Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de octubre de 2014

LOUIS BARTHAS. CUADERNOS DE GUERRA (1914-1918)
 
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más al espacio de literatura de Radio Universidad de Salamanca. Cada semana, en Todos los libros un libro, os ofrecemos una propuesta de lectura, siempre interesante, con la intención de facilitaros la elección de un libro entre el aluvión de publicaciones que se ofrecen en nuestro algo delirante mercado editorial, que ronda la cifra de 70.000 nuevos títulos cada año.
 
Un ejemplo muy indicativo de esa desmesurada oferta, que desborda cualquier posibilidad humana de acceder siquiera a una mínima parte de lo que se edita, nos lo da la avalancha de libros que, con ocasión del centenario de la Primera Guerra Mundial, han inundado las librerías en estos últimos meses. Como sabéis, el 28 de julio de 1914 dio comienzo una contienda salvaje y brutal, devastadora y atroz, bárbara y muy cruenta -todas lo son-, con un cómputo final de más de nueve millones de muertos sólo entre los contendientes, sin contar civiles. El desencadenante que propició el comienzo de las hostilidades fue -como es sabido y ha sido recordado profusamente por los medios de comunicación- el asesinato en Sarajevo del Archiduque Francisco Fernando de Austria por Gavrilo Princip, el jovencísimo nacionalista serbio incapaz de prever, en su acto impulsivo, las horribles consecuencias de su acción. Decenas de países -Francia y Alemania como principales potencias enfrentadas- se vieron involucrados en la inhumana y cruel conflagración. Por diversas razones -la celebración de los setenta años del desembarco en Normandía, las vacaciones veraniegas, otras exigencias en la emisión- no me ha sido posible hasta hoy abrir este espacio a algunas publicaciones vinculadas al sangriento conflicto bélico de entre las decenas que, como digo, han henchido en este año los anaqueles de las librerías. Y ahora quiero paliar este retraso con unas cuantas reseñas -las que se corresponden con siete semanas, dos meses casi completos de “recordatorios” literarios de la Gran Guerra- centradas en textos -de toda índole: diarios, novelas, pequeños ensayos y hasta cómics; de orígenes diversos: Francia, Alemania, Estados Unidos; de diferentes épocas: contemporáneas a los combates, inmediatamente posteriores a los mismos o muy recientes y actualísimas- que tienen como tema central aquellos dolorosos e inolvidables -tristemente inolvidables- episodios. Estos comentarios, de los que hoy os ofrezco la primera muestra, se articulan -dos antes y cinco después- en torno a un eje central, también significativo, el 11 de noviembre, pues en tal fecha, en 1918, se firmó el armisticio que puso fin a cuatro años de feroz batalla. Además, incluso en el trascurso de 2015, seguiré ofreciéndoos alguna otra interesante referencia de lectura relacionada con el trágico episodio histórico.
 
La primera aproximación a la terrible guerra que ahora os propongo es un libro-documento, podríamos decir, pues a diferencia de la mayor parte de los textos que aquí aparecerán en las próximas semanas no se presenta tocado por la “magia” de la ficción literaria. Se trata de Cuadernos de guerra, escrito por Louis Barthas y publicado este año por la editorial Páginas de Espuma en traducción del argentino Eduardo Berti (una condición ésta, la “argentinidad” del traductor, que aflora en algunas ocasiones en el texto, con opciones expresivas más propias del país austral que de nuestro castellano habitual; además, muchas veces Berti se deja llevar por el juego del “falso amigo” y traduce reiteradamente quitter (dejar, abandonar) por un literal y erróneo quitar, como en Quitamos Maroeuil a las once de la mañana, o Debíamos quitar Bethancourt a las seis de la tarde; igualmente ocurre con la expresión s’emparer, apoderarse, que aflora nítida y equivocadamente en Cierta noche en la que se empararon de Saint-Brieuc, o destination, destino, mal trasladada en No bien llegásemos a nuestra destinación, entre otros ejemplos menores en una traducción por lo demás eficaz). El libro cuenta con un estupendo prólogo de Rémy Cazals, historiador y profesor emérito de la Universidad de Toulouse.
 
Louis Barthas fue un simple y modesto tonelero francés, nacido en 1879. Hijo de una madre costurera y un padre a su vez tonelero, vivió los primeros treinta y cinco años de su vida en una relativamente plácida existencia cerca de su lugar natal en un Departamento de la Francia meridional. Sin haber accedido nunca a la escuela secundaria, se mostraba inquieto intelectualmente e interesado por la cultura, beneficiándose en ese ámbito de la amistad -que había nacido en la infancia- de Léon Hudelle, universitario y jefe de redacción de un periódico regional. Casado y con dos hijos, comulgando con los valores cristianos, dirigente local del Partido socialista, de ideas pacifistas y talante antimilitarista, es movilizado en agosto de 1914, destinado inicialmente -dada su edad “provecta” para la época- al ejército reservista. No obstante, pronto fue enviado al frente, en donde permaneció, tras muchas idas y vueltas, evacuaciones y retornos a la primera fila de batalla, cortos períodos de permisos (y alguno más extenso, causado por su absoluta extenuación, en los diez meses finales de su participación en la guerra) y vicisitudes diversas, hasta el 14 de febrero de 1919, día -evocado en el fragmento que os ofrezco como colofón a esta reseña y con el que se cierra el libro- en que queda absolutamente liberado de sus obligaciones militares. En esos cincuenta y cuatro largos meses, Barthas -movido por un espíritu reivindicativo y militante, que le lleva a reaccionar contra la propaganda y las mentiras de quienes iniciaron, acometieron y alentaron la disparatada contienda- afronta la tarea de dejar constancia fiel de su experiencia -como testigo privilegiado- en el frente de guerra, en las expuestas y casi siempre endebles trincheras, en el campo de batalla, también en la retaguardia, en los momentos de descanso, en las jornadas de tregua. Durante ese tiempo -del 2 de agosto de 1914, fecha de la primera entrada, al mencionado 14 de febrero de 1919 en que finaliza su escritura- redacta su testimonio del horror en diecinueve cuadernos de cien páginas (hasta completar un total de 1.732). Tras diversas peripecias -a las que no fue ajeno el propio prologuista de la obra, que conoció los manuscritos y propició su publicación (pasados a limpio y vueltos a redactar por el propio autor, ya en su hogar, acabada la guerra, a partir de los originales, cubiertos de lodo y mordisqueados por las ratas)- los Cuadernos de guerra, “el Barthas”, como pasaron a ser conocidos, vieron la luz en Francia, aligerados en su extensión, en 1978, obteniendo una extraordinaria repercusión. Desde entonces, han aparecido numerosas reediciones hasta llegar a este 2014, en el que la celebración del centenario del inicio de la guerra los ha devuelto a la actualidad y ha provocado -el libro ya convertido en un clásico que se estudia en las escuelas del país vecino- su traducción a numerosas lenguas a las que hace unos meses se ha sumado la española.
 
Dejadme destacar -ante la imposibilidad de sintetizar el contenido de sus 645 intensas páginas- dos aspectos a mi juicio esenciales del libro. El primero hace referencia al enfoque, a los postulados ideológicos, a las tesis que sostiene en sus “apuntes” Louis Barthas, de un modo con frecuencia explícito, y en cualquier caso aflorando siempre indirectamente en la descripción de las gentes y los lugares, de las situaciones y los acontecimientos con los que se encuentra en sus cuatro largos años en contacto con la infernal locura bélica. Barthas era, como ya se ha dicho, antibelicista por convicción, y ello le lleva a trufar su texto de continuos alegatos en contra del sinsentido y la brutalidad de la guerra. Son constantes las alusiones a la torpeza, la insensibilidad -y aun más, al cinismo- de los mandatarios que enviaron a tantos hombres al infierno y la muerte; cualquier ocasión le parece oportuna al concienciado tonelero para constatar los desmesurados y burdos y mezquinos intereses económicos a los que la contienda beneficia -desde las empresas de armamentos hasta las de estufas, desde los negocios centrados en la ropa hasta los de alimentación; todos ellos creciendo, y sus responsables medrando, con la guerra-; con frecuencia, Barthas se muestra airado ante el carácter despótico de los mandos, la sumisión cobarde de los soldados que aceptan silenciosos su condición de carne de cañón, los absurdos e ineficaces protocolos militares, las prácticas inútiles, las maniobras sin sentido, los ejercicios repetidos y carentes de contenido, las órdenes arbitrarias que ponen en peligro inútilmente las vidas de inocentes con la vana excusa del Honor, la Patria, la Gloria, todas esas mayúsculas. Contrario a la vacía parafernalia militar, a la exaltada retórica bélica, a los tronantes clamores de las marchas guerreras, a la fatua soberbia de los superiores que desprecian a sus subordinados -los “peludos”, como se llamó en Francia a los soldados de a pie en la Primera guerra-, el lúcido pacifista denuncia en sus Cuadernos las condiciones inhumanas en que deben combatir sus compañeros y él mismo (atenazados por el frío, hambrientos, agotados por el cansancio y la falta de sueño, consumidos por las enfermedades, sufriendo atrozmente el dolor de sus heridas, aterrados -en ocasiones hasta la locura- por la siempre inminente posibilidad de la mutilación o la muerte) mientras tenientes, capitanes, generales, todo tipo de oficiales, esperan el resultado de las operaciones de campaña en sus cómodos refugios, preservan sus vidas entre ataque y ataque en las acogedoras casas de los civiles huidos, rodeados de sus confortables muebles, nutridos por sus agradecidas despensas y satisfechos, a veces, por la servicial entrega de los cuerpos de las jóvenes lugareñas. Ante tal escandalosa injusticia, Barthas pondera en cambio las virtudes del compañerismo, los valores sencillos de un cristianismo primitivo: el camarada que renuncia a su escueta ración en beneficio de alguien más necesitado que él, la solidaridad elemental entre seres que sufren, la genuina rebeldía ante un poder ciego e inclemente que condena a una muerte horrible a millones de pobres indefensos. Y como síntesis y ejemplo especialmente significativo de este humanismo pacifista que inspira al autor resulta ilustrativo, casi un emblema -y de una emoción que conmueve-, el relato de una situación vivida en diciembre de 1915, cuando los soldados de los dos ejércitos enfrentados, ante el intempestivo diluvio que anega sus posiciones, interrumpen espontáneamente las hostilidades y contra la voluntad de sus jefes confraternizan con alegre camaradería y espíritu esperanzado:
Al día siguiente, 10 de diciembre, en diversos puntos de la primera fila los soldados debieron salir de las trincheras para no ahogarse en ellas; pudo verse, entonces, este singular espectáculo: dos ejércitos enemigos, frente a frente, sin dispararse ni una sola bala.
Una misma mancomunidad de sufrimientos aproxima a los corazones, hace que se fundan los odios y que nazca simpatía entre las personas que sienten mutua indiferencia o, incluso, que son adversarios. Los que niegan algo así no entienden nada de la psicología humana.
Franceses y alemanes se contemplaron, vieron que eran humanamente iguales, se sonrieron, intercambiaron unas frases, se estrecharon las manos y compartieron el tabaco, un poco de café o de alcohol
¡Ay, si hubiésemos hablado el mismo idioma!
Un día, un diabólico alemán se trepó a un montículo y profirió un largo discurso del que sólo los alemanes entendieron el significado de las palabras, pero del que nosotros entendimos el sentido general, pues entre gestos de rabia partió en dos su fusil contra el tronco de un árbol. Unos aplausos estallaron a ambos lados de las trincheras y empezó a oírse “La Internacional”.
Ay, si ustedes hubieran estado allí observando aquel sublime espectáculo, reyes dementes, generales sanguinarios, ministros obnubilados, periodistas vociferadores de muerte, patriotas de retaguardia.
Pero no alcanzaba con que los soldados se negasen a combatir; era imperioso que se rebelaran contra esos monstruos que los empujaban a pelear los unos contra los otros y a matarse como bestias. Mientras no lo hiciéramos, ¿cuánto tiempo más duraría la matanza?
 
Por otro lado, y más allá de esta mirada “externa”, del análisis y la reflexión teóricos, del juicio crítico, de la actitud moral, el libro es indispensable en un primer plano meramente descriptivo, más elemental -nada intelectualizado, pues, nada “ideologizado”-, y extraordinariamente valioso en tanto contiene una muy nítida “imagen” (en sentido metafórico, aunque en el volumen editado en nuestro país se incorporan numerosas representaciones gráficas del propio Barthas y de los escenarios de la guerra), una descripción minuciosa y exacta, descarnada y por ello de inestimable valor, de la “verdad” de la Primera Guerra Mundial. Siguiendo con el símbolo iconográfico, podríamos decir que Cuadernos de guerra “fotografía” el horror que supuso la lucha en las trincheras en el estancado frente occidental, en Verdún, en el Somme, en Champagne.
 
