Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de abril de 2014

HANS-JÜRGEN SCHAAL Y ROBERT NIPPOLDT. JAZZ. NUEVA YORK EN LOS LOCOS AÑOS VEINTE 

A mediados de la década de 1920 se produjo un cambio apenas perceptible en el mundo neoyorquino del jazz: el boom de Harlem empezó a perder fuelle. El público de Broadway llevaba mucho tiempo viendo musicales sobre negros -Dixie to Broadway, Chocolate Dandies, Lulu Belle- y visitando los clubes de Harlem. Había que subir el listón. La Nueva York blanca deseaba ver un universo negro más salvaje, exaltado, bárbaro, selvático y exclusivo de lo que el verdadero Harlem podía ofrecerle.
 
Convertidos en exclusivos y carísimos templos del pecado, con sus sensacionales revistas de variedades, los clubes de Harlem se volvieron interesantes también para los gánsteres que traficaban con alcohol. Ya en 1925 había 11 clubes en Harlem pertenecientes a bandas criminales. Los más afamados eran el Connie’s Inn y el Cotton Club, ambos inaugurados el mismo año, 1923, y ambos enfrascados en una dura competencia, financiados y protegidos por las dos mayores bandas de gánsteres de Nueva York: la de Dutch Schultz y la de Owney Madden. Los blancos famosos y adinerados de Nueva York acudían en masa a estos clubes, y los más afamados músicos negros tocaban allí. Los negocios en Harlem florecían, y el glamour de las grandes salas de fiestas, como el Savoy o la Alhambra, podía ocultar el hecho de que Harlem pertenecía cada vez menos a los propios habitantes del barrio. Hasta las loterías ilegales en las calles del barrio habían sido asumidas en 1928 por la organización de Dutch Schultz. Black Swan, el único sello discográfico dirigido por personas de raza negra, fundado en Harlem en 1921, cerró en 1926. En la Nueva York de la década de 1929 no hubo, por cierto, ni un sólo banco afroamericano, a diferencia de los que sucedía en Chicago, Detroit, Baltimore o en muchas otras ciudades.
 
A finales de la década los espectáculos de Harlem superaban a todo lo demás que había en la ciudad. La revista del mundo del espectáculo, Variety, escribía por entonces: La vida nocturna de Harlem supera al mismísimo Broadway. Sin embargo, este comentario pasaba por alto que Harlem -al margen de los elegantes palacios del espectáculo- se había transformado en pocos años en un barrio marginal. Había infinidad de clubes de música y baile para los ricos, pero sólo un hospital para los 200.000 habitantes del barrio. Los casos de tuberculosis, pulmonía, tifus y sífilis eran varias veces más frecuentes que en la Nueva York blanca, y lo mismo sucedía con la mortalidad infantil y materna. Cuando en octubre de 1929 se desató la Gran Depresión, los más afectados fueron los afroamericanos: las rentas en Harlem se redujeron a la mitad, en 1934 un 50% de los habitantes de Harlem estaban en el paro. La sala Alhambra tuvo que cerrar, y el teatro Lincoln se convirtió en una iglesia bautista, los periódicos negros Crisis y Opportunity estaban al borde de la quiebra. Las más grandes estrellas entre los músicos de jazz -Amstrong, Ellington, Hawkins- se marcharon a Europa por un tiempo y otros hasta dejaron la profesión. Los locos años veinte empezaron con la prohibición y acabaron con el hundimiento de la Bolsa. En los años intermedios, Nueva York vivió una insólita revolución de las costumbres, del lenguaje, de la música. El jazz llegó a la ciudad, la cambió, se cambió a sí mismo y luego cambió al mundo entero. Con razón se ha mantenido vivo hasta hoy el mito de los felices y desmedidos años veinte, en los que todo parecía posible.
 
 
Hola, buenas tardes. Con este interesante y significativo texto introductorio os presento mi propuesta de esta semana, un libro excepcional por muchos motivos, como luego os comentaré, y que, girando sobre el universo del jazz -lo cual habréis deducido a partir de la lectura del fragmento preliminar-, traigo a nuestro espacio con ocasión del Día internacional de este género musical que se celebra en todo el mundo hoy, 30 de abril. Me refiero a Jazz. Nueva York en los locos años veinte, un libro de Hans-Jürgen Schaal y Robert Nippoldt, publicado el pasado 2013 en una edición bellísima, que merece su compra ya sólo por su perfección formal, de la que es responsable la editorial Taschen, un sello alemán, bien conocido en el ámbito de las publicaciones de arte, con un amplio catálogo de libros extraordinarios centrados en la música, la pintura, la fotografía, la moda o la publicidad. La “marca” Taschen es siempre -y mi recomendación de esta tarde no se aleja de esa pauta- garantía de calidad, de rigor, de pulcritud y de belleza en sus producciones.
 
