Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de abril de 2013

ANNA GAVALDA. EL CONSUELO

Hola, buenos días, bienvenidos como todos los miércoles a Todos los libros un libro, vuestra cita semanal con las recomendaciones literarias aquí, en el 89.0 de la emisora universitaria salmantina. Esta mañana quiero proponeros una novela muy interesante, muy extensa también, casi seiscientas páginas, aunque como la acojáis con el entusiasmo y la pasión, con la fruición lectora que me han acometido a mí mismo al encararla, podéis tener por seguro que la vais a disfrutar y se os terminará entre las manos en un suspiro fugacísimo. Se trata de la estupenda El consuelo, escrita por Anna Gavalda, autora que goza de un extraordinario éxito y de un reconocimiento casi unánime no sólo en su Francia natal sino en hasta treinta y ocho países en los que ha sido traducida, tal y como declara su propia editorial, la catalana Seix Barral, que presenta la novela en la versión española de Isabel González-Gallarza. También en España la novela ha alcanzado un cuantioso número de reediciones por lo que podemos suponer que ha sido muy leída y apreciada; con mi recomendación de hoy juego sobre seguro, pues.
 
El consuelo gira sobre un personaje principal, Charles Balanda, de 47 años, un arquitecto e ingeniero famoso y reconocido, con una vida profesional llena de éxitos, que lo llevan por razones de trabajo a medio mundo, siempre embarcado en proyectos, congresos, reuniones, convenciones. Su vida personal es, también, aparentemente envidiable. Vive con Laurence, una mujer guapa, independiente, profesional en el mundo de la moda, en la muy francesa Chanel, y con la hija de esta, la adolescente Mathilde, catorce años de ingenuidad y ternura, de confusión y aislamiento tras los auriculares del iPod. La vida de Charles muestra, sin embargo, enormes grietas que apenas logran disimular las apariencias de éxito que le rodean. Su insatisfacción, su descontento radical con una existencia superficial, su profunda infelicidad, su desajuste con esa vida ficticia que pasa por real y que lo mantiene narcotizado, sin tiempo para pensar, en aviones y aeropuertos, entre relaciones personales y profesionales insulsas, cínicas y falsas, estallan un día cuando en una celebración familiar, el cumpleaños de su mujer, recibe una carta en la que, de modo austero y algo misterioso, se le comunica que Anouk, una mujer formidable que marcó su infancia y su adolescencia, la entonces joven madre de su íntimo amigo Alexis, ha muerto.
 
A partir de ese acontecimiento, Charles rememora la historia con Anouk, una mujer espléndida, singular, nada convencional, a la que amó y que cambió su vida, y empujado por ese recuerdo, se replantea su existencia, se cuestiona el absurdo de su vida profesional, la mentira de su relación de pareja, tantea, deambula, balbucea, experimenta en busca de un destino más auténtico. Charles encontrará a Kate, otra mujer, como Anouk, fuera de la norma, luminosa, adorable, valiente, inteligente, un personaje femenino muy destacado, muy logrado, fuerte, resplandeciente, de la que se enamorará y que le permitirá consumar el cambio de rumbo de su vida.
 
Resumida así, El consuelo os parecerá una novela convencional, con personajes arquetípicos, estereotipados, el hombre de mediana edad aburrido y desencantado en la crisis de los cincuenta, su mujer ejecutiva, seca y fría, la chica joven llena de vida que aparece para cambiarlo todo… Y aunque algo de esquemático hay en la construcción de los personajes, la novela es, sin embargo, intensa y bellísima, original y muy interesante, con un planteamiento que desborda el tópico, que lo supera, lo recrea y lo mejora.
 
Quiero destacaros, en primer lugar y de un modo muy breve, no hay tiempo para más, la escritura, muy rápida y ágil, hecha de párrafos cortos, de frases muy breves, de infinidad de diálogos centelleantes. Una escritura muy trabajada para dar la impresión (y la autora lo logra con maestría) de naturalidad, de espontaneidad, de frescura.
 
La novela resulta convincente también por su ‘ambientación’ podríamos decir. Sin duda conocéis el hábito, tan común en algunos grandes actores, que les lleva a identificarse, a adentrarse de tal modo en el personaje que van a representar, que engordan treinta kilos con él, que viven semanas en un desierto o en alta mar o en un hospital psiquiátrico, o se hacen durante algún tiempo carniceros o seminaristas o boxeadores o asesinos en serie, para lograr la verosimilitud deseada en su actuación. Anna Gavalda defiende, en el ámbito de la escritura, una tesis similar y documenta sus obras con minuciosidad y rigor; así, al igual que su personaje principal, la autora viajó a Rusia, aunque la presencia de este país sea casi episódica en la novela, o se ilustró con profusión en temas de arquitectura, hasta el punto de que la recreación de su Charles arquitecto es tan real, tan creíble desde el punto de vista profesional, que ha suscitado la admiración y el elogio de revistas de arquitectura. Esa fidelidad a la realidad que describe, proporciona cercanía y fiabilidad a la novela, hace que la leamos con mayor convicción y constituye, por ello, otro de sus logros aparentemente imperceptible pero esencial.
 
