Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de diciembre de 2016

RICHARD FLANAGAN. EL CAMINO ESTRECHO AL NORTE PROFUNDO

Y después, nadie se acordará realmente de ello. Tal como sucede con los grandes crímenes, será como si nunca hubiese ocurrido. El dolor, las muertes, la pena, la abyecta y mísera futilidad de un sufrimiento tan inmenso padecido por tantos; puede que todo ello solo exista entre las páginas de este libro y en un puñado de libros más. Es posible encerrar el horror en un libro, darle forma y significado. Pero en la vida el horror carece de forma, tal como carece de significado. El horror es y punto. Y mientras reina, es como si no hubiera nada en todo el universo que no forme parte de ese horror.

La historia que hay detrás de este libro arranca el 15 de febrero de 1942, con la caída de Singapur, mientras un imperio agoniza y otro despunta. Sin embargo, en 1943, Japón se halla al límite de sus fuerzas, sufre una gran escasez de recursos y está perdiendo la guerra, por lo que la necesidad de construir ese ferrocarril se vuelve acuciante. En China, los aliados suministran armamento al ejército nacionalista de Chiang Kai-shek a través de Birmania, y los estadounidenses controlan los mares. Para poder interrumpir esa crucial línea de suministro al enemigo chino y conquistar la India a través de Birmania –tal es el sueño descabellado de sus líderes–, Japón debe fortalecer el frente birmano por vía terrestre mediante el envío de efectivos y material. Pero no dispone del dinero ni la maquinaria necesarios para construir la línea ferroviaria que tanto necesita. Ni del tiempo.

La guerra, sin embargo, alimenta su propia lógica. El imperio japonés cree que vencerá gracias al indómito espíritu nipón, ese espíritu del que Occidente carece, llamado y considerado la voluntad del emperador. Ese es el espíritu que, según el imperio, prevalecerá hasta su victoria final. Y, para sustentar tan indómito espíritu, para fortalecer esa fe, el imperio tiene la buena fortuna de contar con esclavos. Cientos de miles de esclavos asiáticos y occidentales. Entre ellos veintidós mil prisioneros de guerra australianos, la mayoría de los cuales se había rendido en Singapur por razones estratégicas antes incluso de haber entrado en combate. Nueve mil de esos soldados serán enviados a trabajar en la construcción del ferrocarril. Cuando, el 25 de octubre de 1943, la locomotora a vapor C 5631 se convierta en el primer tren que recorra el trazado completo del Ferrocarril de la Muerte, remolcando en sus tres vagones a dignatarios japoneses y tailandeses, lo hará sobre infinitas capas de huesos humanos, incluidos los restos de uno de cada tres de esos soldados australianos.

Hoy, la locomotora a vapor C 5631 se exhibe con orgullo en un museo que forma parte del gran monumento extraoficial a los caídos de Japón, el santuario Yasukuni de Tokio. Además de la locomotora a vapor C 5631, el santuario alberga el Libro de las ánimas. En él se recogen los nombres de los más de dos millones de nombres que murieron sirviendo al emperador de Japón en los conflictos bélicos que se produjeron entre 1867 y 1951. La inscripción en el Libro de las ánimas que se conserva en este lugar sagrado conlleva la absolución de todos los pecados cometidos. Entre esos nombres se hallan los de 1.068 hombres condenados por crímenes de guerra y ejecutados tras la Segunda Guerra Mundial. Y entre esos 1.068 nombres de criminales de guerra ejecutados se cuentan algunos de los que trabajaron en el Ferrocarril de la Muerte y fueron declarados culpables de malos tratos a los prisioneros de guerra. La placa que preside la locomotora C 5631 no recoge una sola mención a estos hechos. Tampoco se menciona el horror que supuso la construcción del ferrocarril. Ni los nombres de los cientos de miles de hombres que murieron en el empeño. Tal vez no sea de extrañar, puesto que ni siquiera existe consenso en torno al número de personas que perdieron la vida en el Ferrocarril de la Muerte. Los prisioneros de guerra aliados –cerca de sesenta mil hombres– no eran sino una pequeña parte de los que trabajaron como esclavos en esa empresa faraónica. Junto a estos había doscientos cincuenta mil tamiles, chinos, javaneses, malayos, tailandeses y birmanos. O más. Algunos historiadores sostienen que cincuenta mil de estos trabajadores forzados murieron y otros cifran esa cantidad en cien mil, pero hay quienes la elevan incluso a doscientos mil. Nadie lo sabe, en realidad.

Y nadie lo sabrá jamás. Sus nombres ya han caído en el olvido. No hay ningún libro para sus ánimas perdidas. Suyas sean estas líneas.