Son decenas los pasajes en que acompañamos a Barthas por los escenarios más “expuestos” de la guerra y es por ello imposible trasladaros siquiera una mínima impresión de la multitud de escenas escalofriantes, pavorosas, que su prosa “objetiva” nos describe, con una desnudez dramática, desprovista de “filtros”, carente de cualquier paliativo que pudiera edulcorar la realidad de unos hechos abominables, sobrecogedores, trágicos. Baste decir que uno sale de la lectura de estos diarios horrorizado ante la angustiosa sucesión de trincheras inundadas y gélidas, siempre a punto de su desmoronamiento asesino; de atosigantes charcos de lodo en los que los cuerpos se hunden salvo que una fuerza sobrehumana, que no se sabe de dónde sacan los combatientes -el instinto de vida-, los salve por unos minutos; de ejércitos de ratas que buscan su alimento sin distinguir entre los restos de cadáveres y las provisiones de comida, entre los macutos de los soldados y los ateridos e insensibles miembros de estos; de miríadas de pulgas y chinches y parásitos de todo tipo que se ensañan con los combatientes y minan su voluntad; de cuerpos mutilados, heridas sanguinolentas, hombres -muchas veces casi niños- que agonizan en el barro, cubiertos de sangre, entre gritos y lamentaciones; de caballos desventrados por la acción de los obuses; de gases mortíferos que invaden las galerías, de balas que silban por doquier, de una artillería que no cesa, de relampagueantes nidos de ametralladora, de bombas y granadas, minas y morteros, de explosiones continuas, de esquirlas de metralla que ciegan una vida en un segundo, de toneladas de tierra desplazada por los bombardeos que sepulta escuadrones enteros, de sanguinarias alambradas de espino que impiden los avances, y de lluvia inclemente y noche y frío y sueño y hambre y sufrimiento y miedo, el miedo a un muerte que se lleva a compañeros y amigos, que acecha tras el próximo estallido, tras la nueva ráfaga mortífera, tras otro ataque con gases, tras el enésimo raid de la aviación enemiga, tras el lanzamiento del último obús cuyo impacto devastador es anticipado por el siniestro y ominoso silbido que aterroriza segundos antes de la definitiva extinción. El horror.
 
Excepcional aunque tremebundo documento histórico, irreprochable alegato antibélico, este Cuadernos de guerra de Louis Barthas es un libro indispensable que no puedo dejar de recomendaros con la mayor pasión, pese, insisto, a su crudeza, a su lúcida y por ello espeluznante sinceridad, a su elogiable condición de testimonio valiente, fidedigno y veraz de la locura que encierran todas las guerras.
 
Inequívocos aires militares respira La Madelon, la canción con la que cierro esta reseña. Mencionada en el libro, y muy escuchada durante la contienda, os la ofrezco aquí con un fondo de imágenes de postales relativas a los “peludos”, los pobres soldados franceses de a pie de la Primera Guerra Mundial. Y es que según datos de Mission Centenaire 14-18, una comisión que coordina el centenario, combatientes y familiares intercambiaron en los años que duró la guerra 10.000 millones de cartas y postales.
 
 
Por fin, el día tan deseado llegó para mí. Fue el 14 de febrero de 1918.
Ese día, en Narbona, tras múltiples formalidades impuestas a los desmoralizados [no tengo ocasión de comprobar mi intuición confrontando la obra original, pero mucho me temo que el traductor ha escrito desmoralizados cuando -dado el contexto- quizá la expresión original sea desmovilizados] y tras pasar por una serie de despachos, un sargento chupatintas me tendió mi hoja de liberación y me dijo esa frase que yo esperaba con más impaciencia que la llegada del Mesías: “Queda usted libre”.
¡Era libre, sí, tras cincuenta y cuatro meses de esclavitud! Escapaba al fin de las garras del militarismo, por el que sentía un odio feroz.
Este odio se lo inculcaré a mis hijos, a mis amigos, a toda mi gente cercana. Les diré que la Patria, la Gloria, el honor militar y los laureles no son más que palabras huecas destinadas a ocultar todo lo horrible, lo espantoso y lo cruel que hay en una guerra.
Para mantener la moral a lo largo de esta guerra, para justificar la guerra, se mintió cínicamente diciendo que luchábamos tan solo por el triunfo del Derecho y de la Justicia, que no nos guiaba ninguna ambición, ninguna codicia colonialista, ningún interés financiero ni comercial.
Nos han mentido afirmando que había que luchar hasta el fin para que esta fuese la última de las guerras.
Nos han mentido diciendo que nosotros, los “peludos”, deseábamos que la guerra prosiguiera para vengar a los muertos y para que nuestros sacrificios no fueran inútiles.
Eso es mentira... Y me niego a escribir todas las calumnias salidas de la boca o de la pluma de nuestros gobernantes o periodistas.
La victoria ha hecho olvidar todo, absolver todo. La victoria les hacía falta, a cualquier precio, a nuestros jefes para su propia salvación. Y con tal de obtenerla hubiesen sacrificado a toda la raza humana, como decía el general de Castelnau.
En los pueblos se habla ya de erigir unos monumentos a la gloria y la apoteosis de las víctimas de esta gran matanza: a aquellos que, según dicen los patrioteros, “han sacrificado sus vidas voluntariamente”, como si los pobres diablos podrían haber optado, podrían haber hecho algo diferente.
No daré mi óbolo, salvo si esos monumentos simbolizan una protesta vehemente contra la guerra, contra el espíritu de la guerra. No daré mi contribución si son hechos para exaltar o glorificar la muerte o para incitar a que las futuras generaciones sigan el ejemplo de estos mártires involuntarios.
Ay, si los muertos de una guerra pudieran salir de sus tumbas, destrozarían esos monumentos de hipócrita piedad, pues quienes los han erigido son los mismos que los han enviado al sacrificio.
¿Alguien ha osado clamar “¡basta de sangre vertida, basta de muertos, basta de sufrimientos!”?
¿Quién ha osado rechazar públicamente el oro, el dinero y otros privilegios mientras duraba la guerra?
De regreso en el seno de mi familia, tras años de pesadillas, disfruto de la felicidad de vivir o, mejor dicho, de revivir y siento una tierna alegría con ciertas cosas a las que, antes, no les prestaba atención: sentarme en mi casa, a la mesa; echarme en mi cama para acechar el sueño mientras el viento agita las persianas y lucha contra los plátanos vecinos; oír cómo la inofensiva lluvia golpea contra las baldosas; contemplar una noche estrellada, serena, silenciosa o incluso evocar, en una sombría noche sin luna, aquellas noches similares que debí pasar en el frente...
A menudo pienso en los numerosos camaradas que cayeron a mi lado. Pude oír sus imprecaciones contra la guerra y contra los responsables de ella. Asistí a su más sentida revuelta contra ese funesto destino, contra ese asesinato. Y yo, que he sobrevivido, me inspiraré en su voluntad para luchar sin descanso, hasta mi último aliento, por la paz y la fraternidad humana.

miércoles, 22 de octubre de 2014

JOHN BANVILLE. ANTIGUA LUZ
 
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy os saluda con una propuesta excepcional, un libro -siendo estrictos habría que hablar de toda “una literatura”- deslumbrante y magnífico, emocionante e intenso, conmovedor y muy inteligente. Y reparad en este último adjetivo porque, probablemente, sea esta -la de inteligencia- la noción que más se repita a lo largo de esta reseña. Y escribo el término con cautela y miedo porque en muchos lectores hablar de la inteligencia de una obra literaria suele provocar un rechazo inmediato, en la creencia de que tal concepto se corresponde con una escritura ardua, compleja, inextricable, pesada, densa, aburrida, agotadora, inasequible incluso. Y, por supuesto, no es así en este caso -ni en muchos otros- porque la novela de la que hoy quiero hablaros, aparte de penetrante y aguda, repleta de talento y sabiduría, de profundidad y genio, es, sobre todo, un libro que se devora con pasión, cuya prosa brillante nos atrapa sin remedio llevándonos de la mano casi sin esfuerzo hasta el final de la obra, proporcionando a cada línea altísimas dosis de placer literario, de manera que ante tan soberbia demostración de magisterio, el lector quiere, simultáneamente, avanzar sin demora en las páginas del libro, dejándose arrastrar sin resistencia por esa extraordinaria capacidad narrativa de su autor, por el caudaloso, el impetuoso río de su escritura formidable, y, a la vez, detenerse eternamente -haciendo la lectura inacabable-, recreándose en los gozos sin cuento que el texto proporciona. Porque es verdad que para disfrutar de tanta maravilla resulta indispensable releer de continuo frases y párrafos, saboreando cada palabra, cada metáfora fulgurante, cada descripción insólita, cada imagen inusitada, cada adjetivo sorprendente, cada comparación imprevisible e iluminadora, cada nuevo ángulo desde el que se nos da cuenta del más pequeño matiz de la personalidad de los personajes, que aparecen descritos con sutileza y hondura, con sagacidad, con perspicacia y extraordinario conocimiento de la naturaleza humana. En fin, una delicia...
 
Una delicia, sí, que aún no os he presentado tras un tan largo y entusiasta preámbulo. Estoy hablándoos de Antigua luz, la última novela publicada en España -hace más de dos años- por John Banville, el escritor irlandés que recibe estos días el Premio Príncipe de Asturias de las Letras siendo también reiterado candidato, desde hace tiempo, al Premio Nobel de Literatura. El libro lo edita en nuestro país Alfaguara en traducción de Damià Alou (que resuelve convincentemente una imagino que dificilísima labor con algunos despistes menores, como le gustaba hacerme de rabiar, una construcción a mi juicio incorrecta, o yo habría preferido que montaron en cólera, esta última, probablemente, sólo una errata tipográfica).
 
John Banville ya había aparecido en Todos los libros un libro en su otra personalidad literaria, Benjamin Black, el seudónimo con el que desde 2007 viene firmando una serie de novelas policíacas, también muy interesantes, y que os presenté aquí en verano de 2013. Pero bajo su verdadero nombre, el de su auténtica identidad “civil”, no os había hablado de él, y ello pese a que algunas de sus anteriores publicaciones como El libro de las pruebas (la primera de sus obras que conocí, hace quince años), Eclipse, Imposturas (dos novelas en las que aparecen algunos de los protagonistas de Antigua luz, aunque esa “presencia” anterior no impide ni lastra la lectura de la última), y sobre todo El mar, me entusiasmaron al leerlos en su momento, cuando vieron la luz en España.
 
Y creo -ahora que encaro la redacción de esta nota- que la razón última para que pese a mi pasión por la literatura de Banville no me haya “atrevido” hasta ahora a ofreceros una reseña sobre alguno de sus libros, tiene que ver, en efecto, con el atrevimiento, con una forma solapada de cobardía por mi parte. Siento que, en cierto modo, (me) resulta imposible escribir de la obra “seria” del irlandés (y no estoy diciendo con ello que sus novelas policíacas sean un mero divertimento, leed mis apreciaciones sobre Benjamin Black, “otro” escritor excepcional). Y ello por tres razones principales. Por un lado porque, como ya he anticipado, se trata de un autor demasiado inteligente (si es que es admisible asociar tal adverbio al adjetivo), leyéndolo tengo la impresión de que no puedo captar todo lo que sugiere o apunta, todo lo que “quiere decir” (o lo que yo creo que quiere decir), siempre me siento sobrepasado, con la permanente sensación de que “no estoy a la altura” de su para mí desmesurada capacidad intelectual (y ahora es quizá el adjetivo lo que pueda “rechinar”). Y ello -el sentirme “inferior” a un libro- resulta magnífico como lector, pues me obliga a “forzar” al máximo mis capacidades, me permite, en definitiva, aprender, pero es casi paralizante a la hora de escribir, por el exceso de exigencia que la brillantez del autor comentado impone a mi propia escritura. En fin, si Freud levantara la cabeza...
 
En segundo lugar, mis eventuales comentarios se me aparecen como absurdos, superfluos, prescindibles -y yo mismo impotente- ante la imposibilidad de dar cuenta de lo esencial de sus libros, que no es otra cosa -más allá del argumento (obviamente importante pero no sustancial)- que su estilo, su prosa envolvente, ese irrepetible modo de narrar que convierte cualquier intento de aproximación o síntesis o glosa o interpretación, en una vacuidad carente de sentido, casi en una ocurrencia banal.
 
Por último, me acomete ahora -en este mismo momento, mientras lucho conmigo mismo para intentar rescatar de mi cerebro desbordado unas cuantas ideas que puedan transmitiros siquiera un ligero atisbo de la excelencia de Antigua luz- un cierto cansancio, derivado de la pregunta que me asalta cuando avanzo aquí, en la redacción de mi texto en el papel: ¿para qué escribir la reseña, si en el fondo nada vais a sacar de ella, de nada os va a servir, nada voy a decir que pueda ofreceros apenas un ligero atisbo de lo que el libro es? ¿Por qué no detenerme ya, parar tanta frase inane y simplemente decir: “Dejad todo lo que estéis haciendo, id a comprar el libro y leedlo sin demora”? O mejor aún: ¡¡¡¡leed ya toda la obra de Banville!!!! (y acto seguido, humilde y resignado, callar, cerrando aquí mi comentario de hoy).
 