La novela, por otro lado, está llena de sentido del humor, de ternura, de alegría, de optimismo. En un momento del libro, los personajes principales juegan a la petanca y se disponen a encarar la partida del ‘consuelo’, que definen así: está la primera partida, la segunda, luego la decisiva, la revancha, y por último, la del consuelo. Es una partida en la que ya nadie se juega nada. Una partida sin competición, sin perdedores. Por el placer de jugar y ya está. He ahí, de un modo sucinto y resumido, no sólo la explicación del título del libro, sino también, en cierto modo, la razón de su esencia, de su espíritu: la vida como juego, como aventura en la que se participa por el placer de jugar, sin más… Mensaje optimista, esperanzador, entusiasta, con un anclaje ideológico nítido, a mi juicio, en las expectativas y los sueños de mayo del 68, la revolución de la vida, el esbozo de otras formas de existencia más puras, más auténticas, el ansia de libertad, la vuelta a la naturaleza, la conciencia ecologista: Hoy en día el mundo es de los comerciantes, pero ¿y mañana? Me digo a menudo que sólo podrán salvarse aquellos que sepan distinguir una baya de un champiñón o plantar una semilla, dice uno de sus personajes.
 
Os dejo ya en compañía de otro fragmento significativo de la novela, un texto, extraído de La vida de las abejas, de Maurice Maeterlinck, que se cita con pertinencia en el libro. Tra él, una de las muchas canciones que “suenan” en la novela: el clásico Suzanne, de Leonard Cohen.
 
 
Y de la misma manera que las abejas llevan escrito en la lengua, la boca y el estómago que tienen que producir miel, también llevamos nosotros escrito en los ojos, los oídos, la médula de nuestros huesos, en todos los lóbulos de nuestro cerebro, en todos los sistemas nerviosos de nuestro cuerpo, que hemos sido creados para transformar lo que absorbemos de los frutos de la tierra en una energía particular y de una cualidad única en este planeta. Ningún otro ser, que yo sepa, ha sido diseñado para producir como nosotros ese extraño fluido que llamamos pensamiento, inteligencia, entendimiento, razón, alma, espíritu, potencia cerebral, virtud, bondad, justicia, saber; pues posee mil nombres aunque sólo tenga una esencia. Todo en nosotros le ha sido sacrificado. Nuestros músculos, nuestra salud, la agilidad de nuestros miembros, el equilibrio de nuestras funciones animales, el sosiego de nuestra vida soportan el esfuerzo cada vez más grande de su preponderancia. Es el estado más valioso y el más difícil al que se pueda elevar la materia. La llama, el calor, la luz, la propia vida y el instinto más sutil que la vida, así como la mayor parte de las fuerzas inasibles que coronaban el mundo antes de nuestra venida palidecieron en contacto con este nuevo efluvio.


miércoles, 17 de abril de 2013

SARAH WATERS. RONDA NOCTURNA

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Desde aquí, desde Radio Universidad de Salamanca, os ofrecemos cada semana una nueva propuesta de lectura con la intención de despertar vuestro interés y vuestra curiosidad. Hoy os traigo una atractiva novela, se titula Ronda nocturna, su autora es Sarah Waters y ha sido publicada por la editorial Anagrama en traducción de Jaime Zulaika, que es un excelente traductor, aunque esta vez, y pese a que no soy un experto, su versión española presenta algunos pequeños errores que, sin embargo, no impiden, ni dificultan siquiera, la lectura de la novela, una lectura que debo confesar me ha resultado apasionante. Y ello es así, sobre todo, porque Ronda nocturna cuenta, de una manera arrebatadora y muy atractiva, historias que nos conciernen, que tienen que ver con sentimientos y emociones comunes, por las que todos hemos pasado, que cualquier ser humano ha vivido, de modo que algunos pequeños fallos en la traducción no entorpecen el fluir de la lectura, que es, como os digo, muy fácil, casi torrencial. Puedo confesaros que en tan sólo dos días yo he devorado la novela, las quinientas setenta páginas de la novela, lo que es prueba de que su trama engancha, su escritura es ágil y los temas de los que habla interesan e, incluso, como digo, apasionan.
 
Ronda nocturna cuenta las vidas de cuatro protagonistas principales, cuatro jóvenes londinenses, a lo largo de la década de los cuarenta del siglo pasado. Dos secretarias, compañeras de trabajo, Helen y Viv, el hermano de ésta, Duncan, y una antigua enfermera, Kay. La acción se desarrolla en Londres en tres fechas distintas, 1947, con la guerra mundial recientemente terminada, 1944 y 1941, con la ciudad sometida a los bombardeos nocturnos de la aviación nazi. La narración se desenvuelve, y ésta es una de las peculiaridades -y de los logros, a mi juicio- de la novela, en orden cronológico inverso. Es decir, en el primer capítulo se nos presenta a los personajes en 1947, viviendo los días de la posguerra. Asistimos a los dramas internos de los protagonistas, los celos obsesivos de Helen que dañan su vida sentimental; la insatisfactoria relación de Viv con un hombre casado; el oscuro trabajo de Duncan en una fábrica de velas y la enigmática presencia de Mundy en su vida; la búsqueda, algo patética, por parte de Kay de un amor que la libere de su soledad. Y todo ello en un Londres que se recupera de los desastres de la guerra, en el que son visibles aún los estragos físicos, pero también morales, de los bombardeos. Los cuatro personajes están dejando atrás su juventud, una juventud marcada para siempre, condenada, por la terrible experiencia bélica.
 
