Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de noviembre de 2016

JUAN MIÑANA. EL CIELO DE LOS MENTIROSOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Como cada miércoles, desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, nuestro espacio os trae una propuesta de lectura que esperamos sea de vuestro agrado. Y así ocurrirá -no temo equivocarme- en el caso de mi recomendación de esta tarde, porque, al margen de otros calificativos, también pertinentes, que irán apareciendo en el curso de mi reseña, quizá sean los de “agradable”, “encantador”, “entrañable” y “divertido” los que con más exactitud definan el tono de la obra que ahora os presento.

Hoy quiero hablaros de El cielo de los mentirosos, la última novela, editada por Malpaso, de un autor no demasiado prolífico, Juan Miñana, que no ha llegado a ser tampoco, pese a haber construido una carrera literaria muy sólida, muy popular o especialmente conocido por el gran público ni a contar con una presencia relevante en los medios de comunicación, de tal manera que no sería de extrañar -permitidme una tímida petulancia- que muchos de vosotros escucharais por primera vez su nombre a partir de esta reseña. Y sin embargo, yo leí por primera vez un libro de Juan Miñana hace ya treinta años, en un lejanísimo 1986 en que apareció La claque, una novela formidable -con la que guarda bastantes concomitancias la que ahora os presento-, que vio la luz en Seix-Barral en una edición probablemente inencontrable. Como sin duda lo serán también sus siguientes obras, El Jacquemart, de 1991, asimismo excelente, o Última sopa de rabo de la tertulia España, La playa de Pekín o Noticias del mundo real, de 1992, 1996 y 1999 respectivamente, todos ellos libros espléndidos que yo disfruté enormemente en aquel tiempo. Desde el último de ellos -casi veinte años ya- perdí la pista a su autor (que, no obstante, publicó un par de libros más en estas dos décadas) hasta que hace unos meses tuvo lugar el para mí afortunado reencuentro gracias a este magnífico El cielo de los mentirosos cuya lectura os aconsejo esta tarde con pasión.

La novela de Miñana nos presenta a un personaje excepcional, muy llamativo y singular, con una existencia real en la Barcelona de finales del siglo XIX y comienzos del XX: Pompeyo (también Pompeu o Peius, que de todas estas formas dejaba rastro de su paso por el mundo) Gener i Babot, savant catalan (como figuraba en sus tarjetas de visita), un estrambótico individuo, pensador y filósofo, por resumir en solo dos las múltiples facetas de su proteica personalidad, a través de cuya vida el autor retrata toda una época -la del cambio de siglo en Europa, España y, más particularmente, Cataluña y Barcelona- de bohemia, decadentismo, vanguardias y proliferación de movimientos sociales, políticos, literarios y artísticos, cuya efervescencia intelectual y cultural ha tenido una indudable influencia en el desarrollo de nuestras sociedades actuales. Con una solidez histórica incuestionable (aunque el autor incurre en un par de incongruencias menores, al deslizar las expresiones joint venture y chantaje emocional, tan actuales, en el léxico de quienes vivieron hace más de un siglo; aunque la primera aparece en un contexto plausible, en la voz del narrador) tanto en el dibujo de los personajes, muchos de ellos de existencia real, como en la magnífica recreación del ambiente (casi coincidentes en el segmento temporal y en la ubicación geográfica, aunque muy distintas en planteamiento y propósito, en la novela hay algunos puntos de conexión con Una historia violenta, la última novela de Antonio Soler a la que me referí aquí hace unas semanas), el libro se centra en la figura principal de Peius -un astro que irradia luz y ensombrece en muchas ocasiones a quienes comparecen a su lado- y en las de Xavier Viura, su renuente biógrafo, también con una presencia tangible y comprobada en los documentos “históricos”, y Chelo, una construcción literaria poderosísima, una joven “protegida” -podríamos decir- de Pompeyo, de dickensiana infancia y complicada vida (Yo nací triste, afirma), en la que se concentran las manifestaciones más tiernas y conmovedoras de la novela.

