Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de abril de 2015

WILLIAM CLAXTON Y JOACHIM-ERNST BERENDT. JAZZ LIFE
 
A principios de octubre de 1959, recibí una llamada de Alemania. Mi interlocutor se presentó: Joachim-Ernst Berendt, musicólogo residente en Baden-Baden. En un inglés perfecto, me explicó que se disponía a venir a Estados Unidos para llevar a cabo un trabajo sobre “ese gran arte americano, el jazz”. Buscaba un fotógrafo para trabajar con él -un fotógrafo que amara y comprendiera el jazz. Había visto mis fotos en revistas europeas y en carátulas de discos y pensaba que yo era exactamente el hombre que necesitaba porque mis fotos “tenían alma”. El libro en cuestión incluiría sus escritos sobre el jazz ilustrados con mis imágenes. Los textos serían entrevistas con músicos, descripción de los diferentes lugares en los que se escucha jazz, un estudio de los orígenes del jazz y del jazz en sí mismo, en tanto que arte por derecho propio. Al escucharlo hablar, todo me pareció muy culto aunque, por otro lado, se trataba de un proyecto muy importante. No podía creer mi suerte. La ocasión de fotografiar a un buen número de mis héroes del jazz y de descubrir a otros viajando por todos los Estados Unidos era muy tentadora. Respondí que sí, que me gustaría estar en el proyecto, pero que necesitaba aún más detalles. Me respondió que me escribiría. Antes de colgar, mencionó que le gustaría encontrarse conmigo en abril en Nueva York, y pasar en torno a dos semanas cubriendo los escenarios del jazz en Manhattan. Después de lo cual, alquilaríamos un coche y surcaríamos el país entero explorando el mundo del jazz, sus raíces, sus creadores, los entornos en los cuales se desarrollaba. Pasaríamos algún tiempo en Nueva Orleans, en Memphis, en Chicago, en Hollywood y en una docena de otros lugares menos previsibles. Y -¡ah, sí!- nuestro trabajo seria publicado en forma de un lujoso álbum por el editor alemán Burda Verlag en la primavera de 1961. ¿Qué joven fotógrafo no quedaría deslumbrado por una oferta así? Me volví hacia mi mujer, Peggy Moffitt, y le conté lo que acababa de pasar. Asumiendo el papel de la más práctica de los dos, me preguntó cuánto me pagarían. ¡Vaya! Había olvidado preguntarlo. Volví a llamar inmediatamente al señor Berendt o, más bien, al profesor Berendt, y le planteé la pregunta. Respondió que estaba dispuesto a pagarme 7.000 dólares más todos los gastos profesionales y de desplazamiento durante los cuatro o cinco meses necesarios para llevar nuestra misión a buen puerto. En aquella época era como si me ofreciera siete millones. Colgué y repetí muy complacido su oferta a Peggy. Ella sonrió y dijo con tristeza: “¿Y yo?” Hay que decir que no llevábamos casados más que algunos meses. Una negra sombra apareció entonces sobre mi cabeza, con un haz de rayos estallando en el corazón de la tempestad. Estaba excitado pero deprimido a la vez por la idea de separarme de mi mujer durante tanto tiempo. Llamé de nuevo a Berendt y le expliqué mi situación conyugal. Supliqué: “aún somos recién casados”, pidiéndole si no era posible llevar a Peggy con nosotros. Lo sentía, me dijo, pero no había cabida para ella en nuestro presupuesto.
 
Entonces, le pregunté, ¿qué debería hacer un joven fotógrafo -con talento y ambicioso- ante una ocasión única como ésta? Después de un largo rato de discusión decidimos que debería aceptar la oferta. Durante este tiempo Peggy permanecería en Los Ángeles para ocuparse de su carrera de modelo.
 
Joachim-Ernst Berendt, al que desde entonces yo llamaría Joe, y yo habíamos convenido encontrarnos en el aeropuerto Idlywild (todavía no se llamaba JFK) en Nueva York el día de su llegada desde Francfort. Esa mañana, Peggy y su hermana me llevaron al aeropuerto de Los Ángeles. Me sentía un poco débil pero aún así embarqué. Me encontraba muy mal y antes incluso de despegar tuve que ir al baño. Un rato más tarde me di cuenta de que el avión de disponía a aterrizar no en Nueva York sino en San Francisco. La azafata me explicó que habían tenido que cambiar de avión y que probablemente yo me había equivocado de vuelo. Tuve que coger otro avión entre San Francisco y Nueva York. Joe me esperaba desde hacía cinco horas pero por fortuna la compañía aérea le había advertido de mi nueva hora de llegada. Joe y su amigo, el guitarrista húngaro de jazz Attila Zoller, me condujeron a Manhattan en el flamante Buick nuevo de Attila. Creo que no le produje a Joe una primera impresión demasiado buena. Estaba lívido y en un estado penoso. Habíamos reservado una habitación en el hotel Alwyn, en la esquina de la West 58th Street con la Séptima Avenida. El edificio estaba bastante destartalado (había que pagar al contado desde la misma llegada) y era conocido por ser lugar de paso de yonquis. Joe comentó: “¿No te parece que es un sitio formidable? Un hervidero de músicos. ¿Es buena señal, no?
 
A la mañana siguiente, todavía bastante enfermo, me despertó una llamada de Peggy. Me decía que tomaría el próximo vuelo y estaría conmigo esa misma noche. El solo hecho de oír su voz ya me animó un poco. Le expliqué a Joe que no podría trabajar con él esa primera jornada. Le pareció bien porque tenía muchos asuntos que investigar y mucha gente con la que contactar.
 
Con Peggy a mi lado me restablecí rápidamente. Decidimos que ella se quedaría a trabajar como modelo en Nueva York mientras yo andaba por las carreteras. Había firmado un contrato con la Agency Plaza Five y estaba excitada por el hecho de trabajar en Nueva York, que era entonces la capital de la moda. Encontró alojamiento en casa de otra modelo de la misma agencia. Todo parecía ir a mejor. Aunque volveré sobre la “saga” Peggy más adelante.
 
Presenté a Joe a George Avakian, director del departamento de jazz de Columbia Records; a Jack Lewis de RCA Victor; a Ahmet Ertegun y a su hermano Nesuhi de Atlantic. Joe estaba muy impresionado porque yo conociera a gente tan importante en el mundo del jazz. Todas estas relaciones me ayudaron a entrar en contacto con los más grandes músicos y arreglistas de jazz de la región de Nueva York. Sentía curiosidad por ver cómo iba a ser aceptado Joe por todos esos jazzmen tan en la onda. Quedó muy claro desde el principio que no sólo había hecho bien sus deberes y conocía la música y a los músicos al dedillo sino que sabía hablar con ellos como experto de una manera sincera y auténtica. El hecho de que fuera extranjero ayudaba, pues eso lo volvía aún más interesante. Era una fuente inagotable en lo que se refería a “la forma artística más importante de América”.
 
El plan de Joe para nuestra odisea del jazz era salir de Manhattan, pasar por Filadelfia y Washington, bajar hacia nueva Orleans y Biloxi atravesando los Estados costeros, remontar el Mississippi hasta Memphis, y luego continuar hasta Chicago, San Luis, Detroit y Kansas City. Después de lo cual nos dirigiríamos hacia el Oeste por Los Ángeles, Hollywood, San Francisco y Las Vegas. Volveríamos a continuación a Nueva York para subir a Boston y conocer la Berklee School of Music, y terminaríamos nuestro periplo en el festival de jazz de Newport, en Rhode Island. Yo tenía pensado asistir al festival de jazz de Monterrey más tarde, en otoño, después de que Joe hubiese vuelto a Alemania.
 
Hola, buenas tardes. Con este largo aunque sustancioso y significativo texto de William Claxton os damos la bienvenida un miércoles más a Todos los libros un libro que esta tarde os trae una recomendación de lectura vinculada al universo jazzístico -como habréis podido deducir del fragmento inicial (que forma parte de uno de los dos prólogos del libro)- con ocasión de la celebración, mañana, 30 de abril, del Día internacional del Jazz. Y hablo de lectura aunque mi propuesta de hoy no es tan estimable por el texto en sí -interesante en cualquier caso- como por las muchas y extraordinarias imágenes que lo acompañan, centenares de fotografías de músicos, conciertos, sesiones de grabación, festivales, gentes, músicos anónimos, artistas reconocidos, así como lugares y entornos relacionados con el jazz. Se trata de Jazz life, una obra monumental de seiscientas intensas páginas presentada por la editorial Taschen en 2005 y que recoge el viaje, al que se alude en el texto de entrada, que el experto alemán Joachim-Ernst Berendt y el fotógrafo William Claxton (ambos ya fallecidos) hicieron por los escenarios del jazz en los Estados Unidos de 1960, un libro que se publicaría originariamente un año después, en 1961. La obra -que se edita en tres idiomas, inglés, alemán y francés- cuenta con una edición de lujo algo más extensa -casi setecientas páginas- que por unos probablemente bien empleados mil quinientos euros ofrece cada uno de sus exclusivos mil ejemplares firmados, numerados y recogidos en un artístico cofre, con encuadernación en tela e incluyendo cuatro fotografías de gran calidad y un CD con algunas de las grabaciones originales registradas en el periplo citado.
 
