Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de octubre de 2015

EDGAR LEE MASTERS. ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER

Hola, buenas tardes. Un miércoles más, como todas las semanas, sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad. La obra que quiero proponeros esta tarde viene a nuestra sección por una doble razón de oportunidad. En primer lugar porque este 2015 se han cumplido cien años de su publicación originaria y avanzado ya como está el año no quería que llegara a su fin sin su recordatorio y mi entusiasta propuesta de su lectura. Por otro lado, y siendo los “habitantes” de un cementerio los por así decirlo protagonistas del libro, la próxima celebración del Día de difuntos supone una excusa más que oportuna para vincular la obra a estas fechas.
 
Mi sugerencia de esta tarde es, quizá algunos de vosotros habéis podido intuirlo, Antología de Spoon River, la obra maestra, el clásico indiscutible de Edgar Lee Masters. De entre las distintas ediciones que han visto la luz en España, yo he manejado dos: una, más clásica y “ortodoxa”, que publicó en 1993, primero, y en sucesivas ediciones revisadas después, en 2004 y 2007, la editorial Cátedra, en una muy documentada presentación, con cincuenta páginas de análisis introductorio, una completa bibliografía y numerosas, ilustrativas e imprescindibles notas del profesor, novelista, poeta y ensayista Jesús López Pacheco, que fue responsable también de la traducción, conjuntamente con su hijo Fabio L. Lázaro; y una segunda, más reciente -en todos los sentidos también más “actual”-, que presentó en 2012 la editorial Bartleby con traducción, prólogo y notas de Jaime Priede. Cualquiera de ellas es altamente recomendable, aunque “mi” Spoon River será siempre, inevitablemente, el primero de los libros citados, por ser el que leí inicialmente; aun admitiendo que algunas de las opciones elegidas en la traducción de Jaime Priede “suenan” más frescas, más fluidas, más “naturales” a nuestros oídos. Os aconsejo también, y encarecidamente, la lectura de los mencionados estudios preliminares de López Pacheco y Priede, respectivamente; proporcionan infinidad de claves que contribuyen a la mejor inteligibilidad y por consiguiente al mayor disfrute del texto, sitúan en su tiempo al autor y su obra de una manera muy conveniente y oportuna para el lector y aportan mucha otra información valiosa para conocer los antecedentes y las repercusiones del ya entonces exitoso y hoy universalmente conocido libro. Una versión abreviada del prólogo de Jaime Priede para la edición de Bartleby, presentada con el título de Murmullos de Spoon River en un artículo en la asturiana revista El Cuaderno, incluida en un número de la segunda quincena de noviembre de 2012, aparece al término de esta reseña como complemento a mis palabras. Igualmente, y cerrando esta introducción, aunque en otro plano mucho más modesto, me permito sugeriros la escucha de un par de emisiones de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. En las ediciones de los dos últimos lunes, que podéis escuchar íntegras en el blog del programa, se presentan una veintena de los más de doscientos cincuenta poemas que integran esta Antología de Spoon River de la que ahora quiero hablaros con fervor.
 
Y es que, en efecto, el libro que os presento es un poemario, un tanto singular, muy cercano a la prosa -el verso libre, el léxico, que oscila desde el coloquial al forense, desde el romántico al científico- pero, en definitiva, un conjunto de poemas (y no una antología en sentido estricto, como luego veremos, pese a la aparente obviedad de su título). Edgar Lee Masters da voz, en su recopilación, a cerca de doscientos cincuenta personajes, todos ellos, menos uno, originarios de Spoon River, un pueblo ficticio, fruto de la libre creación de su autor, aun cuando sus coordenadas imaginarias lo vinculen a la realidad del poeta, que vivió su adolescencia en Illinois, en un pueblo llamado Lewiston, bañado por el río Spoon. Quienes hablan son hombres y mujeres que ya han fallecido y permanecen enterrados en el cementerio local, en La colina, The hill, que da título al primer poema de la serie. En realidad, lo que leemos en el libro son los epitafios de estos ciudadanos, el texto -el breve texto- que figura en sus lápidas mortuorias y en el que los hablantes se presentan, muestran aspectos significativos de su existencia, desvelan secretos que habían permanecido ocultos, se rebelan contra la visión convencional o consabida de sus personalidades, confiesan sus miserias o las de sus conciudadanos, acusan o se vengan de manera póstuma de quienes les han dañado o perjudicado en vida, gritan, suspiran, protestan, ironizan, se indignan, dialogan entre sí, insultan, denuncian, profieren alegatos o refutan lo que consideran enfoques subjetivos y parciales de sus vecinos. Escuchamos, pues, las voces de los muertos dirigidas a nosotros, los aún vivos, y al resto de los pobladores de Spoon River, y en ellas, en la libertad que deriva de lo inexorable de su acabada condición, detectamos los diversos registros de la inteligencia, la sentimentalidad y la emoción humanas, lo que convierte a Antología de Spoon River en un microcosmos -y ese, el llamémosle metafísico, es uno de sus más fecundos niveles de lectura, y quizá el mayor de sus destacados logros- que refleja la esencia de la naturaleza humana: la rabia, el sarcasmo, la ternura, la pesadumbre, el lamento, la amargura, el amor, la desesperación, la nostalgia, el dolor, la esperanza, la impotencia, la melancolía, la denuncia, el odio, los celos, la tristeza...
 
Edgar Lee Masters fue un abogado laboralista en Chicago -los principales detalles de su vida y su obra pueden ser leídos, como he dicho, en los prólogos de las dos ediciones españolas referidas- que en su experiencia profesional había conocido muchos casos conflictivos que llegaron a los tribunales y que le pusieron en contacto con todo tipo de gentes, tanto individuos sencillos, del común, como prebostes y potentados cuyos privilegios se sustentaban sobre el sufrimiento de la mayor parte de sus conciudadanos. Muchos de ellos aparecerán luego en sus poemas, publicados por entregas en la prensa antes de acabar “antologizados” en un libro. Además, las frecuentes remembranzas que de su pasado en Lewiston hacía con su anciana madre le proporcionaban también “material” para su obra, con historias e individuos que, convenientemente modificados, pasaban a poblar su lírico camposanto. Masters era también frecuentador del cementerio de su pueblo y de los de los alrededores y allí -y en los documentos oficiales del estado de Illinois, que también manejaba- encontraba extraños nombres y datos singulares de las biografías en las lápidas de los muertos, que también eran alterados o combinados para dotar luego de “realismo” a las vidas de sus protagonistas. Con todos estos referentes, Lee Masters conforma un fresco de ese pueblo inventado que está ya entre las grandes creaciones de territorios ficticios de la historia de la literatura: el Macondo de García Márquez, el Comala de Juan Rulfo, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti o, por qué no, la Mágina de nuestro Muñoz Molina, entre otros.
 
Los poemas, que se leen como una novela, con sus interrelaciones, las historias que se imbrican y se completan, sus personajes reiterados, que se citan en distintos epitafios precisando y enriqueciendo el perfil de los difuntos, encuentran su inspiración en la Antología griega, más exactamente la Antología Palatina, pues Masters, como hace notar el profesor López Pacheco en su estudio, contaba con una sólida formación en lenguas clásicas y conocía bien los epigramas que la conformaban. Rebosantes de humanidad -en sus vertientes más positivas y también en las más acerbas-, como se ha dicho, los poemas son excelentes y, en consonancia con esa tradición clásica, la mayor parte de ellos giran en torno al tópico literario del Ubi sunt, junto a algunos otros motivos en los que quiero detenerme antes de despedir mi comentario.
 
Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere, ¿dónde están los que en el mundo, antes de nosotros, han sido?, ¿dónde ha quedado la vida que rebosaban, su alegría y sus placeres, sus afanes y sus deseos, sus preocupaciones y su ilusión? ¿De qué ha servido tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto ahínco, tanta voluntad, borrados todos, irremediablemente, por la guadaña igualatoria de la muerte? Este tema medieval, con honda raigambre en el mundo latino, que aparecerá también en nuestro ámbito en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, es una de las claves de la Antología de Spoon River, pues detrás de la mayor parte de los parlamentos de las almas difuntas subyace la reflexión -a veces no formulada como tal sino tan sólo presente como emoción entre líneas, escondida en el tono triste de las palabras del muerto- acerca de la inutilidad de la vida, de la fugacidad de nuestro paso por el mundo, del inexorable transcurso del tiempo, de lo superfluo de nuestros anhelos y pretensiones, de la inevitable soberanía de la muerte que a todos nos iguala, ricos y pobres, desdichados y favorecidos por la fortuna, seres anónimos o individuos que dejan un fulgurante rastro en su existencia terrenal. Este “lugar común” aparece con diversos matices, en formulaciones variadas, con acentos distintos según las diferentes disertaciones de los hablantes: la irrisoria ridiculez de la hueca retórica, de las falsas crónicas de las lápidas, la imposibilidad de vencer al ogro monstruoso de la vida, el profundo desconocimiento de lo que hacen los vientos y las fuerzas invisibles que rigen la vida, el amargo reproche a Dios por haber creado un sol para al día siguiente tener gusanos deslizándose por entre sus dedos, la despreocupada ligereza con la que vivimos nuestro tiempo y de la que sólo cabe lamentarse cuando la muerte nos alcanza (Ahora lo sé), y tantos otros ejemplos.
 