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, que hoy os recibe así, con este impactante texto, un concentrado pero explícito resumen de la obra que quiero presentaros, una novela espléndida, ganadora el pasado 2014 del Man Booker, el más prestigioso premio de la literatura británica. Se trata de El camino estrecho al norte profundo, escrito por el australiano, nacido en Tasmania, Richard Flanagan, y publicado en nuestro país en el sello editorial Literatura Random House este 2016. La traducción de Rita da Costa permite la ágil lectura, pese a alguna “inconveniencia” menor, como un excesivo uso de las expresiones “los mismos”, “las mismas” como pronombres en lugar de “ellos”, “ellas”; un fallo, por otra parte, muy habitual hoy en día en documentos oficiales y artículos periodísticos que, con inusitada frecuencia, nos asaltan con una redacción pobre y desmañada.

Richard Flanagan es, al parecer, autor de una decena de libros, entre ensayos y novelas, algunos de los cuales habían sido presentados en España, pero yo no lo he llegado a conocer hasta la publicación de esta su obra más destacada, premiada y reconocida mundialmente, objeto también de innumerables traducciones a muy diversas lenguas.

El primero de los dos grandes ejes en torno a los cuales se organiza el libro es la historia de La Línea, ese Ferrocarril de la muerte al que se alude en el interesante texto que encabeza esta reseña, una línea férrea levantada por Japón en la Segunda Guerra Mundial, que debería unir -con intenciones bélicas- Bangkok, capital de Tailandia, entonces Siam, y Rangún, que lo es de Birmania, hoy Myanmar, atravesando centenares de kilómetros de intrincada selva, punteada por bloques de montaña y caudalosos ríos. La construcción de la línea (Una línea legendaria, nacida de la desesperación y el fanatismo, compuesta de mitos y fantasía en la misma medida en que lo estaría de madera, hierro y los miles de vidas que su construcción habría de costar) constituye uno de los episodios más ignominiosos de una contienda por otro lado repleta de ellos, una muestra no demasiado conocida de la brutalidad humana, ejercida en este caso por el ejército japonés, que empleó, durante los muchos años que necesitó el proyecto -a partir de junio de 1942, cuando se inició, y hasta el final de la guerra, tres años después; aunque la estructura básica se liquidó en poco más de un año-, a cerca de trescientos mil prisioneros, sobre todo asiáticos pero también europeos, norteamericanos y, lo que resulta relevante de cara a la obra que os comento, en torno a veinte mil australianos, todos ellos hacinados en infectos campos de concentración y obligados al trabajo en un inhumano régimen de esclavitud. La insensata y desmesurada tarea, una locura que exigía sobreponerse a un clima infernal, con una lluvia torrencial y permanente que convertía cualquier terreno en un lodazal impracticable, y a una naturaleza desbocada y hostil, salvaje e indomeñable, una selva húmeda, oscura e impenetrable, agobiante y opresiva, que albergaba una profusión de amenazantes animales, miríadas de insectos portadores de todo tipo de enfermedades: la pelagra y el cólera, la malaria y el botulismo, llevó a la muerte a miles de hombres -las distintas estadísticas difieren entre sí, según las fuentes, pero las más benévolas nunca bajan de cien mil vidas perdidas-, fallecidos en distintas etapas de la delirante empresa (Esa absurda sucesión de terraplenes, zanjas y cadáveres, de tierra destripada, tierra amontonada, roca reventada y más cadáveres, de bamboleantes puentes de caballete hechos de bambú, traviesas de teca y más cadáveres, de incontables placas de anclaje e inexorables raíles de hierro, y un cadáver tras otro, tras otro, tras otro), a causa no tanto de las muy adversas condiciones “naturales” como, sobre todo, de la ferocidad y la violencia despiadadas con que se desempeñaron los responsables nipones. (Hace unos meses vió la luz en nuestro país, editado por Capitán Swing, otro interesante libro -este un ensayo-, La violación de Nankín, escrito por Iris Chang, que nos da a conocer otra manifestación igualmente abominable del salvajismo genocida del ejercito japonés en la segunda gran guerra: la masacre cometida por las tropas imperiales niponas en la ciudad china de Nankín, con entre doscientos y trescientos mil muertos y varios miles más de víctimas de torturas, violaciones, mutilaciones y muchas otras depravadas formas de bestialidad. Además, un clásico del cine, El puente sobre el Río Kwai, que dirigió Richard Lester en 1957, resulta igualmente un atractivo complemento a la novela de la que hoy os hablo, al centrarse también -aunque desde una perspectiva más optimista y luminosa- en la oscura peripecia de la apertura de la siniestra línea férrea).