Joachim-Ernst Berendt fue miembro fundador de la Südwestfunk, una legendaria emisora de la radiodifusión alemana, y productor musical con más de doscientos cincuenta discos en su haber. Estudioso del jazz, coleccionista, investigador y autor de numerosos libros sobre el género, se unió al conocido fotógrafo William Claxton (toda una autoridad en el mundo de la fotografía de moda, colaborador en revistas como Life, Vogue y Paris Match, e igualmente gran experto en jazz, con infinidad de portadas de discos a su cargo y, sobre todo, responsable de un deslumbrante contingente de imágenes -muchas de las cuales han alcanzado la categoría de iconos- de los grandes nombres del universo jazzístico internacional) en un viaje de cuatro meses en el que atravesaron Estados Unidos en un Chevrolet de ocasión, para visitar, conocer, descubrir, sondear, reflejar y fotografiar el panorama del jazz en el enorme país americano, empeño que es casi equivalente al intento de plasmar en un libro el universo del jazz mundial. Jazz life es la prueba y, sobre todo, el espléndido testimonio de ese viaje.
 
Berendt, autor de los textos que acompañan las impresionantes fotografías, parte de un presupuesto -que recoge en su prefacio inicial, el segundo de los preámbulos del libro, junto al que ya os he leído de William Claxton- que explica su proyecto. El jazz -nos dice- lejos de ser un lenguaje musical “unitario” que reflejaría de modo homogéneo y uniforme el “alma” y el espíritu de los Estados Unidos, es, por el contrario, un organismo vivo que admite estilos y manifestaciones heterogéneos, muy diferentes según las ciudades, los paisajes, los entornos en los que se desenvuelve. Y así, el clima permanentemente soleado de California no puede influir sobre la música que allí se hace con idénticos efectos a los que los sombríos barrios de Chicago provocan en la que nace entre sus calles oscuras, y del mismo modo -continúa- en que Mozart pertenece a Salzburgo, Grieg a Noruega y los Strauss a Viena, el estilo Nueva Orleans no puede pensarse fuera de la ciudad sureña, el jazz de Kansas City es inimaginable sin los pasajes del Medio Oeste, California aparece unida al jazz West Coast o el blues al Southside de Chicago. Siendo el fecundo panorama musical de Nueva York -puntualiza- una excepción que pareciera contradecir esa tesis, al albergar en su seno una enorme multiplicidad de vertientes, enfoques y planteamientos estilísticos. Además, señala Berendt apuntalando la antedicha noción de heterogeneidad, resulta notorio el contraste entre la melancolía, la tristeza, el humor desesperado, el ambiente depresivo, la ruina existencial, la presencia ominosa de los conflictos raciales y sociales, el fracaso y la atmósfera de soledad que aparecen como consabidos clichés con los que se ha retratado habitualmente el mundo del jazz, sobre todo el norteamericano y, por otro lado, la alegría de vivir, la energía, la vitalidad, la ironía, la atmósfera festiva, el humor y el espíritu juvenil también presentes en muchas de sus manifestaciones y más valorados -quizá- por los críticos europeos. Y es por todo ello por lo que la “aventura”, la “expedición” -como la denomina- llevada a cabo por los dos privilegiados “investigadores”, se plantea como un intento de constatar la validez de estos análisis apriorísticos, o de negarlos, al ser en ocasiones tan limitados y reduccionistas.
 
De este modo, ambos autores nos dan cuenta de su viaje en dieciséis capítulos en los que reflejan -con breves textos de Berendt y profusión de fotos de Claxton- los ambientes del jazz en un primer acercamiento que va de los espirituales a la música soul, para luego recorrer, en apartados sucesivos, de las Sea Islands a la Berklee School, Nueva Orleans, Angola, la legendaria prisión del Estado de Louisiana, Memphis, St. Louis, Kansas City, las Big Bands, Chicago, Hollywood y Los Ángeles, San Francisco, Monterrey y Las Vegas, Detroit, Filadelfia y Washington D.C., y, por fin, Nueva York en cinco capítulos finales centrados respectivamente en la City, Harlem, el Nueva York tradicional y “mainstream”, el de la vanguardia y el del Village. Y en todos estos escenarios contemplamos a cientos de protagonistas anónimos (entregados fieles, arrebatados predicadores y acompasados coros que entonan cánticos religiosos en las iglesias, niños que juegan en las calles mientras cantan y bailan, un cartero saxofonista que toca para los chicos del barrio en las pausas de su trabajo, bellísimas jóvenes negras que perezosas se mecen al son de la música frente a las puertas de sus humildes casas, locutores de programas de radio que braman en la noche sus apasionadas recomendaciones, miembros de comunidades afroamericanas que repiten ritos ancestrales entre sonidos tribales y cantos de trabajo, ignorados músicos de orquestas desconocidas que acompañan los sórdidos espectáculos de los night clubs y los locales de strip-tease, conjuntos de “animadores” de entierros que, no siempre convenientemente circunspectos, acompañan los féretros en caótica procesión entre sonidos de metal y movimientos espasmódicos, curtidos bluesmen que lamentan los errores de su vida en inspiradas y desoladas piezas mientras pagan sus delitos en temibles y siniestras penitenciarías, obreros que aprovechan las pausas laborales para cantar en las orillas del Mississippi mientras fluyen las barcazas, adustos componentes de bandas militares, dolientes damas que entonan un triste blues en un perdido local de lesbianas, hombres afiliados a sindicatos de músicos improvisando en jam-sessions en locales polvorientos, combos de aficionados actuando en garitos entre nubes de humo de tabaco, multitudes de lugareños, pueblos enteros, disfrutando de fiestas espontáneas en garajes, grupos de amigos que tocan mientras preparan la cena en exiguos apartamentos “ocupados”, poetas de la efervescente San Francisco recitando sus versos en cafés bohemios acompañados por los sones de un grupo musical, severos componentes de las colosales big bands en los fastuosos espectáculos de casinos y hoteles en Las Vegas, famosos jazzmen interpretando su música en traje de baño, mientras toman el sol y se zambullen en alguna piscina de Los Ángeles, artistas de extraordinaria solvencia profesional reducidos a la anodina condición de meros intérpretes de consabidos standars en salones de té poblados por clientes centrados en sus negocios y ajenos a la música, aficionados en tiendas de discos, músicos callejeros en Times Square, asistentes a multitudinarios festivales con infinidad de artistas invitados actuando en inmensos escenarios, talentosos estudiantes de escuelas de jazz... y tantos otros) y a una ingente cantidad de grandes nombres del género (Charlie Byrd, Mose Allison, Miles Davis, Muddy Waters, Memphis Slim, Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Max Roach, Dinah Washington, Gerry Mulligan, Dizzie Gillespie, Charlie Mingus, John Coltrane -el vídeo de una de sus interpretaciones de My favourite things, la pieza que me “descubrió” el jazz, acompaña esta reseña-, Abbey Lincoln, Ornette Coleman, Sarah Vaughn, Stan Getz, Coleman Hawkins o Ray Charles por citar sólo algunos de los muchos recogidos en el volumen) de los que os dejo aquí, acompañando esta reseña, algunas excelentes fotos. Y además, en el libro comparecen todos los estilos, el blues, el swing, el be-bop, el gospel, el ragtime, el dixieland, el hard-bop, el free jazz... completando un recorrido exhaustivo y fascinante por las fuentes del género.
 
La monumental obra se cierra con una última emblemática foto, que os ofrezco aquí como clausura también a mis comentarios. Tres niños tocan sus instrumentos a las 18.09 de un día de verano de junio de 1960, aclara William Claxton en su breve texto final. Están delante de Washington Square, en el Greenwich Village. Ahora, escribe cuarenta años después, deben rondar la cincuentena. Me pregunto dónde estarán y si alguno de ellos llegó a ser músico profesional. Este libro -finaliza- está dedicado a todos los músicos, de ayer, de hoy y de mañana, con mi admiración, mi respeto y mi amor por su JAZZLIFE.
 

miércoles, 22 de abril de 2015

THOMAS HARDING. HANNS Y RUDOLF

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura que os proponemos con la intención de que podáis orientaros entre la inmensidad de publicaciones que pueblan nuestras librerías cada año. Hoy, nuestra sugerencia se centra en un ensayo histórico que, sin embargo, carece de la adusta severidad que suele caracterizar a este tipo de textos leyéndose, por el contrario, con la fluidez, la soltura, la avidez y la pasión con las que abordamos las mejores novelas. Se trata de Hanns y Rudolf, escrito por el británico Thomas Harding y que ha visto la luz a finales de 2014 en la editorial Círculo de Lectores/Galaxia Gutemberg en traducción de Alejandro Pradera. Esta reseña aparece ahora, con un ligero retraso, a las pocas semanas de que se hubieran conmemorado, el pasado 27 de enero, los setenta años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, un entorno y unos sucesos -los que tienen que ver con el exterminio de centenares de miles de personas, la mayoría de ellas judías- que constituyen el trasfondo último de la obra que a continuación paso a comentar.

Os avanzo antes, muy brevemente, algunos de los aspectos más destacados del libro, cuyos origen, planteamiento, propósito, estructura y finalidad se recogen con claridad y precisión en su interesante prólogo que os transcribo íntegro al término de esta reseña.

Hanns y Rudolf se presenta con un subtítulo, que ya está en el original inglés, muy significativo y anticipatorio de lo que nos vamos a encontrar al adentrarnos en el texto: El judío alemán y la caza del Kommandant de Auschwitz. Y es que, en efecto, el Rudolf al que se alude es Rudolf Höss, la máxima autoridad del campo de exterminio, encargado de su construcción a principios de 1940, y Comandante del campo, y por tanto responsable último de las atrocidades en él cometidas, hasta los primeros meses de 1945, cuando el terrorífico recinto fue liberado y el alto militar logró escapar, haciéndose con una identidad falsa, en el caos de aquellos días. Y el Hanns que aparece también en el encabezamiento del libro no es otro que Hanns Hermann Alexander, un judío alemán que, víctima del nazismo, huye con su familia a Inglaterra, se suma al Ejército británico y lucha en la guerra contra sus connacionales para acabar siendo reclutado, tras el fin de la contienda, por el Equipo Británico de Investigación de Crímenes de Guerra para capturar a criminales nazis huidos. Tras infinidad de peripecias Hanns localiza a Rudolf, escondido en un granero de un pequeño pueblo en el norte de Alemania, en la frontera con Dinamarca. Detenido y juzgado, Höss fue colgado en el propio campo de Auschwitz, escenario de su crueldad, el 17 de abril de 1947.

