Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de octubre de 2016

ANTONIO OREJUDO. UN MOMENTO DE DESCANSO

Hola, buenas tardes, una semana más nos encontramos en Radio Universidad de Salamanca, en el espacio de Todos los libros un libro, para acercar a vuestras casas una nueva propuesta de lectura. La novela que esta tarde quiero recomendaros es, aparte de un excelente libro, lleno de aportaciones interesantes y sugestivas, un texto muy divertido que va a proporcionaros, si os decidís a adentraros en sus páginas, unas cuantas horas de transcurrir muy agradable. Se trata de Un momento de descanso, la última novela publicada, hace ya cinco años, por Antonio Orejudo, un escritor madrileño que ha conocido ya un relativo éxito con su libros anteriores, en particular Fabulosas narraciones por historias, con el que se dio a conocer y que editó, como el que ahora os reseño, Tusquets. Altamente aconsejable también sus Ventajas de viajar en tren, también desternillante, publicado por Alfaguara en el año 2000 y reeditado con posterioridad por Tusquets.

Desde el punto de vista de su estructura, Un momento de descanso esta organizado en torno a tres capítulos, aparentemente autónomos, pero con un evidente lazo común más allá de que los tres comparten personajes. En el primero de ellos, titulado Aparece un fantasma, conocemos a Arturo Cifuentes, compañero de estudios universitarios de Antonio Orejudo (Antonio Orejudo el personaje, no necesariamente coincidente, aunque sean muchos los puntos en común pues el libro tiene una indudable carga de referencias autobiográficas, con el Antonio Orejudo real). Cifuentes encuentra al escritor en la Feria del Libro de Madrid, en 2009, diecisiete años después de su último contacto en lo que fue una estancia común en Nueva York. En la conversación subsiguiente al encuentro Arturo, que ha permanecido en Estados Unidos como profesor, describe a su amigo, que vive en España desde hace años, las peripecias, más exactamente el auténtico calvario que ha vivido en Norteamérica, con la crisis de su vida profesional, sentimental y familiar. El segundo capítulo, Cómo me hice escritor, cambia de tono y de eje argumental. El protagonismo se centra ahora en Antonio Orejudo, insisto, el Antonio Orejudo literario, que narra en un relato repleto de una imaginación tan disparatada que roza el delirio, sus desopilantes investigaciones en la Biblioteca nacional, con un episodio enloquecido en el que, una más bien patética aventura sexual acaba modificando el texto de un manuscrito del Mío Cid, y, sobre todo, su experiencia en una extraña Fundación en la que el sometimiento a unas misteriosas investigaciones acaba modificando su percepción de la realidad, convirtiendo esta, como quizá le suceda a cualquier escritor, en una desbordante fuente de historias, en una inagotable y fecunda sucesión de acontecimientos en los que las fronteras de lo verdadero y lo falso, de lo real y lo imaginado, se difuminan hasta casi borrarse. Por último, en la tercera parte, La felicidad del hombre descansado, Cifuentes y el narrador, ya juntos en Madrid, intentan desenmascarar una confusa trama de intereses en la Universidad española, una trama que afecta a profesores, catedráticos y autoridades académicas, y que lleva extendiendo sus tentáculos mafiosos desde antes de la guerra civil.

Pero, como casi siempre, el tejido argumental de una novela, de esta en particular, no es más que el entramado de fondo que permite al autor desarrollar su ideas, dar cabida a sus puntos de vista sobre el mundo, exteriorizar sus planteamientos vitales o existenciales. Y en este sentido, Un momento de descanso contiene numerosos elementos de interés. De entrada, y como ha señalado el propio Orejudo, esta vez el auténtico, en alguna entrevista, la relación entre verdad y apariencia es el tema principal del libro. Nada es como parece, dice el autor, ni la Universidad es como parece, ni lo es ser escritor, ni tampoco lo son la autoridad moral o el prestigio académico e intelectual. Así, se nos revela la fragilidad de todo, de cosas, personas y sentimientos, una fragilidad que viene dada, quizá, por la crisis de una edad, los cincuenta que comparten escritor y protagonistas, en la que todo se tambalea y todo nos induce a encontrar un remanso de paz tras la dura vida de lucha en pos de la huidiza verdad, de peleas con la realidad, del mantenimiento de una integridad y una firmeza moral casi siempre estériles y sin recompensa. En este sentido, resultan significativas las últimas reflexiones de Cifuentes: quiero una felicidad más elemental, ¿quién soy yo para rechazar la mediocridad? (...) Mi felicidad es la felicidad del hombre descansado y exhausto, la felicidad del atleta que tras un esfuerzo sobrehumano, relaja por fin los músculos. Además, hay otros temas secundarios de interés, como la descripción del caos universitario americano, con la desternillante enumeración de las absurdas materias impartidas, de los inexplicables focos de atención académica y de los disparatados hábitos de los profesores (una de ellas, coleccionista de fotografías del glande de escritores famosos). Por otro lado, el capítulo tercero, casi íntegro, constituye un alegato durísimo (y que no me extrañaría que tuviera repercusiones reales en la carrera de Antonio Orejudo, profesor en la Universidad de Almería) en contra de la mediocridad y la basura moral de la universidad española, de la que se resaltan, en páginas muy verosímiles, su anemia intelectual, su sistemática aniquilación de la excelencia, las intrigas y componendas en la ocupación de cátedras, rectorados y decanatos, su raquitismo cultural, intelectual y científico. En el mismo sentido desmitificador, la novela critica las manifestaciones más delirantes de lo políticamente correcto, tan comunes en Estados Unidos y por estúpida imitación, cada vez más presentes en nuestro país, la desproporcionada, timorata y muchas veces injusta protección de las minorías, con un episodio significativo, el de la reclamación de una alumna negra, como muestra clarificadora de un estado de cosas insensato.

