Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de junio de 2016

EDNA O'BRIEN. LAS CHICAS DE CAMPO. LA CHICA DE OJOS VERDES. CHICAS FELIZMENTE CASADAS.

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os ofrece una recomendación de lectura, escogida siempre con criterios de rigor y calidad. La última entrega de esta extensa -en todos los sentidos- serie que a lo largo del mes de junio estamos dedicando a libros que se agrupan bajo el formato de ciclo o saga o cadena en la que se recogen obras unidas bajo un común hilo conductor y en las que se presenta a unos personajes vinculados por una misma historia que se desarrolla en el tiempo a lo largo de diversas generaciones, en una evolución en todo semejante a la de las vidas “normales” de cualquier ser humano, debía centrarse esta tarde en los seis libros de Mi lucha, el fascinante proyecto literario de Karl Ove Knausgård, el hasta hace poco desconocido y ahora exitoso escritor noruego. Así estaba concebido mi planteamiento inicial, pergeñado en el pasado mes de septiembre, dado que de los seis libros que componen el monumental friso autobiográfico del controvertido autor tres de ellos ya habían sido traducidos en España y se anticipaba entonces la relativamente inmediata publicación de los tres restantes. Sin embargo, ha transcurrido el tiempo y la obra completa no ha visto la luz aún en nuestro país (son solo cuatro, todavía, los libros traducidos en este momento), por lo que he de posponer para una ocasión ulterior la lectura de la “colección” entera y por lo tanto su correspondiente reseña.

Y así, en su lugar, y siguiendo la misma pauta de libros “plurales”, os hablo ahora de una trilogía que aunque también es espléndida y presenta igualmente numerosos tintes de la biografía de su autor -autora en este caso-, es, sin embargo -por planteamiento y estilo, por estructura y enfoque literario-, muy distinta a la originariamente prevista para ocupar estos minutos. Hoy os presento tres emotivas novelas que con los títulos de Las chicas de campo, La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas publicó en 2013, 2014 y 2015, respectivamente, la extremeña editorial Errata Naturae en traducción de Regina López Muñoz.

Edna O’Brien, nacida en Tuamgraney, Irlanda, en 1932, pasa por ser una de las escritoras irlandesas más destacadas, siendo objeto de reconocimiento y valoración mundiales, y habiendo recibido elogios de autores tan sobresalientes como Alice Munro y Phillip Roth o, entre sus colegas británicos, Samuel Beckett, de quien fue amiga, John Berger, Kingsley Amis o el también irlandés John Banville, todos ellos nombres mayores de la literatura mundial. Autora de numerosas novelas, ensayos y biografías, guionista de cine y creadora de obras de teatro, galardonada a lo largo de su extensa carrera con premios literarios muy relevantes (el último por Country girl, La chica de campo, un título claramente autorreferencial con el que encabezó sus memorias, publicadas en inglés en 2012 y que no han sido editadas en España), O’Brien alcanzó su mayor repercusión con la trilogía cuya lectura quiero recomendaros esta tarde, escrita entre 1960 y 1964.

Aunque no procede, como es obvio, “destripar” la trama, sí quiero haceros -por significativa para la “presentación” de los libros- una breve descripción del hilo argumental de la serie, que abarca la vida de dos jóvenes irlandesas, Caithleen (Kate) Brady y Bridget (Baba) Brennan, desde su más temprana infancia hasta su primera madurez. (En este sentido, y en tanto las novelas siguen la trayectoria vital de las dos amigas -que, además y como comentaré más adelante, presentan personalidades muy diferentes, y hasta opuestas, entre sí-, el ciclo de novelas de Edna O’Brien mantiene un cierto paralelismo con Dos amigas, la obra de Elena Ferrante que os recomendé en este blog hace ahora quince días).

