Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 16 de noviembre de 2016

FERNANDO MARÍAS. LA ISLA DEL PADRE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias en la tarde de los miércoles de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novela -y como tantas otras veces, basta que escriba el término para que dude de su validez- del escritor Fernando Marías. Yo había leído con interés algunos de los libros anteriores del bilbaíno, recuerdo sobre todo el muy notable El niño de los coroneles, que fue premio Nadal en 2001 y cuya lectura os aconsejo aunque sólo sea a partir de esa sombra difusa de mi vaga memoria retrospectiva. La isla del padre, la obra que ahora quiero comentaros, ganó este 2015 el Premio Biblioteca Breve otorgado por un jurado formado por destacados nombres de la literatura española -José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Manuel Longares, Elena Ramírez y Rosa Regàs- que han galardonado el libro resaltando que entre el remordimiento y la lucidez Fernando Marías ha sido capaz de abordar un itinerario a través de la memoria y de la sombra del padre en busca de su propia identidad.

Y es que, en efecto, sobre la figura del padre gravita todo el peso de esta excelente propuesta literaria que sólo por la flexibilidad inherente al concepto de novela -un muy dúctil contenedor en el que, últimamente, cabe de todo- puede calificarse como tal, pues, en realidad, el carácter autobiográfico del relato parece impregnar el texto entero y el lector no alcanza a ver cuáles pueden ser los límites entre los hechos “reales” ocurridos y la construcción novelesca del autor, más allá de que cualquier narración en la que damos cuenta de nuestra propia vida, de nuestro pasado, y de la vida y el pasado de las personas a las que tenemos cerca y a quienes amamos, es forzosamente un acto de recreación de dichas vidas. O en otras palabras, y exagerando un poco, no existen las vidas “reales”: en cuanto nos las contamos o en cuanto damos cuenta de ellas a los otros ya son ficción, pues toda evocación es forzosamente un artificio. ¿No será la memoria una novela?, se pregunta el autor en un momento del texto, abundando en esta concepción algo borrosa del género. ¿Pero qué importa en literatura el en el fondo irrelevante asunto de las taxonomías? La isla del padre, novela o autobiografía, memoria o invención, es un libro excelente, muy tierno y conmovedor, lleno de humanidad y emoción y nostalgia y sensibilidad y también de inteligencia y agudeza, de pensamientos profundos y hondas reflexiones, de penetrantes análisis sobre el sentido de la existencia, sobre la paternidad y la construcción de la propia identidad...

El origen del libro -que se recoge en el texto que os ofrezco como acompañamiento a esta reseña- se cifra en febrero de 2009, cuando el padre del autor, Leonardo Marías, es diagnosticado de un cáncer con muchas posibilidades de un inmediato desenlace fatal. Finalmente, el enfermo logró “resistir”, con una relativa calidad de vida, hasta cuatro años más. En ese tiempo, su hijo comenzó a pensar en un libro en el que contara la relación entre ambos, una novela, esta La isla del padre de la que ahora os hablo, que acabó escribiendo en 2014, tras la muerte de su progenitor.

