casaré si no es contigo. Queda por saber si el casamiento, o el hogar (o como quiera que lo quieran llamar) son cosas que se concilian con mi vida de pensamiento. Lo dudo. Por ahora, y en breve, quiero organizar esa vida de pensamiento y trabajo míos. Si no consigo organizarla, está claro que nunca pensaré siquiera en la idea de casarme. Si la organizo en términos tales veo que el casamiento habría de ser un estorbo, está claro que no me casaré. Mas es probable que no sea así. El futuro -y es un futuro próximo- lo dirá.

Pues aquí va esto, y, por casualidad, es la verdad.

Adiós, Ofelinha. Duerme y come, y no pierdas ni un gramo.

Tu muy entregado     

Fernando

29/9/1929

Domingo


miércoles, 20 de enero de 2016

JAMES MATTHEWS. VOCES DE LA TRINCHERA

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad desde el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura que siempre escogemos con criterios de interés y calidad. Hoy continuamos con la breve serie que lleva ocupándonos todo el mes de enero y cuyo desencadenante fue la pasada festividad de Reyes y la inveterada tradición a ella asociada de la escritura de cartas a sus Majestades de Oriente. Es, pues, el género epistolar, un miércoles más, y con esa leve excusa de las cartas infantiles a los Magos, el protagonista de nuestra sección con un tercer libro centrado en el universo de la correspondencia, tras Postdata de Simon Garfield y Cartas memorables de Shaun Usher, de los que os hablé en las dos primeras entregas del ciclo. Se trata en esta ocasión de Voces de la trinchera, una conmovedora recopilación de cartas escritas desde el frente en la guerra civil española, seleccionadas, estudiadas y presentadas con un sustancioso análisis introductorio por el joven historiador británico James Matthews. El libro, con un entusiasta prólogo del ejemplar profesor José Álvarez Junco, que recién jubilado de su cátedra de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Complutense aún sigue ejerciendo su magisterio en periódicos, revistas, seminarios y publicaciones varias, vio la luz en Alianza Editorial el pasado 2015.
 
James Matthews es un doctor en Historia de España por la Universidad de Oxford interesado en su carrera profesional en la investigación de nuestra guerra, a la que se ha acercado desde ángulos inusuales o no demasiado frecuentados, de los que son buena muestra tanto su anterior libro, espléndido como el que ahora os presento, Soldados a la fuerza. Reclutamiento obligatorio durante la guerra civil 1936-1939, que también ofreció hace un par de años la propia Alianza Editorial, como este Voces de la trinchera de subtítulo muy descriptivo: Cartas de combatientes republicanos en la guerra civil española.
 
Debe señalarse, de entrada, que la recopilación de cartas que Matthews presenta es forzosamente limitada y parcial, escasa y muy restrictiva, pese a lo cual resulta extraordinariamente elocuente y reveladora, valiosa y representativa. Por razones obvias no resulta fácil contar con un corpus extenso y sistematizado que permita el estudio ordenado y coherente de la correspondencia -de doble sentido- entre combatientes en el frente y familiares y amigos en la retaguardia, no solo en la guerra española sino en casi ninguna otra contienda (aunque sí hay estimables y significativas colecciones de cartas de los militares franceses en la primera guerra mundial o de los soldados indios luchando en los ejércitos británicos en la segunda).
 
Las cartas desde el frente se pierden en la intimidad y el recuerdo silencioso de las familias -que destruyeron muchas, en el caso de los perdedores republicanos, a los que se ciñe el estudio, para evitar posibles ulteriores represalias- y solo reaparecen, con cuentagotas, a partir de hallazgos personales de hijos o nietos que las rescatan de baúles desvencijados, de desvanes polvorientos, de arrumbadas pilas de apolillados documentos, de cajones desportillados. Del mismo modo, las recibidas por los soldados y que sirvieron para sostener su ánimo en las trincheras ante los espantos bélicos mueren muchas veces con ellos y solo excepciones aisladas sobreviven a la devastadora destrucción de los combates, recuperadas entre miembros destrozados o cadáveres en descomposición. Tal dificultad se hace, además, especialmente acusada en el caso de la guerra de España, pues a las causas mencionadas se añade la deficiente escolarización de una población que a finales de los años treinta del pasado siglo presentaba aún elevadas tasas de analfabetismo.
 
La primera restricción del libro es, pues, el inevitablemente reducido universo de misivas que maneja, un universo que se circunscribe a un no demasiado importante contingente -numerosos centenares, confiesa el autor (cuando solo en septiembre de 1937 las Estafetas republicanas del Ejército del Centro, el más nutrido, registraron el envío de casi 3,2 millones de cartas y el recibo de más de 2,9 millones)- de extractos de cartas -casi nunca íntegras- custodiados actualmente en distintos archivos civiles y militares.
 