Pero junto a este motivo clásico, que conforma lo que he llamado hace unas líneas la vertiente metafísica del libro, aparecen otros destacados que se desenvuelven en planos más “realistas”. Antología de Spoon River es también una furibunda denuncia de la corrupción del poder, de la venalidad de los políticos, del clasismo y la injusticia de quienes mandan, personificados en la figura de Thomas Rhodes, el máximo emblema de las fuerzas vivas locales en el poemario -aludido en sus palabras por muchos de sus conciudadanos y responsable él mismo de un cínico parlamento-, pero también la huella de la injusticia, los abusos, los privilegios y los atropellos, puede verse en abogados inmorales, presidentes de bancos ávidos de dinero, pastores de la Iglesia, reverendos y predicadores, a cual más fariseo, miembros de asociaciones reaccionarias (El Club de la Pureza Social), directores de periódicos, propietarios de fábricas y millonarios, alcaldes y jueces federales, funcionarios comprados, receptores de sobornos, evasores de impuestos, perpetradores de injusticias, capitostes de toda condición, los que ganamos y atesoramos el oro. Contra todos ellos escribe también su libro Edgar Lee Masters, que opta por el bando de los desfavorecidos, de los desheredados, de los fracasados, de los simples, de los perdedores, de los humildes, en otra de sus dimensiones notables, la política y social, que emparenta su obra a la de Walt Whitman o a la del Steinbeck de Las uvas de la ira, con las que mantiene muy claras concomitancias.
 
Y está también el enfoque histórico, pues en muchos de los versos se nos da cuenta de episodios emblemáticos de la corta vida de Estados Unidos: la guerra de la Independencia, la de Secesión, sus distintos presidentes, singularmente Abraham Lincoln, los ideales románticos de libertad, la defensa de la igualdad y los valores democráticos, la aspiración algo ilusoria de la felicidad, todos esos referentes de lo mejor de la cultura y la tradición liberal estadounidense. Y no debe olvidarse, y ya el tiempo me impide desarrollar más mis criterios, la faceta sociológica, pues el Spoon River de Masters es fotografía fiel de un pueblo cualquiera -y de ahí su añadido valor universal- de la Norteamérica rural de principios del siglo XX.
 
En fin, leed y disfrutad de los poemas de la Antología de Spoon River, una obra maestra de la literatura universal que he querido traer a Todos los libros un libro cuando se acaba este 2015 en el que se cumple el centenario de su publicación. Os dejo con una interpretación musical en italiano de The hill, el primer poema del libro. La Antología de Spoon River ha tenido desde hace años una magnífica recepción en Italia, con traducciones desde los primeros años cuarenta. La collina suena ahora en la voz de Fabrizio de André.
 
Murmullos de Spoon River. Jaime Priede

En la primavera del año 1914 aparece el embrión de este libro en una revista literaria de San Luis, Misuri. El nuevo Congreso empezaba a lanzar las leyes de la New Freedom. Eran tiempos propicios para la ciencia avanzada y una renacida libertad moral se expandía por las principales ciudades. Edgar Lee Masters, un conocido abogado laboralista local, se implicaba activamente en la lucha por esas nuevas libertades. Por encargo de su sindicato, defendía diariamente ante el tribunal a las camareras en huelga, procesadas por reclamar en sus hoteles y restaurantes el derecho a un día libre semanal. Un fin de semana de esa misma primavera había recibido la visita de su madre. Dieron largos paseos alzando la vista al endeble andamiaje que se perdía en las alturas mientras evocaban las pequeñas cosas de un pueblo con olor a establo llamado Lewistown. "Era domingo y tras dejarla en el tren de la Calle 53, volví andando a casa intensa, extrañamente pensativo. La campana de la iglesia estaba tocando, pero la primavera flotaba en el aire. Fui a mi cuarto e inmediatamente escribí La colina y dos o tres de los poemas de Spoon River Anthology.

La primera edición en libro de Spoon River Anthology tiene lugar en Nueva York, un año después, en 1915. En 1940 iba ya por las setenta ediciones. Ha sido traducido a una veintena de lenguas y se han hecho versiones en teatro y ópera. Spoon River Antologhy ha sido, hasta el momento, el único libro de poesía que ha alcanzado la categoría de bestseller en Estados Unidos. Su autor logró situarse en la pole del ranking literario, pasando a la historia como una de las figuras centrales del movimiento llamado renacimiento de Chicago. Poco después se lo reconocería también como pionero de la revolt from the village, que pronto se extendería a la narrativa.

De todos modos, Edgar Lee Masters confiesa en su autobiografía no saber muy bien lo que estaba haciendo cuando escribió este libro. Lo que hacía, probablemente, era divertirse, sin mayores ambiciones. Inventaba personajes a partir de los nombres que leía en las lápidas de los cementerios; elaboraba luego monólogos de esos personajes desde el más allá que ajustaban cuentas y decían lo que no resultaba políticamente correcto decir en vida; jugaba entonces con diferentes registros de voces… Sin proponérselo, animado por el resultado, poco a poco va dando forma al retrato de una sociedad rural, la suya, en el que no escatima detalles y resonancias que adviertan de su corrupción y su doble código moral. Masters disfrutó inventándose un microcosmos que se ajustaba como un guante a la realidad de las cerradas comunidades campesinas de su entorno. Sin embargo, la utilización del verso libre, las acusaciones de prosaísmo, de vulgaridad, de obsesión por los temas sexuales y de inmoralidad general no se lo pusieron fácil a un libro que, a pesar de ello, supo beneficiarse del escándalo como factor publicitario entre la sociedad puritana de su tiempo. Masters se las sabía todas por entonces. Pasaba ya de los cuarenta y tenía una amplia experiencia laboral como abogado a pie de calle.

Para lograr una mayor libertad de acción y con ella una mayor eficacia de su realismo, Masters se inventa una población con unas coordinadas verificables. Traza la cartografía de una comunidad inspirada en la mezcla de dos poblaciones situadas al sureste de Chicago, ya en la zona de las grandes praderas. Pasó su infancia en Petersburg, a orillas del río Sangamon, y su adolescencia en Lewistown, cuarenta millas más al norte, cerca del río Spoon. En ellas, todo el mundo conoce a todo el mundo. Todos saben de las ramificaciones ocultas de las familias, de las oscuras relaciones sentimentales, de los éxitos y fracasos que la fortuna reparte sin miramientos por cada granja. Ambas aparecen fusionadas en una sola comunidad, y tal fusión provoca una especie de estrabismo que resulta caricaturesco, divertido y a la vez profundamente crítico. No obstante, su ficticia selección de voces admite una lectura de mayor alcance. Su particular microcosmos acaba por reflejar la realidad social de un país entero.

Spoon River Anthology comienza con un plano general de «La Colina» y continúa con un travelling de primeros planos resueltos en forma de flashback. Este primer poema recrea el tópico ubi sunt, pregunta retórica a la que Masters da respuesta a través de una segunda voz que le hace perder al tópico su vocación ascética para situarse en un contexto más terrenal, alejado de la perspectiva clásica. Extrae los nombres de distintos cementerios de la zona, combinando nombres de pila de unos con apellidos de otros, sirviéndose también de los archivos del estado de Illinois, utilizando en algún caso nombres reales y nombres de personajes históricos con ligeras variaciones en el apellido. Este sistema combinatorio no obedece a ningún plan previo, lo que hace el abogado es improvisar, dar rienda suelta a la imaginación con las cosas que se va encontrando en las lápidas.

Edgar Lee Masters, como deja de manifiesto en Spoon River Anthology, siempre sintió simpatía por los hombres y las mujeres que se complican la vida, que suben tan pronto como bajan, que mantienen entre sí relaciones destructivas, víctimas de sus propias ambiciones, deseos e impulsos. Incluyéndose a sí mismo en el último epitafio, ellos son los protagonistas del libro de poesía más leído de todos los tiempos en Estados Unidos.