Este Jazz. Nueva York en los locos años veinte está editado originariamente en Alemania e impreso en Italia, aunque la redacción y la maquetación en español se hayan hecho en Barcelona. La traducción al castellano es de José Aníbal Campos González. Se trata de un libro que, contra lo que pudiera parecer, no se dirige sólo a los seguidores del jazz, sino que entre sus destinatarios yo veo también a los amantes de los libros, a quienes se interesan por la Historia, a personas con curiosidad intelectual e inquietudes culturales y, en general, a todos cuantos disfrutan de la belleza.
 
El volumen -de gran formato e, insisto, deslumbrante como objeto- nos ofrece una historia ilustrada -preciosamente ilustrada- de la vida en Nueva York en la segunda década del siglo pasado, una época decisiva, como acabáis de escuchar, en el crecimiento de la ciudad, en su conversión en centro neurálgico de la cultura, el arte y la música, en icono del siglo veinte. Una historia que se relata de modo tangencial pero muy esclarecedor a través de las biografías de veinticuatro grandes músicos de jazz: Bessie Smith, Cab Calloway, Sydney Bechet, Ethel Waters, Glenn Miller, Benny Goodman, Fats Waller, Alberta Hunter, Coleman Hawkins, Louis Amstrong y Duke Ellington entre otros. Imbricando lo particular y lo general, y sobre la base de los sucintos retratos de los músicos -meros esbozos- en los que sin embargo se da cuenta de manera resumida pero eficaz, a través de numerosas anécdotas llamativas, de los aspectos esenciales de su personalidad humana y artística, nos adentramos en esos momentos iniciales de la gran eclosión de Nueva York como referente de la cultura universal. Partiendo del origen del jazz en Nueva Orleans, con menciones a la música nacida en las plantaciones de algodón, y siguiendo luego el desplazamiento de gran parte de la población negra hacia el norte, a Detroit y Chicago, en busca de mejores condiciones de vida, el libro nos traslada a la gran metrópoli americana mostrándonos su efervescente vida nocturna, el ambiente de las salas de fiesta, los clubes de jazz y los salones de baile, la efervescencia de las Big Bands, el crecimiento y posterior esplendor del sórdido Harlem, el oscuro -y tan conocido para nosotros por su recreación reiterada en el cine negro- mundo del hampa, de los gánsteres, las guerras de bandas mafiosas, los diversos grupos del crimen organizado, los siniestros negocios de la prostitución, el tráfico de alcohol o las apuestas ilegales, la progresiva presencia de los negros en la sociedad neoyorquina gracias, entre otras causas, a la poderosa influencia de su música, y tantas otras “fotografías” de la vida de Nueva York que afloran en un segundo plano, nítido sin embargo, detrás de las atractivas estampas de los músicos elegidos. Hans-Jürgen Schaal, filólogo, autor de numerosos libros de jazz y colaborador de un sello discográfico de Munich es el autor de los textos del libro.
 
Pero, siendo interesante el contenido de este Jazz. Nueva York en los locos años veinte, es su presentación formal, su condición de hermoso objeto artístico (que le ha valido numerosos premios: el European Design Award de 2008 en Estocolmo, el del Institute for Book Arts, en Francfort, también en 2008, y algunos otros) lo que lo hace especialmente recomendable. Por de pronto, su formato alargado, su gran tamaño, su amorosa encuadernación en tela, la calidad del papel, hacen del volumen una obra estimable en sí misma, casi sin necesidad de adentrarse en sus páginas.
 