Además -nuevas limitaciones-, se trata exclusivamente de cartas de soldados republicanos del Ejército de Andalucía, y escritas en el corto segmento de tiempo comprendido entre julio de 1938 y marzo de 1939 (con el frente del sur casi inactivo en esas fechas). Todas ellas fueron objeto de censura por los servicios especializados del Correo de Campaña del Ejército Popular, que impidieron su libre circulación y cuyos miembros transcribieron a máquina en documentos oficiales (causa última de que hayan llegado hasta nosotros, incautadas, catalogadas y conservadas luego en los archivos franquistas, singularmente en el Archivo General Militar de Ávila) aquellos fragmentos de los textos originales que al juicio siempre algo paranoico de los estrictos censores pudieran contener información sensible para los intereses republicanos, bien porque comprometieran el buen fin de las operaciones militares, bien porque contuvieran datos que pudieran facilitar la determinación de las posiciones de las tropas, bien, en fin, porque las noticias que los milicianos transmitían a sus familiares en la retaguardia contribuyeran, con sus quejas y sus objeciones, con su hastío y su desánimo, a minar la moral y a desmotivar tanto a quienes lejos de los campos de batalla penaban las consecuencias de la guerra como también, a partir del recíproco flujo de noticias hacia el frente, a los mismos soldados.
 
Partiendo de la base de que la mayor parte de los corresponsales eran reclutas forzosos, obligados pues a incorporarse a la guerra al margen de sus convicciones, a menudo muy tibias en relación con los elevados y grandilocuentes ideales de sus superiores, la selección de cartas que presenta Matthews es altamente representativa, pese a su escaso número, del auténtico sentir popular, nada elitista ni ideologizado, y en ellas podemos leer las reflexiones y los sentimientos, las preocupaciones y los lamentos, los deseos y los afanes, las protestas, los reproches y las denuncias de centenares de individuos del común, pobres hombres a los que las inexplicables fuerzas del destino arrancaron de su plácido hábitat natural para depositarlos en las inhóspitas zanjas del frente, en las que consumían sus tristes días enfrentados a un enemigo en el que podían reconocer a sus semejantes y muchas veces a sus propios paisanos y vecinos.
 
La guerra aparece así, en estos textos, desprovista de sus fanfarrias y heroísmos, de su pomposidad y sus enfáticas declaraciones, de su altisonante nobleza y su poesía siempre algo engañosa. Escuchamos la voz de sencillos seres humanos que nos dejan una visión muy prosaica del fratricida enfrentamiento: el aburrimiento de los interminables días sin apenas faena, el tedio de las trincheras, la incomodidad de la vida castrense, lo insólito de algún disparo perdido o un bombardeo lejano, el descontento por el maltrato que reciben de los oficiales, el cansancio, el sufrimiento por las pésimas condiciones de vida -el hambre y la sed, el frío y la precariedad del calzado y el vestido-, las protestas por lo discriminatorio del trato que recibe la mayoría de los soldados frente al dispensado a favoritos y enchufados, el escepticismo ante las proclamas políticas, el desapego frente a la ideología (con notables excepciones de combatientes en cuyas cartas -divulgadas entonces por la censura por su carácter ejemplarizante y propagandístico- aflora la retórica oficial antifascista), la añoranza de la vida civil y, en definitiva, el unánime deseo de que acabe la guerra.
 
Las cartas se presentan organizadas por bloques temáticos que reflejan los distintos ejes de contenido sobre los que giran, aunque estos, obviamente, se repiten de unas a otras. Y así, tras un capítulo introductorio en el que se perfilan la estructura y las pautas seguidas en la elaboración del libro, en Los censores y la censura encontramos textos en los que los corresponsales, sabedores de que sus misivas son objeto de control, despotrican contra los censores que se apropian de los cigarrillos que les envían sus familiares; también fragmentos en los que la redacción extraña o la inclusión de abreviaturas aparentemente ininteligibles llevan al inspector de turno a desconfiar de las auténticas intenciones del remitente; escritos en los que un soldado se ríe del funcionario más que probable lector de su carta por no haber sido capaz de descifrar los juegos de palabras con los que, en clave, transmitía información a los suyos; epístolas trufadas de todo tipo de trampas, mensajes deslizados subrepticiamente debajo del sello, notas meramente esbozadas en la cara interior del sobre, avisos ocultos intercalados entre las frases o ingenuos “experimentos” con tinta simpática.
 
En la siguiente sección del libro, Condiciones materiales en el frente, aparecen cartas repletas de denuestos sobre el pésimo rancho y la escasez de agua, la impuntualidad en el cobro de los haberes, la precariedad en la vestimenta, el calzado y el equipamiento militar. En Experiencias de guerra se transcriben fragmentos que recogen acciones enemigas (como la surrealista que se describe, en redacción desmañada -otro rasgo significativo de la humilde condición de los corresponsales-, en la carta que dejo como cierre a esta reseña), irónicas descripciones de incidentes bélicos (el macuto se me quedó con los fascistas porque les hemos dado una panzada de correr, pero nosotros hemos corrido más que ellos porque íbamos delante y ya te puedes figurar la panzada de correr que les hemos dado y cómo nos habremos visto para tener que dejarnos los macutos y los zapatos), escenas de la vida cotidiana en las trincheras -la lluvia, la higiene, las pulgas, el hambre-, noticias sobre el reclutamiento, previsiones sobre las quintas que van a ser movilizadas… Moral decaída incluye cartas consideradas sospechosas por la censura al referirse a rumores sobre el final de la guerra, denuncias sobre chanchullos en la concesión de permisos o en el reparto de alimentos, agresivas lamentaciones por la injusta atribución de destinos peligrosos, constatación de paralizadoras diferencias políticas entre los combatientes, críticas a oficiales y comisarios corruptos.
 