Spoon River Anthology: cada uno ve la vida a su manera. Y a eso es a lo que llamamos vida.

miércoles, 21 de octubre de 2015


JEFFREY EUGENIDES. LA TRAMA NUPCIAL

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo una espléndida novela de un escritor norteamericano cuyas dos anteriores obras -sólo ha escrito tres en veinte años de carrera- eran también excelentes. Se trata de Jeffrey Eugenides, autor en 1994 de la exitosa Las vírgenes suicidas, que llevó al cine en una magnífica película la siempre interesante Sofia Coppola, y de Middlesex, una gran novela, de lectura arrebatadora, premiada con el Pulitzer en 2003. El libro que ahora os presento, el tercero, como os digo, de su exigua producción literaria, es La trama nupcial y lo publicó en 2013 la Editorial Anagrama, responsable también de los dos anteriores. La traducción corresponde a Jesús Zulaika, excelente profesional pero que ha permitido que la presente edición aparezca con infinidad de errores. Por resaltar sólo algunos de los más notorios, destaca el “bello” sin depilar de unas piernas en la página 188; un “de manos a bruces”, en la 243, más bien dudoso -e imposible según el DRAE, aunque al parecer hay documentado en Cela algún uso de la expresión-; una tilde escamoteada en “una cuadrilla de operarios limpio y reformó el vestíbulo”, en la 305; un absurdo fallo de concordancia en la 335, “ni su padre ni su madre cogió un avión para ir a verlo”; una muestra, disculpable, de desconocimiento musical en la 357: “puso a las Violent Femmes en el radiocasete” (“los” Violent Femmes, pese a su nombre, son cuatro chicos estadounidenses con un cierto éxito en la escena alternativa -y no sólo- de los 80); o, por fin la utilización, en la página 376, del verbo pergeñar en una muy forzada forma reflexiva que no sé -y admito aquí mis propias dudas-, si es admisible: “Gould se había pergeñado su propio tratamiento experimental”…

La trama nupcial debe su título al que fue el gran tema de la novela del siglo XIX: el matrimonio. Madeleine, la protagonista principal del libro, es una estudiante universitaria que dedica gran parte de sus investigaciones en la facultad a estudiar los antecedentes y el momento de esplendor de la novela victoriana: la obra de, entre otros, George Elliot, Jane Austen, Henry James, en muchas de cuyas novelas las jóvenes se definían por su condición de casaderas, esto es, centraban sus existencias en la búsqueda de un marido. En cierto modo, y como luego veremos, La trama nupcial constituye un intento de trasladar a la actualidad el planteamiento de algunas de aquellas obras maestras. Disculpad la extensión del fragmento que ahora os ofrezco en aras de su muy significativo sentido: En el penúltimo año de carrera, Madeleine se había matriculado en el seminario “La trama nupcial”: novelas escogidas de Austen, Eliot y James, impartido por K. McCall Saunders. El tal Saunders era un nativo de Nueva Inglaterra de setenta y nueve años, de cara larga y caballuna y una risa húmeda que exhibía abiertamente sus llamativos trabajos de ortodoncia. Su método pedagógico consistía en la lectura en voz alta de trabajos que había redactado veinte o treinta años atrás. Madeleine no desertó de su clase porque el profesor Saunders le daba lástima y porque la lista de lecturas recomendadas era buena de verdad. En opinión de Saunders, la novela había alcanzado su apogeo con la trama nupcial y nunca se había recuperado de su desaparición. En los días en que el éxito en la vida dependía del matrimonio, y el matrimonio dependía del dinero, los novelistas dispusieron de un tema sobre el que escribir. Las grandes epopeyas cantaban la guerra; la novela, el matrimonio. La igualdad sexual, buena para las mujeres, había sido mala para la novela. Y el divorcio la había desbaratado por completo. ¿Qué importaba con quién se casaba Emma si luego podía presentar una demanda de divorcio? ¿Cómo se habría visto afectado el matrimonio de Isabel Archer con Gilbert Osmond si hubiera existido un acuerdo prenupcial? En opinión de Saunders, el matrimonio ya no significaba gran cosa, y la novela tampoco. ¿Dónde podía uno encontrar hoy día una trama nupcial? En ninguna parte. Tendría que recurrir a la narrativa del pasado. Tendría que leer novelas no occidentales sobre sociedades tradicionales. Novelas afganas, novelas indias. En lo que se refiere a la literatura, tendría que retroceder en el tiempo. El último trabajo de Madeleine en el seminario se titulaba “El modo interrogativo: las propuestas de matrimonio y la (estrictamente limitada) esfera de lo femenino”. Saunders se había sentido tan impresionado que había pedido a Madeleine que fuera a verle. En su despacho -en el que flotaba un olor a “abuelidad”-, Saunders le expresó a Madeleine su opinión de que ésta debía desarrollar ese trabajo hasta convertirlo en su tesis de fin de carrera, y su disposición para oficiar de tutor. Madeleine sonrió con cortesía. El profesor Saunders estaba especializado en los períodos que a ella le interesaban, la Regencia que habría de desembocar en la época victoriana. Era un hombre cariñoso, y erudito, y era evidente -por la cantidad de horas lectivas en las que no hacía nada- que nadie más lo quería como tutor. Así que Madeleine dijo que sí, que le encantaría trabajar con él en su tesis.

Su plan -continúa el texto- consistía en empezar con Jane Austen. Después de un breve examen de Orgullo y prejuicio, Persuasión y Sentido y sensibilidad, todas ellas, en esencia, comedias que acababan en boda, Madeleine iba a pasar a la novela victoriana, donde las cosas se complicaban y se hacían considerablemente más oscuras. Middlemarch y Retrato de una dama no acababan en boda. Empezaban con los pasos tradicionales de la trama nupcial -los pretendientes, las proposiciones, los malentendidos-, pero después de la celebración de la boda la historia continuaba. Estas novelas seguían a sus heroínas valerosas e inteligentes, Dorothea Brooke e Isabel Archer, en sus decepcionantes vidas de casadas, y es aquí donde la trama nupcial alcanza su más alta expresión artística. En 1900 la trama nupcial había dejado de existir. Madeleine planeaba terminar con una breve reflexión sobre su defunción. En Nuestra hermana Carrie, Dreiser hace que Carrie viva adúlteramente con Drouet, contraiga matrimonio con Hurstwood en una ceremonia inválida y se fugue para ser actriz (¡Y sólo estamos en 1900!). Para concluir, Madeleine pensaba citar el intercambio de parejas en Updike. Era el último vestigio de la trama nupcial: la persistencia de llamarlo “intercambio de esposas” en lugar de “intercambio de maridos”. Como si la mujer siguiera siendo propiedad del marido y éste pudiera cederla a otros. El profesor Saunders sugirió a Madeleine que buscara las fuentes históricas. Así que ésta, obedientemente, estudió en profundidad el auge de la industrialización y la familia nuclear, la formación de la clase media y la Ley de Causas Matrimoniales de 1857.

Esos pasos tradicionales de la “trama nupcial” a los que se refiere Eugenides en el largo fragmento anterior -los pretendientes, las proposiciones, los malentendidos- y también la boda y la vida matrimonial posterior se recogen en la novela a partir de la historia de Madeleine Hanna, la joven, incorregiblemente romántica e inocente, ilusionada y soñadora, que finaliza sus estudios en la Universidad de Brown en Providence, Estados Unidos, a principios de los años ochenta. Con una “acción” que comienza en la jornada en la que se celebra la ceremonia de graduación y con saltos en el tiempo que nos llevan a conocer su historia familiar, asistimos al crecimiento y la iniciación de la chica a la vida adulta, a sus aventuras amorosas, a su ingenuidad emocional e intelectual, a sus proyectos de vida -que incluyen el matrimonio en un lugar principal-, en un escenario juvenil de residencias universitarias, pisos de estudiantes, fiestas, música, también alcohol y drogas, en el que se desenvuelve nuestra protagonista, aunque ella es comedida y discreta, responsable y estudiosa. El ambiente estudiantil, con sus jóvenes llenos de energía, de ganas de vivir, de inocencia primordial, con su compulsiva búsqueda del amor y el sexo, con su fresca curiosidad por el mundo, por el saber, con su incipiente y disculpable esnobismo, con sus pedantes discusiones teóricas, con su seguimiento ciego de las modas académicas (el abrupto estructuralismo y la árida teoría de la literatura, la deconstrucción y la semiótica), aparece descrito con convicción y verosimilitud y contribuye a dotar de interés a la novela.

En su estancia en la universidad, Madeleine conoce a dos chicos, Leonard y Mitchell, que formarán el triángulo sobre el que girará el hilo argumental de esta novela sobre la juventud. Aunque sus vidas están muy relacionadas entre sí, en los seis capítulos del libro se nos contarán, alternándose, las existencias de los tres protagonistas. En el primero de ellos, Un loco enamorado, se nos da cuenta del enamoramiento y los primeros momentos de la relación entre Madeleine y Leonard Bankhead, un chico inteligente, muy brillante, atractivo y que entusiasma a las chicas. Por el medio aparece Mitchell Grammaticus, de origen griego como el propio Eugenides, un joven singular, algo excéntrico, preocupado por el sentido de la vida, estudiante de teología, vinculado intelectualmente al mundo de la mística, a la filosofía oriental... y enamorado platónicamente -o quizá no sólo- de Madeleine. Su aventura personal de indagación religiosa y profundización espiritual guía el capítulo segundo, Los peregrinos. En Una jugada brillante, el tercer capítulo, empezamos a descubrir los problemas psicológicos de Leonard y la afectación de Madeleine, que lo ama con intensidad. Descansa en el Señor, Y veces estaban muy tristes y, por fin, Kit de supervivencia de la soltera, los tres capítulos finales, nos muestran, respectivamente, a Mitchell en su búsqueda espiritual que lo lleva a la India y al trabajo con la Madre Teresa en Calcuta, el turbulento avance de la relación entre Madeleine y Leonard y la perspectiva de una nueva vida para ésta en el capítulo final.