Aunque los grandes motivos para el disfrute nos asaltan una vez abierto el libro, al toparnos con la multitud de ilustraciones (algunas de las cuales podéis ver aquí) que lo surcan. No se trata sólo de los correspondientes dibujos de los músicos que, cubriendo casi siempre una página entera, nos dan idea de los rasgos más significativos de cada uno de ellos, sino también de imágenes -en muchas ocasiones a doble página- que recrean el ambiente de los clubes, escenas de la vida de noche, orquestas en acción, actuaciones musicales, descripciones detalladas de los pasos de algún baile de moda, vinilos (o quizá discos de pizarra), instrumentos varios, calles neoyorquinas, planos de Manhattan con la señalización de los principales locales de diversión, y muchos más. Pero es que además el texto escrito está “invadido” por infinidad de pequeños detalles gráficos, mínimos, casi inapreciables, se diría que escondidos, pero que atraviesan la obra poblándola de figuritas que acompañan y cuentan con imágenes, en paralelo al relato narrado, los distintos episodios de la historia que se desarrolla a lo largo del volumen. Y así, cuando se habla de un determinado estilo de danza, nos asalta, entre las palabras, las frases o el párrafo, una ilustración, muy leve, ligera, reducida a lo primordial, de una pareja bailando. O una pistolita, o un coche, o unos toneles de alcohol, o una medalla al valor, o cualquier otra figura alusiva al texto escrito. Y cada vez que se cita a un músico surge al lado de su nombre su representación iconográfica, muy liviana y esencial. Y cualquier alusión a alguno de los más de treinta instrumentos musicales mencionados en el libro lleva consigo el correspondiente símbolo, como digo muy tenue y sin embargo nítido, descriptivo y revelador. Y de este prodigio del dibujo, de la perfección y el virtuosismo de los trazos -muy limpios, muy línea clara, un blanco y negro muy puro, con prudentes y muy bien escogidos añadidos de color- es responsable el diseñador gráfico, ilustrador y autor alemán Robert Nippoldt, a quien se deben algunos otros libros galardonados, en particular dos aparentemente muy interesantes, Gangster y Hollywood, centrados igualmente en los Estados Unidos de las décadas de 1920 y 1930, y a los que podéis acceder, con nuestro Jazz de esta tarde, en un cofre de tres tomos, que se vende -no en España, donde no han sido traducidos- por el módico precio de 260 euros, 40 cuesta el Jazz. Nueva York en los locos años veinte que ahora comento. Un Robert Nippoldt que construye su obra sobre la base de una ingente documentación, del manejo exhaustivo de etiquetas de discos, portadas, firmas originales de los músicos y tantos otros objetos de la pasión coleccionista, de la visita a numerosos archivos y la consulta de una importante bibliografía, en definitiva, de la impregnación en el mundo del jazz y en el Nueva York de la fascinante época elegida.
 
Hay, por otro lado, un a mi juicio evidente tono didáctico en el diseñador, que se manifiesta en algunas otras ilustraciones aparte de las ya reseñadas: se nos muestran de continuo, para cada músico, unas elegantes fichas, también dibujadas, que contienen los datos de su nacimiento y muerte, los instrumentos en cuya ejecución desenvolvió su carrera... y hasta las sesiones de grabación en las que llegó a intervenir cada uno de ellos. También nos encontramos con un sociograma que en un par de páginas recoge esas sesiones de grabación en las que participó cada uno de los artistas elegidos, y en las que podemos ver las interrelaciones entre unos músicos y otros, incluyendo, con claves gráficas muy sencillas y asequibles, las grabaciones en las que coincidieron dos, tres o más intérpretes. Con esta misma voluntad pedagógica, se nos ofrece una bibliografía sucinta pero interesante acerca de la música de la época.
 
Por último, el libro aporta una discografía que incluye la ficha exhaustiva, completísima, de las veinte piezas que integran un CD que acompaña la edición, en las que se da cuenta de su autor, de la fecha de grabación y de la identidad de todos y cada uno de los músicos participantes. Aparte de su relación pormenorizada en las páginas finales del libro, cada uno de estos temas musicales se integra muy bien en el texto, pues en los capítulos correspondientes a los distintos músicos que las interpretan aparece un nuevo icono, esta vez reproduciendo la etiqueta del vinilo, que nos “lleva” al disco para facilitar su escucha simultánea a la lectura. Hay también un sonograma -de nuevo dibujado-, la representación gráfica que recoge las frecuencias, el tono, el volumen del sonido de cada una de esas veinte canciones.
 
En fin, un libro memorable, altamente recomendable, fuente de placer, de disfrute, de deleite y alegría sin cuento. No dejéis de comprarlo. Os dejo, cómo no, con una de las piezas del CD mencionado, Black and Blue, en la voz y la trompeta de Louis Armstrong.
 

miércoles, 23 de abril de 2014

JESÚS MARCHAMALO. TOCAR LOS LIBROS. CORTÁZAR Y LOS LIBROS

Hola, buenas tardes. De nuevo con vosotros, desde Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro, que os acerca como cada miércoles una nueva recomendación de lectura. Como venimos haciendo con regularidad a lo largo de los años, bien sea con ocasión del Día del Libro, el 23 de abril, bien sea coincidiendo con la presencia de la Feria del Libro en Salamanca, en la primera quincena del mes de mayo, os ofrezco una sugerencia que se centra en algún libro cuya temática gira, precisamente, en torno al mundo libresco, la lectura, o siendo más estrictos y precisos, los propios libros. Libros, pues, que hablan de libros y que, gozosamente, invitan a adentrarnos en sus placeres.
 
Son dos los títulos que quiero proponeros esta tarde, ambos del mismo autor, ambos publicados por la misma editorial y ambos, como os digo, con un eje central idéntico en el que el protagonismo lo asumen los libros en cuanto objeto, podríamos decir.
 