El capítulo sexto, Faltas graves de indisciplina, recoge abundantes ejemplos de cartas censuradas porque en ellas se da cuenta de episodios -muy frecuentes, contra lo que pudiera parecer- de confraternización entre soldados de ambos bandos -abrazos amigables, comidas conjuntas, charlas y cánticos en común (no te puedes figurar lo que nos divertimos por aquí por la noche con los fascistas, que les decimos “paisano, cántate una copla” y hay uno que canta muy bien y aquí con nosotros también hay unos que cantan muy bien y toda la noche estamos hablando), intercambios “comerciales” (Luis va a cambiar papel por tabaco, porque ellos tienen tabaco y no tienen papel y nosotros tenemos papel y no tenemos tabaco), treguas acordadas al margen de la oficialidad-,  intentos de deserción propios o informaciones y rumores sobre compañeros que se pasan a las fuerzas enemigas, y, en general, de variados supuestos de indisciplina. Contacto con la retaguardia muestra textos en los que emerge la vida familiar, de la que se da noticia en las misivas recibidas por los soldados, las penurias de los parientes que permanecen en su muy apretada cotidianeidad en la vida civil, los problemas relativos a las cosechas, las siembras y las siegas en los campos forzosamente abandonados por los combatientes, las crueles y vengativas represalias en sus pueblos dominados ahora por las autoridades fascistas, las conmovedoras historias de novias y esposas, cargadas de añoranza y deseo, de esperanza y también, cómo no, de recelo, las reclamaciones sobre permisos no concedidos y la ilusionada confianza en los que quizá puedan llegar a otorgarse, permitiendo así un siempre breve aunque soñado contacto con madres, esposas e hijos a los que desde hace meses se ha dejado de ver.
 
Por último, en Antifascismo ejemplar se nos ofrecen cartas en las que el ánimo de los soldados, su compromiso político, su comunión con los valores republicanos, su fidelidad ideológica a los postulados del Gobierno legalmente constituido y atacado por los golpistas de Franco, la pertinencia de sus convicciones en relación a los fines que pretenden preservar los censores llevan a estos a difundirlas por su valor ejemplarizante y su potencia movilizadora.
 
Algunos de los fragmentos recogidos se acompañan del juicio somero del censor en el que, en expresiones contundentes, se resaltan las razones de la “poda” llevada a cabo sobre la misiva original. Ofensas y críticas hacia los censores, redacción tendenciosa o desmoralizadora para la retaguardia, bulos de poca importancia, baja moral, hechos que afectan al Comisariado, inducción a la deserción, derrotismo, desafección, dudas sobre el antifascismo del remitente, quejas contra los superiores, conversaciones y tratos con el enemigo faccioso, hechos atentatorios contra la disciplina, transmisión de datos de tipo militar, indiscreción, uso indebido de información relevante o, incluso, espionaje o sabotaje, son algunos de los rigurosos dictámenes con los que los estrictos funcionarios de los Servicios de inteligencia republicanos impiden la circulación de una carta, ponen sobre aviso a los comisarios para que tomen las medidas oportunas o alertan a las autoridades (en ocasiones hasta el Jefe del Ejército o el correspondiente Gobernador civil) del “peligro” que entrañan las opiniones vertidas por algún corresponsal.
 
La recopilación de textos se acompaña de documentos variados: mapas que ilustran las etapas principales de la campaña de Andalucía, la cronología del frente en esa región, la Orden de batalla del ejército andaluz, unas extensas y muy reveladoras Instrucciones para los Gabinetes de Censura del Ejército de Andalucía, algunos significativos escritos de la Jefatura de la Censura de dicho ejército, una veintena larga de conmovedoras fotografías de la guerra y, por último, una muy completa bibliografía.
 
Os dejo, para complementar mi reseña sobre el interesante y emotivo libro, con una canción de la guerra, un clásico ya, bien conocido, que alude a esta singular experiencia de las cartas desde el frente, objeto de estudio de la obra de James Matthews. Si me quieres escribir, en la voz de Quico Pi de la Serra y Carme Canela.
 
 
Antonia, en la otra carta no te explicaba nada de por qué me habían metido en la Prisión Militar, en esta te lo explico todo para que estés tranquila. Antonia, entramos dos compañías infiltradas por una vaguada donde estaban los fascistas para sorprenderlos por detrás, pero como era de noche se disolvió la compañía donde yo iba, por hacer varios disparos los fascistas. Yo pude reunir algunos hombres y fuimos a hacer de madrugada una exploración yendo yo a la cabeza de todos, donde fuimos sorprendidos por el enemigo y fui hecho prisionero. Cuando a un compañero fueron a agredirle con el arma blanca para matarle, y yo al ver eso y no tener con qué defenderme, antes de ser prisionero con vida, quise suicidarme tirándome desde la altura del cerro al barranco, donde me hicieron infinidad de tiros y bombas de mano, donde perdí el conocimiento, que al llegar abajo lo recobré. Encontrándome solo porque me habían dejado allí, pero luego me fui solo al puesto de mando, donde el Comandante accidental me amenazó queriéndome matar sin pedirme ninguna explicación. Me hizo marchar sin poder por una barrera de fuego donde habían caído varios heridos, y yo, como estaba, que no podía andar de la caída del cerro. Me dolía todo el cuerpo y tuve que ir en busca de los míos, pero como estaban en lo alto de una montaña, la cual no pude subir, me quedé allí para ver si podía reponerme a media falda de la montaña vigilando la carretera por si traía refuerzo el enemigo. Cuando mandaron al repliegue, replegué yo también, aunque de noche y por no poder andar fui detenido en el P.C. [Puesto de Comando] de mando y luego después en el vivac donde en Colomera estuve detenido, llevándome después en un auto a Jaén, donde me encuentro ahora.
 