Pero no quiero destriparos la novela, aunque, como casi siempre, el argumento en sí -aunque lo desvelara- no resulta lo esencial del libro, sino el relato apasionante, que fluye impetuoso arrastrado por la formidable potencia narrativa de su autor y que aparece lleno de implicaciones y referencias y altura literaria e intelectual, de un año en las existencias de los tres veinteañeros, tres jóvenes que se abren a la vida, que están confusos, que tantean, que se equivocan, que se desconocen a sí mismos, que no saben interpretar sus emociones; tres jóvenes que se sorprenden, que indagan, que sufren, que se enamoran, que aman, que son rechazados, que estudian, que sueñan.

En realidad, los tres están, a mi juicio, perdidos -como quizá corresponde a su edad- en su transición al mundo adulto. Como piensa Mitchell observando Atenas desde el Partenón (a donde ha llegado en su periplo de iniciación que lo llevará a la India): mientras miraba hacia abajo desde aquella antigua montaña, consagrada a Atenea, le vino a la cabeza un pensamiento revolucionario: que él y todos sus amigos ilustrados no sabían nada de la vida.

Madeleine es el prototipo de heroína romántica, que vive su amor moviéndose entre el espejo algo quimérico de las referencias de sus apreciadas obras literarias y la difícil realidad de su trato con el complejo Leonard. Nutriéndose de fragmentos de El discurso amoroso de Roland Barthes -incluso regodeándose en ellos-, Madeleine examina su experiencia del amor, aplicando lo leído a sus propias vivencias, como puede comprobarse en estos fragmentos, de nuevo esclarecedores para captar la esencia del personaje: Y fue en este período cuando Madeleine entendió cabalmente que el discurso del amante era de una soledad extrema. La soledad era extrema porque no era física. Era extrema porque la sentías mientras estabas en compañía de la persona que amabas. Era extrema porque estaba en tu cabeza, el más solitario de los lugares. Cuanto más se alejaba Leonard, más ansiosa se sentía Madeleine. O este otro: Desde que había roto con Leonard, Madeleine no había dejado prácticamente de llorar. Se dormía llorando por la noche. Lloraba por la mañana, lavándose los dientes. Trataba con todas sus fuerzas de no llorar delante de sus compañeras de apartamento, y la mayoría de las veces lo lograba. O aún de un modo más explícito: El discurso amoroso era la perfecta cura para el mal de amores. Era un manual de reparación del corazón, y su única herramienta era el cerebro. Si utilizabas la cabeza, si llegabas a ser consciente de cómo el amor ha sido construido culturalmente y empiezas a ver sus síntomas como puramente mentales, si reconoces que estar «enamorado» es sólo una idea, entonces quizá puedas liberarte de la tiranía del amor. Madeleine sabía todo esto. El problema era que no funcionaba. Podía leer las deconstrucciones del amor de Barthes durante todo el día sin que su amor por Leonard disminuyera lo más mínimo. Cuanto más leía El discurso amoroso, mas enamorada se sentía. Se reconocía en cada página. Se identificaba con el «yo» impreciso de Barthes. No quería liberarse de sus emociones, sino ver confirmada su importancia. He aquí un libro dirigido a los amantes, un libro sobre el hecho de estar enamorado que contenía la palabra «amor» en casi cada una de sus frases. Y ¡oh, cuánto adoraba ella aquel libro!

Leonard, por el contrario -y frente a la frescura inocente de Madeleine-, es un chico problemático. Extraordinariamente inteligente, es también un maníaco-depresivo, afectado por un trastorno bipolar que no sólo destruye su propia vida sino que contamina todas las de quienes se relacionan con él, la estupenda Madeleine en primer lugar. La relación entre ambos, ambivalente y convulsa, se ve perturbada -aparte de por las tendencias autodestructivas del muchacho-, por las ostensibles diferencias de clase: Mientras avanzaban por la Route 6, bajo un cielo bajo del mismo tono anodino de gris que las viejas casas autóctonas diseminadas por el paisaje, Leonard estudiaba a Madeleine por el rabillo del ojo. Al estar inmersos en el proceso de igualación social de la universidad, le había sido posible hacer caso omiso de la diferencia de cuna. Pero la visita de Phyllida había cambiado aquello. Leonard entendía ahora de dónde venían las particularidades de Madeleine: por qué decía «rum» en lugar de «room»; por qué le gustaba la salsa Worcestershire; por qué creía que dormir con las ventanas abiertas —incluso en las noches más gélidas— era saludable. Los Bankhead no eran gente que durmiera con las ventanas abiertas. Preferían las ventanas cerradas y las persianas echadas. Madeleine era partidaria de la luz del sol y contraria al polvo; estaba a favor de la limpieza de primavera, de golpear las alfombras sobre las barandillas del porche, de mantener la propia casa o el propio apartamento tan libres de telarañas y mugre como uno mantenía su mente libre de indecisiones y cavilaciones sombrías. El modo confiado en que Madeleine conducía el coche (a menudo insistía en que los atletas eran mejores conductores) revelaba una sencilla confianza en sí misma que Leonard, pese a su inteligencia y a la originalidad de su intelecto, no poseía en absoluto. Si salías con una chica al principio era porque con sólo mirada le temblaban a uno las piernas. Luego te enamorabas y deseabas desesperadamente no perderla. Y, sin embargo, cuanto más pensabas en ella menos sabías quién era. Tenías la esperanza de que el amor trascendiera todas las diferencias. Ésa era tu esperanza. Y Leonard no estaba dispuesto a tirar la toalla. Aún no.

Por último, Mitchell es un chico inseguro (A partir de la lectura de la literatura inglesa, había empezado a caer en la cuenta de lo ignorante que era. El mundo se había formado a base de creencias de las que él no sabía nada), perdido entre el deseo y las inclinaciones naturales de su cuerpo juvenil y las aspiraciones ascéticas nacidas de sus estudios. Sus incertidumbres, su perplejidad vital, su curiosidad algo angustiada, lo llevan al ya mencionado viaje iniciático en el que recorre Europa y acaba conviviendo con el dolor y la enfermedad, con la miseria y el sufrimiento de los más desfavorecidos, ancianos y enfermos, en los hospitales de la Madre Teresa en la caótica y contradictoria e impactante y sufriente Calcuta.

El libro está repleto, en un juego permanente entre realidad literaria y realidad “real”, de reflexiones sobre la literatura, las escritoras victorianas, los libros, la lectura, la escritura, el conflicto entre la deconstrucción del estructuralismo y la narración limpia de las autoras del diecinueve, siendo esta opción, la de la claridad, la de la fluidez, la del avanzar feliz entre las páginas de un texto que habla de la vida y no de otros libros, que habla de emociones, de sentimientos, de pasión y entusiasmo y ternura y aspiraciones y compromiso y sueños y deseo y anhelo… y no de “textos”, palabras y teorías, la que subyuga a Madeleine, que se desmarca así de las corrientes imperantes entre sus muy pedantes e intelectualoides profesores y los muy influenciables alumnos.

Y en último término -y correspondiéndose con esta opción por la “frescura” literaria frente a la aridez de la teoría-, La trama nupcial es -pese a todo, pese a las indecisiones y la confusión, pese a los sinsabores y las equivocaciones de los chicos- un optimista canto a la vida, al amor, al erotismo, a la energía y el entusiasmo de la juventud, como puede verse en la fábula de Tolstoi que se recoge en fragmento del libro y que transmite de modo evidente esta opción vitalista y alegre en ambos planos, el literario y el “existencial”: Había libros que se abrían paso a través del ruido de la vida y te agarraban del cuello de la chaqueta y te hablaban sólo de las cosas que encerraban más verdad. Una confesión era un libro de ésos. En él, Tolstoi relataba una fábula rusa sobre un hombre que, perseguido por un monstruo, se tira a un pozo. Cuando está cayendo, sin embargo, ve que en el fondo hay un dragón que lo está esperando para devorarlo. Entonces, el hombre ve una rama que sobresale de la pared del pozo, y se agarra a ella, y se queda colgando. Ello impide que el hombre caiga en las fauces del dragón, o que se lo coma el monstruo de arriba, pero resulta que surge un pequeño problema. Dos ratones, uno negro y otro blanco, corretean por la rama, y la mordisquean. Sólo es cuestión de tiempo que en algún momento lleguen con los dientes al corazón de la rama, y ésta se parta y el hombre caiga al abismo. Mientras el hombre contempla su inexorable destino, advierte algo más: del extremo de la rama a la que se aferra se desprenden unas cuantas gotas de miel. El hombre saca la lengua para lamerlas. Ésta —nos dice Tolstoi— es la fatal condición humana: somos el hombre que se agarra a esa rama. La muerte nos aguarda. No hay escapatoria. Y, así, nos distraemos lamiendo cualquier gota de miel que se nos ponga al alcance.