El primero de ellos es un librito muy breve, no llega a ochenta páginas de un formato muy reducido, contando con numerosas fotografías intercaladas. Su título es Tocar los libros, lo publica, en esta última edición -pues ha habido otras anteriores- la editorial Fórcola siendo su autor un nombre conocido, Jesús Marchamalo, que ha escrito mucho sobre libros y que cuenta con una trayectoria destacada en los medios de comunicación; los menos jóvenes de vosotros quizá aún recordéis Al habla, un programa de literatura en la 2 de radiotelevisión española.
 
Tocar los libros comenzó siendo una conferencia que el autor impartió en Valladolid en el año 2001 y que, tras variadas peripecias entre las que se cuentan dos ediciones preliminares en otras tantas editoriales, y de las que Marchamalo nos habla en la introducción al texto, acabó siendo este librito que ahora os presento. Luis Mateo Díez prologa el breve y ameno relato, en el que, entre fotografías de las bibliotecas de Fernando Savater, el propio Mateo Díez, Ortega y Gasset, Enrique Vila-Matas, Andrés Trapiello, Gustavo Martín Garzo o Luis Alberto de Cuenca, se nos cuentan infinidad de curiosidades librescas: el siempre discutible orden de los libros, su insensata acumulación, la a veces dramática necesidad de deshacerse de ellos, las razones de la lectura, los criterios de selección de los libros, las dedicatorias, las manías de los lectores: quienes guardan su dinero entre sus páginas, quienes los subrayan y garabatean y quienes consideran sacrílego profanar sus páginas, quienes finalizan su lectura dejando intacto el continente y quienes los aman esguardamillados, anacrónico término que complace al autor. Y todo ello trufado con decenas de ejemplos e innumerables anécdotas. En fin, una delicia esta obrita en apariencia (pero sólo en apariencia) menor.
 
Y el diminutivo, obrita, nada peyorativo por cierto, puede aplicarse igualmente al segundo de mis consejos de esta tarde, ya que muy breve es también, con apenas cien páginas, aunque de escueta dimensión y muy aireadas tipográficamente, contando además con numerosas ilustraciones y fotografías que reducen el texto a poco más de la mitad de su limitada extensión; muy corto, pues, como os digo, es también este emocionante Cortázar y los libros que el propio Marchamalo, y de nuevo en Fórcola Ediciones, ofreció al público en el pasado 2011. En este caso, la obra va precedida de un elogioso y bienhumorado preámbulo de Javier Gomá, el penetrante pensador y agudo filósofo de cuya obra ya os he dado cuenta aquí en alguna otra ocasión. Gomá relata con acusado sentido del humor los perniciosos efectos que sobre su propia vida conyugal tienen los libros de Marchamalo, pues la mujer del filósofo tiende a preterir la lectura de los libros de su marido cada vez que aparece alguna novedad editorial de su inconsciente competidor, tal es la cualidad adictiva de esos metalibros balsámicos que se leen con fruición, como denomina el prologuista a la singular obra del prologado. Pero esta vez no voy a cometer el mismo error, finaliza, rotundo e irónico, Javier Gomá, Cortázar y los libros no entrará en casa hasta que yo lo estime conveniente. Estas primeras páginas que abren el libro presentan, además, un atractivo adicional, pues el autor aprovecha la oportunidad que le brinda el prólogo para, cómo no, dejar alguna pincelada -muy ligera y casi inapreciable, muy sutil y subsidiaria de su principal propósito, la introducción de la obra, pero pese a todo significativa- de su muy personal y lúcido pensamiento.
 
La amigable presencia de Javier Gomá en el pórtico del libro del que os hablo se debe sin duda a que desempeña, aparte de otras ocupaciones académicas y profesionales, el cargo de Director de la Fundación Juan March. Y es precisamente a esta institución a la que Aurora Bernárdez, viuda de Cortázar, donó, en abril de 1993, los más de cuatro mil volúmenes de la biblioteca personal del escritor que habían quedado en uno de sus domicilios parisinos, el de la rue Martel, tras su muerte en ese tan lejano 1984 que sin embargo se nos ha aproximado estos días con la conmemoración del trigésimo aniversario de la infeliz desaparición del inolvidable autor de Rayuela. Jesús Marchamalo, entusiasta seguidor del escritor argentino y apasionado lector de su obra -asegura haber leído prácticamente todos sus libros-, se adentra en este fecundo legado y armado de paciencia, curiosidad y, sobre todo, devoción, investiga en esos miles de ejemplares, la mayoría de ellos leídos y releídos, llenos de comentarios, notas y papelitos utilizados como señaladores. Y en Cortázar y los libros nos da cuenta de ese fascinante rastreo por libros subrayados, esquinas dobladas, apostillas y papeles, hojas de calendario, recortes de periódico, un pedazo de cartulina garabateado, anotaciones al margen, firmas y dedicatorias, comentarios y exclamaciones, que acaban dibujando, como señala el autor, un retrato imaginario de su propietario, del propio Cortázar.
 