miércoles, 13 de enero de 2016

SHAUN USHER. CARTAS MEMORABLES
 
Estimado lector:
 
El bello libro que tiene en sus manos es la culminación de un viaje inesperado, pero absolutamente placentero, de cuatro años a través de las cartas, informes y telegramas de personas de buena, mala o escasa fama, un proyecto tremendamente gratificante que en un primer momento se materializó en un sitio web, pero que ahora, gracias a la abrumadora acogida de su encarnación on-line, adopta un formato palpable: un museo de cartas en forma de libro de cuidada factura, capaz de fascinar, de transportarnos de una emoción a otra, de instruir en algún caso incluso al más informado y, ojalá, de ilustrar a la perfección la importancia y el encanto incomparable de la correspondencia a la antigua usanza justo cuando el mundo entero se digitaliza y el arte de escribir cartas se desvanece.
 
Algo que no ha cambiado desde que Cartas memorables comenzó su andadura es su objetivo principal: sacar a la luz una correspondencia que merece mayor audiencia. Si digo que estoy encantado con la ecléctica selección de la que está a punto de enamorarse, me quedo muy corto. Contiene innumerables momentos estelares, pero permítame escoger del saco un puñado para abrirle el apetito. Tenemos una carta de Mick Jagger a Andy Warhol con información deliciosamente relajada para el diseño de una portada de los Rolling Stones; una nota manuscrita de la reina Isabel II al presidente Eisenhower, acompañada de la receta personal de los scones, una especie de bollitos, de la dama; una réplica notable y magistral de un esclavo a su antiguo amo que hará levantar muchos puños en señal de victoria; la última carta de Virginia Woolf a su marido, desgarradora, escrita poco antes de quitarse la vida; una carta bella y delicada de Iggy Pop para aconsejar a una joven seguidora atribulada, que podría caldear al más frío de los corazones; una misiva absolutamente increíble escrita por el científico Francis Crick a su hijo para anunciarle es descubrimiento de la estructura del ADN; el impactante relato de una mastectomía sin anestesia, escrito por una paciente de sesenta años a su hija; y una extraordinaria solicitud de empleo de uno de los cerebros más ilustres de la historia: Leonardo da Vinci. En este viaje, usted leerá cartas de amor, de rechazo, de admiración, de disculpa; sentirá tristeza, rabia, deleite y asombro. Una de las cartas, grabada en una tablilla de arcilla, se remonta nada menos que al siglo XIV antes de Cristo; la más reciente es de hace apenas unos años. Con todo, más allá de su distinta naturaleza, espero que todas ellas lo cautiven como me han cautivado a mí y lo trasladen a un punto en el tiempo con mucha más eficacia que el clásico libro de historia; a decir verdad, no se me ocurre ningún modo mejor para aprender cosas del pasado que a través de la correspondencia, a menudo sincera, de quienes lo vivieron.
 
También era importante hacer justicia a estas inestimables cápsulas del tiempo desde el punto de vista estético; lograr que el libro fuese un regalo para los ojos. Esto se consiguió trabajando en estrecha colaboración con los mejores diseñadores para presentar todas y cada una de las cartas con respeto y pleno desarrollo de su potencial. En la medida de lo posible, hemos localizado los documentos originales y conseguido permiso para reproducir facsímiles de los mismos, ofreciéndole así la oportunidad de ver en qué clase de material se escribieron, mecanografiaron o incluso grabaron estos mensajes, sin olvidar los diversos borrones, pliegues y demás imperfecciones que tanto carácter confieren a estos escritos. Cuando lo anterior no era posible, hemos buscado unas fotografías estupendas para acompañar y complementar las cartas, algunas de las cuales nunca se habían publicado. El resultado final es un libro del que no me podría sentir más orgulloso. Sólo espero que ocupe un lugar de honor en su estantería y pase a manos de sus seres más próximos y queridos. Quizá, sólo quizá, inspire a unos pocos lectores al menos a tomar pluma y papel, o incluso a desempolvar una vieja máquina de escribir y mecanografiar sus propias cartas memorables.
 
Epistolarmente suyo,
 
Shaun Usher
 
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Como sin duda recordaréis, el miércoles pasado, coincidiendo con la festividad de Reyes y con la excusa de la costumbre, tradicional en estas fechas, de enviar cartas -reales o metafóricas- a los Magos de Oriente solicitándoles regalos que mejoren nuestras vidas en estos días inaugurales de un nuevo año, que se abre con sus consabidas promesas de renovación y prosperidad, iniciamos aquí una serie, que estamos desarrollando a lo largo de las cuatro emisiones de enero, dedicada a las cartas, esas “antiguallas” que a duras penas sobreviven en un mundo tecnologizado hecho de inmediatez y prisas, de instantaneidad y rapidez, nociones todas muy alejadas de la demora y el sosiego, de la tranquilidad y la calma que normalmente acompañan a la casi extinta redacción de misivas.
 