Hay muchos otros puntos de interés en La trama nupcial, pero ya no hay tiempo ni siquiera para su mero esbozo. Os dejo, como cierre de esta reseña, con Once in a lifetime, una espléndida canción de los Talking Heads, una parte de cuya letra es recogida por Jeffrey Eugenides en las citas que abren el libro.


Podría debatirse si Madeleine se había enamorado o no de Leonard desde el primer instante en que lo vio. Entonces ni siquiera lo conocía, y por tanto lo único que sintió fue atracción sexual, no amor. Incluso después de haber ido a tomar un café juntos, Madeleine no podía saber si lo que estaba sintiendo era algo más que un encaprichamiento. Pero desde la noche en que volvieron paseando hasta la casa de Leonard después de haber visto Amarcord y empezaron a estar juntos, y Madeleine descubrió que en lugar de enfriarse ante el aspecto físico de la relación —que era lo que solía pasarle con los chicos—, en lugar de soportarlo o de tratar de pasarlo por alto, se pasó toda la noche temiendo que era ella quien enfriaba a Leonard, y que su cuerpo no era lo bastante deseable, o que el aliento le olía a la ensalada César que tan desacertadamente había pedido para cenar; preocupándose, también, por haber sugerido que pidiesen unos martinis, ya que Leonard había dicho sarcásticamente: «Claro, martinis. Podemos hacer que somos unos personajes de Salinger»; después de, a causa de toda esta ansiedad, no haber obtenido mucho placer sexual, pese a la más que respetable sesión que ambos habían dedicado a este fin; y después de que Leonard (como todos los chicos) se hubiera quedado dormido de inmediato, dejándola a ella despierta en la cama, acariciándole la cabeza y esperando vagamente no haber contraído ninguna infección del tracto urinario, Madeleine se preguntó si el hecho de haberse pasado toda la noche preocupada no era, de hecho, una señal inequívoca de que estaba enamorándose. Y, ciertamente, después de haberse pasado los tres días siguientes en el cuarto de Leonard haciendo el amor y comiendo pizza, después de haberse relajado lo bastante para ser capaz de correrse al menos de vez en cuando, y de finalmente haber dejado de preocuparse por alcanzar el orgasmo, ya que su hambre de Leonard se veía satisfecha en cierto modo con la satisfacción de éste; después de haberse permitido estar sentada desnuda en su vasto sofá y caminar hasta el cuarto de baño sabiendo que él estaba mirando su (imperfecto) trasero; registrar su asqueroso frigorífico en busca de comida, leer el brillante medio folio de filosofía que sobresalía de su máquina de escribir y de oírle hacer pis con la fuerza de un toro en la taza del inodoro, ciertamente, al final de esos tres días Madeleine supo que estaba enamorada.

miércoles, 14 de octubre de 2015

CORMAC MCCARTHY. NO ES PAÍS PARA VIEJOS. LA CARRETERA
 
Hola, buenas tardes. Un miércoles más, aquí estamos en Todos los libros un libro dispuestos a ofreceros una nueva propuesta de lectura que, como es habitual, queremos que os resulte interesante y sugestiva. Esta tarde os traigo dos obras que más allá de su interés intrínseco, que lo tienen y muy alto, pues ambas son formidables, encuentran acomodo en una propuesta quizá más “asequible” de Todos los libros un libro -a mi juicio todas lo son- primero porque se trata de libros que se publicaron hace casi diez años y por ello quizá ya hayan llegado a vuestras manos, y además porque los dos han sido objeto de traslación cinematográfica (un hecho reiterado en la larga carrera literaria de su autor), de modo que siempre os cabe -para aquellos de vosotros más “agotados” por el frenético ritmo de publicaciones que inundan nuestras librerías-, recurrir al socorrido (y sí, lo sé, me ha podido la aliteración) “prefiero ver la película” y abandonar aquí mismo la lectura de este comentario.
 
Hoy os traigo, pues, dos novelas de Cormac McCarthy, el inmenso escritor norteamericano, No es país para viejos y La carretera, ambas traducidas por Luis Murillo Fort y publicadas en Mondadori, editorial que alberga también gran parte de la obra traducida al castellano de nuestro protagonista. En ella destaca su Trilogía de la frontera, compuesta por Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades de la llanura, que le proporcionó el reconocimiento público en 1992, con la versión cinematográfica del primer libro y cuando su autor contaba ya con casi sesenta años. Otras obras reseñables son la difícil Suttree, Meridiano de sangre o la más reciente, El consejero.
 
Con ochenta y dos años recién cumplidos, McCarthy es celebrado por la crítica mundial como uno de los grandes autores norteamericanos vivos, muy a su pesar, pues su tendencia natural (que presenta, no obstante, múltiples excepciones) es la soledad, la desaparición, el anonimato, lo cual ha alimentado su leyenda, que lo asocia a una suerte de icono del espíritu americano: fuerte, íntegro, insobornable, apartado del mundo y sus engañosos encantos, excesivo y genial…
 
La obra de McCarthy se mueve siempre (y, de los libros que hoy os presento, ello es especialmente notorio en No es país para viejos) en el territorio de la mitología clásica de Estados Unidos: grandes extensiones deshabitadas, desiertos, fronteras, hombres solitarios, pioneros, violencia desmedida, cowboys de virilidad incuestionable… Y todo ello en un paisaje actual, con autopistas y todo terrenos, moteles y gasolineras, desayunos con huevos y bacon, ranchos modernizados, tráfico de drogas y armas automáticas, errantes vagabundos, prostitutas y asesinos a sueldo, soledad e incomunicación.
 
En No es país para viejos McCarthy sigue dos líneas narrativas en paralelo, que se suceden en capítulos alternos. Por un lado, el viejo sheriff Bell cuenta en primera persona, al término de su vida profesional, al borde de la retirada, sus impresiones, su parecer sobre un mundo demasiado distinto del que conoció en su juventud y madurez. La sociedad norteamericana, piensa Bell, se ha degradado en las últimas décadas, han desaparecido los valores, la integridad, la honradez, la dignidad, el honor, el respeto que eran norma en los días de antaño. El sheriff Bell certifica la omnipresencia del mal, de la violencia, de la brutalidad, en un mundo que ha perdido todo referente moral.
 
Un mundo deshumanizado, de salvaje crudeza, de violencia desatada que aflora en el segundo gran eje de la novela. En él se narra, ahora contada en tercera persona, la historia de un pobre hombre, Llewelyn Moss, que encuentra por azar (por desgraciado azar) un maletín con más de dos millones de dólares procedentes de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes. Moss va a ser por ello objeto de una persecución frenética y aterradora que provoca una extraordinaria inquietud en el lector. La policía, los cárteles de la droga y, sobre todo, Anton Chigurh, un desalmado, un asesino gélido e impasible, una auténtica bestia humana, la verdadera encarnación del mal que no repara en muertos para lograr su fin, se encadenan en una sangrienta caza al hombre magistralmente narrada, con un ritmo acelerado, con frases cortas e hirientes como disparos, con diálogos acerados como cuchillos…
 
No es país para viejos ha sido trasladada al cine por los hermanos Cohen, en una película exitosa (con cuatro Oscars en el año 2008: mejor película, mejor director -los hermanos Cohen-, mejor guión adaptado -también los Cohen- y mejor actor de reparto para nuestro Javier Bardem -unido también así en el universo de Cormac McCarthy a su mujer, Penélope Cruz, que figuraba en el elenco de All the pretty horses)- en el papel de Chigurh, el asesino implacable y sin escrúpulos).
 
Al final de esta reseña os ofrezco un fragmento de esta novela de lectura arrebatadora con el que quiero, en cierto modo, ‘meteros en ambiente’, adelantaros su clima, abriros una puerta, aunque sea pequeña, a su fascinante y algo desasosegante atmósfera.
 