La obra se articula en torno a dos ejes que acaban por confluir. En el primero, narrado desde el presente del protagonista, asistimos a su decadencia física cuando, con más de setenta años y enfermo, es internado en un sanatorio en el que agotará sus últimos meses de vida; en el segundo, y con ocasión del encargo que el propio Peius, inmediatamente antes de su reclusión hospitalaria, hace, por mediación de Chelo, al poeta Viura para que este lleve a cabo la redacción de su biografía -fatalmente póstuma-, se repasa la excéntrica trayectoria vital del pintoresco personaje desde su nacimiento en 1846 (o 1848, parece haber dudas sobre la fecha exacta) en el seno de una familia catalana burguesa -su padre farmacéutico- hasta su ulterior fallecimiento en Barcelona el 18 de noviembre de 1920.

Pompeyo Gener fue un hombre de inclinaciones, como se ha dicho, variopintas. Doctor en farmacia, periodista, ensayista, dramaturgo, su producción intelectual, dispersa y heteróclita, se desenvuelve en ámbitos muy diversos. Escribe artículos de pluma, cuentos, novelas históricas, ficciones futuristas, obras de teatro, libros de encargo, artículos, sainetes teatrales, o recurre a los constantes refritos de publicaciones anteriores cuando la necesidad acucia. Es autor de un puñado de obras controvertidas, marginales y rozando la heterodoxia (Menéndez Pelayo lo incluye fugazmente en su repertorio de los heterodoxos españoles): La Muerte y el Diablo (por la que es excomulgado por el cúmulo de ideas inconvenientes y heréticas recogidas en sus páginas), Heregías (con esta provocadora grafía), Literaturas malsanas, El Evangelio de la vida, Mis antepasados y yo, Coses d’en Peius, entre otras, en las que destila un pensamiento extravagante basado en un cientifismo algo disparatado, un ingenuo catalanismo europeísta de corte ácrata y hasta un etnicismo racista carente de fundamentación sólida que le valieron la crítica y el rechazo, cuando no el ninguneo conmiserativo o hasta el desprecio intelectual de casi todos los pensadores valiosos contemporáneos. Es ateo y anticlerical, defensor del progreso, el laicismo, la pedagogía y la república. Admira la figura del “hereje” Miguel Servet, sobre el que escribirá una obra de teatro -que solo suscita indiferencia y sarcasmo entre los críticos- en la que el positivismo racionalista de Peius celebra la defensa de la lógica científica que costará la muerte en Suiza al aragonés. Multiplica sus denuestos a la “anticuada” España, beata y monárquica. de la que critica su anquilosado pensamiento y su anacrónica política frente a la adelantada Cataluña (aunque bien es cierto que sus argumentaciones son, como poco, delirantes: los iones positivos del aire en la meseta no llegan a los mínimos científicos y ello impide el desarrollo intelectual castellano; las raíces semíticas de los andaluces imposibilitan el nacimiento entre ellos de una gran literatura, entre otras ideas atrabiliarias).

En el ejercicio de su difusa -y poco reconocida, intelectual y económicamente- creación literaria y filosófica, se mueve en los círculos del pensamiento y el arte de la época, aprovechando su don de gentes (todo el mundo lo conoce, y en algún momento llega a recibir cartas en las que solo se consignaba: “Pompeyo Gener. Europa”) y sus muy buenas relaciones (tratará al editor Hachette, a Rubén Darío, al pintor Utrillo, a Santiago Rusiñol, a Sarah Bernhardt, a Eugenio D’Ors y a muchos otros destacados nombres de la época; y hay retratos suyos pintados o dibujados por Ramón Casas, Luis Bagaria -elegido por la editorial para la portada del libro-, Francesc Inglada -magnífica y penetrante estampa de su juventud-, Carles Casagemas o incluso Pablo Picasso) para desempeñarse en encomiendas y oficios varios. Cronista de exposiciones universales, delegado de la comisión española en la de Ámsterdam en 1883, viajero por Alemania e Inglaterra, representante de Barcelona, en concreto del Ateneu Barcelonès, en los funerales de Victor Hugo, requerido para asesorar los preparativos de la Exposición Universal de Barcelona de 1888, vive permanentemente a caballo de París y su ciudad natal. Miñana nos lo muestra en compañía de personajes legendarios, compartiendo mesa con prohombres internacionales en los restaurantes más afamados de París. Es un bonvivant vocacional, escribe el novelista, un adicto a las francachelas, a las sociedades humorísticas, a los banquetes interminables, a la vida nocturna y a los horarios desordenados. Frecuenta las premières teatrales, exhibiendo su elegancia en las carreras de caballos. En definitiva, una figura que resume el lado más epicúreo de toda una época; así lo califica el autor en un momento del libro.