El segundo capítulo se desarrolla en 1944, y en él encontramos los antecedentes de la situación que vivirán los protagonistas tres años después. Sus existencias se imbrican, se entrelazan. Conocemos su personalidad, sus emociones más íntimas, los acontecimientos dramáticos que conformarán sus vidas, sus amores, sus secretos, sus dramas ocultos, sus pasiones, sus sueños rotos, sus decepciones.
 
En el tercer capítulo retrocedemos hasta 1941, y Sarah Waters nos muestra en él el origen, la causa última de todo lo que hemos ido leyendo hasta el momento, la explicación de los enigmas, la naturaleza auténtica de sus comportamientos futuros.
 
Los personajes son muy interesantes, presentados con pericia, con intensidad. Sentimos con ellos, reflexionamos a través de ellos sobre las grandes verdades de la existencia: el amor, la identidad, la búsqueda de sentido, las traiciones, los prejuicios, las coerciones sociales, la entrada en una madurez que deja atrás, imperceptiblemente casi, la frustrada juventud. El joven Duncan, con pulsiones homosexuales tenuemente esbozadas, elegantemente sugeridas, arrastra el impacto del suicidio de un amigo de juventud. Viv se consume en una relación adúltera sin futuro y, lo que es peor, sin presente. Helen vive con Julia y asiste al deterioro de su sentimiento. Kay, antigua amante de Helen, amiga de Julia, ve pasar el tiempo y alejarse la posibilidad del amor.
 
Y entre todos estos personajes aparece el Londres asediado por la aviación alemana, un Londres que, en cierto modo es, también, y de manera principal, protagonista de la novela. Resultan formidables las descripciones de los bombardeos nocturnos, de las calles devastadas, de la vida de guerra, con sus cupones de racionamiento, sus casas destrozadas, los refugios, los focos antiaéreos, el terror de las sirenas, de las alarmas, los muertos y heridos, los cuerpos destrozados, las viviendas a la luz de las velas, los cristales permanentemente oscurecidos, los vidrios protegidos, las barricadas, los sacos terreros, la triste normalidad de la guerra.
 
Os dejo ya con un fragmento de Ronda nocturna en el que la presencia de ese Londres bombardeado es especialmente intensa. El acompañamiento musical a mi reseña de hoy ha de ser, necesariamente, London calling, el clásico de The Clash. La frase This is London calling abría los noticieros de la BBC destinados a los países ocupados, durante la segunda guerra mundial, con lo que mi elección resultaba casi inevitable para ilustrar las escenas de esa capital londinense permanentemente bombardeada en la terrible contienda.
 
 
El incendio había alcanzado su apogeo antes de que Kay llegase. Ya no saltaban llamas hacia el cielo. El rugido había disminuido; el calor, en cualquier caso, era más grande que antes, pero las paredes del almacén ardían consumidas en mitad de las llamas y enseguida se estremecieron y se desplomaron, con una ráfaga final de chispas. Los bomberos iban de un lado para otro. El agua sucia corría por los adoquines o se elevaba como un denso vapor ácido. Hubo un momento en que el suelo emitió una serie de retumbos e impactos sordos que debían provenir de la caída de bombas en las cercanías, pero la onda expansiva, en todo caso, actuó en aquel escenario como una criba efectuada con un atizador gigantesco: el fuego se elevó en llamaradas fulgurantes durante diez o quince minutos y luego empezó a extinguirse. Apagaron uno de los motores y enrollaron una de las bombas. La luna había desaparecido o se ocultaba tras una nube. Los objetos perdían sus contornos nítidos, su aire de irrealidad; los pequeños detalles volvían a sumirse en las sombras, como otras tantas polillas que plegasen sus alas.
 
Nadie abordó a Kay en todo este tiempo. Era como si la oscuridad también la hubiese reabsorbido poco a poco. Sentada con las manos en los muslos, se limitaba a contemplar el núcleo caliente e inerte del edificio en llamas; vio los cambios de color del fuego, desde un blanco insondable al anaranjado y al rojo. Apagaron el segundo motor y se lo llevaron. Alguien gritó que había sonado la sirena y que las calles ya estaban transitables.
 
Ella pensó en calles, en movimientos, y no le encontró sentido. Notó algo raro en el pelo: lo tenía apelmazado, chamuscado por chispas. Se tocó la piel de la cara y estaba blanda; recordó vagamente que alguien le había dicho que se había quemado.

miércoles, 10 de abril de 2013

LUCIANO G. EGIDO. EL SEGUNDO CORAZÓN

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, como todos los miércoles aquí, en el 89.0 de Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero presentaros un libro que probablemente conocéis, pues al tener como centro de inspiración a nuestra ciudad, ha sido divulgado y difundido en todos los medios de comunicación y reposa en las estanterías e incluso en los escaparates de nuestras librerías desde hace mucho tiempo. Se trata de El segundo corazón, su autor es el muy conocido y premiado escritor Luciano G. Egido y ha sido publicado por la Editorial El Pasaje de las Letras en su Colección La ciudad y la memoria, en el año 2007.