La carretera, mi otra propuesta de hoy, es una novela genial, Premio Pulitzer en 2006, una obra mayor en la trayectoria de un escritor que cuenta en su biografía literaria, vuelvo a repetirlo, con un buen puñado de logros magistrales. En un mundo apocalíptico, en las ruinas de una civilización devastada tras lo que pudo ser un holocausto nuclear o una guerra total o alguna otra desmesurada catástrofe planetaria (aunque en el libro no se menciona expresamente la causa de tal terrible destrucción), un padre y su hijo deambulan por un territorio inhóspito y desolado, sin apenas rastro de vida, en busca de una salvación que parece imposible de imaginar. Con un carrito de supermercado en el que hacen acopio de unas cuantas latas de comida, de pobres restos de alimentos que encuentran entre los edificios derruidos, de algunas mantas viejas, de prendas de ropa recogidas aquí y allá, de rudimentarias herramientas confeccionadas de manera artesanal, ambos supervivientes se encaminan hacia el sur, hacia el mar, atravesando el espacio quemado y vacío de lo que quizá algún día fue Estados Unidos, con la esperanza de hallar -entre tanta desolación- vestigios de alguna comunidad de hombres buenos que mantenga viva la memoria de una sociedad libre y feliz; una sociedad -previa al holocausto- que en sus recuerdos aparece como algo difuso y perdido, un sueño evanescente en el que, entre retazos de una niebla densa, aparecen episodios de la infancia, ríos transparentes en los que truchas de cuerpos musculosos agitaban sus aletas entre fresco musgo, días felices en una playa, la sombra fugaz y huidiza de una esposa muerta, la intuición de un amor olvidado…
 
En su caminar, padre e hijo recorren un paisaje mortecino y gris, entre árboles carbonizados, notoria ausencia de vida y el impreciso recuerdo de especies animales borradas de la faz de la tierra. El aire, envuelto en un humo ceniciento, es irrespirable, obliga al uso de elementales mascarillas fabricadas con telas burdas. El hollín, la ceniza cubren con una capa densa los pocos restos de edificios, de mobiliario, de las construcciones que permanecen en pie. La lluvia permanente, los temblores de tierra, el horizonte siempre oscuro, dibujan un escenario apocalíptico, que induce a la desesperanza, hostil. Bandas de saqueadores aparecen de entre las sombras, amenazantes, cubiertos de harapos, demacrados, mutilados, dispuestos a todo por conseguir un alimento que escasea. Impera el canibalismo, un cuerpo joven ofrece la posibilidad de una comida sustanciosa en una realidad en la que los escuálidos supervivientes se despedazan por una vieja lata de judías o un frasco de zumo encontrados milagrosamente entre los restos de alguna vivienda ya muchas veces arrasada.
 
En ese entorno inhumano y salvaje, padre e hijo encarnan la fe, el amor, la compasión. Pese a tanta desolación, pese al horizonte de muerte que acompaña la peripecia de los protagonistas, pese a que cada página rezuma dolor y sinsentido, brutalidad y barbarie, la novela nos transmite un impulso vitalista. El fatigoso caminar de los protagonistas, su sufrimiento, su padecer, su enfermedad, su búsqueda doliente nos muestran, sin embargo, la esperanza, el afán del hombre por encontrar sentido a una existencia tantas veces desprovista de él. Porque La carretera es, también, una novela metafísica, a mí me ha recordado en muchos momentos a Samuel Beckett, un Beckett más narrativo, menos austero, más optimista. Pero en ella están también el absurdo, el sinsentido, el silencio, la espera. La carretera es una novela que nos habla del lugar que el ser humano ocupa en el mundo, de la búsqueda de sentido; es también, por ello, en cierto modo, una novela religiosa, en la que, en algún momento, los protagonistas manifiestan la añoranza de un Dios.
 
Dejadme, antes de terminar, que me detenga brevemente en un elemento esencial de la novela, más allá de su argumento, de las reflexiones que suscita, de su propuesta ideológica. Se trata de la escritura, la prosa envolvente, austera, concisa, brillantísima de Cormac McCarthy. Diálogos cortantes, descripciones poderosas, frases precisas… una maravilla, da gusto leerlo; incluso aunque discrepáramos de sus tesis, incluso aunque no nos interesara la historia, el ritmo de su escritura te lleva, te hace seguir leyendo, te conduce suavemente de una frase a otra, de un párrafo a otro en una estructura muy trabajada, perfecta…, en verdad una obra maestra.
 
John Hillcoat trasladó la novela al cine en 2009, con Viggo Mortensen en el papel principal, Charlize Theron, Robert Duvall y Guy Pearce en apariciones menores, y el español Javier Aguirresarobe como director de fotografía.
 
A la banda sonora de esta última película pertenece The road, su tema principal, compuesto, como el resto de la música del film, por Nick Cave y Warren Ellis. Os lo dejo aquí como ilustración musical a mi comentario de esta tarde.
 
Quiero ofreceros también, como cierre a esta reseña, un significativo párrafo de libro en el que encontrareis algunas de las claves de su opresiva atmósfera.
 
 
Mandé a un chico a la cámara de gas en Huntsville. A uno nada más. Yo lo arresté y yo testifiqué. Fui a visitarlo dos veces. Tres veces. La última fue el día de su ejecución. No tenía por qué ir, pero fui. Naturalmente, no quería ir. Había matado a una chica de catorce años y os puedo asegurar que yo no sentía grandes deseos de ir a verle y mucho menos de presenciar la ejecución, pero lo hice. La prensa decía que fue un crimen pasional y él me aseguró que no hubo ninguna pasión. Salía con aquella chica aunque era casi una niña. Él tenía diecinueve años. Y me explicó que hacía mucho tiempo que tenía pensado matar a alguien. Dijo que si le ponían en libertad lo volvería a hacer. Dijo que sabía que iría al infierno. De sus propios labios lo oí. No sé que pensar de eso. La verdad es que no. Creía que nunca conocería a una persona así y eso me hizo pensar si el chico no sería una nueva clase de ser humano. Vi cómo lo ataban a la silla y cerraban la puerta. Puede que estuviera un poco nervioso pero nada más. Estoy convencido de que sabía que al cabo de quince minutos estaría en el infierno. No me cabe duda. Y he pensado mucho en ello. Era de trato fácil. Me llamaba ‘sheriff’. Pero yo no sabía qué decirle. ¿Qué le dices a un hombre que reconoce no tener alma? ¿Qué sentido tiene decirle nada? Pensé mucho en ello. Pero él no era nada comparado con lo que estaba por venir.
 
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Empezaron a encontrar junto a la carretera algún que otro mojón de piedras. Eran señales en idioma gitano, pateranes perdidos. El primero que veía en bastante tiempo, comunes en el norte a medida que salías de las ciudades saqueadas y exhaustas, mensajes sin esperanza para seres queridos desaparecidos o muertos. Todas las provisiones de comida se habían agotado ya y el asesinato reinaba en la región. El mundo al poco tiempo poblado mayormente por hombres que se comían a sus hijos ante tus propios ojos y las ciudades en poder de bandas de atezados saqueadores que abrían túneles en las ruinas y salían reptando de los escombros, blancos de dientes y ojos con bolsas de malla repletas de latas chamuscadas y anónimas como compradores salidos de los economatos del infierno. El blando talco negro barría las calles cual tinta de calamar desparramándose por un lecho marino y el frío se pegaba al suelo y oscurecía temprano y los carroñeros al pasar con sus antorchas por los escarpados desfiladeros dejaban en la ceniza hoyos como de seda que se cerraban silenciosamente a su paso como ojos. En las carreteras los peregrinos se derrumbaban y caían y morían y la tierra yerma y amortajada iba rodando hasta el otro lado del sol y regresaba sin dejar huella y tan inadvertida como la trayectoria de cualquier mundo hermano sin nombre en las inmemoriales tinieblas de más allá.
 

miércoles, 7 de octubre de 2015

HARPER LEE. VE Y PON UN CENTINELA

Hola, buenas tardes. El Todos los libros un libro de este miércoles se plantea como una especie de prolongación del de hace siete días. Entonces dedicamos la emisión a Matar a un ruiseñor, la obra maestra de Harper Lee que, publicada en 1960, había vuelto a ocupar la primera plana de los periódicos y medios de comunicación del mundo entero debido a la aparición, este pasado julio, de Ve y pon un centinela, la segunda obra -¿o fue la primera?- de una autora que en toda su existencia (y tiene ahora ochenta y nueve años) sólo había publicado una, el mencionado y magistral clásico. Mi sugerencia de esta tarde -algo descafeinada y poco convencida, como se verá- es, obviamente, este nuevo título que ha sido editado por Harper Collins Ibérica, en traducción a cargo de una firma, Belmonte Traductores, cuya ambigüedad genérica diluye en cierto modo la responsabilidad de la tarea, aunque en este caso -a diferencia de Matar a un ruiseñor- sí se proporciona el nombre de una editora, Victoria Horrillo Ledesma, que es quien firma las notas aclaratorias que salpican el libro.