A través de este repaso por esta biblioteca cortazariana podemos conocer, claro está, las preferencias literarias del escritor: Neruda, Lezama Lima, Alejandra Pizarnik, Vargas Llosa -con varios ejemplares aunque sin rastros de lectura en ellos, como algo malévolamente apunta Marchamalo-, Yourcenar, Calvino, Nabokov, Dostoievski, Scott Fitzgerald, Salinger, Faulkner y tantos otros, entre los que resultan significativas algunas ausencias de nuestros compatriotas, pues no están ni Cela, ni Delibes, ni Umbral, aunque sí Alberti, Cernuda, Aleixandre o Salinas. En muchos de esos casos se recogen sustanciosas notas de lectura escritas por el propio Cortázar bien sea en los mismos libros, bien en todo ese conjunto de materiales heteróclitos -hojas sueltas, billetes de avión, sobres- que os he señalado con anterioridad. Cortázar manejaba todo un código de corchetes, paréntesis, exclamaciones, líneas rectas o serpenteantes, subrayados, interrogantes, cruces, flechas, aspas y círculos que podemos ver en las numerosas fotografías que se nos ofrecen. Otro tanto ocurre con los numerosos comentarios, entregados o irónicos, entusiastas o irritados, aquiescentes o críticos, que glosan con vehemencia sus lecturas. Hay también todo un capítulo -en el que ya no puedo detenerme- centrado en las dedicatorias, las cuales nos permiten calibrar el grado de afinidad o simpatía que los diversos remitentes mantienen con el argentino. Hay también ilustraciones, garabatos y dibujitos varios que el escritor pergeña en los libros y que son mostrados también por Marchamalo como complemento a su honda cala en la biblioteca de Julio Cortázar.
 
No dudéis en leer -si sois devotos del genial escritor la obligación es ineludible- este simpático Cortázar y los libros. Hacedlo también con Tocar los libros, igualmente interesante. Dos estupendos volúmenes de Jesús Marchamalo publicados por la editorial Fórcola.
 
Y si de Cortázar hablamos, el acompañamiento musical no puede ser otro que el jazz, y más en particular, el hondo saxo de Charlie Parker, el referente último de El perseguidor, ese cuento magnífico que encierra las principales claves estilísticas y lo esencial de las preocupaciones literarias del entrañable argentino. Lover man es la pieza escogida -un clásico- para cerrar este comentario.
 
 
Me gusta contar esta historia que leí de Aurora y Julio. Viajaban a mediados de los años cincuenta por Italia, moviéndose en tren de una ciudad a otra. Y para no cargar peso innecesario decidieron comprar los libros en los quioscos de las estaciones. Elegían ediciones baratas, de papel basto y mal encuadernadas, que leían juntos, a medias, durante los trayectos. Comenzaba casi siempre Julio, que, al terminar una página, la arrancaba del libro y se la pasaba a Aurora, que la leía allí a su lado y después la arrojaba por la ventanilla.
 
Siempre me ha parecido una metáfora aquella biblioteca volandera, secreta e invisible de Cortázar; las hojas arrastradas por el viento.
 
Y me tienta la idea de emprender ese viaje por toda Italia arriba, desde el sur, siguiendo las vías férreas salpicadas de páginas de aquel lector, Cortázar, que las dejaba marchar por la ventana abierta perdiendo la mirada en el paisaje, a veces, desde el tren.

miércoles, 9 de abril de 2014

JUAN CRUZ RUIZ. OJALÁ OCTUBRE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Desde aquí, desde Radio Universidad de Salamanca, os traemos todas las semanas una nueva propuesta de lectura, un nuevo libro con el que pretendemos avivar vuestra voluntad de leer, con el que intentamos despertar en vosotros el disfrute y el placer de la lectura.
 
El libro que hoy he escogido para tan ambicioso propósito es una novela, una novela llena de emoción y sentimentalidad, una novela que es una especie de documento personalísimo de la primera infancia y la juventud de su autor, una novela que es, en gran medida, una autobiografía, hecha a través de la evocación de la figura de su padre, de Juan Cruz Ruiz, el periodista y escritor canario a quien debemos esta muy sensible Ojalá octubre, que publica la editorial Alfaguara.
 
La relación padre-hijo es la más intensa entre dos hombres. La literatura la re-crea con grados de acercamiento muy diversos. Telémaco sale en busca de su padre Ulises seguro de que le asistirán los dioses. Su ruta es “la ancha espalda del mar”. Juan Preciado sale en busca de su padre Pedro Páramo incierto de si le asistirán los muertos. Su ruta es un camino de cacto y polvo. Abraham es puesto a prueba por Jehová sacrificando a su hijo Isaac. Turguénev, en Padres e hijos, pone a prueba la relación cuando dos generaciones entran en conflicto, y Hamlet, el hombre de la duda, sólo actúa, como Cristo, en nombre del padre, para vengarse.
 