Y sin embargo, no será así, porque no me resisto aún a seguir proporcionándoos argumentos -me puede mi racionalidad, mi fuerza de voluntad- para convenceros de la necesidad -eso es esta nota, casi una conminación, un imperativo- de que leáis la novela. Y por ello, tras resumiros el núcleo central de su trama, quiero hablaros de modo sucinto de tres de sus grandes logros, ya tenuemente esbozados en mis palabras de presentación.
 
Alexander Cleave (ya conocido por el lector, al menos -que yo recuerde- desde Eclipse) es un actor de teatro que, algo al margen de los escenarios en sus últimos días en la profesión, vive encerrado en el desván de la mansión que comparte con su esposa Lydia -una sombra que surca la novela casi a través de alusiones fugacísimas e indirectas-, escribiendo sus recuerdos acerca de un episodio crucial de su pasado: la feliz y tormentosa, intensa y decisiva y compleja relación que mantuvo cincuenta años atrás, cuando él tenía quince, con Celia Gray que, veinte años mayor, era la obviamente casada madre de su compañero de colegio y mejor amigo, Billy. Simultáneamente, en el presente del actor, Cleave relata su primera incursión en el cine y quizá su último proyecto profesional: un papel protagonista en una película sobre la vida de Axel Vander, un problemático académico y escritor, un personaje algo oscuro que ya había sido protagonista en Imposturas. En el rodaje conoce a la atractiva estrella cinematográfica Dawn Devonport, con la que compartirá semanas de trabajo y confidencias. Además, en el relato del actor, un soliloquio genial de casi trescientas páginas, tiene una presencia fundamental la figura de Cass, su única hija, ausente desde hace ya una década de la vida de sus padres, pues puso fin a sus jóvenes días en un acantilado de la costa italiana en un episodio no del todo aclarado y desconcertante para sus progenitores, que aún soportan el impacto de un hecho tan desgraciado (circunstancia decisiva también en el argumento de ese anterior Imposturas).
 
El primer elemento notable del libro, sobre el que quiero llamaros la atención, tiene que ver con la estructura de la obra, que yo calificaría de “difusa” (en un sentido positivo, en tanto evanescente e inaprensible por su compleja y esmerada construcción). Cleave se desplaza en el tiempo al albur de sus recuerdos, en un juego de idas y venidas en el que la remembranza de su experiencia adolescente -que ocupa el centro y constituye el “tema” principal del libro- se imbrica con los pormenores de la relación que establece en el presente con la actriz, fluye en conexión con la nostálgica rememoración de la figura de su hija y la indagación en los motivos que pudieron llevarla al suicidio, y todo ello con los breves apuntes -a veces una frase, apenas un par de palabras- con los que da cuenta de la presencia en su vida -ya he dicho que algo fantasmal- de su mujer, Lydia, un enigma.
 
Pero es que, además, estos recuerdos -que ya en sí mismos, por el carácter vagaroso consustancial a su naturaleza, resultan de difícil concreción: ¿cuánto hay de verdad y cuánto de invención en esa nuestra existencia recreada en el recuerdo?- aparecen conscientemente difuminados por las dudas y los titubeos del narrador, que de manera constante cuestiona la fiabilidad de su memoria (mi memoria, con su lamentable afición por la falacia patética...), y advierte de los engaños que el irremisible y devastador paso del tiempo induce en nuestras mentes. El Tiempo y la Memoria son una quisquillosa empresa de decoradores interiores, siempre cambiando los muebles y rediseñando y reasignando habitaciones, escribe. Y es, por cierto, en esta permanente y a la vez imposible presencia del pasado en nuestras vidas (por cuanto lo modificamos al “revivirlo”) donde podemos encontrar el sentido último de la “antigua luz” del título del libro, que, más allá de una mención indirecta y creo que menor a la servidumbre de luces (ancien light en inglés), una figura del derecho civil, tiene que ver con el hecho conocido -que un también algo fantasmagórico personaje de la novela, el argentino Fedrigo Sorrán (anagrama de Rodrigo Fresán, el escritor también argentino, una no tan velada cita de Banville), hace notar Cleave- de que la luz de las estrellas es un destello que da cuenta de una realidad quizá inexistente y en cualquier caso pasada, y que no sólo eso sino que hasta la luz que es la imagen de mis ojos -dice el argentino- tarda un tiempo, un tiempo ínfimo, infinitesimal, pero un tiempo, en llegar a los suyos, y por eso, allí donde miremos, por todas partes, estamos mirando el pasado.
 
Por otro lado, la voz que habla -que es, no se olvide, la de un actor, y por tanto algo impostada- pone de continuo distancia entre los detalles de la realidad vivida (supuestamente) y su “actualización” siempre algo reconstruida, embellecida, en suma ficcionalizada. Si a ello añadimos todo el juego de espejos que supone el trasvase de personajes de un libro a otro, junto al hecho de que el autor de la obra que constituye la base para la filmación de la película que Alexander protagoniza es un tal JB, en otro guiño que no parece descabellado considerar consciente del propio John Banville, y le sumamos algunas otras muestras de cuestionamientos y ocultaciones, de resonancias y ambigüedades, de reflejos e incertidumbres y velos (todos ellos minuciosa y refinadamente “fabricados” por el inmenso y perfeccionista talento del irlandés), el resultado es una “divagación” magistral, un relato nebuloso, envuelto en brumas, que ocultan y a la vez muestran una realidad -como la vida- muy rica, muy compleja, no clausurada en una visión unívoca y rígida, abierta por el contrario a decenas de sugerencias, y por ello en el fondo inatrapable, imposible de reducir a una fórmula, a algunas ideas, a unas cuantas certezas. Tengo la impresión de que muevo en el desconcierto, me muevo inmóvil, como el héroe desafortunado y bobo de un cuento de hadas, enredado en los matorrales, obstaculizado por las zarzas, dice el narrador en una metáfora de la escritura y de la existencia (la suya propia y la de cualquier mortal). Y precisamente la soberbia construcción de ese desconcierto, de ese imposible intento de “fijar” el pasado, (La invención del pasado es, precisamente, el título del libro del ambiguo JB que inspirará la película que rueda nuestro actor), del carácter desgraciadamente incierto de nuestros recuerdos, es uno de los grandes logros del libro.
 
Como lo es también la insuperable capacidad de penetración de John Banville, su rigor en la expresión de las emociones y los sentimientos humanos, su profundidad psicológica -como ya he dicho- y su talento para la indagación en los recovecos más íntimos de sus personajes. El amor, la pasión, el erotismo y el sexo -la narración del descubrimiento inicial, de la atracción posterior, del consiguiente enamoramiento, de los reiterados encuentros, de los avances y los obstáculos, de los arrebatos y los miedos que puntean la relación entre el joven Alexander y la fascinante Celia Gray es siempre sutil y deslumbrante, dulce y arrebatadora, emotiva y excitante, lírica y atrevida-, pero también la muerte, el paso del tiempo, la identidad, la ya mencionada imposibilidad de una memoria fiel, la soledad, son algunas de la cuestiones que sobrevuelan la obra, pero no en abstracto sino encarnadas en las vivencias, las reflexiones, las perplejidades, las dudas, el desconcierto de sus personajes. En los libros de John Banville yo encuentro siempre una espléndida plasmación de “lo que sabemos pero no sabemos decir”, es decir lo que nos constituye pero que resulta impreciso, de difícil aprehensión, de casi imposible verbalización, lo, en cierto modo, “inefable” de la existencia humana, pero que él es capaz -con su talento literario; de nuevo la mención a su inteligencia- de formular de un modo esclarecedor. Pero es que además -y ese es el elemento que lo diferencia de la mayor parte de los escritores, lo que lo hace fuera de serie, una de las razones que justifican su postulación para el Nobel-, en sus libros aparece incluso “lo que ni siquiera sabíamos que sabíamos de nosotros mismos”, el descubrimiento de -si exagero ligeramente- la más profunda verdad que se esconde en nuestras almas.
 
Y esta capacidad de desvelar los más recónditos entresijos de la sensibilidad, del pensamiento, de la personalidad humana, la desarrolla Banville a través de un uso sobresaliente, único, del lenguaje. Por un lado, pocos escritores actuales manejan un léxico tan amplio y versátil, tan dotado para captar el matiz, para ajustarse con precisión de orfebre a la realidad descrita. En Antigua luz me he visto obligado con frecuencia a recurrir al diccionario dada la profusión de términos a los que -sin esa consulta- sólo una intuición aproximativa podía otorgar significado conocido. Vocablos como pulverulenta, icor, falordia, rámeos, obduración, estadizo, guad, fetor, sofistería, fermata, efulgencia, poterna (ah, cómo me gustan las palabras antiguas, cómo me consuelan, dice en un momento el narrador) y tantos otros similares pueblan el libro provocando simultáneamente en el lector sorpresa y admiración por la riqueza verbal de Banville (y no se trata -creo- de un mero elegante y artificial ejercicio de impostura narcisista y algo infantil, del tipo “fijaos qué culto soy que hasta escribo con términos que a ti, lector común, te van a acomplejar”, sino, una vez más, de la inteligencia de un autor que “necesita” un más amplio lenguaje para describir una realidad que su portentosa lucidez percibe con mayor sutileza y profundidad -con más aristas, con más facetas, con más detalles- que el común de los mortales) y estimulante envidia por el extraordinario talento literario del autor.
 
Pero, siendo llamativa esta desbordante panoplia de recursos léxicos, lo que define la literatura de nuestro autor es -ya se ha dicho- lo portentoso de su estilo, de su prosa musical y refinada. En casi todas las entrevistas periodísticas a John Banville que he leído -en todas, en realidad- el escritor acaba mencionando su obsesión fundamental por el “modo de contar” más que por “lo que se cuenta”. La escritura me mantiene atado al escritorio tratando de redactar la frase perfecta. La frase es el mayor invento de la civilización humana, ha dicho. Y también: La escritura es mucho más importante que la vida. O de modo aún más explícito: El estilo y la estructura son la esencia de un libro, las grandes ideas son estupideces. Y ciertamente son decenas los ejemplos -mis notas de lectura se desbordan en este apartado- de opciones estilísticas desconcertantes, de brillantísimos recursos verbales, de construcciones inesperadas, de metáforas atrevidas, de imágenes esclarecedoras, de comparaciones y paralelismos iluminadores, de adjetivación refulgente, de, en suma, infinidad de sobresalientes hallazgos expresivos que inundan la novela dando cuenta de ese deliberado propósito de perfeccionismo literario de su autor. Llegado como estoy al final de mi reseña os mostraré tan sólo una breve muestra de ellos. Así describe el Alexander niño sus sentimientos tras su primera experiencia sexual con la turbadora señora Gray: La lluvia había cesado un rato antes, pero en aquel momento otro chaparrón comenzó a tintinear contra la ventana que había sobre la cama, vi cómo las espectrales gotas impulsadas por la lluvia temblaban y se deslizaban sobre el grisáceo cristal empañado. Pensé, con algo parecido a la pena, en las ramas mojadas de los cerezos y su relucir negro, y en las flores empapadas que caían. ¿Era eso estar enamorado, me pregunté, ese repentino y plañidero viento que te atravesaba el corazón? O esta breve reflexión: El gélido aire de finales de otoño, que olía a humo y mostraba un matiz bronce tras los árboles lejanos, resultó un bálsamo para nuestras frentes palpitantes. O esta imagen fulgurante: ¿Recordáis cómo era abril cuando éramos jóvenes, esa sensación de líquida impetuosidad y el viento extrayendo cucharadas azules del aire y los pájaros fuera de sí en los árboles que ya habían echado brotes? O esta descripción, meticulosa y precisa, detallada y genial, de la piel “inaugural” de Celia Gray: Un recuerdo de ella, una imagen repentina aparecida de manera espontánea, fue lo que me hizo emprender trastabillando el vericueto de la Memoria. Algo que llevaba, llamado media combinación, creo -sí, de nuevo prendas interiores-, una especie de falda resbaladiza de color salmón, de seda o nailon, que cuando se la quitaba dejaba un verdugón de color rosa allí donde la tira elástica había presionado la carne plateada y flexible de su vientre y costado, y, aunque menos discernible, también en la espalda, por encima de su culo maravillosamente túrgido, con sus dos profundos hoyuelos y esos dos trozos de carne gemelos y un tanto rasposos de debajo, allí donde se sentaba. Ese círculo rosado que rodeaba su cintura me excitaba muchísimo, pues sugería un tierno castigo, un exquisito sufrimiento -yo pensaba en el harén, sin duda, de huríes marcadas y cosas así-, y me echaba con la mejilla reposando en su cintura y poco a poco, con el dedo, recorría aquella arruga, y mi respiración agitaba los relucientes pelos oscuros que había en la base de su vientre y en mi oído resonaban los tins y plofs de sus tripas en su incesante labor de transubstanciación. La piel siempre estaba más caliente en esa senda estrecha e irregular dejada por la tira elástica, en cuya superficie la sangre se agolpaba de manera protectora. También sospecho que saboreaba la blasfema insinuación de corona de espinas que era aquello. Pues lo que hacíamos juntos siempre estaba dominado por una leve, muy leve, y enfermiza religiosidad. Y centenares -literalmente- de ejemplos más (el largo texto que os dejo como cierre es otra excelente prueba de la maestría de Banville), hasta el punto de que, de nuevo -pero ahora de modo definitivo-, y sumido en la impotencia, abandono cualquier intento de seguir hablando del libro, interrumpo aquí mi reseña y vuelvo a exigiros: ¡¡¡No dejéis pasar esta maravilla!!! ¡¡¡ Leed Antigua luz, la por ahora última novela de John Banville!!! Y cuando la hayáis terminado... ¡¡¡volved a leerla una y otra vez!!!
 