Y si hace siete días os ofrecíamos una aproximación sobre todo “teórica” al asunto, con mi reseña de Postdata, la atractiva historia de la correspondencia escrita por Simon Garfield, hoy nuestro acercamiento, como puede deducirse del largo y sustancioso texto que antecede, es fundamentalmente práctico, con un libro que -sin comentarios ni glosas, sin explicaciones ni análisis- se limita a presentar, de un modo formalmente muy brillante, ciento veinticinco cartas elegidas, tal y como se subraya en ese fragmento inicial, a partir de criterios muy variados aunque coincidentes en su común interés literario, histórico, cultural o, lo que es más importante, humano.
 
Hace ahora un año, a finales de 2014, Shaun Usher, un joven publicista británico con aficiones literarias algo excéntricas, presentó en España Cartas Memorables, su primera obra, publicada en su país un año antes y convertida al poco tiempo en un best-seller mundial. En 2009, Usher había empezado a recopilar cartas de personajes famosos (y de otros anónimos) desde la biblioteca de su Wilmslow natal, en Reino Unido. Abrió también una página web, www.lettersofnote.com, en la que mostraba a sus cada vez más abundantes seguidores los frutos de sus investigaciones. Los buenos resultados de su página junto a la voluntad -que se menciona en la introducción leída- de presentar de manera tangible los logros de sus apasionantes pesquisas, le llevaron a publicar en papel el libro que ahora os recomiendo, que apareció en nuestro país gracias a la editorial Salamandra, en una edición primorosa, con traducción de Mª José Díez y Enrique de Hériz y con un llamativo subtítulo que nos atrapa desde su portada: (Cartas memorables) Curiosas y divertidas, reveladoras y trascendentes. Más de cien misivas de gente anónima y personajes célebres de la Historia. En estos días, y también en Salamandra, aparece Listas memorables, el segundo libro de Usher, otras ciento veinticinco muestras, también altamente recomendables, de listas, clasificaciones e inventarios variopintos, debidos también a muchos personajes conocidos y a algunos ciudadanos anónimos. Y además, al parecer, y según he podido leer en su web, ya está en imprenta un segundo volumen de Cartas memorables que promete ampliar las posibilidades de gozo y disfrute que ya ofrece este primero que paso brevemente a comentar.
 
El preámbulo del libro, explícito y significativo, y que os he transcrito íntegro al comienzo de esta reseña, hace casi innecesaria cualquier otra explicación. Quiero, no obstante, daros cuenta somera de algunas de las cartas -más allá de las ya mencionadas en ese prólogo- que podréis encontraros si os decidís a adentraros en esta magnífica recopilación. En el elenco que nos presenta Usher hay de todo: cartas triviales y otras de extraordinaria importancia histórica; muchas cartas de grandes nombres de la literatura y la política, de la ciencia y la investigación, del arte y la música y algunas de individuos anónimos sin especial relevancia pública; cartas de reyes y de asesinos; cartas de padres a hijos, cartas entre hermanos, entre esposos, entre amantes; cartas de niños, de ancianos, de adultos, de jóvenes; cartas rescatadas de un pasado remoto y cartas de una muy vigente actualidad de hace solo escasos años; cartas pulcras y educadas y otras abruptas o torpes o repletas de faltas de ortografía; cartas de rico léxico y pulida expresión y desastrados balbuceos plagados de incorrecciones y anacolutos; cartas de cuidada caligrafía o de desmañada presentación; cartas escritas a mano y a máquina, a pluma, lápiz, bolígrafo o rotulador, con soportes muy diversos -blancos folios normales o rayadas hojas de bloc, sobres y cuadernos, documentos oficiales, telegramas, recibos y notas de compra, papel de carta de hoteles, líneas aéreas o instituciones varias con sus membretes impresos, tablillas y papiros, telas y carteles-; cartas con esquemas y con gráficos, con dibujos y fórmulas y recortes y monigotes; cartas de reclamación y de queja, de petición y de auxilio, de reproche y reivindicación; cartas de presentación y de despedida, de petición de empleo y de agradecimiento por los favores recibidos; cálidas y hasta febriles cartas de amor y frías y despechadas cartas de ruptura; cartas que contienen reflexiones filosóficas, profundos análisis de la condición humana y lúcidas recomendaciones o esclarecedores consejos para desenvolverse en la vida y cartas que se ocupan de aspectos cotidianos; cartas banales, conmovedoras, simpáticas, divertidísimas, intensas, felices, sustanciosas, anodinas, desgarradoras, tristes, curiosas, valientes, íntimas, enamoradas, reveladoras, deslumbrantes, absurdas, sorprendentes, solícitas, ingenuas, entusiastas, atrevidas, dolorosas, deprimidas, nostálgicas, dulces, ilusionadas, melancólicas, geniales.
 