Con estas palabras comenzaba el desaparecido Carlos Fuentes su artículo de 2007 en el que comentaba el libro que ahora yo os presento. La relación tantas veces conflictiva entre padres e hijos tiene, aparte de los ejemplos mencionados por el escritor mexicano, una intensa presencia en la literatura. A los referentes citados yo añadiría ahora la esencial Carta al padre, de Franz Kafka, que tanto influjo tuvo en una lejana fase de mi vida, o la reciente Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, con la que ganó el Premio Nacional de Narrativa de 2011. En casi todas ellas, no obstante el amor paterno filial que inevitablemente aflora por doquier, el enfoque es a menudo agrio, el hijo evoca a su progenitor con despecho, usa la escritura para formalizar una suerte de venganza, para ajustar cuentas póstumas; el tono es hiriente, preñado de reproches, de quejas, de hostilidad incluso. No ocurre así, en cambio, en la obra de la que ahora os hablo, que rezuma bondad y emoción, amor y generosidad, cariño y dulzura, entrañable alegría y conmovedora gratitud.
 
Ojalá octubre parte de una frase del escritor norteamericano Truman Capote quien, en una fase de su vida en la que vivía rodeado de satisfacción, plenitud y felicidad, escribió: Me gusta tanto este mes que ojalá siempre fuera octubre. Estas palabras de Truman Capote, traen a Juan Cruz el recuerdo de su padre, ya fallecido, los últimos momentos de su vida, su triste entrada en el hospital, sentado en silla de ruedas, su mirada llorosa, triste, perdida, la mirada del que intuye que todo está ya decidido y nada puede hacerse, que el juego ha terminado y atrás quedan la ansiedad por vivir y ser feliz, la pasión por la vida, el deseo, la esperanza. Y esa mirada, grabada ya para siempre en el hijo, desencadena en él el deseo de rememorar la vida con su padre, de recordar la personalidad de éste, sus afanes, sus secretos, su tristeza, sus sueños. Pensé, dice el autor, en qué momento habrá dicho, cuándo, ojalá este mes siempre fuera octubre. ¿Tuvo un día, o dos, tuvo una semana, un tiempo, un segundo acaso, tuvo alguna vez el instante que le permitió decir, ojalá siempre sea el mes de octubre?
 
El libro entero está impregnado de lirismo, de ternura, de sensibilidad. Juan Cruz vuelve a su infancia a través del recuerdo de su padre, nos cuenta las complejas relaciones con él, su propia enfermedad infantil, el asma que le acompañará toda su vida, las vegetaciones -el término que utilizaba su padre-, recuerda su niñez, su adolescencia, tamizadas por la melancólica figura del padre, por la poderosa presencia de la madre, la pobreza de su vida en una casucha modesta en un barranco de Tenerife, la bombilla de luz mortecina, los días mustios, el ajuar escueto, los muebles someros, lo limitado de la existencia familiar en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, la austeridad, a veces la miseria, de una familia dependiente de un padre camionero que trajinaba chatarra entre los pueblos de la isla aunque desempeñara, siempre inquieto, oficios varios. Juan Cruz lo evoca en sus palabras, letras de cambio, facturas, estraperlo, embargo, siempre la pobreza. Lo recuerda en sus sentencias, en sus silencios. Rememora sus ropas, sus chaquetas de dril, sus colores siempre oscuros, sus camisas blancas, el olor seco de su ropa. Se acuerda de las conversaciones nocturnas, de las escapadas al fútbol, precario solaz en un tiempo lento, huidizas tardes de domingo que se apagan vislumbrando desde un monte, a duras penas, el triste juego de los equipos del barrio. Y se acuerda del miedo y la tristeza, el miedo a la miseria, la tristeza siempre inexplicada, siempre presente. Y del dinero, o su falta, y del hambre, y de las primeras lecturas, y de la extraña fauna de amigos y parientes, de vecinos y compañeros de trabajo del padre, y de la melancolía del padre, y de la infelicidad del padre, y de la risa escasa del padre, y de la impaciencia del padre, y del silencio del padre, siempre el silencio del padre… y la enfermedad del padre, y su muerte.
 
Es un libro hermoso, este Ojalá octubre, un libro triste, un libro íntimo, un libro lleno de vida verdadera, de emociones nobles, de sentimientos auténticos. Leedlo, seguro que va a emocionaros.
 
Y esa poderosa figura, la del padre de recuerdo imborrable, aparece también en la canción con la que despido el programa por esta tarde. La conmovedora My father’s eyes, en la voz y la guitarra dolientes de Eric Clapton.
 