Su despreocupado nivel de vida no puede sustentarse con los exiguos ingresos que le reporta su algo fantasmal dedicación a la literatura y el pensamiento, por lo que vive de vender su patrimonio, llegando a perder la farmacia y la vivienda en que nació en Barcelona, heredadas de su padre. Malvende sus tierras de Tarragona provocando un pleito familiar. Le persiguen los acreedores y los cobradores de morosos y se escabulle de unos y otros. Recibe alguna sinecura del Ayuntamiento, empeña muebles, arcones de viaje, relojes, anillos, armas. Se deja invitar en restaurantes, acepta acogerse en viviendas ajenas, que sus muchos admiradores le brindan, pero jamás mendiga, no reclama, no solicita, es elegante y tiene dignidad, no recurre al mezquino servilismo y mantiene su empaque moral mientras le acosan las privaciones.

Su pretensión de dejar un gran legado intelectual a las generaciones venideras debiera plasmarse en un ambicioso retrato autobiográfico que, a la postre y en la novela, acaba reduciéndose a la biografía que movido por la amistad escribirá Xavier Viura sin demasiada convicción, pues deberá abrirse paso y extraer algo de coherencia del ingente y desordenado arsenal de documentos, archivos, carpetas, escritos, apuntes, recortes, anotaciones y papeles recogidos en cajas de zapatos que Peius conserva en su domicilio, en el que está instalado el escritor mientras aquel convalece en el hospital.

En ese relato de su vida, todos estos aspectos “externos” de su estrafalaria biografía -viajes, obras, oficios, actividades, modos de ganarse la vida- palidecen ante lo esencial de su personalidad, que es la de un individuo imaginativo y fantasioso (Fabula descaradamente con la memoria, la transgrede a medida que la rescata, la amasa como material dúctil a su entera conveniencia), un optimista recalcitrante, inmune al desaliento, a la negatividad, a la frustración, un inconsciente, el paradigma de la antigravedad intelectual, dotado a partes iguales de una enorme ingenuidad y una inmensa caradura, un excelente cultivador del arte del farol y la apariencia.

En todo punto coherente con el pensamiento que se recoge en la cita del propio Peius que encabeza la obra (Hay más verdad en la poesía que en la historia), Pompeyo construye un personaje: el de un tipo excesivo y derrochador- de patrimonio, de salud, de ingenio, de humor- que, llevado por la muchas veces insensata desmesura de su pensamiento, disparata sin recato, ajeno a la realidad (Descubre las posibilidades de la mentira creativa, las ventajas de abonar la propia leyenda, y se consagra en cuerpo y alma a rectificar las ingratitudes y mediocridades de la realidad), un individuo simpatiquísimo, con una extraordinaria capacidad para la fabulación, para la invención, para la diversión y el humor (Hace lo que sabe hacer: divertirse, promocionarse, fantasear, presidir banquetes, anunciar como propias nuevas corrientes de pensamiento). Llega así, desbordado por su fecunda imaginación, a convertirse en un personaje de ficción antes que en una personalidad literaria o filosófica, al exagerar o “fabricar” sin rubor experiencias y anécdotas, encuentros y viajes, genealogías y amistades, compromisos y ocupaciones: un contrato de publicación con una revista nueva, un encargo editorial, las correcciones de una recopilación de artículos, alguna conferencia, y ello pese a ser consciente de que sus interlocutores desconfían de su volcánica imaginación, de su tendencia a la fantasía rampante.

Es un experto en soñar que la vida es más divertida de lo que es en realidad, en dar por cierto lo improbable, en improvisar asuntos de vital importancia que no pueden aplazarse, reuniones, vagas citas de despacho, visitas a redacciones, encuentros privados. Siempre está corrigiendo galeradas de imprenta, a punto de editar alguna obra ambiciosa. Se pregunta si no es el arte una forma estética de enfrentarse a la fatalidad del destino humano, y a partir de la respuesta afirmativa que le impone su temperamento, llega a la conclusión de que sus vivencias reales más prestigiosas, las que atesora con más celo en su memoria, son aquéllas a las que nadie da crédito, las que son tomadas invariablemente como figuraciones fabulosas, ficciones literarias, pirotecnia imaginativa. Se declara sin vergüenza alguna idealista, aceptando haber descuidado a menudo la realidad de la vida. Él mismo se compara con el astrólogo ateniense que, por su costumbre de meditar mirando al cielo, acabó cayéndose a un pozo.