En Las chicas de campo vemos a las dos muchachas, con apenas cinco años (estamos en torno a 1940, las chicas son casi “contemporáneas” de la autora, en un primer rasgo autobiográfico de los muchos -confesados por su autora- que encierra la serie), en un pequeño y perdido pueblo en el profundo entorno rural irlandés. Con orígenes familiares muy distintos (la vida de Kate se desenvuelve en un ambiente muy modesto, tradicional y opresivo, con un padre siempre borracho y ausente, que dilapida en el juego su en consecuencia menguante patrimonio, y una madre afligida y desamparada en su ausencia de expectativas vitales; la de Baba, por el contrario, es más holgada -aunque encierra, quizá más soterrados, idénticos pequeños dramas, idéntica tristeza, idéntica desolación-, su padre veterinario y su madre un ama de casa atractiva y sofisticada que mitiga su desengaño, su tedio existencial, bebiendo solitaria en los bares de noche), conocemos a ambas niñas en el colegio y en su primitiva vida infantil (en un marco atrasado y sin embargo idílico, muy cercano -la cita es expresa en el libro- a El hombre tranquilo, el clásico de John Ford); más adelante, ya adolescentes, las seguimos cuando son internadas en un rígido colegio de monjas (y a esa etapa pertenece el significativo fragmento que os dejo como cierre de esta reseña); para, en un tercer gran eje del libro, acompañarlas después en su huída a la capital, a un Dublín muy cercano -en mi percepción durante la lectura- al gris, brumoso, húmedo, oscuro y deprimente de las novelas de Benjamin Black, el álter ego “policíaco” de John Banville, del que ya os he hablado en estas páginas; un Dublín en el que se independizan, logran un trabajo, flirtean con diversos jóvenes, en episodios que pese a representar momentos de libertad y exaltación, de alegría e iniciación a la vida -o quizá por ello- están impregnados, como la trilogía entera, por la tristeza, la nostalgia, la aflicción, la soledad, rasgos que definen la personalidad de Kate, desde cuya perspectiva se narra la historia. La atracción y la rivalidad entre amigas, el descubrimiento y la fascinación del amor (una ideación algo quimérica de Kate centrada en el señor Gentleman, un muy mayor vecino del pueblo), los ritos de paso a la edad adulta, los sueños y las promesas de futuro, la necesidad de volar en pos de un espacio propio y, a la vez, la añoranza de la casa familiar, la fuerza y también la vulnerabilidad de la juventud, protagonizan esta primera novela, en la que yo mismo he reconocido tantas “sensaciones” de mi propia vida a esas complicadas edades. Un libro a mi juicio deslumbrante y, con mucho, el más intenso, poético y conmovedor de los tres.

La chica de ojos verdes continúa la descripción de la vida de las jóvenes en un período que abarca -aproximadamente: aunque hay “dataciones” temporales en las tres novelas, no siempre son precisas o concretas- desde los diecisiete hasta los veintiún años de Baba y Kate. Desde el punto de vista de esta, que sigue siendo la voz narrativa, se nos cuenta su vida en Dublín en donde, ya asentadas, desarrollan su sencilla existencia -viviendo en una modesta casa de huéspedes, con sus ropillas baratas, sus hábitos mediocres, su diversiones tristísimas, siempre sin dinero-, en una sucesión de idilios irrelevantes, muy prosaicas aventuras y peripecias vitales algo patéticas. De nuevo Kate conocerá el amor (representado ahora en el cosmopolita Eugene, un viajado y ciertamente excéntrico director de cine, de nuevo mucho mayor que ella) y sufrirá por su causa, protagonizando un despertar a la vida que la traerá y llevará de Dublín a su pueblo natal, y de ahí otra vez a la capital, para acabar, en un nuevo desengaño, embarcando hacia Londres en compañía de -cómo no- su amiga Baba.

Por fin, en Chicas felizmente casadas, irónico título de la tercera y última novela de la serie, se nos muestra a las dos mujeres -jóvenes aún- habiendo accedido a una condición matrimonial que no hace honor al adverbio bajo cuya rúbrica se presenta la obra. Sus vidas como esposas -y ahora se alternan las voces narrativas de Kate y también la de Baba, que en los anteriores libros no había aparecido en primera persona- continúan la pauta de desengaño y frustración, de miseria y desolación, de desconcierto y anhelos frustrados, de expectativas incumplidas e inseguridades y dudas y tristeza y desvalimiento y aterradora soledad que ya habíamos conocido en las primeras entregas de la serie. Hay cosas en esta vida que no se pueden preguntar y (oh, Agnus Dei) hay cosas en esta vida que no se pueden responder, es el desesperanzado lema con el que se cierra la obra, evidenciando este tono sombrío de su lúcido enfoque.

La construcción de ambos personajes -y de los numerosos pero muy bien descritos secundarios que surcan la serie- es magnífica, y no resulta difícil identificarse con la algo simple Kate y sus múltiples tribulaciones. Las chicas crecen juntas pero, desde niñas, su amistad se caracteriza por una llamativa ambigüedad, un efecto atracción/rechazo o afinidad/repulsión, que las acompañará de por vida.