La ciudad y la memoria es una apuesta editorial muy singular y atractiva. Cada entrega de la colección constituye un acercamiento monográfico a una destacada ciudad española. Con esta escueta descripción podríais pensar que os estoy hablando de una serie de guías, más o menos turísticas, de algunas urbes, que nos darían cuenta de sus monumentos relevantes, sus enclaves pintorescos, sus lugares recomendables para comer, para pasear, para divertirse. Pero La ciudad y la memoria aunque puede servir, en efecto, como una guía al uso, convencional, es mucho más, es también algo muy distinto: cada entrega de la colección se plantea como una revisión del alma, del espíritu, del clima sentimental, podríamos decir, de una ciudad a partir de la memoria de alguno de sus pobladores más representativos, de un escritor reconocido, de alguien que, además del amor por su ciudad natal, posee la capacidad narrativa y el talento literario para describírnosla desde el íntimo territorio de sus recuerdos, sus emociones, sus sueños, sus sentimientos. Se trata pues de un enfoque subjetivo, interno, personalísimo, de una visión que evoca la ciudad brumosa, etérea, difusa, que el escritor lleva dentro, la cual puede o no coincidir con la ciudad real, externa, tangible, constatable, la que sí encontramos en las guías; aunque, como es obvio, ambas urbes, la real de los mapas y la soñada por la nostalgia, ofrecen casi siempre muchos elementos en común.

El primer número de la colección tuvo como centro a Valladolid, recreada por la bellísima prosa poética de Gustavo Martín Garzo, en un libro titulado La calle del paraíso, del que quizá pueda hablaros en otra ocasión, pues es también una obra fascinante. La Salamanca de Luciano G. Egido, que hoy os presento bajo la rúbrica El segundo corazón, es la segunda entrega de la serie. El Oviedo de Xuan Bello, recogido en Al dios del lugar, es ya el tercer libro de la colección, y hay otros ejemplares dedicados a Burgos, La ciudad de plata, Medina de Rioseco, El fulgor de la ceniza, y otras localidades.

En El segundo corazón se entretejen diversos planos, diversos enfoques sobre Salamanca: están, claro, los principales hitos de la biografía personal de su autor acaecidos en la ciudad (los juegos infantiles, las excursiones juveniles, la entrada y salida de la Universidad, entre otros); hay además -su ausencia parecería inexcusable- una descripción de sus monumentos más significativos o de sus lugares emblemáticos, esos que en cierto modo constituyen nuestra principal seña de identidad ante el mundo, aunque no sólo los previsibles, las Catedrales y la Plaza Mayor, la Clerecía o la Casa de las Conchas, sino que aparece también, por ejemplo, la cueva de Salamanca y, a propósito de ella, un especialmente interesante capítulo en el que se analiza la tradición nigromántica de nuestra población; hay igualmente un recorrido por la historia de la ciudad, en secciones de títulos evocadores: el pasado remoto, el pasado próximo, el eterno presente, ayer por la tarde, esta mañana; un recorrido que partiendo del río originario, el lugar de agua abundante que está en nuestro nombre, nos lleva al culto al sol y lo esotérico, al nacimiento de la Universidad, a la sangre, sangre de los crímenes y sangre de las guerras, al terremoto de Lisboa, a la triste herencia del siglo XIX, a la guerra civil; presenta también Luciano G. Egido algunos personajes que pertenecen por derecho a la leyenda de la ciudad y están ya unidos para siempre a ella: Unamuno, Carmen Martín Gaite, Torrente Ballester; en el mismo sentido, repasa la presencia de Salamanca en la literatura, el Lazarillo, singularmente el Quijote, Espronceda, los viajeros románticos y tantos otros; y hay también, por último, una breve excursión por los campos aledaños, en una sección, las escarramajeras, que nos lleva a Hinojosa y a la placidez y el gozo de la vida rural. Y cada una de estas cuestiones se nos muestran ilustradas por unas sugerentes fotografías de David Arranz que sirven de magnífico contrapunto al texto.

El libro es, sin embargo, mucho más que la mera sucesión de los temas que acabo de referiros, es la escritura magnética de Luciano G. Egido, es la belleza de su prosa, es la claridad, la nitidez y la riqueza de su vocabulario, es la amplitud y la profundidad de sus conocimientos, la sinceridad de sus recuerdos, es la magia del mundo que evoca. Cualidades todas que se pueden apreciar en el magnífico texto con el que me despido por hoy y que tiene por centro a nuestra Plaza Mayor, la noria de amor, tal y como la denomina su autor.

Una propuesta musical inusual, teniendo en cuenta los territorios sonoros en los que habitualmente nos desenvolvemos, cierra hoy nuestra sección: Rafael Farina y su muy oportuno pasodoble Mi Salamanca. Hasta la semana próxima.


La Plaza Mayor, la Plaza de las plazas, o la Plaza de Oro, como la llamé en una ocasión, forma parte de mi biografía personal, de mi biografía sentimental, de mi biografía social y de mi biografía profesional, además, por supuesto, de mi biografía erótica, como a la de muchos salmantinos de mi tiempo. Me la encontré ya hecha y no tuve más que entrar en ella, supongo que por el arco de la calle del Concejo, viniendo como probablemente vine la primera vez, desde la calle Zamora. Mis padres, con toda seguridad, me llevarían alguna vez de niño, porque ir a la Plaza era una costumbre institucionalizada para los habitantes de la ciudad, sobre todo para los que habían nacido en ella, como mi padre, que se podría calificar de salmantino lígrimo, una palabra del casticismo regional, de una solidez a prueba de diccionarios, como todas las palabras esdrújulas.