 
Fue entonces cuando pensé en mi padre. Lo veo a la entrada del hospital, arropado por una manta gris. Me mira. Está en una silla de ruedas, espera, yo paso ante él y encuentro que mira, o solloza, jamás lo había visto tan triste, tan ensimismado. Su silencio ya está al otro lado de la vida, ha dejado de ser una pregunta y en este momento ya es una acusación, un puñetazo, él no nació para morir, y está ahí, muriendo, no es él, él está en otro lugar, algún impostor le ha dejado su dolor, él lo carga, no se conoce a sí mismo, tan sólo sabe que está muriendo y no es él.
 
Así que pregunta. Eso es lo que se ve en su rostro. Pasé a su lado, lo miré, y ese instante en que el drama y el silencio se juntan en su rostro ya se quedó conmigo para siempre.
 
Trato de saber qué nos hace esa mirada, cómo se aloja, cómo regresa. La vi más veces, el miedo, la sensación del abismo, la mano que ya no sabe cómo hacer para secar la lágrima, pero jamás se había parado así en mi propia vida, esa mirada la ha ido haciendo.
 
Hace falta mucha valentía para encontrar respuesta luego a ese rostro.
 
Lo estoy viendo, él me está viendo. Y así siempre, no ha habido un instante en que no regresa ese rostro hablando. El miedo. Ese rostro en ese momento es el miedo.
 
Le pongo la mano en el hombro.
 
Todo irá bien, le digo.


miércoles, 2 de abril de 2014

QUIM MONZÓ. MIL CRETINOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a nuestra sección de literatura, bienvenidos a Todos los libros un libro, el pequeño espacio que Radio Universidad de Salamanca dedica todos los miércoles a la presentación y recomendación de una obra literaria. Hoy os traigo una colección de relatos de un magnífico cuentista. Se trata de Quim Monzó y de su último libro, el excelente Mil cretinos, publicado por la editorial Anagrama con la traducción del catalán a cargo de Rosa Alapont. Quim Monzó es uno de los más grandes escritores de cuentos de los últimos treinta años. Uno de los más grandes sin duda de su Cataluña natal, pero también de toda España, e incluso hay quien lo reputa, como el también escritor Enrique Vila-Matas, como uno de los mejores del mundo. En cualquier caso ya supondréis que estas exigencias clasificatorias, estas manías por los escalafones no tienen mucho que ver con la literatura, pero, en fin, lo que es indiscutible es que Monzó es un fantástico escritor de relatos. Quizá alguno de vosotros tuvo ocasión de leer su anterior obra, también publicada en Anagrama, Ochenta y seis cuentos era su título, y en ella se contenían todos los cuentos publicados por Monzó hasta ese momento. Una estupenda vía para el acercamiento a la realidad literaria del escritor catalán. Como lo es también este Mil cretinos del que hoy quiero hablaros. El libro, que vio la luz hace casi siete años, es el último de ficción de su autor, y ello puede sorprender en un escritor que sin ser especialmente prolífico ha publicado cerca de una quincena de obras, entre novelas y colecciones de cuentos. Y ello es así porque, como confiesa el propio Monzó al periodista Enric González en una entrevista -que no deberías perderos- aparecida en verano de 2012 en la revista Jot Down, su dedicación a la prensa y sus colaboraciones diarias en el periódico La Vanguardia, en las que lleva ocupado desde 2007, no le dejan tiempo para ninguna otra actividad literaria. Confiemos en que pronto podamos ver reunidos en algún volumen recopilatorio (ya hay uno de hace unos años, Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas, con una selección de sus columnas periodísticas escritas entre 2001 y 2004) estos artículos en los que el humor cáustico, la agudeza irreverente, las informaciones disparatadas, el absurdo controlado (o no tanto) y la inteligencia, la lucidez, la capacidad de penetración del pensamiento del catalán (¡lástima de fervor independentista!) siempre sorprenden e interesan.
 
En Mil cretinos se incluyen diecinueve cuentos divididos en dos bloques muy claramente diferenciados. Empezaré por el segundo de ellos, el más reconocible y homogéneo, el que guarda mayores concomitancias con el resto de la obra de su autor. Se trata de cuentos muy breves, algunos no llegan ni a una página, la mayor parte ocupan tan sólo dos o tres, en los que se muestran los principales rasgos del estilo Monzó: el lenguaje cercano, sin pedantes florituras literarias, la ironía, el humor, las cargas de profundidad escondidas tras una aparente ligereza, la disección hecha al desgaire, casi como sin querer, de los hábitos de la vida urbana de nuestros días, las fotografías precisas del anodino acontecer vital de algunas existencias solitarias y vulgares, unas fotografías que, al modo de las ya casi desaparecidas Polaroids, aparecen como fijadas en algún momento trivial, pero singular y exacto; banal o hasta ridículo, pero sumamente descriptivo y clarificador de esas existencias. Así, en Treinta líneas encontramos a un escritor con problemas a la hora de encarar un artículo. En Un corte, aflora la crítica a la actual situación de la enseñanza con un maestro insensible ante la cruenta lesión de uno de sus alumnos. En El reborde desusado penetramos en las interioridades de dos personajes envueltos en un algo hipócrita ritual de cortejo. En dos cuentos, Otra noche y Muchas felicidades, Monzó se adentra, de modo descarnado, en las miserias de la vida de pareja. En Cualquier tiempo pasado, en el elíptico y formidable El tenedor, en La plenitud del verano, tres cuentos muy logrados, es la vida familiar y sus insustanciales ceremonias la que pasa bajo la demoledora apisonadora de Quim Monzó, que como es habitual en él, no sólo en su obra literaria sino también en la periodística, no deja títere con cabeza.
 