A partir de la mención que el padre enfermo, adormilado aún y desfallecido, somnoliento y ensimismado tras abandonar el quirófano en la operación que le permitiría prolongar su vida, hace al Pagasarri, el monte cercano a Bilbao, escenario de numerosas excursiones “paterno-filiales”, Fernando Marías escribe en un papel otras palabras que resumen el núcleo esencial del vínculo que lo unió a su padre: Mirar durante largos minutos un folio blanco con una sola palabra escrita en él es una epopeya íntima agotadora, aunque también puede deparar enigmática plenitud. Yo no sabía que entonces, justo entonces, estaba concibiéndose este libro, sin embargo sentí la necesidad de forzarme a evocar momentos importantes que recordase haber vivido junto a mi padre durante aquellas excursiones, los primeros que viniesen a mi mente de forma espontánea.
Surgieron tres, que anoté representados por sendas palabras únicas. Árbol fue la primera. Luego surgió la segunda: Aurora. Y al poco la última: Temblores. Árbol era una escena de mi infancia, y Temblores, una de mi madurez, en la época dura y calamitosa: la última vez que subí al Pagasarri con mi padre, allá por diciembre de 1984. Y, en medio, correspondiente a la adolescencia, Aurora. Tras estos tres resueltos recuerdos, la memoria arrojó de forma nebulosa la idea de un cuarto, que elegí concretar con una sola letra.
H.
Representaba el indefinido nombre propio, o el apellido, de un amigo de mi padre algunos años mayor que él, también marino. Se llamaba Hansley, o Hartley, o Hantlerby... Encarnaba para mí todos los mitos posibles que mi padre, de carne y hueso, no podía materialmente ser. En mi etapa adolescente jamás pregunté por H, porque temía que mi padre pudiera sentir celos, pero cuando él contaba alguna anécdota de su amigo yo escuchaba con toda la sed de mi imaginación desplegada. En nuestro idioma privado el nombre de H alcanzó rango de palabra con significado propio, acuñado en secreto para denominar todo lo ignoto y misterioso, todo lo excitante que podía acontecer en las inabarcables aventuras del mar atemporal.
Pagasarri.
Árbol.
Aurora.
Temblores.
H.
Supe que estas cinco palabras eran todas las que necesitaba cuando, al cabo de otro rato más de esforzado ensimismamiento, no acudió ninguna otra.

A partir de la muerte de Leonardo, más de cuatro años después, y con el hilo conductor de esas cinco palabras, el hijo indaga en los pormenores de la misteriosa vida de su padre, un hombre -con una biografía azarosa y enigmática: lo mejor de mi vida ha sido cuando fui maleante en Buenos Aires, llega a decir, indescifrable y sin explicaciones adicionales- que a los dieciséis años se había presentado voluntario para luchar por la República en la guerra civil, que fue enrolado a la fuerza en el ejército de Franco tras su captura después de la “caída” de Bilbao, que vivió en Madrid finalizada la guerra, que vuelve a Bilbao en donde se casa y se convierte en marino mercante para viajar por todo el mundo en una existencia con muchos extremos desconocidos o ignorados por el hijo, el cual encara su libro como un intento de conocimiento de los aspectos más difusos de la figura paterna (noventa años de vida y quedan un jersey y unas zapatillas en una bolsa de plástico) pero también de indagación en su propia personalidad: Concretar en un puñado de líneas lo que sabemos de las personas que amamos es un interesante ejercicio de escritura, pero también, y ante todo, un involuntario autorretrato. Las palabras que elijo para contar quién fue mi padre cuentan en realidad quién soy yo.

El momento fundacional de la relación entre padre e hijo se produce cuando el niño Fernando, concebido entre viaje y viaje, y al que su padre sólo había visto de recién nacido, lo ve entrar en la casa familiar tras uno de sus largos períodos embarcado y lo recibe -con desapego y frialdad, con estupefacción y hasta rechazo ante su previsible expulsión del paraíso maternal- espetándole a su madre, en una metáfora del desconocimiento mutuo que marcará su relación: ¿Quién es ese hombre?... ¿Y se va a quedar?

Ese recelo y esa suspicacia iniciales -el padre, abatido, noqueado por el desencuentro (quiere que me vaya, repite), también se siente perdido, desolado por la reacción del pequeño- serán la base de un libro que trata del miedo mutuo que desde el primer momento nos tuvimos mi padre y yo y de cómo logramos superarlo. Trayendo a la memoria escenas y recuerdos de la infancia y la adolescencia, recreando la mucha vida encerrada en las colecciones de fotografías familiares (las fotografías antiguas viven), evocando las películas vistas de oídas, vividas con arrobo a partir de las narraciones de los padres (la misma historia -escribe Marías a propósito de El puente sobre el Río Kwai- se podía contar como mínimo de tres maneras, la versión de mi madre, la de mi padre y la de David Lean, que siempre era la última a la que accedíamos, porque para entretenernos nos contaban, claro está, películas que aún no habíamos visto), y, sobre todo, imaginando la existencia del padre a partir de el Historial, el escrito del Personal de la Marina Mercante, un minucioso registro de las travesías de Leonardo Marías, iniciadas en noviembre de 1954 y conteniendo interminables listados de fechas, nombres de barcos, tonelajes, puertos, rutas de navegación, sellos oficiales, el autor va completando la imagen de su progenitor y explicando también su propio itinerario hacia la madurez.