Quiero decir que, desde muy temprano, entré en la Plaza, que sería ya para siempre un paisaje habitual. Llegaría a ser como el cuarto de estar de mi casa, que a fuerza de verlo no lo veo. Con el paso del tiempo, las lecturas, conversaciones y experiencias fui sabiendo que era una obra de arte, una lección de historia, lugar de citas y cambalaches, geometría monumental, estación de paso de nubes volanderas, piedras civilizadas, ruedo taurino con cornadas reales y metafóricas, cenicero celestial y abrevadero de ángeles gozosos, cedazo de rumores y escupidera urbana, celemín sagrado, víctima del turismo, holocausto feliz de las tres de la tarde en el verano y plenitud otoñal en el crepúsculo, alivio de caminantes, luz para los ciegos, refugio de desdichados, ¿quién dijo que era un silogismo en piedra? Pero, sobre todo, noria de amor, moridero de amor y exaltación erótica, ámbito de abrazos y de miradas, pronombres dando vueltas hasta encontrarse, adjetivos en busca y en espera de reconocimiento, intimidad de palabras enamoradas en el aire, infinitos círculos dantescos de paraísos en la tierra.

miércoles, 3 de abril de 2013

JOHN WILLIAMS. STONER

Hola, buenos días. Aquí estamos, una semana más, en Todos los libros un libro, que como cada miércoles os trae una recomendación de lectura en la confianza de que pueda interesaros. Aunque en el caso del libro de hoy, hablar, para referirse al impacto que su lectura puede provocar, en términos de “interés” es de un reduccionismo paupérrimo, porque Stoner, ése es el escueto título del libro del que a continuación os daré cuenta, es una obra maestra que, al margen de sus calidades literarias -que son muchas-, toca nuestra sensibilidad, conmueve, emociona, apasiona, entusiasma, seduce, nos hace sentir intensamente. Hace pocas horas que acabo de finalizar su lectura e inicio estos comentarios bajo el influjo, aún, de mi sentimentalidad desatada, del torrente de sensaciones avivadas por tan prodigiosa -y el adjetivo no es exagerado- experiencia. Y es tal el impacto que el libro ha provocado en mí, tanta su penetración en mi alma, y tanta -no se puede descartar que ello influya en el fervor de estas palabras- la cercanía de su lectura, que me muevo entre dos fuerzas contrapuestas, ahora, en el momento de encarar esta reseña. Escribir estas breves notas exige siempre un esfuerzo de racionalidad, obliga a sistematizar, a encontrar pautas dominantes entre el maremágnum de estímulos que el libro leído te provoca, a privilegiar unas ideas frente a otras, a jerarquizar puntos de vista, a filtrar -y elegir- líneas de interpretación, temas dominantes, motivos recurrentes, enfoques, caracteres. Pero mi mente -mi espíritu- es ahora un revoltijo de impresiones, no hay la limpia claridad de un cerebro “quirúrgico”, que disecciona y separa, que escudriña y analiza, no, hay un estómago, un corazón, un hígado -qué sé yo cuál es la metáfora adecuada: algo visceral en cualquier caso-, revueltos, impresionados, alterados, convulsos. No sé, pues, qué decir, qué escribir, cómo trasladaros -si no es dejando aquí retazos de mi alma “herida” por la gozosa lectura del libro- la belleza, la inconmensurable belleza de Stoner, la maravilla escrita por el norteamericano John Williams en 1970 y que presenta en España la canaria editorial Bailes del Sol en una primera edición de 2010, aunque ya se han editado varias reimpresiones.
 
El libro me había pasado desapercibido -o no, o sólo lo fue en un nivel consciente- cuando vio la luz por primera vez y suscitó entonces las apasionadas reseñas de Rodrigo Fresán, la primera, en abril de 2011, Luis Antonio de Villena, pocos días después, y Enrique Vila-Matas, en octubre de ese mismo año. Probablemente sí leí las entusiastas palabras de estos escritores, publicadas en periódicos que sigo habitualmente. Pero cuando compré el libro las había olvidado -insisto, al menos de manera consciente- y me lo llevé a casa por un pálpito, uno de esos fogonazos que nos asaltan en nuestra vida cotidiana y que, en mi caso, ocurren con frecuencia frente a los anaqueles de las librerías: una suerte de “llamada”, una voz interior que te sugiere, que te exige -perdonadme los excesos esotéricos-: ¡¡¡llévatelo!!!, ¡¡¡debes comprarlo!!!, ¡¡¡no dejes de leerlo!!!
 