Kate es una chica sencilla (Fíjate qué chica tan sencilla, alegre como unas castañuelas, sin reparos en manifestar alegría cuando le sirves un segundo pastelillo, que trabaja todo el día y se mete en la cama muerta de cansancio. Una chica natural, sin dobleces), ciertamente pánfila, tímida y vulnerable, triste y frágil, melancólica y solitaria, débil, ignorante y timorata (Yo, tan maleable, temerosa de todo, irreflexiva, alocada, criada en la ignorancia de la Edad de Piedra y la barbarie religiosa), un pobre animalillo inocente que transmite permanentes sensaciones de desprotección y desvalimiento, una joven desgraciada (Al igual que la inmensa mayoría de la humanidad, su vida había sido complicada y su infancia infeliz), fantasiosa, constructora de quimeras, que vive esperando siempre otra cosa (los faros, sus destellos y los barcos solitarios me hacían pensar en toda la gente que espera a otras personas a lo largo y ancho de este mundo), que añora lo que no tiene y ansía, lo que poseyó y ha perdido, una mujer aburrida, indecisa (jamás había tenido que tomar decisiones. Siempre había alguien que elegía por mí, la ropa, la comida), anodina, que pasa desapercibida y no deja rastro en sus semejantes (la gente me olvida fácilmente), un pajarillo desamparado (Era como un gorrión en medio de una nevada: parda, aterrada, sola, en cita del libro referida a su madre, pero que como señala José María Guelbenzu en su crítica en El País, resulta muy claramente aplicable a ella misma, y definitoria de su delicada personalidad).

Los tres libros están repletos de referencias que completan ese muy interesante y profundo retrato de Kate y de las agitadas aguas interiores que perturban su desasosegado carácter: el peso de la muerte de la madre (aquél fue el último día de mi niñez, dice, a propósito de aquel infausto día), la consecuente culpabilidad en sus momentos de felicidad, pues a mi madre nunca la había visto feliz o contenta, la constante sensación de pérdida (Tenía ante sí a una persona a la que habían arrebatado demasiadas cosas), la infructuosa búsqueda de un lugar propio en el mundo (Por fin estoy aprendiendo a ser yo misma, y cuando sea capaz de expresarme imagino que no me sentiré tan sola ni tan lejos del mundo al que él trató de llevarme demasiado pronto), su obsesiva persecución del amor (A Kate podías decirle “hambruna de la patata”, que ella acababa relacionándolo con el amor, dice Baba), un amor idealizado y condenado al fracaso, como ocurrirá con el señor Gentleman y con Eugene, una ofuscación sentimental que condena su existencia y la destruye (Se llevó la mano al corazón y me dijo que le encantaría arrancárselo, pisotearlo, despedazarlo hasta la muerte, puesto que el corazón era su perdición), la persistente sensación de frustración, la honda e irremediable soledad que convierte su vida en un desolador drama (El insoportable peso del terror que llevaba años acarreando no se había aligerado), atrapada en una afligida nostalgia de un pasado supuestamente idílico en el recuerdo (los prados verdes y apacibles que se desplegaban a partir de la recia casa de piedra y, en verano, las reinas de los prados, blancas como la nata en los promontorios; o también: El mugir de las vacas, el crujido de los árboles, el alegre cacareo de las gallinas que deambulan para aprovechar los últimos minutos de libertad antes de que las recluyan), pero profundamente infeliz cuando se vivió (era un lugar sin vida, afirma, retrospectivamente, del pueblo de su infancia, destartalado, viejo, a punto de desmoronarse. Los comercios necesitaban una mano de pintura, y ya no parecía haber tantos geranios en las ventanas como los que había durante mi niñez. Y del mismo modo: Había escapado por fin de los sonidos tristes: el de la lluvia solitaria golpeando el tejado de chapa del gallinero, el de los gemidos de una vaca parturienta bajo un árbol en mitad de la noche. O aún más abruptamente: No se detuvo a mencionar las tierras pantanosas, ni las pardas ciénagas desprovistas de árboles, ni las hectáreas de campo muerto, inhóspito, con una ruina gris en el horizonte; los lugares de los que había heredado su sentido de la fatalidad).

Frente a ella, Baba es activa, positiva, primaria, superficial, disfruta de la vida -la aprovecha- sin excesivos reparos ni preocupaciones, sin culpabilidades ni angustias, sin prejuicios ni rebuscadas complejidades existenciales. Rozando en muchos casos la frivolidad, su vida es, sin embargo, más allá de esa ligereza epidérmica, mediocre e insatisfactoria, y sus profundas carencias -ya detectables desde la infancia- se traducen, entre otros efectos, en un trato degradante y ofensivo, despiadado y humillante, hacia Kate. Pensé -dice esta cuando recuerda su niñez en común- en todas las veces que habíamos recorrido juntas el trayecto de vuelta a casa desde la escuela, y en lo mucho que disfrutaba echándome a los perros y escribiéndome palabrotas en el brazo con rotulador indeleble, en una muestra reveladora de su singular amistad, de la ambigua y contradictoria relación que las une, también presente de modo significativo en la nota que Baba escribe en una tarjeta de regalo: Para Caithleen, en recuerdo de todos los buenos momentos por los que hemos pasado; eres una imbécil rematada.