No hay tiempo ya para comentar con más detalle otros aspectos remarcables de este La isla del padre, un libro emotivo y sensible, rezumando tristeza pero también belleza y verdad. Walk on the wild side, el tema de Lou Reed al que se alude de refilón en la novela, cierra por hoy esta reseña.


Los recuerdos son como los libros. Solo importan los que permanecen.
Este relato comenzó a escribirse el 16 de febrero de 2009, aunque estuviera yo entonces lejos de poder llegar a imaginarlo.
El móvil vibró a muy primera hora de la mañana y mostró en la pantalla iluminada el nombre de Ana, mi hermana. Era, con toda probabilidad, alguna urgencia relacionada con la salud de nuestros ancianos padres, en Bilbao.
El abismo largamente esperado.
Y así fue. Al amanecer de ese día de febrero de 2009 mi padre, que tenía ochenta y nueve años, sufrió un serio asalto de la muerte.
Había sobrevivido a otros tres antes, a lo largo de las décadas, y eso sin contar el azar asombroso que salvó su vida durante la guerra civil: una complicada operación de estómago en su juventud, un destino de náufrago en alta mar que pudo haber sido trágico durante su madurez y una grave caída cuando ya era anciano. Los tres superados sin pagar más precio que el estremecimiento ante un final súbito, de diferente envergadura en cada caso, y las respectivas convalecencias razonablemente llevaderas, aunque me pregunto hoy si no podrían estar muy calculados por parte de la muerte esos cortejos, ser en realidad premuertes lanzadas en avanzadilla con objeto de sondear las flaquezas de la presa futura, prospecciones de algún siniestro protocolo destinadas a calibrar los puntos débiles de cada carne, cada osamenta o cada cerebro.
Aquella mañana mi madre, a pesar de su sordera, oyó desde la cama un ruido anómalo que la impulsó como un resorte hacia el pasillo. Más tarde razonaría que no había oído nada, que al ser sorda no pudo en realidad haber oído nada. Sin embargo, en el acto supo por instinto que ocurría algo muy grave, y sostiene todavía hoy que su mente inventó el ruido para despertarla y permitirle acudir en auxilio de su compañero. Si ella no hubiese reaccionado así mi padre habría muerto ese día, llevándose, entre tantas otras cosas más importantes, el motor de este libro.
Yacía en el pasillo sobre un vómito de sangre, y ella contó luego, con sobrecogedora claridad, que al verlo caído sobre la alfombra supo que su larga y buena vida de pareja terminaba ahí, justo ahí, justo en ese instante, para ceder paso al recto camino hacia el fin. Fue exacto: diagnóstico de cáncer, extirpación de estómago y bazo, pronóstico de pocos meses de vida que la fortaleza física de mi padre, o su secreta voluntad, alargó hasta cuatro años.
Sus genes, nos dijo el médico a mis hermanos y a mí, son como el mejor premio de la lotería.
Pero desde entonces cuido mi estómago como nunca antes, lo vigilo y lo mimo, temo por el más que por cualquier otro de mis órganos. Porque si mis rasgos, como compruebo cada día, van pareciéndose cada vez más a los del rostro que tuvo mi padre, debo pensar también que mis células, hojas del mismo árbol o páginas del mismo cuaderno, podrían estar concebidas, desde antes incluso de que yo existiera, para desembocar en idéntico final. Si el cáncer de estómago viene algún día a mi encuentro no me pillará por sorpresa. Lo espero, y al esperarlo le pierdo el miedo. Mientras, sigo la recomendación que mi padre señalaba antes y sobre todo después de su premuerte, y, por reducirlo a una representación simplificada, consumo más frutas y verduras que nunca. Tal vez este consejo suyo me esté regalando minutos que con humildad se van acumulando para ir sumando horas y días. Aunque no haya forma de verificarlo, nadie puede refutar que esta precaución podría acabar por sumar, por ejemplo, cinco años, seis meses y ocho días de vida a mi periplo por la Tierra.