Y así lo hice, afortunadamente; seguí mi intuición, lo he leí, lo he devoré, y estoy satisfechísimo de mi hallazgo. Aunque debo decir -en contra de Enrique Vila-Matas, que en su artículo habla de la “excelente traducción de Antonio Díez Fernández”- que los muchos disfrutes que el libro procura se ven parcial aunque no decisivamente mermados, a mi juicio, por una muy defectuosa traducción (o al menos, si no queremos culpar al traductor, por una muy deficiente corrección de errores por parte de la editorial). El texto está trufado de innumerables (he podido contabilizar más de veinte) errores, entre fallos tipográficos (unas comillas iniciales que se resuelven en guión final: Era “Stoner se dio cuenta después- inevitable que los alumnos…), concordancias desajustadas (La única persona de la universidad aparentemente ajeno; las limitaciones que su cuerpo contrahecho le imponían; encontró alguna sillas desvencijadas), faltas de ortografía (el término aparte reiteradamente transcrito como a parte; la frase se escuchaba a sí mismo hablando, con el inequívoco posesivo desaparecido de un modo disparatado en se escuchaba así mismo hablando; la observación que conlleva el verbo espiar convertida en la purificación que supone el expiar: Stoner la expió durante unos instantes), tildes incorrectas (los cuáles se preguntaban; qué pasaría sí; un le sonrío aparentemente presente cuando en el contexto es pretérito), expresiones no demasiado afortunadas (¿puede decirse el leve frescor de últimos de otoño o quizá de finales de otoño sería más adecuado?), o simplemente inexistentes en castellano (al hablar de un colorido veranillo indio parece que nos hallamos ante la traducción literal de indian summer, que en español es, sin duda, veranillo de San Miguel, de San Martín o de San Juan, que cualquiera de las tres opciones reconoce la Academia, mientras que los veranillos indios, sean del far west o del gigante asiático, brillan por su ausencia en nuestra lengua). En fin, lamentables obstáculos (de haber sido uno, dos, algunos, resultaría disculpable; tal profusión de ellos es simplemente intolerable) que entorpecen aunque no impiden, sin embargo, el placer de la lectura.
 
William Stoner es un joven rural, nacido en 1891, que no ha salido de su pueblo en una comarca perdida de Missouri hasta el momento de incorporarse, en 1910, a la Universidad de su estado. Su objetivo inicial, propiciado por la voluntad de su padre, es estudiar Agricultura, con el fin de poder aplicar las enseñanzas recibidas en sus estudios a la mejora de la humilde granja familiar. El contacto con un singular profesor universitario, Archer Sloane, cambia su propósito inicial y lo encamina hacia las enseñanzas de literatura inglesa. Terminada la carrera universitaria, Stoner se convierte en profesor, se casa con una mujer con la que no llega a congeniar, tiene una hija de la que se irá distanciando, se hace mayor poco a poco, se ve envuelto a su pesar en algunas mediocres rivalidades profesionales con compañeros mezquinos, envejece, tiene una amante, Katherine, a la que quiere con pasión y que la vida le acabará arrebatando, sigue envejeciendo, declina, muere...
 
Nada, como podéis apreciar, especialmente llamativo, nada, al menos desde una visión externa o superficial, demasiado singular, nada excepcional; una vida como la de tantos otros millones de seres que pasan por la existencia sin dejar una huella especialmente recordada. Un hombre cabal, sencillo, honesto, un alma sensible, una buena persona que, en cierto modo, fracasa en todos sus modestos proyectos vitales.
 
Pero lo esencial no es lo común, los acontecimientos nada especiales y hasta anodinos que nos deja el paso por el mundo del pobre Stoner, sino los recodos más íntimos de su corazón, y, sobre todo, la forma en que John Williams da cuenta de ellos, la precisión con la que se recoge el modo de sentir del personaje, la profundidad con la que se indaga en su personalidad, el magnífico retrato del alma del protagonista, en una aproximación algo impresionista, con pinceladas muy tenues, minúsculas casi, prácticamente inapreciables pero de una eficacia y una intensidad poderosísimas, de manera que con algunos trazos leves se nos describe un carácter, una emoción, un sentimiento, aunque también, con idéntica agudeza y penetración, con idéntica sensibilidad, se muestra el impacto que suscita en las gentes un determinado acontecimiento histórico o, se dibuja con maestría el perfil entero, incluso, de una época.
 
No me resisto a transcribir algunos ejemplos magníficos de esta sobresaliente virtud literaria de John Williams, de su genial escritura. Así, estos pasajes en los que, más allá del hecho narrado, podemos ver con nitidez las claves últimas de la relación del protagonista con Edith, su mujer, como cuando tras la petición de mano, vueltos ya a sus hogares los padres de ambos, se queda con ella a solas: Edith no le habló. Pero cuando regresó para desearle buenas noches William observó unas lágrimas flotando sobre sus ojos. Se inclinó a besarla y sintió la fragilidad de sus débiles dedos sobre sus brazos. O también en este otro momento en el que, tras la desastrosa fiesta de inauguración de la casa, despedidos los invitados, vuelve a encontrarse cara a cara con Edith: Una vez que Gordon y Caroline se fueron, después de que volviese a escucharse en la noche el rugido y el petardeo del nuevo automóvil gris. William Stoner se quedó plantado en medio del salón escuchando el llanto seco y acompasado de Edith. Era un sonido extrañamente átono y sin emoción, y parecía que no iba a terminar nunca. Quería consolarla, quería calmarla, pero no sabía qué decir. Así que se quedó escuchando y después de un rato se dio cuenta de que nunca había oído llorar a Edith. O años después, su matrimonio ya un fracaso irremediable: La ropa de Edith estaba desperdigada por el suelo al lado de la cama, cuyas sábanas habían sido retiradas con descuido; ella yacía desnuda y brillaba bajo la luz sobre la sábana blanca sin arrugar. Su cuerpo parecía relajado y lascivo en su despreocupada desnudez y relucía como oro blanco. William se acercó a la cama. Ella estaba casi dormida, pero mediante un efecto óptico su boca entreabierta parecía entonar las palabras mudas de la pasión y el amor. Se quedó mirándola durante largo rato. Sentía piedad distante, amistad desganada y respeto familiar, y sentía también una pena cansada, porque sabía que ya nunca más el verla le traería la agonía del deseo que una vez había conocido y sabía que nunca se emocionaría por tenerla cerca como antes le había sucedido. La tristeza disminuyó y la arropó con gentileza, apagó la luz y se metió en la cama junto a ella.
 