Como complemento musical a mi comentario, y a propósito del asunto central del libro -la relación entre el adolescente y la mujer casada- os dejo “la” canción por excelencia vinculada al tema: Mrs. Robinson, de Simon & Garfunkel.
 
 
Así que allí estoy, inmóvil delante de esa puerta, mirando fijamente en ángulo hacia ese espejo de cuerpo entero, colocado, de manera improbable, en la parte exterior de la puerta que se abría hacia dentro. Al principio no me di cuenta de lo que veía. Hasta ese momento, el único cuerpo que había visto de cerca era el mío, y tampoco conocía de una manera especialmente íntima esa entidad todavía en desarrollo. No estoy seguro de cómo esperaba que sería una mujer sin ropa. Sin duda lo había estudiado ávidamente en las reproducciones de pinturas clásicas, me había comido con los ojos a esa mujer vestida a la antigua de muslos sonrosados, representada por algún pintor clásico rechazando a un fauno, o a alguna matrona clásica entronizada con toda pompa en medio de, en feliz expresión de Madame Geoffrin, un fricandó de niños, pero sabía que incluso las más desnudas de esas fornidas figuras, con sus pechos en forma de embudo y sus deltas perfectamente calvos y sin ranuras, ofrecían una representación de la mujer en pelotas que distaba mucho de ser naturalista. En la escuela, de vez en cuando una sucia y antigua postal pasaba torpemente de mano en mano bajo el pupitre, pero normalmente el daguerrotipo de una cocotte que enseñaba algún fragmento de carne desnuda quedaba oscurecido detrás de manchas de dedos y una filigrana de arrugas blancas. De hecho, mi ideal de mujer madura era la dama de Kayser Bondor, una belleza de cartulina recortada de un palmo de altura apoyada en el mostrador de corsetería de la mercería de la señorita D’Arcy, al final de nuestra calle Mayor, ataviada con un vestido color lavanda que exhibía el borde de una combinación excitantemente casta por encima de unas deliciosas piernas larguísimas enfundadas en unas medias de nailon de quince deniers, una esbelta sofisticada que aparecía de manera imperiosa, en medio de un frufrú, en muchas de mis fantasías nocturnas. ¿Qué mujer mortal podía compararse con esa presencia, con ese majestuoso porte?
 
La señora Gray en el espejo, en el espejo reflejado, estaba en pelotas. Sería más galante decir que estaba desnuda, lo sé, pero en pelotas es la expresión. Tras un instante de confusión y sorpresa me llamó la atención el aspecto granuloso de su piel -supongo que debía de tener la piel de gallina, allí de pie-, y su brillo amortiguado, como el lustre del filo de un cuchillo empañado. En lugar de los tonos de color rosa y melocotón que había esperado -Rubens es en gran parte responsable de ello-, su cuerpo, de manera desconcertante, mostraba una variedad de tonos apagados que iban del blanco magnesio al plata y al estaño, un matiz mate de amarillo, ocre pálido, e incluso una especie de verde en algunos lugares y, en los recovecos, una sombra de malva musgoso.
 
Lo que se me presentaba era un tríptico de ella, un cuerpo como desmembrado, o, diría más bien, desmontado. El panel central del espejo, es decir, el panel central del espejo del tocador, si eso es lo que era, le enmarcaba el torso, los pechos y el vientre y esa mancha oscura de abajo, mientras que los paneles de ambos lados mostraban sus brazos y sus codos, flexionados de manera extraña. Había un solo ojo, en algún lugar de la parte de arriba, que me miraba fijamente desde mi misma altura con un atisbo de desafío, como si dijera: Sí, aquí estoy, ¿qué piensas hacer conmigo? Entiendo perfectamente que este revoltijo es inverosímil, si no imposible: para empezar, tendría que haber estado colocada muy cerca y justo delante del espejo, de espaldas a mí, para que yo pudiera verla reflejada de ese modo, pero no lo estaba, sólo su reflejo lo estaba. ¿Cabía la posibilidad de que se encontrara un poco más lejos, al otro lado de la habitación, oculta en el ángulo de la puerta abierta? Pero en ese caso no se la habría visto tan grande en el espejo, habría parecido más lejana y mucho más pequeña. A no ser que los dos espejos, el que estaba en el tocador, en el que se reflejaba, y el de la puerta, que reflejaba su reflejo, produjeran al combinarse un efecto lupa. No lo creo. Sin embargo, ¿cómo puedo explicar estas anomalías, estas improbabilidades? No puedo. Lo que he descrito es lo que aparece en el ojo de mi memoria, y debo contar lo que veo. Posteriormente, cuando le pregunté, la señora Gray negó que tal cosa hubiera ocurrido, y dijo que debía de tomarla por una auténtica fresca -fue la palabra que utilizó- si imaginaba que se exhibiría de esa manera ante un desconocido en su casa, y encima un muchacho, y además el mejor amigo de su hijo. Pero mentía, estoy convencido de ello.
 
Eso fue todo lo que hubo, ese brevísimo atisbo de una mujer fragmentada, y enseguida seguí caminando por el pasillo, trastabillando, como si alguien me hubiera dado un fuerte empellón en las lumbares. ¿Qué?, gritaréis. ¿Podemos llamar a eso un encuentro, un escarceo? Ah, pero imaginad la tormenta que bulle en el corazón de un muchacho después de tal licencia, de un gesto tan conciliador. Y sin embargo, no, no fue una tormenta. Yo no estaba todo lo impresionado ni inflamado que debería. La sensación más intensa era de serena satisfacción, como la que puede sentir un antropólogo, o un zoólogo, que por una feliz casualidad, de manera totalmente inesperada, divisa una criatura cuyo aspecto y atributos confirman la teoría referente a la naturaleza de toda una especie. Ahora sabía algo que sabría siempre, y si os burláis y decís que después de todo no es más que el conocimiento de cómo era una mujer desnuda, lo único que demuestra eso es que no recordáis lo que es ser joven y anhelar tener experiencias, anhelar lo que comúnmente llamamos amor. Que la mujer no se hubiera arredrado ante mi mirada, que no hubiera corrido a cerrar la puerta y ni siquiera hubiera levantado una mano para cubrirse, no me pareció ni descuido ni descaro, sino algo extraño, o, mejor dicho, muy extraño, y algo que merecía una profunda y prolongada reflexión.
 

miércoles, 15 de octubre de 2014

WILLIAM McBRIEN. COLE PORTER. UNA BIOGRAFÍA

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más sale a vuestro encuentro el breve espacio de Radio Universidad desde el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura escogida con criterios de calidad e interés y que pretende poneros en contacto con libros no siempre demasiado conocidos -aunque no tengo reparo alguno en centrar mis comentarios en obras muy publicitadas, siempre que me hayan gustado- que, sin embargo, resultan, a mi juicio, merecedores de atención. Hoy, mi reseña viene “provocada” por un aniversario y, consiguientemente, por una celebración y un homenaje. Tal día como hoy, hace cincuenta años, el 15 de octubre de 1964, fallecía en Santa Mónica, California, Cole Porter, uno de los grandes compositores de la música norteamericana y, por extensión, mundial. Autor de centenares de canciones, muchas de ellas clásicos imperecederos, Porter es una figura de alcance universal, una leyenda cuya huella permanece en nuestros días, siendo su obra constantemente reinterpretada y objeto de versiones en estas cinco décadas transcurridas desde su muerte. Desde el lunes pasado, y durante otras dos semanas más, Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad, se centra en los aspectos musicales de la vida de Porter, con tres emisiones en las que se escucharán más de cuarenta de sus temas y en las que se podrá apreciar el enorme talento de su prolífico autor como compositor y como letrista.

Ahora, en cambio, sin canciones, el enfoque es, obviamente, otro, porque quiero hablaros un libro que tiene al excelente músico como protagonista. Se trata de un extenso y minucioso recorrido por la vida del genial creador que con el escueto título de Cole Porter. Una biografía escribió en 1998 -viendo la luz en España un año después- William McBrien, un brillante -al menos si se juzga por el texto que os presento- profesor norteamericano. El libro, en traducción de Manu Berástegui, fue publicado en nuestro país por Alba Editorial, dentro de su colección Trayectos.

De entrada, y antes de hablaros de la fascinante y también compleja vida de Cole Porter, quiero resaltar la magnitud de la tarea encarada por McBrien y de sus indudables logros, acordes a la dimensión del proyecto. Y es que la biografía que ahora os comento es completísima, nada escapa al profundo escrutinio que el autor hace sobre la vida del músico. Siguiendo lo que a todas luces parecen “protocolos canónicos” de los trabajos de investigación científica o académica, el profesor McBrien no sólo ha leído todo lo que hay que leer sobre su personaje, sino que se ha entrevistado con cualquiera que treinta y cinco años después de su muerte tuviera algo que decir sobre él, rastreando y consultando igualmente revistas y periódicos de la época así como todos los archivos que contienen documentación -por trivial que parezca- sobre el objeto de su estudio.

Claramente indicativo de esta ingente y fecunda labor de documentación llevada a cabo por el autor resulta el hecho de que las notas finales del libro ocupen más de noventa de sus seiscientas y pico páginas, un dato que acaba por configurar una imagen muy significativa de la encomiable tarea de “cocina” previa efectuada por McBrien antes de la redacción de su obra. Y así, en esta sección final del libro, al término de la biografía en sentido estricto, aparecen referenciadas entrevistas del autor con cincuenta personajes que conocieron a Cole Porter, actores y actrices que trabajaron con él, cantantes que interpretaron sus canciones, productores, compositores, editores, publicistas, escritores, aristócratas y gentes de la alta sociedad que frecuentaron al músico y que a finales de los años noventa del pasado siglo conservaban aún la lucidez suficiente como para transmitir al biógrafo sus recuerdos del compositor.

En el mismo sentido, en este apartado postrero de la obra pueden contarse hasta sesenta entradas bibliográficas, que incluyen desde aproximaciones a la vida y la obra de Porter, sus canciones y sus letras, hasta estudios sobre la sociedad de su tiempo, la cultura popular o los musicales de Broadway, pasando por semblanzas de figuras artísticas que se relacionaron con Cole, como el bailarín Diaghilev, el dramaturgo Noël Coward o los hermanos Gershwin, entre otros; biografías o autobiografías de algunos de los amigos del músico con una mayor influencia en su vida, como Elsa Maxwell o Bernard Berenson; desprejuiciados retratos de las gentes de la jet set, del privilegiado núcleo de la sociedad que frecuentó Cole Porter, y hasta algún ensayo más ligero y anecdótico sobre temas con una menor presencia, casi episódica, en la vida del artista.

E igualmente, McBrien cita al término de su obra trece archivos, singularmente el del Museo del Condado de Miami, Peru (Indiana), lugar de nacimiento de Porter, el de la Ciudad de Nueva York, los de numerosas Universidades norteamericanas, alguno italiano, que contienen manuscritos, correspondencia, memorias personales, recuerdos varios, relatos de historia oral del propio músico, sus amigos, allegados o conocidos, en una demostración más de la concienzuda actitud del escritor al encarar la realización de su obra. Así mismo, se repertorian hasta treinta periódicos y revistas de la época, en los que el biógrafo se ha sumergido en busca de recortes, noticias, titulares, crónicas, columnas, fotografías -que ilustran con profusión el libro- y reportajes publicados en los días en que la vida y obra de Cole Porter eran objeto del interés y hasta la veneración popular y, consiguientemente, de la atención continua de la prensa y los medios de comunicación del momento.