Peius está muy cerca de ser, pues, un orate divertido que provoca la horrorizada exclamación de Unamuno ante las barbaridades que vierte en una conferencia (¡Pero este señor está loco!) y la admirada complicidad de Juan Valera (Si Pompeyo Gener está loco, ¡que me encierren con él!). Esa fama de filósofo delirante pero apacible le acompaña, hasta el punto de que un condescendiente “cosas de Peius” es el leitmotiv recurrente entre sus oyentes cuando en los cafés y las tertulias empieza a deslizarse por la irrefrenable pendiente de la extravagancia y su fantasía espiral vuela libre hasta los techos, se deshilacha sobre las cabezas, perdiendo coherencia a medida que los efectos del alcohol y los sorbitos de láudano humedecen su mirada visionaria.

Esta detallada y risible caracterización podría hacernos pensar que estamos ante un sujeto desquiciado, deplorable y patético (en un momento del libro al autor le surge la duda acerca de si nos encontramos ante el espíritu utópico de una época o el fantasma trasnochado de una caricatura), pero lo cierto es que la mirada de Miñana, muy lejos de ofrecer esta impresión, nos acerca a un personaje entrañable que rezuma humanidad, ternura y dignidad.

Y es que Peius es un ser alegre y divertido capaz de provocar la admiración y el encantamiento de cuantos asisten a sus contumaces derroches de inventiva. Era imposible aburrirse a su lado. Su prodigiosa imaginación, su desfachatez inventiva, creaban hábito. Y lo mejor de todo era que nunca mentía en detrimento de nadie, se dice de él en el libro. Es apreciado y querido pese a sus desatinos: Cultiva el embuste artístico al modo de los satíricos ingleses, añadiendo adornos y exageraciones propios del carácter latino. Divierte. Asombra. Recrea. Y en el momento justo en el que alcanza el clímax de sus invenciones, rebasa los límites de lo creíble con un calculado exceso que improvisa cada vez con mayor soltura. E inmediatamente espera el resultado de sus hipérboles y parece nutrirse de la jocosa admiración que despierta. Y pese a las exageraciones y las mentiras a su paso no va dejando un recuerdo amargo, sino un rastro diáfano de bonhomía y disparate imaginativo que le granjea todo tipo de fidelidades, siendo sus máximas -pese a su irrealidad manifiesta- celebradas y repetidas hasta la saciedad en las tertulias literarias.

Era, también -y así lo dibuja con cariño el autor-, un hombre afable y bueno (En Peyo se conjugaba… la vanidad más pomposa con la ingenuidad infantil y la bondad casi angélica), un abanderado acérrimo de la justicia y la libertad, que miente con la misma naturalidad con la que respira pero que no trata de embaucar ni aprovecharse de nadie; alguien que en todo momento transmite optimismo y felicidad, alegría y una visión esperanzada de la vida. Igualmente, en las escasas ocasiones en que, “por debajo” de sus invenciones, de su desbordada e irrefrenable facundia, parece penetrar en las interioridades de su alma y ofrece su fondo más íntimo, se nos muestra lúcido, sensible y conmovedor: somos una inteligencia de viaje, dice cuando Viura le pregunta por el sentido de nuestra estancia en el mundo. O cuando, al ser preguntado por la fama y la posteridad afirma que el éxito con mayúsculas consiste en pasar por esta vida sin hacerle daño a nadie.

De esta manera, al término del libro, gracias a la maestría de su autor y al complaciente retrato que hace de su “criatura”, nos envuelve un aire melancólico y una sonrisa triste aflora tímidamente a nuestro rostro, apenados por la desaparición de un personaje que nos ha conmovido en su extravagante -y en el fondo solitario- paso por el mundo y por nuestras vidas. Os recomiendo que os adentréis en El cielo de los mentirosos, la formidable novela de Juan Miñana, para conocer y disfrutar de su inolvidable protagonista y su nebuloso y permanentemente esperanzado universo.

Como correlato musical a mi reseña, os dejo, cómo no, a una cantante catalana, Núria Feliu, de mucho éxito hace cincuenta años, que interpreta un cuplé, El vestir d’en Pascual, compuesto en la década de los veinte del pasado siglo, en el que se evoca la imagen de un extravagante individuo con algunos puntos en común con nuestro inefable Peius.