Thomas Harding, que es sobrino nieto del cazador de nazis -su abuela, hermana de Hanns-, da cuenta, en el libro que hoy os presento, de su investigación sobre las vidas de los dos antagonistas a partir de una ingente documentación -cartas, grabaciones, archivos, entrevistas, recursos varios presentes en internet- y el resultado, riguroso como corresponde a un texto de investigación histórica, presenta también -como ya he señalado- las notas de apasionamiento e interés, de intriga y sugestión propias de la mejor literatura de ficción.

En capítulos alternos -que sólo confluyen, de manera obligada, al final, cuando ambas existencias acaban por encontrarse- Harding, un prestigioso periodista y autor de documentales, nos relata la biografía de los dos hombres: Rudolf nacido en 1901 en un pequeño pueblito en las afueras de Baden-Baden, en el seno de una familia convencional, patriota y católica, en la respetable clase media germana (aunque con un padre fanático, intolerante y cerril, que espera de su hijo la entrega al sacerdocio y al que el chico despreciaba), y Hanns, más joven, de 1917, retoño de un reputado médico judío, crecido en un hogar adinerado y perteneciente a la aristocracia cultural, económica e intelectual del efervescente Berlín del primer cuarto del siglo pasado.

Con un pulso narrativo vigoroso y con notable eficacia literaria -pese a que el autor salpique su texto de datos contrastables y trufe la obra de numerosas citas que se recogen en treinta y cinco exhaustivas páginas finales-, vamos avanzando por la vida de los dos protagonistas -tanto la más íntima, privada y personal, como la de repercusión más pública y divulgada- conociendo sus infancias respectivas, tan distintas; sus diferentes modos de iniciación y apertura a la vida, el de Rudolf, comenzando desde muy pronto su contacto con grupos radicales ultraderechistas, combatiente en la primera guerra mundial, asesino ya, muy joven, de enemigos políticos; el de Hanns, amenazada tempranamente su juventud por el fanatismo nazi y obligado, sin haber cumplido aún los diecinueve años, a abandonar a su familia -que se reagruparía, casi íntegra, años más tarde- y viajar a Londres; su madurez, con la entrega de Höss a la causa nacionalsocialista, su ascenso en la jerarquía del poder hitleriano, su destino como máximo mandatario y responsable de la gestión del campo de Auschwitz, de cuya asesina organización no se nos ahorran detalles en el libro, y, desde el punto de vista de Hanns, con su decidida voluntad de participar junto a las fuerzas del Reino Unido en el combate frente al Ejército alemán y su progresiva implicación en la persecución y captura de los asesinos de guerra.

El retrato de ambos personajes -y con este último apunte cierro mi comentario antes de dejaros con el muy interesante prólogo del libro- es complejo y lleno de aristas, alejado de enfoques simplistas y maniqueos. Rudolf Höss es, sin duda, y así aparece en la visión de Harding, un cruel criminal, carente de empatía, indiferente al mal causado y de una insensibilidad esquizoide, un psicópata sádico, amoral y bárbaramente práctico, capaz de justificar sus crímenes -algunas cifras hablan de dos millones de muertos en el campo- con un “personalmente yo no asesiné a nadie”, aunque de él, como director del campo de exterminio de Auschwitz, salieran las órdenes que conducían a los hornos crematorios, a las cámaras de gas, a las ejecuciones sumarias, a los salvajes y mortales experimentos médicos, a las violaciones, a la muerte por inanición o frío o exceso de trabajo, de tantos seres humanos. Pero era, a la vez, y el autor enfatiza también, a mi juicio con buen criterio, estos rasgos, un sensible padre de familia, que disfruta de su apacible vida familiar, con su mujer y sus cinco hijos, en unas dependencias anejas al campo, un acogedor chalet en donde la esposa cocina con la normalidad de cualquier ama de casa y los niños juegan en los columpios y se bañan en la piscina y se ríen con los sirvientes -todos prisioneros del campo- mientras el padre ultima el cotidiano escrutinio de la espantosa actividad en el territorio sobre el que ejerce su asesina jurisdicción.

Y otro tanto ocurre con Hanns que, ligero y de vida algo frívola, sólo cambia y adquiere más “peso” cuando empieza a tomar conciencia del horror que le rodea y que amenaza las haciendas y las vidas de sus correligionarios, y aún entonces, lejos del ser el héroe de una pieza en el que quizá otros analistas menos exigentes lo hubieran convertido, aparece a los ojos de Harding como alguien ambivalente, con claroscuros. Entregado con pasión, tras la guerra, a la tarea de perseguir jerarcas nazis, su comportamiento no es siempre impecable ni mucho menos ejemplar, llegando a permitir, por ejemplo, con su omisión culpable, que sus hombres -una veintena de soldados, muchos de ellos judíos- apalearan a Höss con mangos de hacha en el momento de su detención, obligándole él mismo, el propio Hanns, a caminar desnudo hasta la cárcel, en un entorno dominado por la nieve, lo que provocó la congelación de sus pies descalzos; igualmente el interrogatorio distó mucho de ser modélico, con azotes, ingesta obligada de alcohol y otras torturas infligidas al asesino, pero entonces indefenso.

Por muchos motivos, pues, es un libro magnífico este Hanns y Rudolf de Thomas Harding que os recomiendo muy vivamente y del que os ofrezco a continuación su esclarecedor prefacio. La balada de Mackie el Navaja, una pieza de La ópera de los tres peniques, con música de Kurt Weill y libreto de Bertold Brecht, estrenada en 1928 y citada en el libro (la familia de Hanns acude a una de sus representaciones), complementa esta reseña en una excelente versión de la genial Ute Lemper.


ALEXANDER. Howard Harvey, cariñosamente conocido como Hanns, falleció rápida y apaciblemente el viernes 23 de diciembre. La cremación tendrá lugar el jueves 28 de diciembre, a las 2.30 p.m. en Hoop Lane, Crematorio de Golders Green, Capilla Oeste. Sin flores, por favor. Las donaciones, para quien desee hacerlas, al North London Hospice.                                                       
Daily Telegraph, 28 de diciembre de 2006


El funeral por Hanns Alexander se celebró una tarde fría y lluviosa, tres días después de Navidad. Teniendo en cuenta la climatología y las fechas, la asistencia de público fue impresionante. En la capilla se agolpaban más de trescientas personas. La congregación llegó muy pronto, casi al completo, ocupando todos los asientos. Asistieron quince personas del antiguo banco de Hanns, el Warburg’s, entre ellas el anterior director general y el actual. Allí estaban sus amigos íntimos, así como todos sus familiares. Ann, la esposa de Hanns durante sesenta años, estaba sentada en primera fila, junto a las dos hijas de la pareja, Jackie y Annette.

El celebrante de la sinagoga recitó el Kadish, la oración tradicional judía por los muertos. A continuación hizo una pausa. Mirando a Ann y a sus dos hijas, pronunció un breve sermón, diciendo lo apenado que estaba por su pérdida, y que toda la comunidad iba a echar de menos a Hanns. Cuando concluyó, dos sobrinos de Hanns se pusieron en pie para pronunciar un panegírico conjunto.

Gran parte de lo que dijeron era sobradamente conocido: que Hanns se crió en Berlín. Que la familia Alexander salió huyendo de los nazis y se instaló en Inglaterra. Que Hanns combatió en el Ejército británico. Su carrera como banquero del escalafón inferior. Su compromiso con la familia y su medio siglo de esfuerzos bregando para la sinagoga.

Pero había un detalle que pilló desprevenido a casi todo el mundo: que al final de la guerra, Hanns había localizado al Kommandant de Auschwitz, Rudolf Höss.

Aquello me llamó la atención. Porque Hanns Alexander era hermano de mi abuela, era mi tío abuelo. Cuando éramos pequeños nos habían advertido de que no hiciéramos preguntas sobre la guerra. Y en aquel momento me enteré de que tal vez Hanns había sido un cazador de nazis.

La idea de que aquel hombre bueno pero que no llamaba la atención hubiera sido un héroe de la Segunda Guerra Mundial parecía inverosímil. A lo mejor aquello no era más que otro de los cuentos chinos de Hanns. Porque era un poco pícaro y un bromista, sin duda muy respetado, pero también era aficionado a gastar bromas a sus mayores y contarnos chistes verdes a los jóvenes, y, a decir verdad, también era propenso a exagerar. Al fin y al cabo, si realmente había sido un cazador de nazis, ¿no se habría mencionado en su nota necrológica?

Decidí averiguar si aquello era cierto.

****

Vivimos en una época en que se están cerrando las aguas sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial, en que estamos a punto de perder los últimos testigos que quedan, en que lo único que permanece son relatos que ya se han contado y vuelto a contar tantísimas veces que han perdido su veracidad original. Y lo que nos quedan son las caricaturas: de Hitler y Himmler como unos monstruos, de Churchill y Roosevelt como guerreros victoriosos, y de millones de judíos como las víctimas.