Lo invisible es. No seamos ciegos ante tal evidencia.
Su cuerpo anciano no pereció en el quirófano, como el cirujano había advertido que con toda probabilidad ocurriría, y enseguida pudimos visitarlo en su habitación, extenuado y consumido, pero resuelto a recuperarse.
El día de mi última visita antes de regresar a Madrid nos hallábamos solos en la habitación del hospital, una cuarta o quinta planta desde la que se divisaba la calle.
Somos hormigas, recuerdo que dijo en un hilo de voz.
Era por completo dueño de su lucidez. Desde la ventana, distante unos metros de su cama, contemplaba a los transeúntes que se apresuraban por una de las calles principales de Bilbao, en la mitad de la mañana de ese día laborable. Me fui acercando hacia él. En silencio, para no perturbar el hilo de su pensamiento. Con una mano sostenía el visillo apartado. Con la otra se apoyaba en la pared. Recorrer esos metros era el único ejercicio que su debilidad le permitía, de la cama a la ventana y de la ventana a la cama dos veces al día, por la mañana y por la tarde, pero lo cumplía con determinación inexorable, como si fuera ese el precio pactado entre mente y cuerpo para acelerar la recuperación.
¿Para qué correrá tanto esa gente?, elucubraba. ¿Adónde irán? Tanta prisa para acabar muriendo.
Soltó el visillo y regresó a la cama sin apoyarse en mí. Parecía, a lo sumo, que me permitía custodiarlo, incluso que me acompañaba hasta la puerta para despedirme. Su nieta Irene, hija mayor de Ana, estaba a punto de llegar para quedarse con él cuando yo marchara hacia la estación, pero avisó mediante un sms que se retrasaba unos minutos. Por eso me senté otra vez junto a la cama y observé el desvalimiento exhausto de mi padre, su resuello todavía agitado por la expedición hasta la ventana. Con su expresión también agotada me miraba a mí y miraba la maleta apoyada contra la pared. Su zurda reposaba sobre el muslo, y mantenía la diestra apoyada sobre el pecho. Mostraba cierto afán de solemnidad, como si temiera que pudieran fotografiarlo de repente y captar algún matiz indigno en su convalecencia. Hablábamos con voz suave, muy despacio, con notables pausas entre las frases cortas. Su desfallecimiento imponía esa cadencia, que interpreté como confusión mental, somnolencia, ensimismamiento... Le conté, de la forma superficial que parecía reclamar el momento, mis planes laborales y las dificultades que podían implicar, suponiendo que su lasitud le impediría adentrarse en los detalles. Sin embargo, cuando al poco Irene llegó, desplegando por la habitación otro ritmo lleno de energía y pura vida, y yo me dispuse a marchar, mi padre, en apariencia sumido todavía en su letargo, dijo una sola palabra sin dejar de mirarme a los ojos:
Ánimo.
Esa palabra. Torre sin adjetivos ni verbos que el solía usar en ocasiones muy contadas. La sigo escuchando hoy, como un eco generoso, y cada vez que la escucho me siento más hondamente consciente de su esencia: legado sencillo, legado grande. Un hombre abierto en canal y mutilado por el bisturí no tiene tiempo para retóricas. Su aliento es mínimo, puede que terminal, y sabe que debe racionarlo. Un moribundo debe elegir sus palabras con mayor rigor que un poeta. Tal vez sus lánguidos susurros previos habían pretendido ahorrar fuerzas para entregarlas por entero a la pronunciación de esa única palabra, mientras, a la vez, la mente meditaba si la palabra debía ser esa y no otra. Por primera vez pensé que, pese a su aparente convicción de recuperarse, tenia miedo de no volver a verme una vez saliese por la puerta. Entonces también yo fui consciente de que podía no volver a verlo. Me acerqué para darle un beso y repetirle, sintiendo dentro una inesperada fragilidad, que regresaba cuatro días después.
Habló de nuevo:
Un día, en cuanto salga del hospital, subimos tú y yo al Pagasarri.



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