Un camarero sonámbulo ha asentido al pasar, bandeja en alto, junto a las mesas unidas que forman a esta hora de la madrugada la tertulia del doctor Pompeyo Gener. Sótanos del café-restaurante Refectorium, en la Plaza del Teatre, sur de La Rambla. Disculpen el ruido, el humo rancio y la clientela más bien procaz que lo frecuenta. Y por si alguien se pregunta a qué mentalidad gótica, de capa y espada, devota de un historicismo trasnochado, corresponde atribuir la decoración del local, con sus tapices flamencos, sus panoplias trufadas de armas antiguas, sus armaduras inquietantes como convidados de hierro, que sepa que todo nació de la joint venture entre la crédula generosidad del restaurador Enric Vilalta, y la erudición libresca del viejo bohemio que acaba de pedir un digestivo de alta graduación.

El doctor Pompeyo Gener, savant catalan —así rezan al menos sus tarjetas de visita—, ha dejado de acudir habitualmente al vecino Lion d’Or desde que Vilalta traspasó el negocio. Aquí, Gener, además de materializar sus fantasías en la puesta en escena de esta decoración teatral que hubiese entusiasmado a Alejandro Dumas padre, ha renovado con el propietario su cuenta a fondo perdido, insondable, a cambio de derrochar ante un público menos brillante los últimos réditos de su prestigio cosmopolita. Pompeyo Gener es una leyenda viva, eso está fuera de toda discusión: juventud parisina, títulos y honores académicos, correspondencia con figuras de renombre, viajes exóticos, amantes egregias, condecoraciones militares, un lugar de honor en las enciclopedias europeas y americanas en las que se destaca su labor como filósofo positivista, dramaturgo, crítico de arte y literatura, erudito de civilizaciones antiguas, políglota, científico, utopista social, político federalista, pensador anarquizante, masón, poeta. No se menciona su apetito rabelesiano, ni su bonhomía, ni su adicción al alcohol y al láudano Sydenham. En privado, se celebra su cualidad más preciada, que sin embargo rara vez aparece en las semblanzas que aún se le dedican: su fantasía prodigiosa y su inmenso, impenitente, sentido del humor; ese talento para la mentira creativa, tan alejada del engaño interesado y del burdo embuste, que sus admiradores emparentan con el espíritu griego y sus detractores con la vanidad más inconsistente, con la pura fantasmagoría.

Pompeyo Gener sigue manteniendo su presencia de formidable figurón: come y bebe copiosamente a cuenta de su ingenio inagotable, de su apostura en franca decadencia. Se deja halagar a cambio de cenas, resopones, botellas con que festejar todo lo festejable, hasta que en las altas ventanas ojivales azulea la luz del día. La reciente guerra europea ha supuesto un cisma irreconciliable en el ambiente nocturno de Barcelona: la burguesía ilustrada rara vez amanece cerca del puerto, territorio ganado por los especuladores extranjeros, las cocotas de los cafés-cantantes, los conspiradores, las orquestinas de música negra, los oportunistas locales y los chulos de chaqueta ceñida y botines blancos. Así están las cosas. Pero el doctor Gener, el buen Peius, para los íntimos, sigue reinando, recorriendo cada noche su jurisdicción habitual, hasta que recala en la fraternal pechera almidonada de Vilalta y manda unir dos o tres veladores para dar cabida a sus admiradores falsos y verdaderos. Es cierto que a veces se abstrae y hasta se permite alguna cabezada, pero es un maestro resucitando a tiempo para hacerse cargo de la conversación, especialmente si ha visto la oportunidad de rememorar algún episodio de su fantasiosa vida pasada. Cuando el ambiente es lo bastante propicio, introduce de soslayo alguna verdad, algún hecho cierto, singular, pero no espera que nadie le crea, más bien se complace en advertir el inevitable cruce de miradas cómplices y de guasa contenida que le envuelve, le acompaña. Peius continúa asombrando por su aspecto de villano de opereta: barba y bigotes de mosquetero, ceño fruncido, frente alta, cabeza cana y leonina. Pero su corpulencia ha ido menguando dentro de las mismas ropas que usó hasta hace poco alguien más imponente. Su atildado aspecto de siempre —ha sido uno de los referentes elegantes de la ciudad— se consume dando paso a una deslucida y desaseada estampa de prohombre venido a menos, con solapas polvorientas y uñas de medio luto. Hasta su voz tronante de tiempos mejores le falla a veces con falsetes, carrasperas y trémolos seniles.

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