Esta abundante colección de referencias no se muestra de un modo aséptico y frío, como meros listados finales desvinculados del resto de la obra, sino que -en una prodigiosa manifestación de pulcritud, rigor y honestidad intelectuales, muy propia de la mejor escuela investigadora norteamericana- aún se aportan cerca de sesenta páginas, en las que se detalla, para cada uno de los veinte capítulos del libro y casi párrafo a párrafo, el origen de cada dato, de cada frase, de cada afirmación presentes en el texto, indicando en cada caso la procedencia que justifica su inclusión en el libro. Y así, por poner sólo un par de ejemplos de esta excepcional e interminable precisión en el uso de las fuentes, si en el transcurso del relato el autor menciona que tras el estreno de una de las nuevas obras del compositor, un cronista señaló que las letras de las canciones “son muy tristes”, en este anexo final aparecerá el número de la revista que albergó tal mínimo comentario, su autor y la fecha de publicación; o si Cole Porter afirma, en la narración de McBrien, que se siente “enormemente halagado” por tal o cual elogio o crítica, podremos comprobar en las notas dónde consta tal afirmación, sea en una entrevista o en una carta personal del compositor. Y tal exhaustivo modo de proceder se ve reflejado, como digo... ¡¡¡en sesenta páginas de explicaciones, citas y menciones varias!!! No es de extrañar, pues, que como cierre “definitivo” del libro, brote, desbordante, un índice onomástico final que contiene más de mil trescientas menciones a personajes, canciones, películas y espectáculos, con su correspondiente alusión al momento en el que aparecen en el texto.

Podríamos pensar que tal abundancia de datos, que este carácter académico o “profesoral” de la obra hace tedioso o árido el libro y lastra su lectura, pero nada más lejos de la realidad. El Cole Porter de William McBrien es un libro que se lee con la fluidez, la facilidad, la fruición, la intensidad y el placer de una novela, una novela apasionante sobre la excepcional vida de un Cole Porter, persona y músico, de vida intensa y creación artística fascinante.

No puedo entrar a contar aquí demasiados detalles de esa vida de fábula aunque no desprovista de episodios amargos o dolorosos. McBrien nos da cuenta de ella en su libro, a partir de su profunda investigación, narrando desde los antecedentes familiares de Porter, su infancia en Peru, Indiana, la estrecha relación con su madre, su paso fugaz y frustrado por las Universidades de Yale y Harvard -donde empieza a descollar su talento como compositor- y, sobre todo -obtenido el reconocimiento por la sociedad norteamericana-, su vida mundana, sus amistades, sus muchos viajes, el lujo del que se rodea, sus éxitos profesionales. También aparecen, claro -y es uno de los logros del libro-, los detalles más escondidos de su personalidad, pues Cole Porter, homosexual notorio -aunque nunca reconoció en público su condición-, mantuvo una doble vida, con un primer frente más o menos “ortodoxo” fruto de su boda “blanca” -aunque los esposos se querían- con Linda Lee Thomas, una millonaria divorciada, diez años mayor que él, miembro destacado de la alta sociedad, que lo introduce en los ambientes de la élite económica y social de su país y le presenta a los miembros de una escogida aristocracia mundial, elegante y cosmopolita, con los que frecuenta hoteles y cruceros exclusivos, palacios y salones refinados, fiestas y experiencias y viajes privilegiados, y una segunda vertiente, no siempre oculta, formada por algunos amantes, más o menos consolidados (un bailarín, un coreógrafo, un arquitecto, un íntimo amigo que lo acompañó toda su vida), y una miríada de "entretenidos", jóvenes marineros, solitarios soldados en busca de diversión y, en general, chicos que acogían con agrado la posibilidad de su desinhibida participación en las múltiples fiestas que el músico daba en alguna de sus numerosas mansiones. Como hito destacado de la existencia del compositor -un acontecimiento trágico en la inmaculada felicidad de su vida-, el libro indaga en las consecuencias -no sólo físicas- de terrible accidente sufrido por Porter en 1937, con sólo 46 años (Cole había nacido en 1891), en el que se destrozó las piernas en una caída de caballo, lo que aparte de provocarle dolores insoportables que le acompañarían hasta el final de su vida, sometió su existencia a una sucesión nunca finalizada de operaciones, tratamientos, ejercicios de rehabilitación, y hasta una amputación postrera que lo sumieron por años en numerosos episodios de depresión y provocaron su muerte en cierto modo debida a las secuelas del accidente.

En paralelo a la narración de esta su vida “civil” -podríamos decir- el libro destaca por la pormenorizada recreación de los procesos creativos del músico. A lo largo de las páginas, y perfectamente imbricados en la trayectoria vital de Porter, McBrien nos va relatando los pormenores de cada de una de las obras escritas por él, sus diferentes comedias musicales, las películas cuya música compuso. Así se nos muestran el trato con cantantes, actores y directores, las dudas en la creación, el impacto de las críticas especializadas, la acogida pública de sus obras y su repercusión en su autor, y, sobre todo, la interrelación -de doble dirección- entre su vida y su producción artística. Destacan, desde este punto de vista, los innumerables fragmentos de las letras de sus canciones que McBrien presenta “anclándolas” en episodios de la propia existencia de Porter, y que, así, al mostrarse como un continuo con su vida, ganan en profundidad y alcanzan un mayor valor significativo.

En fin, os recomiendo vivamente esta excepcional biografía que nos permite conocerlo todo sobre un personaje trascendental en la historia de la música del siglo XX. Cole Porter, escrito por William McBrien, es un libro cuya lectura vais a disfrutar, y mucho más si la acompañáis de la escucha de sus principales canciones. Una de ellas, claro está, una de las más conocidas, Ev’ry time we say goodbye, en la voz de Ella Fitzgerald, cierra esta reseña.

miércoles, 8 de octubre de 2014

FULGENCIO ARGÜELLES. EL PALACIO AZUL DE LOS INGENIEROS BELGAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio que Radio Universidad de Salamanca dedica, cada miércoles, a las recomendaciones literarias. Desde hace ya cuatro años, cada semana os ofrecemos aquí una propuesta de lectura con la modesta intención de orientaros en el abrumador panorama de publicaciones que anualmente ven la luz en nuestro país, y con el propósito de aconsejaros un libro que pueda despertar vuestro interés y resultar de vuestro agrado. Espero que así sea también en el caso de mi sugerencia de hoy.
 
El pasado 5 de octubre se cumplieron ochenta años del comienzo de la insurrección armada de trabajadores en las cuencas mineras asturianas que, finalizada abruptamente con la brutal represión del Gobierno, pasó a la historia con el campanudo nombre de Revolución de octubre o Revolución del 34. El libro que hoy quiero presentaros desenvuelve su trama en los años previos y en los días inmediatamente posteriores a los hechos mencionados, teniéndolos como telón de fondo, y es por ello que, pese a haberlo leído hace años, aprovecho hoy sin embargo la efeméride para dejaros mi reseña quizá poco “actual”. Aunque, como ya escribí en su momento en la presentación de este blog, ¿desde cuándo el de la oportunidad es un criterio fiable para medir la valía de una obra literaria? Muy al contrario, las auténticamente estimables resisten muy bien el paso del tiempo y admiten relecturas años después -a veces siglos después- de su publicación. Así ocurre, sin duda, con mi consejo de esta tarde. Se trata de El palacio azul de los ingenieros belgas, una excelente novela del también asturiano Fulgencio Argüelles publicada por la Editorial Acantilado originariamente en 2003, aunque desde entonces ha conocido numerosas ediciones y reimpresiones. En estos días aparece en las librerías -también en Acantilado- una nueva novela de Argüelles, No encuentro mi cara en el espejo, que, obviamente, aún no he podido leer, pero que se me presenta enormemente "tentadora".
 
Es imposible dar cuenta aquí, en apenas diez minutos (en unas pocas palabras), de la infinidad de motivos de interés del libro citado. La peripecia argumental que relata es, en el fondo, casi irrelevante: el paso a la edad adulta (estamos, en este sentido, ante una novela de iniciación) de un muchacho, Nalo, que entra, aún adolescente, en septiembre de 1927, y tras la muerte de su padre y la consiguiente y relativa pérdida del juicio y posterior fallecimiento de su madre, a trabajar como ayudante de jardinero en el palacio azul de los ingenieros belgas que da título a la obra, y que, desde esa perspectiva insólita y privilegiada para un joven de su entorno, observa su realidad y la de sus allegados, vecinos, familiares y amigos hasta los infaustos días de los violentos acontecimientos del 34. Los ingenieros belgas son los hermanos Jacob y Hendrik von Balen, que con sus respectivas mujeres, las señoras Sakia y Geertghe, habitan una mansión en el poblacho asturiano donde vive Nalo, un palacio (cuyas dependencias fascinan al chico, pues estaban repletas de muebles, recuerdos de países extranjeros, cuadros inmensos, estantes abarrotados de libros, animales disecados y otros enseres diversos y desconocidos) desde el que dirigen toda la actividad industrial de la cuenca, dueños también de la vida y los destinos de la mayor parte de los lugareños. Será precisamente esta relación de dominio y subordinación -casi feudales- entre los poderosos empresarios y sus paupérrimos trabajadores, la excusa “objetiva” perfecta para vincular los acontecimientos revolucionarios al entorno en el que el joven Nalo nace al mundo.
 
A partir de esta breve trama narrativa (el “tema” no importa demasiado, como dijo el propio escritor en una conferencia que pude escucharle en Salamanca hace unos meses), en el libro lo sustancial es, en cambio, el modo en que el autor cuenta su historia, su estilo repleto de lirismo y dulzura, de ternura y emoción, la riqueza de la prosa. Realismo mágico a la asturiana, se ha dicho a propósito de la escritura de Fulgencio Argüelles, y la calificación no puede ser más acertada, pues la realidad -trascendente o trivial- de la que nos da cuenta en su libro, se muestra transformada por la poesía, nimbada de fabulación y preñada de sueños. Las cosas, las personas, los hechos, los objetos, los acontecimientos que pueblan la novela, son y a la vez no son, o mejor dicho, son lo que son -cosas, personas, hechos, objetos, acontecimientos- pero, simultáneamente y sobre todo, son también algo más. Modificada, embellecida por la magia de las palabras del narrador (un Nalo apasionado y entusiasta, optimista y lleno de ilusión, romántico y alegre, cuya mirada inocente descubre y celebra el mundo), la chata realidad se nos muestra como en un permanente encantamiento, llena de evocaciones, de reminiscencias, de conexiones con otra realidad que la supera y la trasciende, más rica, más plena, más bella, más sugerente, más feliz. Así, la aldea en que se desarrolla la acción no es sólo un puñado perdido de casas que albergan a unas pocas familias: Aquel pueblo estaba lleno de ecos, de voces de la tierra que andaban escondidas por los huecos de las rocas que, si salías por las noches a caminar entre las casas y las cuadras, tenías la impresión de que un coro de voces te iba siguiendo los pasos. La naturaleza -con un papel destacado también en la obra, aflorando exuberante tras la asombrada observación del muchacho- se “expresa” en sus desbordantes manifestaciones: flores y plantas, valles y montañas, avellanos, abedules, castaños y lilos, árboles y ríos, búhos y urogallos, cárabos y pájaros cantores y tantos otros animales… La sencillez de la vida pueblerina, que Nalo reivindica, no aparece como limitada o prosaica, como roma o atrasada, como infeliz, depauperada o indeseable sino que, por el contrario, resulta admirable, intensa, deseable, cumplida: A mí me hacían feliz las pequeñas cosas, tomar una sopa de pan caliente cuando hacía frío, ayudar a mi abuelo a pasar la bruza por el lomo de las yeguas, contemplar la crecida del río después de una tormenta, imaginar las tetas de la señorita Julia balanceándose en el campanario o encontrar con mi primo Alipio un nido de tordos repleto de huevos. La vida entera -pese a la precariedad de los medios materiales disponibles, pese a las privaciones y el sufrimiento, pese a la pobreza secular y la explotación, pese la ausencia de progreso y de desarrollo -casi de civilización-, pese a lo fatigante e inhumano del trabajo en el campo o en las minas, pese a lo rudimentario de la existencia toda, aparece -a los ojos de nuestro entrañable Nalo- como ocasión para el disfrute y el placer, para el aprendizaje y la satisfacción, para el crecimiento y el sueño. Mi vida se iba llenando de asombros -dice- y una permanente sorpresa por lo que me rodeaba brillaba ante mí como una estrella que me guiaba. Y también las palabras son vida, cambian los nombres al mundo, cambian el mundo mismo, como le ocurre a Lucía, la hermana del protagonista (en lugar de dolor decía flagelación, para referirse a sus caderas, cada día más grandes, hablaba de perfiles, al silencio lo llamaba quietud, a la hierba césped, a los barcos navíos, a las plantas vegetales, a la tristeza melancolía, a los pozos abismos, a los matorrales selvas diminutas y a las raíces de los castaños uñas profundas. Una vez se ganó una bofetada de mi madre por decir, hablando de mi padre, que la tierra perenne acogía su terrenal quejido). Y los poemas, y los libros, y los jardines, y los cuadros, y las puestas de sol, y los amigos, y los amores que va conociendo en su incorporación a la vida adulta, son fuente de felicidad. Sí, es así, quizá sea esta la síntesis más ajustada del libro: la lectura de El palacio azul de los ingenieros belgas nos da razones para disfrutar de la existencia y aprovechar nuestro paso por el mundo -pese a la melancolía que lo impregna, pese a un cierto rastro de tristeza que asoma en muchas de sus páginas-, nos transmite felicidad, ganas de vivir, nos imbuye entusiasmo, alegría, pasión. Bien pudiera ser que la belleza estuviera en aquello que no servía para nada, se recoge en algún momento del libro, y en efecto, belleza es lo que nos rodea, la belleza de lo que no es productivo, eficaz, de lo que no es útil ni está encadenado a las exigencias del rendimiento, de la esclavizadora maquinaria del progreso, la belleza del mundo que fluye al margen de nuestros quehaceres mezquinos, la belleza de la naturaleza deslumbrante, permanentemente renovada, la belleza de la amistad, de la conversación pausada, del conocimiento, de las causas justas, de los afanes nobles, de las palabras, de las historias, la belleza de los cuerpos, la belleza -claro está- del amor. Y es que el amor y el erotismo impregnan la obra entera y son, a mi juicio, dos de los rasgos más destacados de la novela.
 