Richard Flanagan, cuyo padre participó en la insoportable tarea y fue uno de los afortunados supervivientes, decidió dar cauce literario a los numerosos relatos que su progenitor le había transmitido en relación a la aciaga experiencia vivida en su juventud, y con ese contingente de narraciones estructura el esqueleto central de su novela (cuya última página escribió, cuenta Rodrigo Fresán, horas antes de la muerte de aquel). Para ello, inventa el personaje de Dorrigo Evans, un cirujano militar australiano, tasmano más exactamente, como el propio autor, que, prisionero también de los japoneses, asume tanto por su posición jerárquica -coronel- como por su cualificación profesional y sus indudables cualidades humanas, el papel de representante y, más aun, protector del millar de hombres a su cargo.

Con una estructura compleja, que va y viene en el tiempo -desde un presente en el que el personaje está a punto de cumplir los ochenta años hasta los primeros días de su infancia-, que da voz también a distintos protagonistas -singularmente a algunos de los despiadados oficiales del Japón-, e incluyendo en su centro una emotiva, intensa, conmovedora, romántica e inolvidable historia de amor imposible vivida en su juventud por Dorrigo Evans, poco tiempo antes de su movilización militar, que se narra en la segunda sección del libro pero que acabará permeando todas las demás, incluyendo en ellas los memorables capítulos -el núcleo principal de la novela- dedicados a contar su espantosa estancia, una espeluznante y sobrecogedora vivencia, en el campo de prisioneros de La Línea, El camino estrecho al norte profundo presenta muchos motivos de interés desde este punto de vista casi “documental”. La minuciosa y fidedigna descripción de la vida en el campo de concentración, la exactitud al mostrar las altas dosis de brutalidad y violencia que inspiraban la actuación de los mandos japoneses, el crudo y en algunos casos insoportable inventario de atrocidades perpetradas sobre los prisioneros -pienso en el apaleamiento hasta la muerte de Moreno Gardiner, un soldado cuya figura encierra, de modo muy sutil pero relevante, una de las claves, menor pero significativa, del libro-, la exhaustiva narración -que, muy bien fundamentada, alcanza, sin perder su condición novelesca, la categoría de crónica- de la devastación física y moral de los hombres, de los golpes, las torturas, el cansancio y las enfermedades, del hambre y la suciedad, de las penalidades y la miseria, de sus sucintos harapos, de sus llagas, de sus tribulaciones, de su, en definitiva, deshumanización (Cuando llegara su turno, también él -ese muchacho de mirada tierna que sostenía una lámpara- mataría brutalmente y moriría del mismo modo), constituye uno de los logros del libro y nos permite conocer, como digo con rigor y verosimilitud cercanos casi a los del documento histórico, un vertiente de la barbarie de la que ha llegado a ser capaz el ser humano (Creyó artisbar la verdad de un mundo espeluznante en el que era imposible escapar al horror, en el que la violencia era eterna, la única y grna verdad, mayor que las civilizaciones que creaba, mayor que cualquier dios al que adoraran los hombres, pues era el único dios verdadero. Era como si el hombre existiera con el solo fin de transmitir la violencia necesaria para perpetuar la supremacía de esta. Pues el mundo no cambiaba, su violencia siempre había existido y jamás sería erradicada, los hombres seguirían muriendo bajo la bota, los puños y el horror de otros hombres hasta el fin de los tiempos, y toda la historia humana se reducía a una historia de violencia), de una dimensión similar a la que afloró en los campos de concentración nazis, de los que, sorprendentemente por cuanto la acaecida en Asia no es apenas conocida, la infame tragedia del Ferrocarril de la muerte era contemporánea.

Especialmente emotiva, más allá de la convincente “ambientación”, es, en esta misma vertiente del libro centrada en el sudeste asiático, la construcción literaria de los personajes que penan en aquel infierno. El citado Moreno Gardiner, Jack Raimbow, Chiquitín Middleton, Mick Green, Jackie Mirorski, Gitano Nolan, el joven Lenny (casi un niño, que muere entre delirios, clamando por su pueblo natal en donde esperan los brazos de su madre), Conejo Hendricks, Cangrejo Burrows, Gallito MacNeice, Lagarto Brancusi, Gallipoli von Kessler, Compadre Fahey, Toro Herbert, Cabeza de Oveja, Bonox Baker, Jimmy Bigelow (conmovedora, hasta provocar las lágrimas en el lector, la terrible escena con la trompeta del regimiento en uno de los innumerables funerales), son caracterizaciones vivas, creíbles, muy humanas y profundas pese a su papel poco menos que episódico en la trama. Gentes del común, individuos normales y corrientes, casi todos muy jóvenes, condenados por los azares de la vida a vivir y morir en aquel dantesco escenario. Dorrigo Evans no es un australiano típico, como tampoco lo son ellos, voluntarios de las periferias, barriadas y tierras de nadie de su inmenso país: arrieros, tramperos, estibadores, cazadores de canguros, oficinistas de medio pelo, cazadores de dingos y esquiladores de ovejas. Son empleados de banca y profesores, dependientes, taladores y corredores de apuestas de poca monta, receptores del magro subsidio de desempleo, cantamañanas, matones de barrio, gamberros, buscavidas, pobres diablos sin demasiadas luces, curtidos por las penas, marcados a fuego por una depresión que los había obligado a criarse en chabolas y chozas privadas de electricidad, cuyos padres habían vuelto muertos, lisiados o enajenados de la Primera Guerra Mundial, cuyas madres se las arreglaban para seguir tirando a base de aspirinas y esperanza, que malvivían en asentamientos militares, precarios campamentos gubernamentales, míseros arrabales y barriadas en un mundo decimonónico que se había plantado a trompicones en pleno siglo XX.