Sin embargo, Hanns Alexander y Rudolf Höss fueron hombres con caracteres muy polifacéticos. Por consiguiente, esta historia pone en duda el retrato tradicional del bueno y el malo. Ambos hombres eran adorados por sus familias y respetados por sus colegas. Ambos se criaron en Alemania durante las primeras décadas del siglo XX y, cada uno a su manera, ambos amaban a su país. En ocasiones Rudolf Höss, el brutal Kommandant, mostraba cierta capacidad de compasión. Y la conducta de su perseguidor, Hanns Alexander, no siempre estuvo libre de sospecha. Por consiguiente, este libro es un recordatorio de un mundo más complejo, contado a través de la vida de dos hombres que se educaron en dos culturas alemanas paralelas pero antagónicas.

También es un intento de seguir el rastro de las vidas de ambos hombres, y de comprender cómo llegaron a encontrarse. Y el intento suscita preguntas difíciles. ¿Cómo se convierte un hombre en un asesino de masas? ¿Por qué una persona elige enfrentarse a sus perseguidores? ¿Qué le ocurre a las familias de ese tipo de hombres? ¿Alguna vez está justificada la venganza? Más aún, esta historia pretende argumentar que cuando los mundos de aquellos dos hombres colisionaron, la historia moderna se vio transformada. El testimonio que surgió de ello resultó particularmente significativo durante los juicios por crímenes de guerra al final de la Segunda Guerra Mundial: Höss fue el primer alto mando nazi que admitió haber ejecutado la Solución Final de Himmler y Hitler. Y lo hizo con todo tipo de detalles estremecedores. Aquel testimonio, sin precedentes en su descripción de la maldad humana, llevó al mundo a jurarse que jamás volverían a repetirse aquellas inefables atrocidades. Desde entonces, quienes padecieran injusticias extremas podían atreverse a abrigar la esperanza de una intervención.

También es la historia de una sorpresa. En mi cómoda educación en el norte de Londres, los judíos –y yo lo soy– figuraban como las víctimas del Holocausto, no como sus vengadores. Yo nunca había cuestionado realmente ese estereotipo hasta que me topé con esta historia. O, para ser más exacto, hasta que ella se topó conmigo.

Es la historia de unos judíos que contraatacan. Y aunque existen algunos ejemplos sobradamente conocidos de resistencia –de motines en los guetos, de insurrecciones en los campos, de ataques desde la espesura– ese tipo de ejemplos escasean. Hay que rendir homenaje a todos y cada uno de ellos, como inspiración para los demás. Incluso cuando nos enfrentamos a la brutalidad más radical, la esperanza de supervivencia –y tal vez de desquite– todavía es posible.

Éste es un relato reconstruido a base de historias, de biografías, de archivos, de cartas familiares, de antiguas grabaciones magnetofónicas y de entrevistas con los supervivientes. Y es una historia que, por una serie de razones que espero que queden claras, nunca contaron del todo sus dos protagonistas: Hanns y Rudolf.

miércoles, 15 de abril de 2015

MARCOS ORDÓÑEZ. DETRÁS DEL HIELO. BIG TIME: LA GRAN VIDA DE PERICO VIDAL. UN JARDÍN ABANDONADO POR LOS PÁJAROS
 
Hola, buenas tardes. Aquí estamos de nuevo, un miércoles más, en Todos los libros un libro, un intento que hacemos todas las semanas desde Radio Universidad de Salamanca por ofreceros una propuesta de lectura que pueda resultaros interesante y sugestiva. Hoy traigo al programa no una sino varias recomendaciones, todas muy atractivas y todas debidas a un escritor español que pese a su constante y muy destacada presencia en los medios de comunicación y pese a contar también con una más que estimable obra literaria a sus espaldas, no es demasiado conocido para el gran público, ni siquiera para el más reducido universo de los afectos a los libros. Se trata de Marcos Ordóñez, un escritor que en su, como digo, ya relativamente amplia trayectoria narrativa tiene en su haber media docena de novelas, habiendo publicado, además, varios libros relacionados con el cine y, sobre todo, con el teatro. Y es en relación con este ámbito, el teatral, en el que es un experto, agudo, culto e inteligentísimo crítico, donde descuella su figura, con sus habituales columnas en el diario El País y sus frecuentes crónicas, artículos y colaboraciones en Babelia, el suplemento cultural del diario madrileño.
 
Yo leí, hace ya muchos años, algunas de las novelas de Marcos Ordóñez, de las que mi deplorable memoria recuerda ahora, con especial cariño, Una vuelta por el Rialto, publicada en Anagrama en un lejano 1994, Puerto Ángel, que me entusiasmó en 1999, Tarzán en Acapulco, también apasionante, que apareció en 2001, o, más recientemente, Detrás del hielo, que vio la luz en la editorial Bruguera en 2006. Es de esta última de la que conservo aún recuerdos menos difusos y algunas notas de lectura, y de la que, por ello, quiero esbozaros de modo breve su argumento. Detrás del hielo se desarrolla en la República de Moira, un país imaginario que presenta rasgos de alguno de los países del Este europeo, del Telón de acero -la novela está ambientada en los años sesenta-, aunque algo remite también en este pequeño país de ficción a una tópica República bananera centroamericana. En este escenario geográfico y con un fondo que alude de modo claro a los sucesos de mayo de 1968, no sólo el famoso mayo francés, sino también la primavera de Praga, Marcos Ordóñez nos cuenta la relación triangular entre Klara Liboch, Jan Bielski y Oskar Klein, tres jóvenes unidos primero por la amistad y luego por el amor. Narrada por Klara, la novela cuenta su búsqueda personal de identidad, relata también la mencionada historia de amor y amistad que constituye el núcleo de su trama, y describe, por último, los convulsos días de un mundo, de una época que toca a su fin. El emotivo fragmento del libro que he elegido como cierre a esta reseña “múltiple” lo relata Klara y, aunque aparentemente no tiene relación con la base argumental de la novela, sí encierra, en cambio, alguna de sus claves, entre ellas, el porqué del título.
 
Pero son otros dos textos, de publicación y consiguiente lectura por mi parte más recientes, los que explican la presencia de Marcos Ordóñez en esta emisión de Todos los libros un libro. Me refiero a Big time: La gran vida de Perico Vidal, que apareció a finales de 2014 en la ejemplar editorial Libros del Asteroide, y a la espléndida -para mí una obra mayor- Un jardín abandonado por los pájaros, que un año antes, en 2013, había presentado El Aleph. De esta manera, al centrarse en libros tan diversos, mi comentario de esta semana me permite mostraros algunas de las distintas facetas de la obra narrativa, muy versátil y heterogénea, de un escritor poco común y nada convencional.
 
Big time: La gran vida de Perico Vidal -empezaré por el postrero, que acabo de leer- tiene su origen en un ámbito no estrictamente literario, pues fue apareciendo, por entregas, en el blog de Ordóñez -Bulevares periféricos- en el espacio virtual del diario El País. En quince “episodios”, publicados entre abril de 2012 y mayo de 2013, y bajo un título genérico parecido al que luego encabezaría el libro: Big time: La fabulosa vida de Perico Vidal, Marcos Ordóñez fue dando al público el resultado de sus muchas horas de conversaciones con Perico Vidal, el inclasificable personaje, de intensa vida social, que había estado presente en la mayor parte de las aventuras cinematográficas de importancia internacional en la efervescente -al menos en ese ámbito- sociedad española de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. El escritor había conocido a Vidal en 2003, siete años antes de su muerte, cuando se dirigió a él para entrevistarle con ocasión del libro que entonces lo ocupaba, Beberse la vida: Ava Gardner en España. En aquella charla inicial Ordóñez quedó fascinado por la vitalidad, la memoria, la facundia desbordante, las muchas -y valiosas- gentes conocidas, los innumerables recuerdos de una vida intensísima, la multitud de historias que se agolpaban en el torrencial relato -en el que pasaba sin solución de continuidad del castellano al catalán, del inglés al francés o hasta al portugués- del interesante anciano, entonces ya casi octogenario. A partir de esa primera reunión, y presa del encantamiento suscitado por la seductora personalidad de Vidal, Ordóñez cultivó su amistad y multiplicó las ocasiones para nuevos encuentros, que se repitieron -en el bar de un hotel madrileño y en la casa barcelonesa del escritor, también a través de llamadas telefónicas- siempre presididos por la irrefrenable y subyugante capacidad de Perico para narrar, encadenando una historia tras otra, hilando anécdotas, relatando episodios de su ajetreada y vivida y disfrutada y apurada hasta el final existencia: Hablaba y hablaba y comenzaba a anochecer, caía la noche y yo me olvidaba de encender la luz -escribe el autor-, embebido, o no quería encenderla para no romper el clima, y nos quedábamos a oscuras. Esto me ha pasado algunas otras veces y siempre es una buenísima señal, siempre re¬cuerdo eso de las mejores entrevistas. O se acababa la cinta y como el grabador era un trasto prehistórico del que todos se reían, pero dónde vas con eso, cómprate un mp3, el botón no saltaba y quedaban muchos minutos en el limbo, que a veces reconstruía luego o ya nunca, qué le íbamos a hacer.
 
Tras la muerte de Perico Vidal, Ordóñez concibió el proyecto de convertir esas conversaciones en libro, para lo cual mantuvo, con modificaciones, supresiones y añadidos, pero sin cambiar lo fundamental, las quince entregas del blog, agrupadas bajo la rúbrica La parte de Perico. A ellas incorporó una introducción explicativa a modo de presentación del personaje y del proceso de escritura de la obra y, sobre todo, una segunda parte o coda o bonus track, como la denomina el propio periodista, titulada La parte de Alana, en la que Alana Vidal, la hija de nuestro protagonista, cuenta la increíble historia de su familia materna, retrotrayéndose a los inicios del siglo XIX, y, con una emoción especial, conmovedora, la a veces difícil y tortuosa, a menudo feliz y siempre amorosa experiencia de la relación con su padre.
 