Por citar sólo algunas de ellas -todas, sin excepción, son interesantes y merecen la reseña- mencionaré la provocadora carta de Jack el Destripador al Comité de Vigilancia de Whitechapel enviándole la mitad de un riñón de una de sus víctimas (el resto afirmaba habérselo comido) retando a las autoridades a que intenten su captura; la de María Estuardo al hermano de su difunto primer esposo pocas horas antes de su decapitación rogándole, entre otras cosas, que se ocupe del pago de los salarios a sus servidores; la del Director de Marketing de Sopas Campbell a Andy Warhol agradeciéndole la publicidad no “contratada” y comunicándole el regalo de unas cuantas latas de sopa; la enternecedora de un ciudadano anónimo al director de The Times dándole noticia de la existencia de “el hombre elefante”; la desopilante de Groucho Marx a Woody Allen explicando las insensatas razones por las que no había contestado a su última carta (enviada “hace unos cuantos años”); la de un entonces desconocido Mario Puzo a Marlon Brando enviándole su novela -El Padrino- y pidiéndole que ejerciera su influencia ante la Paramount para que se hiciera una película sobre él, con Brando -obviamente- como intérprete principal; la desgarradora del científico Richard Feynman a su esposa muerta; la de Virginia Woolf a su marido semanas antes de que su cuerpo apareciera, con los bolsillos del abrigo llenos de piedras, en las orillas del río Ouse; la muy íntima y romántica de Emily Dickinson a su amiga -y quizá amante- Susan Gilbert; la de un piloto kamikaze japonés en la segunda guerra mundial a sus hijos en las vísperas de su última acción bélica; la muy digna de un esclavo negro en el sur estadounidense, ya liberado, a su antiguo y cruel amo; la muy triste y dulcísima de un Robert Scott, sabedor de su muerte segura y resignado a ella, enviada a su viuda -así la llama, ya, en el encabezamiento- desde los fríos territorios polares en los que dejará la vida tras su fracasada y ejemplar aventura; las de diversas madres a los responsables del Hospicio Foundling en Nueva York explicando las razones por las que se veían obligadas a abandonar a sus hijos; o, por cerrar ya esta somera lista que debiera incluir las ciento veinticinco, la tiernamente inocente de una niña al director de The Sun, inquiriendo sobre la existencia de Santa Claus: Estimado director: Tengo 8 años. Algunos de mis amiguitos dicen que santa Claus no existe. Mi papá dice: “eso será verdad si lo ves en el Sun”. Por favor, dígame la verdad, ¿existe Santa Claus? Virginia O’Hanlon, seguida de la cariñosa, inequívoca, categórica y afirmativa respuesta del director del rotativo.
 
En una edición, como se ha dicho bellísima, de formato grande, con tapas duras, cinta separadora, papel de calidad y cuidada tipografía, acompañados los textos de las misivas de decenas de fotografías, copias de cartas, facsímiles (con sus respectivas traducciones), grabados, retratos y documentos varios (breves introducciones explicativas del contexto que envuelve a cada carta y que permite su inteligibilidad o un índice final con más de doscientos nombres), este Cartas memorables es un libro magnífico cuya lectura os aconsejo apasionadamente.
 
Como complemento musical a esta reseña, y pese a que en la selección de la obra aparecen numerosos ejemplos de músicos (Elvis Presley, Nick Cave, Mick Jagger o Iggy Pop, por citar solo referentes del mundo del pop y el rock), he preferido dejaros una espléndida canción ajena al libro, aunque su letra sí se relaciona con el género epistolar. Se trata de Love letters, interpretada por Diana Krall.
 

miércoles, 6 de enero de 2016

SIMON GARFIELD. POSTDATA
 
Las cartas tienen el poder de engrandecer la vida. Son prueba de motivación y ahondan en el entendimiento. Demuestran cosas, cambian vidas y reordenan la historia. Hubo un tiempo en el que el mundo funcionaba gracias al correo. Las cartas desempeñaban la función de lubricante de la interacción humana y propugnaban la dispersión de ideas. Fueron canal callado de lo banal y lo valioso: la hora a la que llegaríamos a cenar, el relato de un día fantástico, las más emocionadas alegrías y penas del amor. En aquel entonces debía de ser impensable un mundo en el que la correspondencia no se valorase, o se desechara sin más. Un mundo sin cartas sería ciertamente un mundo sin aire que respirar.
 
Este libro trata sobre ese mundo sin cartas, o al menos sobre su posibilidad. En él reflexiono sobre lo que hemos perdido al sustituir las cartas por los mensajes de correo electrónico: el sello, el sobre, la pluma, un proceso mental más pausado, el usar la mano y no solo las puntas de los dedos. Con él quiero celebrar lo pretérito y el valor que damos al alfabetismo, a la reflexión juiciosa y a la anticipación. Me pregunto si no es también un libro sobre la amabilidad o la generosidad.
 
La digitalización de la comunicación ha ejercido un efecto devastador sobre nuestras vidas. Sin embargo, el impacto de la escritura de cartas —tan gradual y tan fundamental— ha pasado desapercibido como un verano londinense. Un elemento crucial para el bienestar emocional y económico desde la antigua Grecia se viene desvaneciendo desde hace veinte años. Dentro de otros veinte, la próxima generación creerá que el barco de vapor y el acto de lamer un sello son dos cosas equiparablemente antiguas. Hoy se puede todavía viajar en barco de vapor y también se pueden enviar cartas, pero ¿por qué íbamos a hacerlo si existen alternativas mucho más rápidas y cómodas? Este libro tratará de dar una respuesta positiva a esta pregunta.
 