Destaca también el constante juego metaliterario, los límites, como hemos dicho, entre la verdad narrada y la verdad real subyacente, con la presencia, ya reseñada, del propio Antonio Orejudo, de un libro auténticamente existente de Jaume Claret Miranda que inspira parte del último capítulo, con la inclusión en el texto de fotos verdaderas o noticias de prensa reales, en ese juego metaficcional -perdonadme el “palabro”- al que tan acostumbrados nos tienen actualmente tantos escritores. Y todo ello impregnado de un muy evidente sentido del humor, algo cáustico e irreverente, que es un rasgo definitorio de la escritura del madrileño y que, como os he dicho, nos hace degustar el texto con una sonrisa -algo amarga, la verdad- en la boca.

En fin... no dudéis en leer esta más que estimable novela, Un momento de descanso, que publica Antonio Orejudo en la Editorial Tusquets. Seguro que os interesará (salvo que seáis profesores de la Universidad, en cuyo caso no aseguro yo que la sonrisa de la que os hablaba no se transmute en un gesto hosco y avinagrado).

Un programa de televisión titulado Dancing Queen, con una significativa presencia en el libro, es la excusa que me permite acompañar esta reseña del vídeo con la canción homónima de Abba.



La vulgaridad, la ignorancia y la soberbia se han apoderado del mundo. Reconozcamos la victoria de la mediocridad sobre la excelencia. Ninguna época se ha rendido tan fácilmente como la nuestra a ese espejismo de igualdad con que la ramplonería halaga los oídos de los simples. La incultura y la ignorancia han tomado como en un golpe de Estado la vida civil. A consecuencia de ello vivimos una inversión de valores. Lo alto es bajo, lo bajo es alto y los mejores han sido amordazados para que no denuncien con su severidad este carnaval perpetuo. Hoy el solecismo es más prestigioso que la concordancia y los barbarismos se extienden con más facilidad que los términos autóctonos. La inversión de valores es tan radical en nuestros días que una persona que maltrata el idioma diciendo españoles y españolas o presidenta pasa por ser un demócrata cuando en realidad es un dictador. Un dictador que como todos los sátrapas se hace pasar a sí mismo por heraldo de la igualdad. Negarse a ir por los estrambóticos caminos que marcan los locutores, los tertulianos, los líderes de opinión, los políticos, los cocineros, los sastres, los periodistas, los atletas y los supuestos intelectuales debe ser una obligación para los verdaderos demócratas, para los ciudadanos comprometidos con la cosa pública. La rebelión gramatical es la única revolución que nos queda. Hoy aquella heroica resistencia contra el fascismo consiste en negarse a hablar como los animadores de los programas de variedades, consiste en evitar las expresiones que imponen los políticos o las series de televisión más populares, y en no repetir jamás los lemas ideados por las agencias de publicidad. Hay que resistir frente a esa dictadura de la vulgaridad que nos iguala a todos por abajo, que nos obliga a expresarnos mal y por lo tanto a pensar con dificultad. La exigencia de usar bien la lengua no es una excentricidad, sino un verdadero compromiso político con la democracia y con los ciudadanos. Defender el buen uso de la lengua es una actitud crítica, una defensa de las personas frente al poder de las corporaciones económicas, una verdadera actitud republicana...


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