O las distintas e inolvidables descripciones de algunos momentos hondamente emotivos de su vida, su -al igual que todas, a la postre- pobre y triste vida, como cuando comunica a sus padres que abandona el proyecto inicial de estudiar Agricultura y cambia sus estudios por los de Literatura y el impacto de esta decisión sobre ellos: Su madre estaba frente a él, pero no le veía. Sus ojos estaban cerrados, comprimidos. Respiraba afanosamente, con la cara vuelta, como dolida, y apretaba los puños cerrados contra sus mejillas. Stoner se percató con asombro de que estaba sollozando, profundamente y en silencio, con la pena y la extrañeza de quien rara vez llora. La observó unos instantes más. A continuación se pudo pesadamente en pie y salió de la habitación. Siguió el camino por las estrechas escaleras que conducían a su ático, permaneció tumbado durante largo tiempo, observando con los ojos abiertos la oscuridad sobre él. O tras la muerte de Sloane, su mentor, el “descubridor” de su vocación docente: Sloane no tenía familia; sólo sus colegas y unas pocas personas de la ciudad se congregaron alrededor del angosto hoyo y escucharon con admiración, congoja y respeto lo que iba diciendo el cura. Y porque no tenía familia ni seres queridos para llorar su muerte, fue Stoner quien lloró cuando bajaban el ataúd, como si el llanto atenuara la soledad de aquel último descenso. No sabía si lloraba por él, por la parte de su historia y juventud que se sepultaba en la tierra, o si lo hacía por la pobre figura delgada que una vez contuvo el hombre al que había querido.
 
Y con hondura similar se nos muestra el paso del tiempo a partir de ciertos hitos históricos, como la firma el armisticio tras la primera guerra mundial: Empujado por pequeños grupos de alumnos y profesores, pasó por la puerta abierta del despacho de Archer Sloane, y lo vislumbró sentado en la silla de su escritorio, con la cara descubierta y crispada, sollozando amargamente, con las lágrimas cayéndoles por sus profundos surcos carnosos.
Durante un conmocionado instante, Stoner se dejó arrastrar por la masa. Luego escapó y fue a su habitación cerca del campus. Sentado en la oscuridad de su cuarto escuchó fuero los gritos de alegría y júbilo y pensó en Archer Sloane, que lloraba por la derrota que sólo él veía y supo que Sloane era un hombre deshecho que nunca volvería a ser el que había sido. O la brillante y sucinta descripción de los efectos de la gran depresión, tan tristemente actuales en nuestros días: Durante aquella década, cuando los rostros de muchos hombres se tornaron permanentemente duros y fríos, como si miraran hacia un abismo, William Stoner, para quien esa expresión le era tan familiar como el aire que respiraba, advirtió los signos de desesperanza generalizada que conocía desde niño. Vio hombres buenos caer en una lenta decadencia de desesperanza, destruidos al ver destruido su concepto de una vida decente, les veía caminar desanimados por las calles, con la mirada vacía como añicos de cristal roto; les veía encaminarse hacia las puertas de atrás, con el amargo orgullo de los hombres que avanzan hacia su propia ejecución, a mendigar el pan que les permitiera volver a mendigar, y vio hombres que una vez caminaron erguidos por efecto de su propia identidad mirarle con envidia y odio por la débil seguridad que él disfrutaba como empleado de una institución que, no se sabe por qué, no podía caer. No expresó esta consciencia pero conocer la miseria común le afectó y le cambió profundamente y sin que nadie lo apreciara. La tristeza por los apuros ajenos le acompañó en todos los momentos de su vida. O el desarrollo de la segunda gran contienda bélica mundial: Los efectos de la guerra se sucedieron confusos y Stoner pasó por ellos como lo hubiese hecho conduciendo a través de una tormenta casi insoportable, con la cabeza gacha, la mandíbula encajada y la mente fija en el siguiente paso y en el siguiente y en el siguiente. Pero, pese a su resistencia estoica y a su devenir estólido por días y semanas, era un hombre fuertemente dividido. Una parte de él se espantaba a causa de un miedo instintivo a la desolación diaria, al desbordamiento de destrucción y muerte que inexorablemente asaltaba mente y corazón. De nuevo volvió a ver la universidad diezmada y las clases vacías de jóvenes; vio las miradas perturbadoras en aquellos que se habían quedado y vio en esas miradas la muerte lenta del corazón, el amargo desgaste del sentimiento y el cariño.
Pero otra parte de él le sumía intensamente en aquel mismo holocausto del que se espantaba. Halló dentro de sí una capacidad para la violencia que no sabía que tuviera, anhelaba involucrarse, deseaba probar el sabor de la muerte, el amargo placer de la destrucción, notar la sangre. Sentía tanto vergüenza como orgullo y, por encima de todo, una decepción amarga, por él y por la época y circunstancias que la hicieron posible. Semana tras semana, mes tras mes, los nombres de los muertos desfilaban ante él. A veces eran sólo nombres que recordaba como si pertenecieran a un pasado distante; otras veces podía evocar un rostro que relacionar con el nombre; otras, podía recordar una voz, un habla.
A pesar de todo continuó enseñando y estudiando, pese a que a veces sentía que encorvaba la espalada inútilmente frente a la impetuosa tormenta y que ahuecaba las manos en vano alrededor de la llama mortecina de su lastimosa última cerilla.
 