El segundo gran motivo de interés de la serie, además del espléndido retrato de sus protagonistas y de la profundidad en la descripción y el análisis psicológico de las dos mujeres, lo constituye la fidedigna recreación del ambiente social de la Irlanda de los años 50. Un país primitivo, anquilosado en el pasado, del que afloran de continuo en las novelas su fanatismo religioso, el rígido catolicismo, su anacrónico puritanismo (los libros, en particular el primero, resultaron escandalosos en la época y fueron objeto de censura), la paupérrima vida rural, la reivindicaciones nacionalistas, el conflicto político y el odio a los ingleses, tal y como se refleja en el siguiente fragmento que pone también de manifiesto la componente fúnebre de la vida irlandesa: La muerte era fundamental en aquel lugar. Aquí y allá, las crucecitas pintadas de blanco clavadas en las cunetas señalaban los lugares donde algunas personas habían entregado su vida por Irlanda, y ni un solo día parecía transcurrir sin que muriera algún anciano de gripe, o de muerte natural, o de un derrame cerebral. Por el motivo que fuera, sólo nos enterábamos de las muertes; raras veces era noticia un nacimiento. Son reseñables también las múltiples referencias a claves notorias de la cultura de Irlanda, en la literatura (Joyce), la música (Van Morrison), el cine (la ya reseñada mención a El hombre tranquilo), el verde de la bandera que aflora con valor simbólico en la presentación del pueblo de la infancia, situado en la llanura del corazón de Irlanda, en el que la casa y los prados que se desplegaban en derredor formando una extensión infinita de liso verdor.

Sin tiempo ya para más, vuelvo a recomendaros vivamente la lectura de esta excepcional trilogía de Edna O’ Brien que publica Errata Naturae. Estoy seguro de que no os decepcionará. De entre las muchas alusiones musicales presentes en la serie he escogido Buttons and Bows interpretado por Dinah Shore como cierre de este comentario.