Pensé que sería muy hermoso y también muy reconfortante que el amor nos sobreviviera, que fuese una fuente de energía que permaneciese después de la muerte, dice, ingenuo y apasionado, nuestro protagonista. El amor cambia el mundo, lo rodea de encantamiento, lo embellece, el amor mueve el sol y las estrellas, como escribió el Dante, y los personajes todos de la obra viven enamorados o deseando o buscando a la persona amada (desde entonces la busca como un maníaco en los ojos de todas las jovencitas). Y también el joven Nalo vive con esta premisa ilusionante -sólo el amor importa- la fascinación del primer amor y el deslumbramiento posterior por las mujeres que le rodean, la admiración que le suscitan sus almas dulces y la irremisible atracción de sus cuerpos jóvenes. Las mujeres de Nalo evocan una inocencia primordial, originaria, purísima, como nacida antes del tiempo, antes de la historia, edénica, en consonancia con esa felicidad idílica que rebosa toda la novela: Lucía, la hermana atrevida y tierna, entrañable y sapientísima (del sexo decía que era como una cascada de luz que de pronto te iluminaba el cuerpo, y del amor que era como tender los brazos hacia la puerta abierta de la esperanza sin saber lo que podríamos encontrar al otro lado), que le descubre, amorosa, el mundo, como podréis leer en el fragmento con el que se cierra esta reseña; Aida la extraña hija del amigo y mentor Eneka (sus labios estaban cerca de los míos y entonces pensé que había llegado la hora de hacer aquello que los dos parecíamos desear); Julia la sirvienta (Julia me cogió de la mano y me llevó por un pasillo estrecho hasta una entrada diminuta en la que tuve que agacharme para pasar, luego bajamos unas escaleras de piedra y llegamos a las dependencias de los criados, donde abrió una de las puertas. Ya dentro, cerró las contraventanas y encendió una pequeña lamparilla que había en la mesita y también había sobre el mármol de la mesita un frasco de cristal con un ramillete de mimosas secas. Me tumbó en la cama y comenzó a quitarme la ropa, primero la chaqueta del frac, después la pajarita negra y la pechera y luego los zapatos y los pantalones, y todo lo iba haciendo con ternura y paciencia, como lo había hecho siempre mi hermana Lucía cuando yo era niño y mi madre le ordenaba que me vistiera o me desvistiera, y pensé que, en aquella situación nueva o circunstancia de todos modos imprevista, también yo debería hacer algo, si bien como alumno que estaba siendo en lecciones de cosas inverosímiles no me correspondía a mí la iniciativa, y así acudí con cautela hasta las ataduras de su falda y las desprendí suavemente, como quien arranca por puro placer de verlas arrancadas las antenas de un grillo o las alas de una mariposa, y aparecieron sus caderas embutidas en unas medias blancas, igual que poderosas montañas nevadas, pero ella me dijo, tú eres el párvulo, no tienes que hacer nada, y me inundaba la luz rojiza de la sorpresa. Ya desnudos los dos, ella comenzó a tocarme con los dedos donde nadie, salvo mi hermana Lucia, me había tocado y a lamerme con su lengua donde nadie, ni siquiera mi hermana, me había lamido, y parecía que ya tenía que ocurrir aquello que yo sabía que era conveniente e ineludible que sucediera, pero todo salía de ella, de aquel cuerpo dúctil, condescendiente en sus carnes blandas y blancas, que era mucho más grande que cuando estaba vestido con el uniforme de aya, y ella llevó mi boca hasta sus pechos para que los mordiera, y así lo hice, y gimió y abrió las piernas y me indicó con gestos desesperados que entrara en ella, y acomodé mi sangre revuelta a ella, y me dijo, muévete, muévete fuerte como si estuvieras cavando las fosas para los árboles, y con aquella herramienta versátil y flotante que Dios me había entregado me esforcé en abrir una oquedad discreta, suficiente para enterrar en ella aquella nueva circunstancia que era sol y era niebla, que era bálsamo y aguijón, y derramé en ella mi lisura aséptica, y ella temblaba de una manera terrible, y gritaba, y yo no sabía si le estaba haciendo daño, y pregunté, te duele, y ella dijo, cállate y sigue cavando, y tiritaba y me mordía los hombros, y sentía yo que aquel momento era muchos momentos a la vez. Dejó su cabeza muerta en un llanto de placer o de agradecimiento, y observé su vientre blanco y tenso subiendo y bajando junto a mi rostro, y yo estaba flácido, y me llamó jardinero de sus vicios y me dijo, aún tienes cosas que aprender. Miré hacia el techo lleno de sombras y miré hacia la mesilla y vi las mimosas secas y las cogí y arranque aquellas bolas con el amarillo gastado y las extendí sobre el cuerpo grande y mantecoso de la señorita Julia para completar aquella primera siembra. Comencé a vestirme y ella dijo, ven aquí, ven a comer estas mimosas, pero yo no quería escucharla, y abrí una de las contraventanas y observé cómo en el horizonte, por detrás de las chimeneas de la fábrica, se estaban formando unas nubes rojas, unas nubes que volaban hacia el cordal, y pensé que aquellas nubes de fuego podrían estar anunciando algo, por eso le pregunte a Julia, que ya se ponía las medias blancas, qué significaban las nubes rojas, y ella contestó, que anda Dios calentándoles la cabeza a los ángeles con algún nuevo misterio, y parecía que aquellas manchas rojas quisieran oprimir el cielo para ocupar la tarde); la señorita Elena, hija de una de las parejas belgas (Me quité la chaqueta porque tenía calor y como ella dijo que también tenía calor la ayudé a quitarse el vestido, y como seguíamos sintiendo calor, ella me quitó los pantalones y yo le quité la camisa, y tomó mi cabeza y la apretó entre sus pechos, que olían al polvo de las azucenas, y luego fue empujando mi cabeza más abajo y llegué hasta su vientre, que olía al serrín de la leña verde, y seguí buscando sus olores, y me gustaba porque todo era hermoso y también era prohibido, y ella parecía que se hubiera vuelto loca porque respiraba fuerte y trataba de atraparme con sus dientes y cuando por fin me atrapó del todo y su boca se llenó de mí yo estaba conmocionado, y pensé que iba a suceder lo que había sucedido con la señorita Julia, pero de una manera muy diferente, por eso terminé de desnudarla y abrí sus piernas y me dispuse para hacer aquello que un día mi hermana me había enseñado y que me ilusionaba tanto, pero la señorita Elena empujo mi cabeza hasta aquel lugar de su cuerpo donde se concentraban los delirios, donde germinaban las pasiones y tenían su escondrijo las querencias masculinas, y me susurraba palabras que yo no entendía porque estaban dichas en el idioma belga que a veces hablaban sus padres, y besé aquellos pétalos de carne que en el más sutil alarde de poder se desplegaban para mí y sorbí los líquidos de sus químicas, que no sabían a nada que yo conociera, si acaso al bálsamo de almíbar, almizcle y yema de huevo con el que mi hermana se untaba el cuerpo para aplacar los nervios, y amasé con mi lengua el vello rubio que lo protegía todo, y me sentía bien porque había llegado a la casa de los sauces como un simple ayudante en el jardín del Olimpo e iba a salir de allí habiendo probado la química de los dioses, y la diosa gritó tanto y con tan grande placer que me asustó, y entonces me incorporé para entrar en ella en la manera establecida por la naturaleza para varones y hembras, sean estas de alcurnia celestial o aquellos de mísera procedencia, pero la química balandrera y proletaria que se había estado revolucionando dentro de mí comenzó a fluir sin que yo pudiera retenerla y salpicó todo el cuerpo de Elena, y ella contempló con satisfacción cómo salía hasta la última gota, y dijo, mejor que haya sido así, y quiso probar cómo sabía y saboreó aquellas últimas gotas y dijo, sabe igual que el puré de remolacha, y mientras ella se relamía yo comencé a arrugarme, y como aquel había sido un tiempo de amor que se había movido deprisa, un tiempo donde no había existido el miedo ni había tenido cabida la soledad, pues las horas habían estado unas por encima de las otras y el medio día había degenerado hasta convertirse en media tarde). Y este amor -estos amores- primitivos y elementales (y disculpadme la extensión de las citas, pero la escritura de Argüelles es tan bella que no me resisto a transcribirlas íntegras) siembran ilusión pero también tristeza en el alma del chico, que conoce a la vez la plenitud de la pasión y el sufrimiento que conlleva la imposibilidad de alcanzar los sueños, y así crece, y así olvida (el dolor necesitaba mucho tiempo para quedar convertido en recuerdo), y así se hace adulto, y así, pese a todo, permanece encantado, alegre, eternamente asombrado, menos inocente, más sabio, conocedor ya de la derrota, del fracaso, de las heridas sentimentales, pero igualmente feliz.
 
Y esa felicidad rezuma también de las vidas de muchos de los personajes secundarios -otro gran logro de la novela, el poderoso dibujo de los caracteres-, pese a sus sinsabores, pese a las dificultades que sobrellevan, pese a la tristeza y el dolor que han experimentado en su a menudo sufriente paso por el mundo. Pero Fulgencio Argüelles logra transmitiros de nuevo una alegría contagiosa en el relato de sus existencias, en todos hay piedad, hay encantadora nostalgia, hay atisbos de vida plena, y hay, sobre todo, sueños e ilusiones que los llenan de energía expansiva y que nos impulsan, a nosotros los lectores, a la búsqueda exaltada de nuestras propias quimeras. Podríamos decir, en este sentido, que El palacio azul de los ingenieros belgas es un libro que mueve a la acción.
 
En este elenco de secundarios admirables destacan Eneka, el jardinero que obra como consejero del chico, con su optimismo primordial, con su saber inagotable, Eneka, emblema andante de la enciclopedia infinita, con su infatigable capacidad para contar historias, casado con dos musas. Y la abuela Angustias y su ristra interminable de refranes. Y el abuelo Cosme, con su secreta historia de amor, su pasión por la ingeniería, su giro radical a una vida en la que tras conseguir con esfuerzo el título de capataz y abrirse un porvenir en la casa de los belgas, lo abandona todo, se retira del mundo y se dedica a la cría de caballos, resguardado en un mutismo de décadas con el que esconderá la clave oculta de su sorprendente decisión. Y el ruso Basilio, permanentemente enamorado de la hija del practicante, y el revolucionario Alipio, y el violinista Caparina, y el cura Belio, y tantos más.
 
Y las muchas mujeres, ya mencionadas, la joven Elena, algo -sólo algo- rebelde al destino que como hija de los hacendados le han marcado sus padres, y la señora Geertghe, deambulando enloquecida en su palacio azul, perdida en los recuerdos de un pasado feliz que sólo al final de la novela conoceremos, y la criada Julia, acogedora y nutricia, cariñosa y maternal. Y por sobre todas ellas, la hermana, Lucía, un personaje redondo, de construcción magnífica, una mujer deslumbrante de la que uno se enamora a medida que la va conociendo, hermosa, fuerte, decidida, sensual, romántica, inteligente, sensible, soñadora (mirar aquellas revistas era como viajar por el mundo soñando. Se sentía atada a una vida que no era como las vidas que reflejaban las revistas), siempre hambrienta de poesía, viviendo su necesidad de que la vida fuera un poema.
 