Y por encima de todos, Dorrigo Evans, un héroe cívico, un hombre de éxito apreciado y reconocido por sus conciudadanos, que valoran en él su brillante trayectoria como cirujano y su comportamiento ejemplar en la guerra, y que, casi octogenario y con la muerte ya cercana, relativiza sus logros vitales y recuerda tan solo la intensa, fugaz e inacabada historia de amor con Amy, la joven esposa de su tío, a la que había conocido con veintitantos años, cayendo ambos bajo la poderosa atracción del prohibido amor. El amor que nos sobrevive, su recuerdo lo único que nos salva, son, a mi juicio, las claves últimas de esta novela magistral que alcanza en esas cien páginas en las que se desarrolla la apasionada relación sus momentos más sensibles, conmovedores, arrebatadores, palpitantes e inolvidables (aunque parte de la crítica las ha despreciado por considerarlas menores, triviales concesiones a un romanticismo fácil o manifestaciones simplistas de impostura, incluso).

En fin, leed esta espléndida novela, El camino estrecho al norte profundo (título extraído de un haiku de Matsuo Bashō, citado, entre otros muchos, en la obra), estoy seguro de que no os decepcionará. Waltzing Matilda, la conocida canción folclórica australiana, su himno nacional oficioso que ha conocido infinidad de versiones. En esta ocasión os las ofrezco en la interpretación -sin demasiada emoción; buscad, pese a no ser australiano, la desgarradora creación de Tom Waits- de Slim Dusty, un cantante australiano.


¿Y qué fue de la Línea? Con el sueño de un imperio global japonés reducido a polvo radiactivo, el ferrocarril perdió su razón de ser y y sus valedores. Los ingenieros y guardias japoneses responsables de la obra fueron encarcelados o repatriados, los esclavos que se habían quedado para mantener la Línea fueron liberados. Pocas semanas después del fin de la guerra, la Línea empezó a abrazar su propio fin. Los tailandeses la abandonaron, los ingleses la la desmantelaron, los pueblos locales la despedazaron y vendieron.

Y al cabo de cierto tiempo la Línea empezó a torcerse y combarse. Sus terraplenes se vinieron abajo, sus taludes y puentes se vieron arrastrados por el agua, sus zanjas volvieron a llenarse. El abandono dio paso a la metamorfosis. Allí donde la muerte había acechado, regresó la vida.

La Línea abrazó la lluvia y el sol. Las semillas germinaron en las fosas comunes, entre cráneos, fémures y mangos de pico rotos; los zarcillos vegetales rodearon placas de anclaje y clavículas, abriéndose paso con determinación hasta cubrir traviesas de teca y tibias, escápulas, vértebras, peronés y fémures.

La Línea abrazó la hierba que tapizó los terraplenes que los esclavos habían levantado acarreando tierra y piedras en sus canastos de bambú trenzado, abrazó las termitas que devoraron las vigas de los puentes caídos que los esclavos habían cortado, transportado y construido, abrazó la herrumbre que carcomió los raíles que los esclavos habían llevado a hombros en largas filas, abrazó la podredumbre y la ruina.

Solo quedaron el calor y las nubes cargadas de lluvia, e insectos y pájaros y animales y vegetación que nada sabían y a los que nada importaba. Los humanos son tan solo una de tantas cosas, y todas esas cosas anhelan vivir, y la forma de vida más elevada es la libertad: la de un un hombre para ser hombre, una nube para ser nube, el bambú para ser bambú.

Habrían de pasar décadas. Quienes creían que convenía preservar el recuerdo habrían de desbrozar unos pocos tramos de la vía, transformados con el tiempo en extrañas piernas sin tronco, lugares turísticos, lugares sagrados, lugares de exaltación nacional.

Pues la Línea se había roto, como todas las líneas antes o después. Todo había sido en vano, y nada y nada de todo aquello permaneció. Los hombres seguirían empeñados en dotarlo de sentido y esperanza, pero los anales del pasado son un relato enmarañado que solo habla del caos.

Y sobre esa colosal ruina, infinita y soterrada, se extendió la solitaria jungla, allanándolo todo a su paso. De sueños imperiales y hombres muertos, solo la alta hierba quedó.

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