Es, sin embargo, en la primera parte del libro, en sus siete primeros relatos, en donde, a mi juicio, están las grandes joyas de esta edición. Son cuentos, estos primeros, más densos, podríamos decir, más serios (aunque el humor también está en ellos, de modo muy sutil), más trascendentes. Algunos de ellos, los para mí más logrados, nacen de la experiencia, a la que ha aludido Quim Monzó en algunas entrevistas, del deterioro y la enfermedad de los propios padres del autor. Son cuentos en los que hay una presencia destacada del dolor, de la tristeza, de la decadencia, de la muerte. Cuentos que se desarrollan en residencias de ancianos, en geriátricos, en clínicas, en hospitales. Cuentos llenos de evocaciones, de recuerdos, en los que vemos el rastro que deja el paso de tiempo. Cuentos como El señor Beneset, como El amor es eterno, con la vida de pareja, una vez más, como tema central, como el magistral Sábado, quizá el mejor del libro, como el también magnífico La llegada de la primavera; todos son relatos excepcionales, llenos de intensidad y emoción, llenos de, paradójicamente pese a su motivo principal, vida.
 
Recordad pues, este Mil cretinos de Quim Monzó, publicado por Anagrama, estoy seguro de que os interesará. Os voy a dejar con un fragmento de uno de estos cuentos, Miro por la ventana es su título, muy descriptivo de la obra de su autor. Xavier Plá, en un artículo en el diario Avui de Barcelona, ha señalado que mirar por la ventana es una excelente metáfora de la literatura de Monzó, así como de la vida misma. Un hombre mira por la ventana, observa la calle, habla por teléfono, curiosea en los retazos de vida que percibe en las viviendas ajenas, piensa en lo que ve e imagina lo que no ve, vive un acto banal, intrascendente, pero detrás de esta rutina simple hay algo más, siempre hay algo más en los cuentos de Quim Monzó…
 
Música catalana, cómo no, para complementar esta reseña. No he sido capaz de localizar ninguna de las canciones cuya letra escribió el propio Monzó. Os dejo, pues, con un tema, Teresa Rampell, del grupo Manel. Y aunque el amor romántico no es un tema muy “monzonesco”, pienso que esta canción sí puede encajar en el universo urbano del escritor.
 
 
Miro por la ventana, no porque no tenga nada más que hacer, pues cosas que hacer tengo siempre un montón -muchas menos querría-, sino porque la verdad es que ahora no me apetece hacer ninguna. Lo que me apetece ahora es mirar por la ventana. Miro por la ventana y contemplo el edificio de enfrente. Nada de especial. Dos balcones iluminados con las cortinas descorridas, todo lo demás a oscuras. Por la puerta de uno de los dos balcones se ve un comedor con una mesa vacía. Por la puerta del otro, una habitación con una puerta al fondo y un lienzo de pared vacío. Debe de haber muebles, probablemente una cama, porque detrás de la puerta hay un perchero con una camisa y unos pantalones. No se ve movimiento. Hace mucho rato que miro y tengo sed e iría a beber un vaso de agua, pero si me levantase ya no miraría por la ventana y si dejo de mirar por la ventana seguro que me liaré a hacer cualquier cosa y no volveré a mirar. No es que haya conseguido mucho deleite con esta actividad en el montón de minutos que hace que me dedico a ella, porque, con luz, sólo hay los dos balcones que he dicho antes. Miento. Ahora que me fijo bien, hay un tercero, bastante más arriba, con una mujer que plancha en una tabla y un niño en un parque que justo ahora arroja el sonajero al suelo. No me había fijado en ese balcón porque está tan arriba que para verlo he de agacharme y levantar la vista y, hasta ahora, no sólo miraba por la ventana sino que lo hacía con una actitud voluntariamente abstraída, con la mirada fija en los otros dos balcones, que quedan por debajo de mi ventana y que veo sin necesidad de agacharme.