Y como telón de fondo de las historias personales -aunque no como mero escenario, sino perfectamente integrada en la narración- la cuestión social, otro de los grandes temas del libro: las diferencias de clase, el alborozado advenimiento de la República (llegó adornada de cánticos, banderas y alborozos, y se reía y miraba hacia los cipreses del cementerio y hacia la torre de la iglesia descubriéndose uno de los pechos, lo hacía como por equivocación, dejando que el manto púrpura se deslizara provocativamente, y aquel pecho apretado se mostraba ante mis ojos debilitados y abiertos como el pecho blanco de las mimosas de la señorita Julia, como el pecho disimulado de los secretos de Aida, como el pecho divino de las mieles olímpicas de Elena, como el pecho tórrido de los incestos de mi hermana Lucía y como todos los pechos que mi complaciente cerebro podía imaginar y que alternativamente se iban situando ante mis ojos, y todo estaba perfumado por aquel pecho pétreo y grande de la República, que iba goteando fiesta), los conflictos del 34, el encono y el rencor. Una novela sobre el rencor, declara sobre su obra el autor en sus intervenciones públicas en conferencias y coloquios. Y ante el rencor, ante el odio de clase, ante la confrontación airada entre facciones progresivamente enloquecidas, Nalo, a caballo de ambos mundos, el proletario de sus orígenes humildes y el nuevo estatus adquirido tras su incorporación al palacio de los ingenieros y el trato con la señorita Elena, ofrece siempre la mirada afable, el espíritu animoso, la voluntad confiada, la esperanza alegre (El destino determinó que yo nunca fuera capaz de sentir rencor contra nada ni contra nadie).
 
Y así, afloran nítidamente en el libro las injusticias y desequilibrios sociales que constituyeron el caldo de cultivo para el intento revolucionario. Los propietarios belgas recibían en su palacio a exministros reaccionarios, médicos ilustres, catedráticos, escritores y militares, políticos socialistas, hombres de la industria y la economía, arqueólogos, pintores, actrices, una elenco variado de gentes de todo el espectro social aunque, en cualquier caso, individuos acomodados, privilegiados, favorecidos por la fortuna. Y enfrente los cuatro mil despedidos en las minas en el año 28, las condiciones inhumanas de vida de los obreros y campesinos, la explotación de los trabajadores ejemplificada en textos como el que ahora os ofrezco y por cuya extensión vuelvo a disculparme: La mayoría de los mineros y de los operarios de las fabricas conservaban aún su doble condición de obreros y campesinos, de asalariados que se resistían a convertirse enteramente en proletarios, y a los ingenieros les preocupaba esta circunstancia por el absentismo que ocasionaba, ausencias estacionales al trabajo con ocasión de siembras y recolecciones, accidentes provocados y enfermedades fingidas que servían de pretexto para, sin perder el empleo, dedicarse temporalmente a las labores ganaderas y agrícolas. El trabajo del obrero no ofrecía continuidad y por ello el operario no abandonaba la huerta ni se desprendía de las vacas o los cerdos porque sabía que sin ellos no comería cuando cerraran el pozo o lo despidieran del taller. Tampoco los nuevos trabajos ofrecían seguridad, y los accidentes eran frecuentes, muchos de ellos mortales, y traían la ruina a las familias, y las enfermedades se multiplicaban, sobre todo las respiratorias y los reumatismos, y también se incrementaron las inflamaciones callosas, antracosis, bronquitis y tuberculosis. Patronos e ingenieros, preocupados por la escasez de la mano de obra y por la baja calidad de la ya existente, comenzaron a elaborar estrategias encaminadas a favorecer la atracción de trabajadores foráneos, propiciar el abandono definitivo del campo en los obreros mixtos y elevar la productividad. Así se crearon los economatos para procurar una mejor alimentación que acrecentara la salud de los obreros, se levantaron viviendas de ladrillo cerca de los centros de trabajo para mejorar las condiciones higiénicas y obligar a los trabajadores a cambiar sus hábitos sociales, se construyeron escuelas para inculcar a los niños de las nuevas barriadas una educación religiosa y social mas acorde con los intereses patronales, se fundaron orfanatos para que el minero no bajara al pozo con el sentimiento de culpa de dejar a sus hijos huérfanos en caso de accidentes mortales, se edificaron iglesias y se emprendieron campañas contra el alcohol y las tabernas, se instituyeron cajas de socorros para cubrir algunos gastos médicos y atender a los imposibilitados y hubo quien empezó a plantear la necesidad de montepíos que garantizaran unas pensiones para cuando el obrero no pudiera trabajar como la única forma de conseguir continuidad en la mano de obra y evitar que muchos vecinos, aun viviendo en la escasez y la miseria, prefirieran embarcarse buscando la incertidumbre de las Américas antes que aceptar la evidencia de un trabajo inestable, peligroso, mal pagado, penoso e inhumano. Los patronos, apoyados por un clero adepto siempre al poder económico y por unos políticos que en la mayoría de los casos procedían de las grandes familias financieras e industriales, cuando no de la nobleza, y ayudados por las circunstancias de no contar aun con unos sindicatos fuertes que encauzaran y aprovecharan estas estrategias empresariales, adornaron sus nombres con un noble sentimiento de humanidad y filantropía, que en la mayoría de los casos no era mas que fría conveniencia, para procurar que tanto el obrero como su familia se hallaran convenientemente alimentados, vestidos, alojados y educados, para evitar revueltas y a la vez conseguir un trabajo mas productivo y eficaz, y así los señores poderosos iban haciendo de la hipocresía una virtud y los asalariados convertían sus iniciativas en agradecimiento. Unas condiciones que propiciaron el sueño (cómo iba a llevarse a cabo una revolución sin ilusiones) de regeneración de la República.
 
Y, para finalizar ya, ante esta multiplicidad de personajes, de peripecias, de acontecimientos, de enfoques, el libro encierra -de un modo silencioso, discreto, sutil, casi imperceptible- una decidida apuesta por la literatura. Contar, dar cuenta de lo vivido es la opción última de Nalo, que escribe en un momento del libro (recogiendo, a mi juicio, la voluntad misma, la justificación -pienso- de la vocación literaria del autor): Pensé que sería bueno adquirir la sabiduría necesaria para saber contar las cosas que ocurrían y fue aquella la primera vez que sentí deseos de escribir sobre todo lo que sucedía a mi alrededor y me asombraba, de ese forma un momento contado por mí se multiplicaría en tantos momentos como personas leyeran lo que yo hubiera escrito, pues escribir las cosas era como la máquina de multiplicar momentos. No resulta descabellado -insisto- hacer partícipe al propio Fulgencio Argüelles de estas intenciones narrativas de su criatura. Escribir es como la máquina de multiplicar momentos, de mejorar la existencia, de enriquecer nuestras vidas, de ampliar nuestros horizontes.
 
Y ese fin, nobilísimo y atrevido, desmesurado y valiente, ilusionado y soñador, lo alcanza con creces este El palacio azul de los ingenieros belgas, cuya lectura nos enternece y apasiona, nos conmueve y enfervoriza, nos alegra y nos emociona y nos impulsa y mejora nuestras vidas y nos hace felices. No dejéis de leerlo, disfrutaréis de unas horas inolvidables.
 
Como complemento musical os dejo Los corales que me diste, un tema -el único- que suena en la novela en la “voz” de Obdulia Álvarez, La Busdonga, figura mítica de la música folklórica asturiana, fallecida en 1960, y cuya versión no he podido encontrar en internet. Aquí lo interpreta Liliana Castañón en una interpretación por lo demás anodina, sólo interesante en tanto que pueda evocar -difícilmente- el universo del libro.

miércoles, 1 de octubre de 2014

GEOFF DYER. PERO HERMOSO

Hola, buenas tardes, bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro que esta semana os trae un magnífico libro vinculado al jazz. Se trata de Pero hermoso, un texto que es ya casi un clásico, escrito en 1991 por el inglés Geoff Dyer y presentado en España este 2014 por el sello editorial Random House en traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Pero hermoso es la traducción literal de But beautiful, una conocida y popular pieza musical (que podréis escuchar en el vídeo final), compuesta en 1947 por Jimmy Van Heusen y Johnny Burke, y presente en la banda sonora de Road to Rio, la película del mismo año de Norman McLeod. El libro se presenta con el subtítulo, escueto pero revelador -y ya presente en la obra original-, de Un libro de jazz.
 
Pero hermoso nos da cuenta, en su núcleo central, de algunos momentos significativos de las peculiares biografías de siete inmortales músicos de jazz: Lester Young, Thelonius Monk, Bud Powell, Ben Webster, Charlie Mingus, Chet Baker y Art Pepper. Partiendo de fotos conocidas de los intérpretes o de algunos episodios representativos de sus tortuosas existencias, el autor nos muestra la personalidad, artística y humana, de cada uno de sus personajes. Intercalada entre estas sucintas estampas de los músicos y en capítulos alternos se nos narra también la historia de un viaje en coche de Duke Ellington y Harry Carney, en gira por Estados Unidos, de concierto en concierto.
 
Geoff Dyer encara su libro con la pretensión no de escribir sobre jazz, sino de que el propio texto sea, por así decirlo, jazz en sí mismo. Su estilo, poético, lleno de lirismo, se mueve al modo de las improvisaciones jazzísticas (como se explica en el prefacio que os transcribo al término de mi reseña), de manera que a partir de esas anécdotas primordiales -muchas de ellas muy conocidas y descritas en obras diversas; otras directamente inventadas- el texto se recrea en las escenas narradas, que se utilizan como metáforas, y a partir de ellas va y viene y fluye e inventa y nos transporta, con convicción y verosimilitud (pese a que nos movamos en el territorio de la ficción), al universo de los músicos de jazz en los años 30 y 40 del pasado siglo, constituyendo el resultado un texto de divulgación y crítica musical pero también una notable narración literaria.
 
Los músicos elegidos son todos personajes excéntricos, ejemplos destacados, emblemas casi -en sus existencias nada convencionales- del género al que dedicaron su vida. Así se recoge en un fragmento del texto: El jazz siempre ha tenido esa cosa de encontrar tu sonido particular, de modo que gente de todo tipo que quizá en otras artes no habrían triunfado... Les habrían igualado la idiosincrasia... Por ejemplo, escritores que no habrían triunfado porque cometían faltas de ortografía o de puntuación y pintores incapaces de dibujar una línea recta. En el jazz la ortografía y las líneas rectas no tienen por qué importar, así que hay um montón de gente con historias y pensamientos distintos de los del resto que no tendría ocasión de expresar todas sus ideas y sus mierdas interiores sin el jazz. Tipos que en cualquier otra vida no habrían triunfado como banqueros, ni siquiera como fontaneros, en el jazz podían ser genios, sin él no habrían sido nada. El jazz ve cosas, saca cosas de la gente que la pintura y la literatura no ven. Todos ellos viven en el límite, son seres desgarrados, consumidos por el alcohol y las drogas, frecuentadores habituales de cárceles y psiquiátricos, envueltos de continuo en peleas, amores frustrados, soledad y locura, torturados por sus demonios interiores, acostumbrados a cotidianos descensos a los infiernos, y condenados incluso, en algún caso, al suicidio.
 
Y así, en esta amplia panóramica que nos permite tanto conocer a algunos de los grandes del jazz como adentrarnos en los más tristes y hasta sórdidos abismos del alma humana comparece en primer lugar Lester Young, El Presidente, Prez, tal y como se le conoció, el hombre que aprendió a susurrar con el tenor cuando todos querían gritar. Lo vemos en su paso por el Ejército, del que no le libra ni su sífilis ni que se presente a la revisión médica fumado, borracho y rebosante de anfetaminas y barbitúricos, en sus distintos internamientos en hospitales, en su difícil relación con Billie Holiday (Lady le miró a la cara, flácida y gris por la bebida, y se preguntó si sus vidas contendrían la semilla de la ruina desde el nacimiento, una ruina que habían esquivado durante años pero de la que nunca escaparían. Alcohol, jaco, cárcel. No era que los músicos de jazz muriesen jóvenes, sencillamente envejecían más rápido. Lady había vivido mil años en las canciones que había interpretado, canciones sobre mujeres maltratadas y los hombres a los que amaban), tocando los versos de Baudelaire, encontrando en ellos el mismo ritmo de su música, en su aislamiento y su soledad: Poco a poco había dejado de salir con los colegas con los que tocaba y se había acostumbrado a comer a solas en la habitación. Después había dejado de comer, no veía prácticamente a nadie y apenas salía de la habitación a menos que fuera imprescindible. Con cada palabra que le dirigían se alejaba un poco más del mundo, hasta que el aislamiento pasó de circunstancial a interiorizado, pero en cuanto ocurrió se dio cuenta de que aquello, la cosa esa de la soledad, siempre había estado ahí: siempre había formado parte de su forma de tocar.
 