Dos son los frentes principales desde los que quiero encarar mi presentación de la novela. El primero, sustancioso aunque poco literario, tiene que ver con la sorprendente “aparición”, cincuenta y cinco años después, de una nueva obra de Harper Lee, una historia polémica en la que caben el reciente y misterioso descubrimiento de un manuscrito inédito, unos intereses editoriales no del todo nítidos, una provechosa operación de mercadotecnia, la intervención -siempre bajo sospecha- de un ambicioso bufete de abogados, varios conflictos judiciales por derechos de autor, la deteriorada salud mental de una anciana, la parece que deseada muerte con más de cien años de otra, y, en definitiva, bastantes elementos “oscuros” que abonan las tesis paranoicas y las teorías conspiratorias en relación a la inesperada publicación de Ve y pon un centinela. El segundo eje de mi reseña, el comentario acerca de la novela en sí, será más breve y, por desgracia, impregnado de decepción, pues esa es la impresión que ha quedado en mí tras la lectura de una obra algo insulsa, por momentos farragosa, aparentemente menor, sin duda muy inferior -en todos los sentidos: el interés, la fluidez y la complejidad de la trama, la profundidad de los personajes, la hondura de la propuesta que plantea- a Matar a un ruiseñor con la que es forzosa la comparación no sólo porque se trata de las dos únicas obras de su autora, sino, sobre todo, porque la segunda es una suerte de continuación de la primera, que se desarrolla en el mismo espacio -ese Maycomb traslación literaria del Monroeville en el que vivió, y vive actualmente recluida en una residencia de ancianos, Harper Lee-, cuenta casi con los mismos protagonistas principales: Atticus Finch, su hija Scout (que vuelve al pueblo veinte años después y narra la historia), Calpurnia, la tía Alexandra, y plantea, desde otra lógica y con menos emoción, sensibilidad y belleza, algunos de los temas -el conflicto racial por encima de todos- que ya estaban en aquella originaria y excepcional novela.

La peripecia editorial de Ve y pon un centinela es ciertamente curiosa y llena de dudas. Presentada como secuela de Matar a un ruiseñor es, en realidad, su “precuela” pues, al parecer, fue escrita con anterioridad. O ni siquiera eso, ni siquiera “es”, ni siquiera tiene existencia propia, ya que en algunas de las informaciones que sobre el libro se han difundido se habla de un mero borrador de la primera, sin entidad, pues, de obra autónoma. Harper Lee habría escrito en 1957 -y todo en este terreno son suposiciones debido a, entre otras cosas, el silencio de la autora, quizá inevitable, dado el también presunto deterioro de su estado mental- una novela, esta “actual” Ve y pon un centinela, que envió a decenas de sellos editoriales sin obtener respuesta alguna de ninguno de ellos. Por fin, una pequeña editora, Lippincott, vislumbró en el texto todo su potencial y aceptó su publicación sugiriendo a su autora algunas importantes correcciones. Maduradas estas a lo largo de tres años, el resultado del proceso ve la luz en 1960, convertido en una novela totalmente distinta, bajo el título hoy ya legendario de Matar a un ruiseñor.

De manera inesperada, en septiembre de 2014 -aunque en algunos comentarios se habla de hasta tres años antes, en 2011, en uno más de los aspectos confusos y contradictorios del asunto-, aparece el manuscrito/borrador original en manos de la abogada de Lee, Tonja Carter, que desempeñará un papel esencial en esta algo enigmática trama. La escritora, requerida por Carter, se niega reiteradamente a que se divulgue por considerarlo un texto incompleto y al entender -en coherencia con su silencio de décadas- que su propósito -su intención literaria- habría quedado sobradamente satisfecho con Matar a un ruiseñor. Algunas fuentes aseguran, no obstante, que fue la hermana de Harper, Alice Lee, la que, ante la pérdida de lucidez de aquella, frenaba cuanto ofrecimiento de publicación llegaba a sus manos. Convenientemente fallecida Alice, en noviembre de 2014 y a la edad de ciento tres años, la abogada Carter, libre ya de frenos y con el supuesto consentimiento de la autora, publica el libro, en medio de excepcionales -y hasta férreas- medidas de control para evitar filtraciones no deseadas. La agencia literaria Andrew Nurberg Asociados negoció con dureza las condiciones de venta de los derechos a todo el mundo (el libro salió con una tirada inicial de tres millones de ejemplares sólo en Estados Unidos, Gran Bretaña, España e Hispanoamérica) obligando a los editores a una especie de “reclusión” en Londres durante tres semanas para la mera consulta del original previa a la decisión de compra de esos derechos de publicación (en los últimos años Harper Lee, si de verdad es ella la que toma las decisiones en esta etapa final de su vida, mantuvo -y ganó- pleitos relativos a la propiedad intelectual contra el Museo de su ciudad y contra una Compañía de teatro que difundían su obra sin las correspondientes autorizaciones y sin rendir cuentas de los logros económicos de su explotación), y exigiendo a los traductores, para la traslación a los muchos idiomas de los países interesados, unas muy rigurosas cláusulas de confidencialidad. Por fin, el libro vio la luz de manera más o menos simultánea en todos los países mencionados los días 14 y 15 del julio pasado.

A la extrañeza que suscita esta insólita aventura editorial se suman algunos otros hechos llamativos. En primer lugar, el que Ve y pon un centinela se presente como una obra completa, acabada, que no habría necesitado, pues -de nuevo presuntamente-, de retoque o corrección algunos antes de su global “reaparición”. Si así fuera, resultaría difícil de entender la negativa a publicarla sostenida durante más de cincuenta años de modo tozudo por su autora, pues por qué no dar a los lectores que tan fervientemente habían acogido Matar a un ruiseñor una obra, ya definitiva y “cerrada”, que volvía sobre el universo de aquella y que, por tanto, sólo podría ser recibida con entusiasmo por sus numerosos admiradores. ¿O es que las prevenciones de su autora afectaban a la calidad literaria del texto y por ello negó una y otra vez el permiso para que se difundiera? Y en caso contrario, si forzosamente la novela hubiera debido ser modificada o al menos ligeramente “pulida” para ofrecerla al público casi seis décadas después de su escritura, parece difícil mantener la total autoría de una Harper Lee impedida intelectualmente, como se ha dicho, para una tarea de este calibre. Más sospechas, pues, que ensombrecen la nitidez del fenómeno ¿literario?

En otro orden de cosas resultan también sorprendentes, y ello siembra igualmente dudas sobre la auténtica naturaleza y la verosimilitud de la historia oficial relativa a la publicación de Ve y pon un centinela, las sustanciales diferencias entre los dos libros, algunas incluso de fondo, que afectan a la esencia del “mensaje” de Harper Lee. Y ya no es sólo el que la narración inocente, entrañable, desprejuiciada y encantadora de la niña Scout en Matar a un ruiseñor, se convierta ahora en la voz escéptica, resabiada, dubitativa y un punto insustancial de una chica algo “ortodoxamente rebelde” de veintiséis años, ya no es que haya alusiones constantes a los hechos del primer libro, menciones que presuponen, que exigen incluso, haberlo leído antes -lo cual, a mi juicio, invalidaría la tesis del borrador-, ya no es que haya errores ostensibles en la percepción que la joven Scout tiene en el presente de los hechos ocurridos casi veinte años atrás (el más destacado, en la página 112, cuando la narradora afirma que Atticus “logró la absolución” de Tom Robinson, el joven negro injustamente acusado de violación de una blanca en Matar a un ruiseñor, cuando cualquiera que haya leído el libro o visto la película objeto de mi reseña de hace siete días sabe que el resultado del proceso judicial no fue, por desgracia -desgracia en la ficción-, el que ahora se da por cierto), no son estos muchos detalles los que pueden “chirriar” en el contraste entre ambos textos, sino que lo más insólito, lo que realmente llama la atención y resulta difícil de entender es que ese gran Atticus Finch de la primera novela, un personaje ejemplar, paradigma de la integridad, de la justicia, de la dignidad, de la valiente defensa de la no discriminación (aunque nunca un activista o un militante contra la segregación, pues incluso el primer libro, pese a su noble discurso, aparece teñido de un discreto racismo, quizá deuda inevitable a pagar en la época y en la población sureña en la que está ambientado), ese Atticus emblema del coraje cívico es aquí una presencia menor, un oscuro individuo, sin encanto ni carisma alguno, de dudosas convicciones morales, tibiamente “equidistante” entre abolicionistas y segregacionistas... ¡¡¡y hasta miembro -bien que escéptico y coyuntural- del Ku Klux Klan!!! ¿Era este, de principio, el planteamiento de la autora y fueron las “recomendaciones” de la editorial Lippincott las que la “convencieron” de adoptar otro punto de vista diferente, cambiando radicalmente no sólo el enfoque sino el núcleo central de su manuscrito original? En fin... más ambigüedades que disparan las suposiciones y conjeturas y que forzosamente han de ser tenidas en cuenta a la hora de analizar el libro.

Aunque si no lo hiciéramos, si fuéramos capaces de leer Ve y pon un centinela sin tener presentes todos estos hechos y, sobre todo, si pudiéramos obviar la poderosísima presencia de su anterior obra en la biografía de su autora, esta nueva novela seguiría resultando decepcionante. Es más, desde mi punto de vista -que no niego pueda estar influido por el extraordinario impacto que provocó en mí la “experiencia” Matar a un ruiseñor y de la que di cuenta aquí hace siete días- el nuevo libro de Harper Lee sólo interesa porque quien ha conocido y ha disfrutado y se ha apasionado con el gran clásico de la autora de Alabama “necesita” en cierto modo continuar en contacto con aquel territorio literario y aquellos personajes de dimensiones casi míticas, estando dispuesto por tanto a aceptar siquiera una migaja más de ese mundo con tal de poder seguir participando de aquel formidable encantamiento. Y pese a ello, más allá del indudable agrado que suscita el reencontrarse con un universo familiar y querido, la lectura de Ve y pon un centinela es francamente frustrante y descorazonadora.