En ambas partes percibimos el carácter vividor de Perico Vidal que se enfatiza ya desde el antetítulo del libro, Big Time, que es -explica Ordóñez- una expresión que Perico utilizaba con frecuencia. Es uno de esos términos ingleses (americano, más bien) de naturaleza un tanto mutante, porque varía según el contexto. Como adverbio suele traducirse por “a lo grande” o “a base de bien”. To be into the big time puede ser “estar metido en algo plenamente, hasta el fondo”. Como adjetivo (con guión incorporado) también indica una cota: a big-time cinema es “el gran cine”, por ejemplo. Como sustantivo, to reach the big time es “alcanzar el triunfo”. Y Perico siempre decía que triunfar no es otra cosa que hacer lo que te gusta. Vivió a lo grande, apurando la vida, y “metido en algo plenamente, hasta el fondo”. Y triunfó, hasta que el tiempo y sus estragos le llevaron para otro lado. Acabó una época, una gran época, y la ola le arrojó a la playa, y no le fue fácil levantarse, pero lo consiguió, y lo hizo por amor. El retrato que pergeña Ordóñez nos muestra la esencia del alma de Perico Vidal, su generosidad, su apasionamiento, su alegría, su intensidad, (me arrepiento de muchas cosas en mi vida, pero no de lo bien que lo he pasado), sus excesos con el alcohol, en un relato en el que aparecen las distintas ciudades en las que llegó a vivir, Barcelona y Madrid y Marbella y Nueva York y Los Ángeles y Cuernavaca y México y Miami y Río de Janeiro (O barquinho, una estupenda canción de Joâo Gilberto que le hacía evocar, con nostalgia, la capital brasileña, cerrará esta reseña), las muchas e interminables fiestas, los frecuentes viajes, su acontecer profesional como ayudante de dirección y “hombre para todo” en el cine, los centenares de amigos y conocidos (Orson Welles, David Lean, Frank Sinatra, Ava Gardner, Robert Mitchum, Sofía Loren, Omar Sharif, Julie Christie, Peter O’Toole, Louis Armstrong o Lionel Hampton, por citar sólo algunos de los más nombrados), sus incontables mujeres, amantes y esposas... Y todo ello, ese mundo casi irreal, con visos de sueño, aflora arrastrado por el poderoso caudal de un discurso que fluye, imparable, como si la labor de ingeniería literaria de Marcos Ordóñez no hubiera existido, como si todo fuera -así lo parece, pero sólo lo parece- una mera transcripción de las muchas cintas grabadas de las conversaciones entre entrevistador y entrevistado.
 
Este carácter “realista” y casi documental del libro aparece también como uno de los rasgos dominantes de Un jardín abandonado por los pájaros, el extenso relato autobiográfico -casi quinientas páginas de emoción y ternura, de melancólicos recuerdos, de nostalgia y de memoria, de poderosísima y subyugante y conmovedora escritura- en el que Marcos Ordóñez recrea la historia de su familia -volviendo atrás en su narración hasta las trayectorias vitales de sus bisabuelos- y la suya propia a partir de su nacimiento en la Barcelona de finales de los cincuenta y avanzando en su remembranza hasta sus inicios en la profesión literaria, con apenas quince o dieciséis años, recién empezada la década de los setenta.
 
Tres son, sobre todos los demás, los aspectos a destacar en el enfoque con el que el autor nos cuenta su infancia y adolescencia, tres aspectos que afloran interrelacionados, casi indiscernibles por separado, en el curso de una narración que fluye con naturalidad y sin -aparentemente- demasiados artificios literarios. Por un lado, la fidedigna reconstrucción de una época, la de los últimos años del franquismo (Ordóñez nació en 1957), que surgen “fotografiados” de un modo indirecto y magistral, a partir del escenario, del telón de fondo en el que se inscriben los acontecimientos de la historia personal. El paisaje urbano de una Barcelona todavía cercana a la posguerra, mostrando aún algún trazo disperso de los bombardeos, con sus humildes bares, con las tiendas de baratijas y sus tentadores escaparates, con los promisorios kioscos repletos de ajados tebeos y modestos juguetes infantiles, con los talleres de costura en los que se desenvuelven las jovencitas sin posibles, con los sórdidos burdeles que tantas veces acaban por acoger a esas mismas muchachas al menor revés de la fortuna, con los señoritos y los cabarés y las “chicas de conjunto”, con el ominoso silencio en torno a los “represaliados”, a los pobres diablos que se han “significado", con la sombra -casi imperceptible para un niño, pero aun así notoria- de los “rojos” y las “cárceles” y la represión, con la cotidiana familiaridad nocturna de los serenos en unas calles, siempre oscuras y frías, repletas de gente deshecha, todo ese paisaje de una España triste y gris y depauperada va dando paso, con el correr de los años, a los primeros atisbos de desarrollo y de una cierta holgura económica en el país. Los programas de radio y las inaugurales emisiones televisivas, los espectáculos de circo, los estrenos cinematográficos, las estrellas de la pantalla, los anuncios publicitarios, las canciones del momento, las cafeterías “modernas”, primeras manifestaciones de una sociedad que tímidamente se abre al progreso y al consumo, acompañan el crecimiento del niño.
 
Junto a esta vertiente descriptiva y “externa”, Un jardín abandonado por los pájaros nos traslada de un modo genial, rezumando sensibilidad y ternura, a las interioridades del alma del protagonista a través de la descripción del entrañable mundo familiar de ese Marcos Ordóñez infantil, inteligente y curioso, tímido y sensible. La rama materna, con el bisabuelo que emigró a México, y Florentina, la prima de la abuela, enamorada de Goerge Chakiris, el actor de West Side Story, y el abuelo músico, siempre de un lado para otro, un concierto, una orquesta, una actuación, y la enérgica, decidida y valiente abuela, llena de fuerza pese a su mutilación, el brazo perdido en un bombardeo en la guerra, y la madre, joven, bella, piropeada de continuo por las calles, siempre cantando, y la lengua catalana de todos ellos, de la que afloran muchas expresiones en el libro, ancladas para siempre en la memoria del chaval. Y también, aunque algo menos presente, la familia del padre, un linaje poblado de personajes valleinclanescos, altos militares, marinos mercantes, o el tío Benito, abogado y profesor, el intelectual de la familia (este niño sale al tío Benito, dice el padre ante las reiteradas peticiones de novelas por parte del Marcos infante), una pléyade de individuos singulares que acaba por desembocar en Conrado Ordóñez, un culto comisario de policía -de derechas e inicialmente falangista- con orígenes leoneses y asturianos, que será destinado a Barcelona en los primeros cincuenta y en donde conocerá a la que será su mujer, veintitantos años más joven, en un episodio muy tierno, contado con inmensa dulzura por su hijo en el libro. Y la presentación de todos estos diferentes miembros de ambas familias se hace mientras el narrador recrea su paso a la adolescencia, dejando atrás con melancolía y añoranza esa infancia que pese a la visión nostálgica se nos muestra sobre todo feliz. El inesperado regalo de un coche de juguete, la compra de un proyector, la excursión a la piscina en el calor agosteño, los interminables veranos, las tonadas que suenan a través de los patios de vecinos, las cenas en el terrado de la casa -un espacio para la aventura y la ensoñación-, los seriales radiofónicos, Matilde, Perico y Periquín, las siempre cariñosas presencias de los abuelos, de los padres, el encantamiento de las historias escuchadas a los parientes, los libros de Enid Blyton y Guillermo, las comidas familiares, las tortillas de patata de circularidad perfecta, la carne con castañas, las tostadas de nata, la mortadela trufada con aceitunas, los primeros frankfurter, los innumerables olores... he ahí el universo en el que el pequeño Marcos vive su infancia. Y después, el progresivo avanzar hacia la juventud, la fascinación por los libros y la lectura, la germinal inspiración de El fantasma de Canterville y más adelante Lorca y tantos otros, el descubrimiento de la atracción -y el talento- por la escritura, el hechizo del cine, el encantamiento del teatro, el primer premio literario -modesto y juvenil-, la aparición del jazz y de Bob Dylan, la incipiente promesa de un futuro que le ensancha el pecho: El aire de la promesa, el temblor de la promesa, el aroma de la promesa, el tiempo de la promesa abriéndose como un estuario, verde como los ojos de Emma Cohen, como escribe Marcos, embriagado ante la vida que explota (y enamorado -como yo mismo lo estuve- de la fresca belleza de la guapísima actriz). Y también, claro está, surge el inevitable aprendizaje de la muerte, de las muchas muertes: la del padre, y la del abuelo, a la misma hora y el mismo día -cuarenta y cinco años después- que la fecha de su boda, la de la tan querida abuela -durante años la llamé a gritos-, clausurando una infancia que permanece en la memoria y en la que sus amados familiares están aquí, están siempre, en el mismo presente.
 
Y ambos planos, el externo y el introspectivo, aparecen ligados por lo que a mi juicio constituye el tercer motivo de interés del libro: el poético estilo de la prosa, la escritura desbordante, el agilísimo ritmo de la narración, el amplio y cuidado léxico y la vasta cultura del autor, la ironía y el desapegado humor de un Marcos Ordóñez que se mueve a caballo de la autobiografía “documental” y la ficción novelesca. Este carácter fronterizo entre el recuerdo y la invención de la propuesta del autor se pone especialmente de manifiesto en un pasaje de la obra en que rememora con detallada minuciosidad un mural que había al fondo de una horchatería en la barcelonesa plaza Universidad y que visitaba deslumbrado con su madre: Resplandecía en medio de un cielo azul cobalto, con estrellas como pellas de tiza, y bañaba con su luz un mundo de casitas techadas de rojo, escribe; para añadir a continuación: Es muy posible que el mural no fuera exactamente así. No me costaría nada verificarlo, porque allí sigue: la antigua horchatería es ahora casi un bar de diseño pero han tenido el buen gusto de mantener el mural como si de un fresco primitivo se tratara. Y sin embargo, dice -y, aquí está la clave final del libro, en mi opinión- no he ido ni iré a verlo de cerca. Prefiero recordarlo tal como lo veía entonces: esa es para mí su verdadera esencia.
 