Y vemos a Thelonius Monk, detenido y golpeado por la policía, siempre fantasmal y ensimismado en su mundo, a la postre enfermo mental, recluido en su personal universo: Cuando otro tocaba un solo, él se levantaba y bailaba. Empezaba despacio, moviendo un pie, chasqueando los dedos, luego levantaba las rodillas y los codos, rotaba, meneaba la cabeza, vagaba por ahí con los brazos abiertos. Parecía siempre a punto de caerse. Giraba una y otra vez sin moverse del sitio y luego se abalanzaba de vuelta al piano, con un propósito claro. La gente se reía cuando bailaba, y era la reacción más apropiada mientras andaba por ahí arrastrando los pies como un oso después del primer trago. Era un tipo divertido, su música era divertida, y casi todo lo que decía era broma, solo que no decía gran cosa. Su baile era una forma de dirigir, de abrirse paso en la música. Tenía que meterse en la pieza hasta que formaba parte de él, la interiorizaba, la penetraba como un taladro la madera. Una vez se había enterrado en la canción y se la sabía de arriba abajo, tocaba a su alrededor, nunca dentro de ella: pero siempre con aquella intimidad, con franqueza, porque estaba en el corazón mismo de la canción, en su intimidad. No tocaba alrededor de la melodía, tocada alrededor de sí mismo.
-¿Qué propósito persigue su baile, señor Monk? ¿Por qué lo hace?
-Me canso de estar sentado al piano.
 
Y Bud Powell, durmiendo borracho entre cubos de basura, esquizofrénico, destrozado tras el paso por innumerables hospitales psiquiátricos y el sometimiento a la atroz terapia del electroshock: Todas las instituciones mentales eran iguales, herméticos edificios victorianos donde el aparato de la curación resulta indistinguible del equipo de castigo. Una prisión, un manicomio, un barracón... eran intercambiables. Un tratamiento era un correctivo. Todos los edificios eran psiquiátricos en potencia.
 
Y también se nos muestra a Ben Webster, grande, pesado, redondo, con su gran barriga y sus enormes bolsas bajo los ojos, su cuerpo creciendo desmesurado, excesivo y, en contraste, su música imperceptible casi, al borde del silencio, tocando lento, suave (tocaba baladas tan lentas que se oía el peso del tiempo cayéndole encima), consumido por la bebida y la soledad: Cargaba su soledad a cuestas como el estuche de un instrumento. Nunca le abandonaba. Después de los bolos, después de hablar con los fans y quizá algunos amigos que estaban de paso, después de entrar en un bar y quedarse el último, después de volver dando tumbos a su habitación, después de buscar las llaves y oírlas arañar la cerradura silenciosa, después de abrir la puerta de un piso que estaba siempre exactamente igual que lo había dejado, después de tirar el estuche del saxo al sofá… después de todo eso, por tarde que fuera, siempre llegaba el momento en que le apetecía continuar hablando, escuchar el tintineo y el burbujeo de alguien preparando un café o una copa. Tras regresar al piso, abría un botella, pegaba algunos tragos y se sentaba en camiseta y calzoncillos a tocar el saxo lo más flojo posible. Mientras vivía en Amsterdam solía telefonear a los amigos de Estados Unidos a cualquier hora de la noche, pero ahora solo tenía el saxofón y con él intentaba hablar con Duke o Bean o cualquier otro, alternando durante más de una hora la botella y el instrumento.
 
Y Charlie Mingus, también gordo, irascible, comiendo sin freno y hablando sin parar, acumulando objetos y rompiéndolos como un niño caprichoso. Volvió al piso donde le esperaba una escena caótica, una ventana abierta levantaba una ventisca de papeles por la habitación. Dondequiera que vivía acumulaba cosas igual que su cuerpo acumulaba peso. Si entraba en una tienda y veía algo que le gustaba, se compraba un estante de lo que fuera que le había gustado. Al final, cuando se sentía encerrado por el revoltijo de baratijas, anotaciones y proyectos abandonados, lo archivaba todo, recogía los papeles a brazadas y los embutía en un cajón del escritorio como quien alimenta un horno con leña o tiraba las cosas en el rincón más apartado, como la basura a las afueras de la ciudad.
Su cabeza era un cajón repleto con los restos de las intenciones y los fragmentos de los que todavía estaba por llegar. Las composiciones largas estaban hechas de deshechos de las anteriores y cada vez avanzaba más hacia una pieza única que contendría todo lo que había escrito antes.
 
Y memorable es el retrato de Chet Baker, su ternura, su particular relación con las mujeres (Abandonaba a sus mujeres a capricho, a menudo sin ningún motivo. Normalmente volvía con ellas, igual que de vez en cuando regresaba a ciertas canciones. Había dejado a tantas mujeres que a veces se preguntaba si no sería eso lo que les atraía de él: el saber que las abandonaría. Ser completamente egoísta, indigno de confianza, informal… y vulnerable; era la combinación más atractiva del mundo), su adicción a las drogas, las peleas callejeras, su boca sin dientes, perdidos tras una paliza, los tratamientos... y la dulzura de sus canciones (Siempre había tocado así y así tocaría siempre. Cada vez que tocaba una nota se despedía de ella. A veces, ni siquiera se despedía. Aquellas viejas canciones estaban acostumbradas a que la gente que las tocaba las amara y las quisiera; los músicos las abrazaban y las hacían sentirse nuevas, frescas. Chet dejaba a la canción sintiéndose despojada. Cuando él la tocaba, la canción necesitaba consuelo: no era la interpretación la que estaba cargada de sentimiento, sino la propia canción dolida. Notabas que cada nota intentaba quedarse un poquito más con él, se lo suplicaba. La canción misma le gritaba a cualquiera que quisiera escucharla: por favor, por favor, por favor).
 
Y la colección de estampas se cierra con Art Pepper, con Chet los únicos blancos, pero tan baqueteado, tan castigado por la vida como sus compañeros de relato: encerrado en San Quintín (Un tipo solo, encerrado porque se metió en un lío que no era culpa suya. Y está pensando en su chica y en que no sabe nada de ella desde hace tiempo. Y tal vez es el día de visita y todos los demás están con sus mujeres y sus novias y él está en la celda, pensando en ella. Deseándola y sabiendo que la ha perdido, capaz apenas de recordarla porque hace mucho que lo único que ve son las chicas colgadas de la pared, que no se parecen en nada a las mujeres de verdad. Deseando que hubiera alguien esperándole, pensando en que la vida se le escapa y lo ha echado todo a perder. Deseando poder cambiarlo todo, pero consciente de que no puede... Eso es el blues), yonki irredento, escoria humana, como se describe a sí mismo en el libro: En junio, Laurie consigue una entrevista con el jefe de psiquiatría del hospital que lleva el programa de metadona en el que participa Art. La historia del jazz moderno es una historia de músicos que acaban en habitaciones como esa; la blancura de las paredes y de las batas parece negar el mundo nocturno, oscuro, de la música. Incluso mientras el médico está hablando, Art olvida lo que le dice. Como si durmiera unos segundos o se saltara algunos fotogramas. Lleva noches sin dormir y parece que el ritmo diurno del tiempo se haya acelerado y él vaya alternando unos cuantos minutos de conciencia con treinta segundos de sueño. Parpadeando. Coca, heroína, metadona, priva -hasta cuatro litros de vino barato al día-, y al final el cuerpo, tan maltratado, se derrumba. La enfermedad y la cirugía le dejaron mutilado y marcado: le extirparon el bazo reventado, luego tuvo neumonía, una hernia ventral, algo en el hígado, el estómago amoratado e inflado como... ¿Como qué, señor Pepper? Bueno, ¿sabe esas bolsas negras de basura? Como cuando se revienta una bolsa de esas y sale toda la basura y la mierda.
 
Y entre todos ellos, oscuros, sombríos, derrotados, en apariencia perdedores, vemos a Duke Ellington, feliz, positivo, solar. El autor lo muestra en su interminable viaje a través de sus evocaciones, de sus recuerdos; y lo que piensa, lo que sueña, lo que le sucede, va conectando con las historias que se cuentan en los correspondientes capítulos sobre cada músico. Duke escribe canciones constantemente, aprovecha cualquier suceso, cualquier situación, cualquier pequeño acontecimiento como excusa para desarrollar una idea para un tema: apuntó lo que recordaba del sueño, casi con la corazonada de que contenía algo que podía aprovechar para una pieza en la que había estado trabajando, una suite que abarcaba toda la historia de la música. Ya había hecho algo parecido con anterioridad (…) pero esta vez versaría específicamente sobre el jazz. No sería una crónica, en realidad, tampoco una historia, sino otra cosa. Trabajaba a partir de pequeñas piezas, cosas que se le ocurrían muy rápido. Sus grandes obras eran mosaicos de otras menores y lo que ahora tenía en mente era una serie de retratos, no necesariamente de la gente que había conocido. Presenciamos su prolífico genio creador, su rapidez en la composición, su escritura contrarreloj: Mood indigo, "resuelta" en quince minutos mientras su madre terminaba de preparar la cena; Black and Tan Fantasy, compuesta en dos minutos en un taxi camino del estudio tras toda la noche bebiendo; Solitude, “liquidada” en veinte minutos en el estudio al comprobar en el último instante que faltaba un tema para completar la grabación.
 
El libro se cierra con un capítulo final muy interesante, en el que Dyer, cambiando el tono, pasando de la ficción al ensayo, nos ofrece una esclarecedora reflexión teórica sobre el jazz en la que, bajo el significativo título de Tradición, influencia e innovación, se nos da cuenta de la evolución del género, sus repercusiones y los caminos que previsiblemente transitará en el futuro.
 
Una sección postrera en la que se recogen las sugerentes y muy bien seleccionadas fuentes del libro y una discografía básica y sin embargo muy completa sobre los músicos citados, cierra el volumen.
 
Debéis leer este Pero hermoso, de Geoff Dyer, aparte de muchos otros motivos para el disfrute, tendréis ocasión de conocer las difíciles experiencias vitales de un puñado de músico extraordinarios, todos ellos, sin excepción, genios del jazz, hitos imperecederos de la historia de la música del último siglo, capaces de sobreponerse a sus lamentables vidas y de hacer con ellas, con los restos de sus existencias destrozadas, arte puro; capaces de componer e interpretar obras maestras, capaces de construir belleza desde la miseria y la devastación, capaces, pese al dolor y el desgarro, pese a la locura y el sufrimiento, pese a la adicción y la oscuridad y al desvalimiento y al fracaso, de crear -con sus interpretaciones- un mundo hermoso; un mundo desgarrado y triste, sí... pero hermoso.
 
Os dejo, claro, con But beautiful, en la interpretación de uno de los músicos protagonistas del libro, el muy sensible Chet Baker.
 
 
Cuando empecé a escribir este libro no tenía clara la forma que debía adoptar. Una gran ventaja, puesto que tuve que improvisar y, por tanto, desde el principio la característica definitoria del tema animó la escritura del libro.
 
No tardé mucho en descubrir que me había alejado de cualquier tipo de crítica convencional. Las metáforas y los símiles en los que me apoyaba para evocar lo que consideraba que estaba pasando en la música cada vez parecían menos adecuados. Es más, dado que el más breve de los símiles introduce un matiz de ficción, rápidamente las metáforas comenzaron a expandirse y a abarcar episodios y escenas. A medida que iba inventando diálogo y acción, lo que emergía se parecía cada vez más a la ficción. Sin embargo, al mismo tiempo las escenas seguían pensadas como comentarios a una pieza musical o a las cualidades particulares de un músico. Lo que sigue, pues, tiene tanto de crítica imaginativa como de ficción.
 
Muchas escenas nacen de episodios legendarios o famosos: por ejemplo, que le saltaran los dientes a Chet Baker. Tales episodios pertenecen al repertorio habitual de anécdotas e informaciones, en otras palabras, son standards, de los cuales doy mi propia versión, expongo los hechos esenciales con mayor o menor brevedad y luego improviso a partir de ellos, en algunos casos, alejándome del todo. Así quizá no sea fiel a la verdad, pero, una vez más, me mantengo fiel a las prerrogativas formales de la improvisación. Algunos episodios ni siquiera nacen de hechos reales: estas escenas inventadas pueden considerarse composiciones originales (aunque en ocasiones incluyan citas a los músicos aludidos). Durante cierto tiempo me planteé indicar cuándo alguien decía en el libro algo que también había dicho en la vida real. Al final, de acuerdo con el mismo principio que ha guiado el resto de decisiones de esta obra, decidí que no. Los músicos de jazz se citan a menudo en los solos; que lo captes o no depende de tus conocimientos musicales. Lo mismo en este caso. Por regla general cabe asumir que lo que se dice es una invención o modificación en lugar de una cita. En todo momento mi propósito ha sido presentar a los músicos no como eran sino como a mí me parecía que eran. Naturalmente, estas dos visiones a menudo distan muchísimo entre sí. De igual modo, incluso cuando lo parece, en lugar de describir a los músicos trabajando, lo que hago es proyectar sobre el momento que nació la música mi acción de escucharla treinta años después.
 
El epílogo recoge y amplía algunas preocupaciones del cuerpo central de libro con un estilo más formal de análisis y exposición. También incluye varias reflexiones sobre la evolución del jazz más actual. Aunque brinda un contexto para interpretar el cuerpo central del libro, sigue siendo suplementario, no esencial.