Sin tiempo ya para más profundizaciones y en un repaso a vuela pluma de la novela os diré tan sólo que en ella Jean Louise -Scout- Finch, la narradora, regresa con veintiséis años a Maycomb. La chica -como su creadora, en una muestra más de los innumerables rasgos autobiográficos de ambos libros- vive ahora en Nueva York y vuelve por un par de semanas al hogar familiar en donde se reencuentra con algunos de los personajes de sus días infantiles, una etapa que aparece en constantes evocaciones y flashbacks, y que la joven recuerda con una añoranza aún más melancólica en tanto la realidad que se presenta a sus ojos es muy distinta de la idílica estampa que guarda en su memoria. Su hermano Jem ha muerto, Dill, el singular compañero de juegos infantiles, viaja de continuo por el mundo y no comparece en el libro, Atticus ha derribado la vieja casa y construido una nueva, la tía Alexandra se ha instalado de manera estable en ella, el tío Jack, de presencia episódica en la primera obra, cobra aquí un mayor protagonismo, Calpurnia, anciana ya, no ocupa la cocina familiar, un amigo de infancia, Hank, no conocido hasta ahora por el lector, aparece como pretendiente y probable futuro marido de la chica y, en general, las novedades son tantas que no quedan apenas rastros del apacible y casi mágico escenario en el que la niña de Matar a un ruiseñor vivió sus primeros años.

El cambio en el entorno se suma al ya mencionado y radical viraje en la personalidad de su padre. Sea porque el influjo cosmopolita y la atmósfera liberal del Nueva York en que reside han conformado en ella otra concepción del mundo, sea porque la visión infantil del pasado que permanece en su recuerdo ha deformado -embelleciéndola- la realidad, sea por la propia evolución del pensamiento de Atticus, sospechosamente cercano en su discurso ideológico a los delirios supremacistas del más rancio sur norteamericano, sea -no es descartable- porque la tortuosa trayectoria editorial de la que he hablado no nos permite saber cuál es, en realidad, el sustrato originario de las obras, su lógica última, el hecho es que Jean Louise -casi arrumbada para siempre la niña Scout- se ve sumida, primero, en una desconcertante perplejidad ante las desagradables novedades (¿Por qué he perdido en dos días todo lo que amaba en este mundo?), se siente extraña en el entorno que la vio nacer (Soy sangre de su sangre, he escarbado en esta tierra, este es mi hogar. Pero no soy de su sangre y a la tierra no le importa quién la escarbe, soy una extraña en una fiesta), experimenta luego rabia, decepción e ira ante su provinciano pueblo (si viviera en Maycomb, me volvería totalmente loca), su cobarde e hipócrita novio (los calificativos son de ella) y su irreconocible padre (El único ser humano en el que había confiado absolutamente, con toda su alma, le había fallado), hundiéndose por fin en un mar de dudas (¿Por qué he vuelto aquí? (...) Para mirar la gravilla del patio de atrás, donde antes estaban los árboles, donde estaba el garaje, y preguntarme si todo ha sido un sueño) al persuadirse de que la irreprochable figura de su progenitor se ha venido abajo (eres la única persona en la que he confiado por completo en toda mi vida, y ahora estoy acabada) y al reconocerse anclada, en cierto modo, en un pasado ideal que ya no existe (Quieres detener el reloj pero no puedes, le dice su prometido Hank; y ella misma se reprocha el que siempre esté haciendo viajes secretos al pasado y ninguno al presente). Percibe entonces que las bases sobre las que había situado su lugar en el universo se tambalean (ese significativo y ahora estoy acabada) y pide, en su estupor, alguna figura tutelar que sustituya al ídolo caído (necesito un centinela para que me guíe y me diga lo que ve cada hora a la hora en punto. Necesito un centinela que diga “esto es lo que dice fulano y esto es lo que quiere decir de verdad”, que trace una raya en medio y diga “aquí hay una justicia y aquí hay otra” y me haga entender la diferencia. Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos ellos que veintiséis años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy graciosa que sea).

En cualquier caso, siendo interesante, como he dicho, para el devoto de Matar a un ruiseñor, y recomendable por ello su lectura, esta nueva e inesperada novela de Harper Lee, Ve y pon un centinela, no dejará demasiada huella en un lector común, ni tampoco -pienso, a partir de mi propia experiencia- en ese otro que disfrutó, entusiasmado, del entrañable universo de Maycomb, de la limpia mirada de la Scout niña, del, por encima todo, valioso ejemplo de integridad de Atticus Finch, tal y como todo ello se mostraba en aquella obra maestra de 1960, escrita, sin duda, en un estado de gracia no siempre fácilmente repetible.

Os dejo con un tema musical que complementa mi comentario. Mencionada en el libro, Old Dan Tucker es una pieza clásica de la música popular norteamericana (que aparece citada, por cierto, en Las uvas de la ira de John Steinbeck, una obra tan querida por mí; también, todo hay que decirlo, en aquella legendaria y empalagosa serie de los setenta, La casa de la pradera). Aquí la interpreta Bruce Springsteen en un concierto grabado hace diez años en Granada.


Atticus, te lo digo muy claro y te lo repito: más vale que adviertas a tus amigos más jóvenes de que, si quieren preservar nuestro modo de vida, deben empezar en casa. No en las escuelas, ni en las iglesias, ni en ningún otro sitio, sino en sus propias casas. Díselo, y pon como ejemplo a tu hija, esa amante de los negros inmoral, ciega y degenerada. ¡Ve delante de mí con una campana gritando “Impura”! Señálame como tu error. Denúnciame: Jean Louise Finch, la que estuve expuesta a toda clase de sandeces por parte de la gentuza blanca con la que fue a la escuela, pero que bien podría no haber ido nunca al colegio, para lo que le sirvió. Todo lo que para ella era verdad revelada lo aprendió en casa, de su padre. Tú sembraste las semillas, Atticus, y ahora están dando fruto...
-¿Has terminado?
Jean Louise sonrió desdeñosamente.
-No he dicho ni la mitad. Nunca te perdonaré lo que me has hecho. Me has engañado, me has echado de casa y ahora estoy en tierra de nadie, pero en fin... ya no hay sitio para mí en Maycomb y nunca me sentiré totalmente en casa en ninguna otra parte. -Se le quebró la voz-. ¿Por qué, en nombre de Dios, no te volviste a casar? ¿Por qué no te casaste con alguna señora sureña medio boba que me educara como es debido? Me habría convertido en una de esas mujercitas tan melosas y coquetas que baten las pestañas y cruzan las manos y solo viven para su maridito. Al menos habría sido feliz. Habría sido de Maycomb al cien por cien, habría vivido mi vida mezquina y te habría dado nietos a los que consentir, habría ensanchado como la tía, me habría abanicado en el porche y habría muerto feliz. ¿Por qué no me explicaste la diferencia entre una justicia y otra, entre un derecho y otro? ¿Por qué no lo hiciste?
-No creí que fuera necesario, y tampoco lo creo ahora.
-Pues lo era y lo sabes. ¡Dios! Y hablando de Dios, ¿por qué no me dejaste bien claro que Dios creó las razas y puso a los negros en África con intención de que se quedaran allí para que los misioneros pudieran ir a decirles que Jesús les amaba, pero que prefería que se quedaran en África? ¿Que traerlos aquí fue un grave error y que la culpa es de ellos? ¿Y que Jesús amaba a toda la humanidad, pero que hay distintos tipos de personas, rodeadas por distintas vallas, y que Jesús quería que todas pudieran avanzar hasta donde quisieran, siempre y cuando no se salieran de su valla?
-Jean Louise, pon los pies en la tierra.
Lo dijo con tanta tranquilidad que su hija se paró en seco. Su andanada había chocado contra él como una ola, y allí seguía, sentado tranquilamente. Se negaba a enfadarse. Jean Louise sintió en lo hondo de su ser que ella podía no ser una dama, pero que ningún poder sobre la faz de la tierra impediría que Atticus dejara de portarse como un caballero. Sin embargo, el pistón que tenía dentro la impulsó a continuar:
-Muy bien, pondré los pies en la tierra. Aterrizaré justo en el salón de nuestra casa. Frente a ti. Yo creía en ti. Te admiraba, Atticus, como nunca he admirado a nadie en toda mi vida y como nunca volveré a admirar a nadie. Si me hubieras dado alguna pista, si hubieras incumplido tu palabra un par de veces, si hubieras sido brusco o impaciente conmigo... Si hubieras sido más ruin, quizás ahora podría asimilar lo que te vi hacer ayer. Si una o dos veces hubieras dejado que te pillara haciendo una vileza, entonces entendería lo de ayer. Me diría: “Así es él, ese es mi viejo”, porque habría estado preparada desde el principio...