Y así el recuerdo de la infancia perdida -un jardín abandonado por los pájaros- es recreado libremente, “re-construido”, en una biografía/novela apasionante y conmovedora, llena de sentimiento y emoción. Confío en que lleguéis a interesaros por alguno de los múltiples registros de este excepcional escritor que es Marcos Ordóñez.



Una vez tía Olga me contó una historia. Era una especie de leyenda local. Una pareja de alpinistas se perdió en las montañas de Gschwind. Eran jóvenes, acababan de casarse y querían pasar su luna de miel escalando el Gran Staad, el monte más alto y peligroso de la cordillera. Estaban llegando a la cima cuando les sorprendió una tormenta.

El muchacho cayó por un ventisquero y desapareció en el abismo.

La joven esposa volvió al albergue, y allí le dijeron que jamás recuperaría el cadáver de su hombre. Verano tras verano, cuando se acercaba el aniversario fatal, la mujer regresaba al Gran Staad para arrojar un ramo de rosas al abismo.

Envejeció. Cada año, la ascensión se le hacía más y más difícil, hasta que dejó de ir.

Un día sonó el teléfono en el asilo.

Era un funcionario de la alcaldía de Gschwind. Unos espeleólogos habían encontrado el cuerpo de su esposo en una sima, aprisionado en un enorme bloque de hielo.

Llevaron a la mujer hasta la cueva, abierta en la falda del Staad. La mujer alargó una mano, frágil como una rama seca, y acarició el hielo.

Detrás del hielo, su hombre seguía intacto, eternamente detenido en la edad que tenía cuando los dos se perdieron en la tormenta. Intacto y con los ojos abiertos.
 

miércoles, 8 de abril de 2015

JULIA BLACKBURN. CON BILLIE HOLIDAY
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que hoy abre este tercer y último trimestre del curso con una recomendación de lectura vinculada a una efeméride que ha sido profusamente resaltada en los medios de comunicación. Ayer hizo cien años del nacimiento en Filadelfia, el 7 de abril de 1915, de Eleanora Fagan Gough, a la que probablemente pocos de vosotros conoceréis por ese nombre y sí en cambio por el que la identifica en el mundo artístico, Billie Holiday, la excepcional cantante de jazz y blues, una de las más destacadas figuras femeninas -con Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan, quizá, aunque las existencias de ellas no hayan sido tan novelescas- en ese ámbito. El pasado lunes, en mi otro espacio en Radio Universidad, ya os ofrecía un primer programa de homenaje a la artista, en el que sonaron algunas de sus más importantes canciones alternándose con textos extraídos de un interesante libro que es, precisamente, el que ahora quiero comentaros. Podéis escuchar esa emisión y también las que con el mismo planteamiento aparecerán los dos lunes próximos en buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com, el blog del programa.
 
Pero vayamos con la referencia del libro, uno de los muchos que se han editado en torno a la complicada vida y la excepcional obra de Billie Holiday. En 2007 vio la luz en nuestro país Con Billie Holiday. Una biografía coral, un texto que su autora, Julia Blackburn, había publicado en el Reino Unido en 2005. En España lo presentó la editorial Global Rhythm, especializada en temas musicales, en traducción de Ferrán Esteve.
 
Hay, como digo, bastantes otros libros sobre la cantante y casi todos se recogen -como resulta inexcusable en un trabajo como el que os presento esta tarde, con un indudable valor documental y ciertas pretensiones de exhaustividad- en la abundante bibliografía con la que Julia Blackburn cierra su obra. Quiero llamaros la atención en particular sobre Lady sings the blues, la peculiar autobiografía -dictada por Billie, pero escrita por William Dufty- de la diva (conocida también como Lady Day), que dio pie a una película del mismo título protagonizada en 1972 por Diana Ross. El libro se publicó en España en 1991 en una edición prácticamente inencontrable, aunque ha sido objeto de reediciones posteriores en otras colecciones, por lo que quizá aún se pueda acceder a alguna de ellas en las librerías. No obstante, la imagen de Billie que se da en esa obra es una construcción artificiosa y algo edulcorada, que obvia o lima los aspectos más controvertidos de la tortuosa vida de la cantante. En este sentido, este Con Billie Holiday. Una biografía coral es, con todas sus limitaciones, de las que luego os hablaré, una propuesta más realista y por ello, a mi juicio, más valiosa.
 
Conviene detenerse brevemente en el relato de la génesis del libro, no solo porque la historia interesa en sí misma sino porque, además, explica algunas de las claves del especial enfoque que plantea su autora. A principios de la década de los setenta del pasado siglo, una mujer llamada Linda Kuehl quiso escribir un libro sobre Billie Holiday. Durante años entrevistó a centenares de personas que habían tenido algún tipo de relación -aunque fuera menor- con la cantante. Acumuló cajas de zapatos llenas de cintas magnetofónicas conteniendo las entrevistas. Pacientemente transcribió al papel todas esas cintas, llenando centenares de páginas. Recopiló cuanto material encontraba sobre el objeto de su estudio: recortes de periódicos, documentos legales, historiales médicos, archivos policiales, actas de juicios, liquidaciones de derechos de autor y fotos y cartas que le cedían las personas con las que hablaba. Llegó incluso a acceder a listas de la compra, postales y a lo que ella llama “anotaciones etílicas” que estaban en poder de quien era la secretaria de Billie en el momento de su muerte. Durante años -y apalabrada la publicación del libro con una importante editorial- intentó dar forma coherente a aquel ingente material desperdigado, pero su lucha resultó inútil, escribía y reescribía incesantemente sin encontrar la fórmula que diera unicidad y carácter narrativo y convicción a aquella suma heterogénea de documentos. Por fin, en 1979, inmersa aún en el proceso de redacción del fantasmal libro, Linda Kuehl se suicidó lanzándose al vacío desde la habitación de su hotel en Washington, a donde había acudido para asistir a un concierto de Count Basie al que nunca llegó. Su familia conservó los archivos hasta los años noventa, en que fueron vendidos a un coleccionista privado.
 
Y ahí es donde entra en la historia Julia Blackburn, que accede a la documentación por iniciativa de ese coleccionista. Al consultar los desmesurados y heteróclitos archivos, Julia se encontró con un caos de carpetas, miles de papeles sueltos, capítulos inacabados del libro repletos de anotaciones y correcciones y signos de interrogación, transcripciones de informes y documentos oficiales, cartas formales de editores y discográficas y otras más informales de amigos o amantes y, por supuesto, las transcripciones mecanografiadas de las conversaciones junto con las cintas originales en que éstas habían sido registradas.
 
Inicialmente, Julia Blackburn pretendió sistematizar toda esa información dispersa, agrupando la información entresacada de los distintos documentos en categorías preestablecidas por ella misma, conforme a criterios más o menos objetivos -Infancia en Baltimore, Harlem en los años treinta-, pero el resultado no le pareció convincente, al contrario, dicho esquema no hizo sino acabar con la vitalidad y la pasión que convertía aquellas páginas en un material tan interesante. El resultado era insulso y uniforme: sólo había logrado que cada una de las voces se disolviera en la siguiente. Fue entonces -escribe- cuando decidí que el libro debía ser un documental en el que la gente pudiera contar libremente sus historias sobre Billie, y que no importaba si éstas no casaban o si a veces parecía que se estaba hablando de mujeres distintas.
 
Y así se organiza, pues, la obra que ahora os presento, haciendo honor a su subtítulo: una biografía coral. En treinta y ocho capítulos hilados por una sutil pero evidente trama cronológica -aunque hay episodios sobre los que se vuelve más de una vez y hay vueltas atrás y hay reiteraciones de los mismos hechos narrados en voces distintas- comparecen en el libro numerosos testigos de la vida de Billie Holiday, desde los primeros amigos de la infancia hasta amantes, maridos, representantes, agentes, abogados, fugaces compañeras de habitación en estancias de la cantante en hospitales, agentes de estupefacientes y, claro está, numerosos músicos que compartieron con ella escenarios y viajes y borracheras y actuaciones y días y noches de excesos.
 
El resultado es fascinante, repleto de vida y emoción, de pasión e intensidad, de lágrimas y recuerdos conmovedores. Los distintos “testigos” hablan -y el mérito de Lisa Kuehl como fantástica entrevistadora es innegable, al propiciar esa atmósfera íntima favorable a la confidencia- con el corazón en la mano, y sus visiones de la cantante, si bien confusas y contradictorias en muchos casos, suenan -todas ellas- creíbles, verosímiles, auténticas. Julia Blackburn confiesa abiertamente las limitaciones de su enfoque, ya desde el primer capítulo: Un sinfín de mitos, habladurías y tergiversaciones rodearon a Billie como una niebla espesa durante toda su vida, y han seguido creciendo y multiplicándose desde entonces. Es obviamente imposible dilucidar una verdad absoluta sobre Billie, sobre cómo fue o cómo vivió, pero podemos escuchar las voces de la gente que la conoció, y ser después nosotros quienes decidamos qué es creíble y qué no. Y vuelve a resaltarlas en numerosas ocasiones más mientras avanza en la obra: No sólo son muchos los relatos contradictorios que existen sobre la salud física y psíquica de Billie y la calidad de su voz; también abundan las historias sobre los lugares que visitaba y qué hacía, y cuánto tiempo pasaba antes de que volviera a partir. Sin embargo, comoquiera que me ciño a las voces de la gente que habla de los recuerdos que guardan del tiempo que pasaron con ella, no tengo por qué decantarme por una versión y desestimar el resto.
 