-Y ahora -añadió-, que levanten la mano las niñas que deseen tomar leche por las noches.
Como yo era de pecho delicado, levanté la mano y así fue cómo me comprometí a tomar cada noche un vaso de leche templada, comprometiendo también a mi padre a pagar dos libras anuales. Las becas no entendían de pechos delicados.
Nos mandaron temprano a la cama.
Nuestro dormitorio estaba en el primer piso. En el rellano que precedía a la estancia había un baño ante cuya puerta se formó una cola de veinte o treinta chiquillas que daban saltitos sobre una y otra pierna, como s no pudieran aguantar. Me quité los zapatos y los llevé en la mano. El dormitorio era una sala alargada con ventanas a ambos lados y una puerta al fondo sobe la que había un enorme crucifijo, y de las paredes, de un color amarillo enfermizo, pendían cuadros con escenas sagradas. En el centro, dispuestas a lo largo, dos filas de camastros de hierro vestidos con cubrecamas de algodón blanco; las estructuras también eran blancas. Las camas estaban numeradas, y no me costó trabajo dar con la que me correspondía. A Baba y a mí nos separaban seis camas. Me consolaba saber que la tendría cerca, en el caso de que algún día volviésemos a hablarnos. Había tres radiadores encajados en las paredes, pero estaban fríos.
Me senté en la silla que había junto a mi cama y me quité con calma las ligas y las medias. Las ligas me apretaban tanto que me habían dejado señales en los muslos. Preocupada por si me saldrían varices durante la noche, me entretuve en examinar las marcas sin saber que la hermana Margaret estaba justo detrás de mí. Usaba zapatos con suela de goma y se había acercado con tal sigilo que yo no me había percatado. Por eso, cuando dijo: “Atiendan, niñas”, me sobresalté y me puse de pie. Me giré para mirarla: se leía el enojo en su rostro, y estaba tan cerca de mí que pude fijarme en que tenía un pequeño quiste en un iris.
-Puede que las recién llegadas lo ignoren, pero el orgullo de un convento siempre ha sido su decencia. Nuestras colegialas son, por encima de todo, personas buenas y discretas. Y se puede medir el recato de una chica por su forma de vestirse y desvestirse. Hay que hacerlo con arreglo al decoro y al pudor. En un dormitorio común como éste... -Se interrumpió porque alguien había entrado por la puerta del fondo, golpeando un aguamanil con el batiente. Yo estaba ruborizada hasta las orejas. Prosiguió: -En el piso de arriba, las alumnas de los últimos cursos cuentan con cubículos independientes. Pero, como decía, en un dormitorio común como éste exigimos a las alumnas que se vistan y desvistan protegidas por sus batas. Y al hacerlo deberán ustedes mirar al pie de sus camas, con el fin de evitar las miradas indiscretas que podrían producirse en el caso de estar en los laterales.
Tosió y se alejó haciendo girar el mazo de llaves que llevaba en la mano. Abrió la puerta de roble del fondo de la estancia y desapareció.
La chica de la cama de al lado puso los ojos en blanco. Era bizca, y no me cayó bien. No por la bizquera, sino porque parecía la clásica persona que tiene muy mal gusto para todo. Llevaba una bata preciosa y muy cara, y unas sofisticadas zapatillas acolchadas. Sin embargo, una tenía la sensación de que se ponía esas cosas para alardear, y no porque fuesen bonitas. Vi cómo escondía dos chocolatinas debajo de la almohada.
Desnudarse con una bata sobre los hombros es un talento que requiere mucha práctica. A mí se me cayó la mía seis o siete veces, hasta que al final me encorvé y conseguí que no se me resbalara.
Andaba rebuscando en mi bolso de viaje cuando apagaron las luces; en ese momento, unas siluetillas en bata corretearon por el pasillo enmoquetado y desparecieron en sus camas blancas y heladas.
Pretendía sacar el bizcocho del fondo del bolso. Como tenía el juego de té encima, tuve que ir sacándolo pieza por pieza. Baba se deslizó sigilosamente hasta el pie de mi cama, y por primera vez hablamos; o, más bien, susurramos.
-Por Dios, vaya infierno. No aguantaré ni una semana.
-Ni yo. ¿Tienes hambre?
-Me comería a un niño chico -dijo.
Estaba sacando la lima de uñas de la bolsa de aseo para cortar con ella un trozo de bizcocho cuando una llave giró en la cerradura de la puerta del fondo del cuarto. Tapé rápidamente el dulce con una toalla y nos quedamos petrificadas mientras la hermana Margaret se acercaba hacia donde estábamos, linterna en mano.
-¿Qué significa esto? -preguntó.
Ya sabía cómo nos llamábamos, y se dirigía a nosotras por nuestro nombre completo; no sólo decía Bridget (el verdadero nombre de Baba) y Caithleen, sino Bridget Brennan y Caithleen Brady.
-Nos sentimos muy solas, hermana -traté de explicar.
-No estáis solas en vuestra soledad. La soledad no es excusa para desobedecer. -Hablaba con un susurro penetrante; todo el mundo la oía-. Vuelva a su cama, Bridget Brennan.
Baba se alejó sin hacer ruido. La hermana Margaret paseó la linterna a mi alrededor hasta que el rayo de luz alumbró el coqueto servicio de té sobre la cama.
-¿Qué es esto? -preguntó al tiempo que levantaba una de las tacitas.
-Es un juego de té, hermana. Me lo traje porque mi madre se murió.
Fue una estupidez, y me arrepentí al punto de haber dicho aquello. Siempre estoy diciendo tonterías, y es porque no pienso antes de decirlas.
-Qué conducta tan pueril y sensiblera -reprobó.
Se levantó el faldón del hábito, amontonó en el hueco que se formó las piezas del juego de té, y se las llevó.
Me metí entre las sábanas glaciales y comí un pedazo del bizcocho de semillas de alcaravea. El dormitorio entero lloraba; se percibían los sollozos y las convulsiones bajo las mantas. Un llanto ahogado.
El cabecero de mi cama estaba frente a la cama de otra chica; y, en mitad de la oscuridad, una mano apareció entre los barrotes y depositó una magdalena en mi almohada. Era una magdalena con azúcar glaseado y algo encima. Tal vez una guinda. Le pasé un pedazo de mi pastel, y nos estrechamos la mano. Me pregunté cómo sería, pues no me había fijado en ella cuando las luces estaban aún encendidas. Fuera quien fuese, se trataba de una buena persona. Y la magdalena estaba muy rica. Dos o tres camas más allá oí que una chica mordía una manzana debajo de las sábanas. Todas comíamos y llorábamos por nuestras madres.
En la esquinita de cielo que se veía desde la ventana que había delante de mi cama distinguí unas pocas estrellas. Era agradable estar allí tumbada y contemplar las estrellas, esperando a que se fueran debilitando, o se apagasen, o estallasen formando unos brillantes fuegos artificiales. Esperando a que sucediese algo en medio de aquel silencio aciago y sepulcral.
 

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