Este no es un libro contra el correo electrónico (¿qué sentido tendría?). Tampoco va contra el progreso (pues ese libro quizá podría haberse escrito con la llegada del telégrafo o el teléfono, ninguno de los cuales sustituyó al correo como se predijo, al menos no como lo ha hecho el correo electrónico). A este libro lo impulsa una sola cosa: el sonido que hace una carta al aterrizar sobre el felpudo. Aún estoy buscando la manera de describir ese suspiro azul que es una carta aérea, el peso ostentoso de una invitación con su correspondiente Se ruega confirmación, el feliz apretón de manos de una nota de agradecimiento. Auden lo describió certeramente: lo romántico del correo y de las noticias que trae, las posibilidades transformadoras de la correspondencia. Solo la llegada de una carta nos despierta una fe que nunca se agota. La bandeja de entrada del correo electrónico frente a la caja de zapatos envuelta en papel de estraza: esta última será atesorada y nos acompañará cuando nos mudemos, o la dejaremos atrás y alguien la encontrará cuando nos hayamos ido. ¿Debería nuestra historia, la prueba de nuestra existencia personal, residir en un servidor (en una nave de paredes metálicas en mitad de una llanura estadounidense) o más bien donde siempre lo ha hecho, esparcida entre nuestras posesiones físicas? Un correo electrónico es más difícil de «guardar», pero nunca pierde su perdurabilidad de píxel, y eso es una paradoja que solo ahora empezamos a asimilar. Los mensajes de correo electrónico son un dedo que nos tamborilea en el hombro para avisarnos de algo, pero las cartas son caricias y siempre se quedan merodeando para ser redescubiertas.
 
Hay una anécdota sobre Oscar Wilde: escribía cartas en su casa de Chelsea, situada en Tite Street (aunque atendiendo a su forma de escribir, sería más exacto decir «garabateaba») y, como era tan brillante y su brillantez le ocupaba tanto tiempo, no se molestaba siquiera en enviarlas. En su lugar, colocaba el sello y tiraba la carta por la ventana. Sabía que algún viandante vería la carta, pensaría que se le habría caído a alguien y la echaría al buzón más cercano. A los demás no nos funcionaría: solo gente como Wilde hace gala de ese tipo de fe indiferente. Jamás sabremos cuántas cartas no llegaron jamás al buzón y a su destinatario, pero podemos estar bastante seguros de que si el método no hubiera sido eficaz o las cartas hubieran sido ignoradas por haber caído en un montón de estiércol, Wilde habría dejado de enviarlas así. Y hay muchas cartas de Wilde enviadas desde Tite Street y desde otros lugares que lo han sobrevivido y han salido a subasta a precios accesibles. Esta historia no tiene moraleja como tal, pero invoca una viva imagen de Londres en la última época victoriana: el tráfico de coches de caballos sobre la calle empedrada, el bullicio, el estrépito y la charla de los londinenses, y alguien, probablemente tocado de sombrero, que recoge una carta del suelo y hace lo que es de esperar, porque pasar por el buzón era parte de la rutina diaria.
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más, un año más, a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca desde el que os saludamos en nuestra primera emisión de 2016. Hoy, día 6 de enero, y con la muy leve excusa de la festividad de Reyes, abrimos una breve serie de cuatro espacios, que se prolongará a lo largo de todo este mes, en la que serán las cartas -y he ahí la vinculación con el festivo de hoy, la ancestral tradición de las cartas a los Magos, y he ahí también la razón de la presencia del largo y “apetitoso” fragmento con el que he querido introducir esta reseña- el elemento unificador de las sugerencias de lectura que os propondremos.
 
Y es que en este nuestro mundo acelerado y tecnológico -acelerado “por” tecnológico- en el que la información fluye veloz por millones de dispositivos electrónicos, repletos de mensajes de texto y whatsapps, de instantáneos “megusta” y fugaces amistades virtuales, en un universo sincopado, urgente, efímero, fragmentario, hecho de inmediatez, de numerosas imágenes -y muchas menos palabras- condenadas a una rápida caducidad, en una realidad en la que esa nuestra permanente interconexión pareciera presuponer un mayor grado de contacto y comunicación “verdaderos” entre la gente, lo cierto es que lo que ocurre es justo lo contrario: distanciamiento y soledad, introversión y aislamiento, individualismo y frialdad. Y una de las más notables -y tristes- manifestaciones de este fenómeno lo constituye el hecho de que está desapareciendo -hasta casi perderse, hundida en esta desbordante avalancha de relampagueantes mensajes virtuales- la vieja costumbre de, lenta y pausadamente, con sentimiento y delectación, redactar cartas (y si no, haced memoria: ¿cuánto hace que no escribís -o recibís- una carta?) para transmitir a allegados, familiares, amigos y amantes las pequeñas y las grandes noticias de nuestra existencia, los mínimos sucesos cotidianos, las vivencias, las revelaciones, los sinsabores y las alegrías, las emociones, los quehaceres, las preocupaciones y los afanes, los asuntos banales y los acontecimientos excepcionales, lo trivial y lo excelso, las noticias y las reflexiones, la vida…
 
Es por eso que resulta especialmente oportuna, en esta época de urgencia y velocidad “maquinales”, la aparición de Postdata, un interesante y entretenidísimo libro de Simon Gardfield que publicó hace unos meses en nuestro país la editorial Taurus en traducción de Miguel Marqués. Simon Gardfield es un periodista británico “especializado” en ensayos que podríamos llamar “transversales”, pues tocan disciplinas muy distintas y giran sobre temas variopintos: las fuentes tipográficas, los mapas, el sida, la industria musical o las vidas ocultas de protagonistas anónimos de la segunda guerra mundial a través de sus diarios, a los que ahora se suma esta celebración del arte -el casi perdido arte- de escribir cartas.
 