Pero, como se puede imaginar, más allá de la sorprendente sucesión de peripecias que conducen al libro, o de la singular estructura en torno a la cual lo organiza su autora, es la propia vida de Billie Holiday la que atrae nuestra atención, una vida turbulenta y excesiva, atormentada y dramática, llena de conflicto y amargura, de tristeza y de dolor, de violencia y sexo y enfermedad y droga y tinieblas, oscuras tinieblas psicológicas... llena también, claro está, de la asombrosa voz de la cantante, de la maravilla de su música intensa y estremecedora, desgarrada y rezumando aflicción.
 
Y es que la vida de Billie Holiday que aparece en el retrato plural de quienes la trataron es ciertamente excepcional. Nacida, como he dicho, en Filadelfia el 7 de abril de 1915, hay discrepancias sobre la edad de sus padres cuando ella nació -de trece a diecinueve años la madre, Sadie, según las distintas versiones; quince o dieciséis el padre, Clarence Holiday-, e incluso sobre la propia paternidad, pues en el registro consta como progenitor Frank DeViese, del que nada se sabe desde entonces. En cualquier caso, su infancia es problemática, con una madre abandonada que deambula de una ciudad a otra, de un trabajo a otro, de un hombre a otro, con la niña que la sigue en sus devaneos o que es entregada temporalmente a distintos parientes en Baltimore. Sin haber cumplido diez años Eleonora -el nombre de Billie no aparecerá hasta años más tarde- comparece ante un tribunal de menores por faltar a clase y carecer de las atenciones y la custodia adecuadas. Con once años es violada por un vecino. A los doce ya acumula diversas estancias en reformatorios, comienza a cantar en bares de noche, frecuenta los burdeles. Con trece, colocada y borracha con whisky de maíz de contrabando -estamos en plena Ley Seca-, suma un altercado tras otro en after-hours y garitos nocturnos, se prostituye, recibe palizas de diversos hombres. A sus catorce años ya es una mujer experimentada, que vive de ciudad en ciudad, alternando camas, fiestas, tugurios en los que cantar, fumar, beber y drogarse.
 
Su vida adulta, viviendo ya en Harlem, es un rosario de incidentes vinculados a las drogas (consumo de marihuana y cocaína, visitas habituales a fumaderos de opio, espeluznantes “dietas” alcohólicas, adicción a la heroína -los brazos destrozados por los innumerables pinchazos-, registros policiales, detenciones por posesión de estupefacientes) y también a su turbulenta vida personal (centenares de hombres de una noche, frecuentes cambios de pareja, presuntas relaciones bisexuales igualmente conflictivas, un par de matrimonios absurdos y a la postre fracasados, encarnizadas disputas conyugales, conflictos y peleas con novios y amantes, explotaciones y abusos constantes por parte de los hombres que la rodeaban, matones y chulos, mafiosos y proxenetas, aprovechados y violentos); en definitiva, una existencia degradada que corre en paralelo a una progresivamente exitosa aunque también problemática carrera profesional. Descubierta a los diecisiete años por un productor musical, pronto empiezan sus primeras grabaciones y actuaciones “serias”, el contacto con los grandes músicos de jazz de esa época (lo que es lo mismo que decir “de la historia”): Lester Young, Ben Webster, Count Basie, Coleman Hawkins, entre otros muchos, las interminables giras de un extremo a otro del país (aunque casi nunca en recintos “importantes”, pues la disipación de su vida, la sordidez de una existencia atada a las drogas, le impidieron en muchas ocasiones disponer de la tarjeta oficial indispensable para trabajar en los clubs de Nueva York), el reconocimiento popular y el prestigio entre sus colegas músicos y, claro está, el ingreso de grandes cantidades de un dinero que Billie dilapidaba en los pocos casos en que no era esquilmada por el macarra de turno. Su muerte a los cuarenta y cuatro años sumida en la ruina económica, consumida por la enfermedad, con el hígado destrozado, aferrándose a la heroína en la habitación del hospital donde yacía arrestada, custodiada por tres policías que se turnaban ante su puerta las veinticuatro horas del día, resulta una significativa metáfora de su infortunada vida.
 
Todo eso, el fugaz éxito y el reiterado fracaso, los desengaños y las decepciones pero también la alegría, la permanente desgracia y los esporádicos momentos felices, la tortura interior y la exaltación artística, la belleza y el horror, la ternura y la dureza, todos esos claroscuros de la vida de Billie Holiday, toda esa delicadeza y esa aflicción que afloran en su música imperecedera están también en este libro de Julia Blackburn que ahora os recomiendo.
 
Como cierre a mi comentario os dejo el largo capítulo final del libro en el que la autora glosa una ya legendaria actuación de Billie Holiday -rodeada por un elenco de músicos prodigiosos: Ben Webster, Gerry Mulligan, Lester Young, Vic Dickenson, Coleman Hawkins y Roy Eldridge- en el programa de televisión The Sound of Jazz, que salió al aire el 8 de diciembre de 1957. La magistral interpretación de Fine and Mellow aparece también en el vídeo que acompaña esta entrada.
 
 
He examinado una filmación de Billie cantando Fine and Mellow durante el programa de televisión The Sound of Jazz emitido el 8 de diciembre de 1957. La secuencia dura unos tres minutos y medio. Llego al final y rebobino las parpadeantes imágenes hasta empezar de nuevo. Paro la cinta, la rebobino y la pongo en marcha una y otra vez. Observo las caras. Intento leer la historia que aquí se cuenta. Estudio cómo se mira la gente, cómo se yergue, cómo se mueve. Unos parecen fuertes; otros tienen un aspecto frágil. Los hay que cierran los ojos, concentrados; otros los mantienen abiertos.
 
Billie está con un puñado de viejos amigos. Varios de ellos solían tocar juntos en los años treinta y cuarenta, pero las cosas cambiaron, sus caminos rara vez han coincidido y apenas han tenido la oportunidad de reunirse sobre un escenario. La razón es muy sencilla: todos eran estrellas por derecho propio, ganaban dinero y sus nombres refulgían sobre las puertas de los clubes. Pero eran pocos los propietarios de locales que podían pagar a más de una estrella en cada show, así que estos músicos aparecían por separado, de modo que perdían la emoción de trabajar juntos y la posibilidad de compartir con los demás su talento y experiencia.
 
Lester Young, por ejemplo, no podía soportar la sensación de aislamiento y de incompatibilidad que lo asaltaba cuando tocaba junto a músicos novatos. Tal vez se refugiaba cada vez más en la bebida, la marihuana, las pastillas y la tristeza porque le resultaba imposible recuperar la fluidez de antaño a menos que se rodeara de sus viejos amigos y pudiera ser de nuevo él mismo. Otros no se dejaban vencer tan fácilmente, pero tampoco estaban satisfechos con la situación. El contrabajista Milt Hinton contaba que Ben Webster, viejo amigo de Billie, estaba «enloqueciendo... porque le pagaban quinientos dólares semanales en Rochester, pero tenía que tocar con tres chicos salidos del instituto, y cada tarde debía sentarse con ellos para enseñarles los acordes, pero ya los habían olvidado cuando subían al escenario. ¡Y no te quiero decir si se tomaban un descanso extra!».
 
Según el contrabajista, Billie se hallaba en la misma tesitura. «Va a un club... y le ofrecen un caché relativamente elevado, pero pagándole eso no pueden contratar a los músicos adecuados, por ejemplo los que tocan en las grabaciones. Así que pillan un garito infecto, le pagan lo que pide y la ponen a cantar con músicos locales, algo ridículo, básicamente porque suelen ser intérpretes inexpertos. Puede que en el futuro sean grandes músicos, pero ahora son espantosos y sólo cobran cincuenta o sesenta dólares por semana. Y Billie tiene que pelearse con este acompañamiento durante toda la actuación.»
 
De modo que cuando dos críticos musicales y un productor de televisión propusieron reunir en el Studio 58 de la Décima Avenida a algunos de los mejores músicos de jazz y ponerlos a tocar los temas que habían interpretado en el pasado, la noticia causó sensación. El cartel lo componían las bandas de Count Basie y Henry «Red» Alien, los tríos de Thelonius Monk, y Jimmy Giuffre más la banda de Billie Holiday y Mal Waldron. Todos los grupos tenían un día para ensayar, escuchar a sus compañeros y charlar. El programa se emitiría en directo al día siguiente, por la noche.
 
Durante aquellos dos días de diciembre, las calles de Nueva York se vieron sepultadas bajo una nevada y algunos de los músicos no se encontraban bien, pero el gozo que les provocaba entrar en el estudio y toparse de nuevo con aquellos rostros familiares relegó a un segundo plano todos los inconvenientes. Milt Hinton recordaba «la emoción que sentía por el mero hecho de estar allí», y cómo todos repetían «aquí estamos, tocando juntos. Nos conocemos, y también nos conoce la gente. Ya no podemos tocar con los buenos, pero aquí y ahora estamos juntos».
 
Durante el ensayo todos iban de un lado a otro. Count Basie y Thelonius Monk charlaban mientras Billie sonreía a su lado. Milt Hinton observó el «porte principesco, la presencia majestuosa» del baterista Jo Jones, y se oyó a Vic Dickerson decir «soy una puta del jazz». Su amable humor provocaba carcajadas entre sus compañeros. También acudió Roy Eldridge, a quien Billie llamaba todavía «hermanito», y Gerry Mulligan, el «rey del saxo», único blanco y benjamín del grupo.
 
Estaba incluso Lester Young, aunque se había sentado solo en un banco, calzaba zapatillas porque le dolían los pies y parecía envejecido para sus cuarenta y ocho años. Según Milt Hinton, todos sabían que Pres «no estaba muy bien», pero no recordaba que nadie dijera que se iba a morir. «No nos lo podíamos imaginar, y desde luego tampoco en el caso de Billie.»
 
Billie estaba muy animada, aunque Roy Eldridge estaba sorprendido ante lo mucho que había cambiado desde la última vez que se habían visto.
 
—Era una mujercita de nada. Diminuta. Nunca la había visto así, y la conocí cuando ella tenía catorce o quince años.
 
Doc Cheatham dijo que tras el ensayo «todos bromeaban, reían y hablaban a mil por hora... Billie nos invitó a su apartamento a comer verduras y costillas, y muchos fueron». Sólo Lester Young declinó la invitación. «Siguió en su mundo, sin mezclarse con el resto. Aquel día no abrió la boca y parecía muy triste. Prácticamente no habló con nadie.»
 
Al día siguiente, el contrabajista Walter Page se desplomó camino del estudio y tuvo que ser trasladado al hospital, donde murió al cabo de un par de semanas. El resto de los músicos lograron llegar a pesar de la nieve, y lo hicieron puntualmente. Las cámaras empezaron a filmar. Roy Eldridge recordaba la cordialidad del productor. «Dejaba que la gente se mezclara, y no interrumpía... Le gustaba el jazz... “¡Que toquen!”, decía», y las cámaras seguían filmando.
 
Billie era la única mujer del grupo, pero no era una situación nueva. En la secuencia se la ve con los once músicos tomando posiciones. La luz de los focos atraviesa la oscuridad adornada por volutas de humo que salen de los cigarrillos.
 
Billie se sienta en un alto taburete de madera situado en el centro del escenario, y los músicos se colocan a su alrededor formando un semicírculo. Lleva un vestido claro de lana y cuello redondo que le llega hasta las rodillas. Calza zapatos planos, luce un reloj de pulsera y se ha recogido el pelo en una coleta. Se acomoda despacio con las manos en el regazo y mira a su alrededor como una maestra que se prepara para leer un cuento a la clase. El único atisbo de glamour son los pendientes, que chispean como estrellas cuando mueve la cabeza.
 
Toda la filmación está hecha desde dos encuadres. En uno de ellos, una luz tenue baña a Billie, y la claridad de su vestido juega con la luminosa palidez de su piel. Parece más joven de lo que es; casi parece la chica que fue. Tiene un aspecto dulce e inocente, y muestra una belleza casi etérea, sobre todo al sonreír.
 
La otra cámara enfoca a una mujer totalmente distinta perfilada por sombras dramáticas. Esta segunda mujer está demacrada y rota, sus ojos son como dos pozos siempre llenos de lágrimas. Este segundo encuadre no nos permite ver el modesto vestido o el reloj; sólo una fantasmal cara flotante con las cambiantes emociones que contiene.
 
Billie mira a los hombres que la rodean. Con algunos de ellos ha compartido en algún momento de su vida lo que Roy Eldridge llamó «ligeras actividades domésticas», pero con quienes no se ha acostado mantiene una relación no menos íntima. Harry «Sweets» Edison lo explicó en una ocasión:
 
—Cortejaba amistosamente a todos los músicos del grupo. Porque Billie era tu amiga.
 
Luego la ves ocupándose de los músicos, va de uno a otro, les sonríe y los ayuda a prepararse para dar lo mejor de sí mismos. En palabras de Doc Cheatham, «tenías que ser un fuera de serie para tocar con ella. Quería que todo saliera perfecto. Una sola nota errónea, aunque fuera corta o casi imperceptible, y se daba cuenta. Y sabía darte a entender con la mirada que lo había notado, que la trompeta, por ejemplo, sonaba demasiado estridente. Era educada, pero implacable».
 
La música empieza y Billie canta: My man dont love me, treats me oh so mean. My man, he dont love me, treats me awful mean. He’s the lowest man, that I’ve ever seen [Mi hombre no me ama, me trata muy mal. Mi hombre no me ama, me trata fatal. Es el hombre más miserable que he visto jamás].
 
El primer solista es Ben Webster. Al ponerse en pie se aprecia su corpulencia y lo peligroso que podía ser enojado o borracho. Tuvo con Billie «actividades domésticas» a finales de los años treinta. A veces la golpeaba, y al menos en una ocasión le puso un ojo morado. Billie lo observa ahora con una ternura infinita, porque todo marcha sobre ruedas y Ben toca de fábula.
 
La cámara se desplaza para enfocar a Gerry Mulligan, que tiene los ojos cerrados y la cabeza echada hacia delante, como si estuviera sumido en un sueño profundo. Entonces vemos cómo Lester Young se pone en pie y se acerca a su vieja amiga, Lady Day. La cámara le enfoca el rostro y nos muestra su aspecto amarillento y cansado. Su último disco, grabado ese mismo año, se titula Laughin to Keep from Cryin’, y, por sus hinchados ojos, se diría que Lester lleva semanas llorando. Se acerca el saxo a los labios y abre la boca sediento por recibirlo. La música que interpreta es lenta, contenida y desgarradora. Como más tarde diría Nat Hentoff, periodista del New York Times, «tocó el blues más puro y más sobrio que jamás haya oído».
 
La cámara abandona el rostro de Lester Young para posarse en sus manos y sus dedos, que apenas parecen moverse luego pasa a Billie y se detiene en ella mientras la cantante observa a quien fuera en tiempos su mejor amigo. Lo mira como para darle fuerzas, como si la concentración de esa mirada sirviera para protegerlo de cualquier amenaza. Asiente con la cabeza a lo que él dice con el lenguaje de la música, y se muerde el labio porque puede sentir su esfuerzo, ver el abismo al que está asomado.
 
La letra de la canción prosigue: He wears high-draped pants, stripes are really yellow. He wears high-draped pants, stripes are really yellow. But when he starts in to love me, he’s so fine and mellow! [Viste pantalones plisados de rayas muy amarillas. Viste pantalones plisados de rayas muy amarillas. Pero cuando empieza a amarme es una dulce maravilla]. Le llega el turno a Vic Dickenson con el trombón. En la película, su piel es sumamente pálida y por rasgos podríamos confundirlo con un granjero blanco del Sur. Su manera de tocar denota un carácter afable. Durante el solo, Billie le dedica una sonrisa.
 
Y ahora entra Gerry Mulligan. Viste una chaqueta de colores llamativos y pata de gallo que aprieta su espalda cuando adelanta el cuerpo para soplar. Su pelo es muy rubio. Parece nórdico y está muy concentrado. Billie le ofrece una amplia sonrisa mientras observa su gesto anheloso y escucha las sonoras pisadas del saxofón barítono.
 
Vuelve la letra: Love will make you drink and gamble, make you stay out all night long. Love will make you drink and gamble, make you stay out all night long. Love will make you do things, that you know is wrong [El amor te hará beber y jugar, te hará pasar la noche fuera. El amor te hará beber y jugar, te hará pasar la noche fuera. Por amor harás cosas que sabes que están mal]. Billie parece ajena a los músicos. Mira a su interior, absorta en su propio mundo, en sus recuerdos y en sus pensamientos, y no canta sobre un tipo concreto al que ha amado, sino sobre el amor, sobre su necesidad imperiosa de amar y de ser amada sin atender a las consecuencias de su pasión.
 
Ahora llega Coleman Hawkins con el sonido robusto y áspero de su saxofón. Coleman Hawkins, con la mente llena de literatura y política, con su apartamento lleno de música clásica, con el estómago lleno de lentejas y brandy. Gerry Mulligan ha abierto los ojos, se sitúa junto a Hawkins y se balancea como un arbolito sacudido por el viento.
 
El siguiente es Roy Eldridge. Lleva una camisa de rayas y sombrero de ala ancha. Saca de su trompeta notas cada vez más agudas, parece que va a estallar en el empeño. Billie está a su lado, afectuosa y sonriente. En un momento dado, Eldridge busca su mirada de aprobación, justo antes de llevar las notas hacia un último chillido.
 
—¡Levántate, hermanito! —solía decirle—. ¡Levántate! ¡Que ya eres bastante bajo!
 
Por fin la canción se abre a la promesa que contiene: But if you treat me right, baby, I’ll stay home every day. If you treat me right, baby, I’ll stay home every day. But you’are so mean to me, baby, I know you’re gonna drive me away. [Pero si me tratas bien, cariño, me quedaré en casa todo el día. Si me tratas bien, cariño, me quedaré en casa todo el día. Pero eres tan cruel, cariño, que acabarás alejándome]. Tras estas palabras, Billie regresa del lugar al que la habían llevado sus cavilaciones, levanta la cabeza y fija sus ojos negros en la cámara.
 
Después se inclina hacia delante con aire reservado y vuelve a convertirse en la maestra que instruye a sus alumnos. Sacude la cabeza con solemne autoridad mientras les explica que Love is just like a faucet, it turns off and on [El amor es como un grifo que se abre y se cierra] antes de volverse hacia la cámara por segunda vez. Mirando hacia el objetivo con una sonrisa melancólica y encogiéndose ligeramente de hombros, concluye: Sometimes when you think it’s on, baby, it has turned off and gone [A veces crees que se abre, pero está cerrado y seco]. Y así acaba esta historia.