Y es que Postdata, que se presenta con un significativo subtítulo, Curiosa historia de la correspondencia, es, precisamente, un recorrido histórico por la escritura de cartas y el correo postal en el que, más allá de los datos y la erudición, por debajo de las sustanciosas informaciones y referencias documentales, subyace una visión romántica de la existencia, la nostalgia por unas formas de vida de las que la redacción de cartas, el gozoso acto físico de dejar por escrito, de nuestro puño y letra, una parte de nuestra alma en un intento de genuina conexión con otras personas, constituye una valiosa muestra universalmente aceptada.
 
El libro es un recorrido por más de dos mil años de la fascinante historia postal, desde las primeras cartas conocidas en el Reino Unido, halladas en las excavaciones de Twice Brewed, que sacaron a la luz numerosos restos de Vindolandia, un campamento de la Britania romana del siglo primero de nuestra era, hasta el nacimiento y la evolución actual del correo electrónico. Antes del rastro británico de la correspondencia escrita, Postdata indaga también en antecedentes aún más antiguos de la escritura epistolar: la carta -ficticia, pues sólo está en la literatura- de la Ilíada o las inscripciones sobre placas de plomo de la Grecia del siglo V antes de Cristo o las misivas de Cicerón. A partir de esos momentos iniciales, en el libro comparecen figuras preclaras del género, Séneca y Plinio el Joven, Marco Aurelio y Pablo de Tarso, el infortunado Pedro Abelardo y su amada Eloísa, Petrarca, Erasmo, Montaigne, Enrique VIII, Shakespeare, Madame de Sévigné, los distintos lores Chesterfield, Napoleón, Victor Hugo, Jane Austen, Keats, Henry David Thoreau, Emily Dickinson, Lewis Carroll, Dickens, o ya más recientemente, Kerouac, Henry Miller y Anaïs Nin o Ted Hughes y Sylvia Plath. De todos ellos -y de muchos otros personajes anónimos y desconocidos- se nos ofrecen significativas muestras de su correspondencia, con abundantes fragmentos de sus cartas presentados entre anécdotas que ilustran diversos aspectos del desarrollo de la historia postal.
 
Y así, en el libro comparecen mil y un temas vinculados al objeto central de la investigación de Gardfield, tanto en lo que se refiere a su contenido (la temprana consolidación de las usuales fórmulas de introducción y despedida de las cartas, los distintos modelos de misivas -las comerciales, las filosóficas, las formativas, las amorosas, entre otras-, sus variados temas, la progresiva aceptación de las cartas como vehículos para la expresión y comunicación de sentimientos), como a su aspectos formales o incluso “externos” a la carta en sí (las guías o manuales para la correspondencia, las cartas perdidas, las tablillas, los papiros, los rollos y el papel, los códigos para preservar la intimidad, las falsificaciones, la censura, los sellos y su coste, el nacimiento, el auge y la en nuestros días cada vez más acusada decadencia del servicio postal, los buzones, ¡¡los envíos de personas!!, las subastas de cartas, los actuales brokers del boyante mercado de correspondencia con valor histórico o literario, el coleccionismo, las postales, las cartas de San Valentín, las cartas en el cine o en la literatura).
 
Intercaladas entre los distintos capítulos -que avanzan en un natural sentido cronológico- aparecen las cartas que entre el 5 de septiembre de 1943 y el 7 de junio de 1946 se intercambian Chris Barker, un soldado británico en la segunda guerra mundial, destinado primero en Egipto y en Grecia después, y su inicialmente amiga y finalmente esposa Bessie Moore, que sigue en un Londres bombardeado las vicisitudes del conflicto. Se trata de una espléndida selección -apasionada y sincera, emotiva y conmovedora, tierna y feliz, siempre bellísima- de la ingente correspondencia -501 cartas con un total de 525.000 palabras- que la pareja mantuvo en esos amargos años de su forzada separación. La pequeña historia de esa relación -la epistolar y la “real”- sólo se nos desvelará en el epílogo del libro y de ella extraerá Simon Gardfield un brillante y poético corolario que servirá de justificación última de su obra: Como gran representante del miserabilismo, Philip Larkin fue muy certero con su famoso verso de «Una tumba para los Arundel», acertando tanto con Chris Barker y Bessie Moore como con usted y conmigo: lo que nos sobrevivirá es el amor. Las cartas cumplen y salvaguardan esta profecía. Sin cartas nos arriesgamos a perder la perspectiva de nuestra historia o al menos sus matices. El declive y el abandono de las cartas, peaje impuesto por el progreso, supondrán una inconmensurable derrota.
 
El libro se completa con una amplia bibliografía que da cuenta del ingente trabajo del autor; hay, también, un muy extenso índice analítico, con centenares de entradas, e igualmente el texto aparece surcado de una gran cantidad de ilustraciones, grabados, dibujos y fotografías alusivas al objeto de la investigación de británico.
 
Por el interés de todos estos “ingredientes” os aconsejo vivamente la lectura de este Postdata, de Simon Gardfield. Además de la natural amenidad del tema tratado, la escritura fluida del autor y su extraordinario sentido del humor -muy british- os harán disfrutar de unas horas de lectura muy agradables e instructivas...
 
The letter, interpretada por Joe Cocker, al que desde aquí homenajeamos cuando acaba de cumplirse el primer aniversario de su muerte, cierra esta reseña.