Magistral, igualmente, la recapitulación final, el desesperanzado balance de su propia vida al que se enfrenta Stoner en sus últimos días: Desapasionada y objetivamente, examinó el fracaso que, aparentemente, había sido su vida. Había buscado amistad, la amistad más cercana que pudiera acercarle a la raza humana. Había tenido dos amigos, uno de los cuales había muerto sin sentido antes conocerle; el otro se había alejado ahora tanto por avatares de la vida que… Había buscado la singularidad y la tranquila pasión conjunta del matrimonio. Había tenido eso también, no supo qué hacer con ello y murió. Había buscado amor y había tenido amor, y había renunciado a él, lo había dejado marchar en el caos de la potencialidad. Katherine, pensó. Katherine.
Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque siempre sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado con un tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más? ¿Qué esperabas?
 
No deberíais perderos este excepcional libro: Stoner, de John Williams, publicado por Ediciones Baile del Sol, es una obra maestra indiscutible que perdurará en vuestra memoria mucho tiempo después de su lectura. (Publico esta reseña casi dos años después de escribirla: me sigue emocionando el recuerdo del libro).
 
He querido buscar, en el apartado musical de nuestro espacio, una canción que hable también de hombres corrientes y del balance de una vida y que sea triste y que diga la verdad: Old man, de Neil Young.
 
Hizo los preparativos que habían de hacerse pare el funeral y firmó los papeles que necesitaban ser firmados. Como toda la gente del campo sus padres tenían pólizas de entierro para las cuales durante la mayor parte de sus vidas asignaban unos peniques semanales, incluso en épocas de necesidad más acuciante. Había algo penoso en las pólizas que su madre sacó de un viejo baúl de su dormitorio. El lustre de la elaborada letra impresa había empezado a desvanecerse y el papel barato se había vuelto quebradizo con el paso del tiempo. Habló con su madre del futuro, quería que regresara con él a Columbia. Había sitio de sobra, dijo, y -la mentira le punzó- Edith estaría encantada de tener su compañía.
 
Pero su madre no regresó con él. “No me sentiría cómoda”, dijo. “Tu padre y yo… yo he vivido aquí casi toda mi vida. Simplemente no creo que pudiera establecerme en otro sitio y sentirme cómoda con ello. Y aparte, Tobe…”, Stoner recordó que Tobe era el ayudante negro que si padre había contratado hacía muchos años, “Tobe ha dicho que él se quedará aquí tanto tiempo como lo necesite. Tiene un buen cuarto preparado en el ático. Estaremos bien”.
 
Stoner discutió con ella, pero ella no cedió. Al final se dio cuenta de que sólo deseaba morir, y deseaba hacerlo en el lugar en el que había vivido, y él sabía que ella merecía esa pequeña dignidad que hallaba en hacerlo como quería. Enterraron a su padre en un pequeño lugar a las afueras de Booneville y William regresó a la granja con su madre. Aquella noche no pudo dormir. Se vistió y caminó por el campo en el que su padre había trabajado año tras año, hasta el final que ahora había encontrado. Intentó recordar a su padre, pero el rostro que había conocido en su juventud no le venía. Se arrodilló en el campo y tomó un terrón seco de tierra con la mano. Lo rompió y observó los fragmentos, oscuros a la luz de la Luna, deshaciéndose y escurriéndose entre sus dedos. Se sacudió la mano en la pernera del pantalón. Se levantó y se fue a casa. No durmió, se tumbó en la cama y se puso a mirar por la única ventana hasta que llegó el amanecer, hasta que no hubo más sombras sobre la tierra, hasta que el infinito se extendió ante él, gris y desierto.
 
Tras la muerte de su padre Stoner viajaba los fines de semana a la granja, tan a menudo como podía y, cada vez que veía a su madre, la veía más delgada, más pálida y más silenciosa, hasta que al final parecía que sólo sus ojos hundidos y brillantes tenían vida. Durante sus últimos días no le hablaba nada, sus ojos parpadeaban tenuemente como si mirasen desde la cama y, ocasionalmente, un pequeño suspiro escapaba de sus labios.
 
La enterró junto a su marido. Al concluir el funeral, se quedo solo en el frío viento de noviembre y miró las dos tumbas, una abierta a sus pies y la otra cubierta y poblada por una fina capa de hierba. Se giró hacia el pequeño lugar yermo y sin árboles que acogía a otros como sus padres y miró a través de la tierra plana en dirección a la granja en la que había nacido, en la que sus padres habían pasado los años. Pensó en los costes que precisaba, año tras año, el suelo, que seguía siendo el de siempre, un poco más yermo, tal vez, algo mejorado. Nada había cambiado. Sus vidas se habían consumido en un trabajo triste, rotas sus voluntades, sus inteligencias embotadas. Ahora yacían en la tierra a la que habían entregado sus vidas y, paulatinamente, años tras años, la tierra les acogería. Lentamente la humedad y la descomposición infestarían las cajas de pino que contenían sus cuerpos y, gradualmente, tocaría sus carnes hasta acabar consumiendo los últimos vestigios de sus sustancias. Y se convertirían en parte irrelevante de aquella obcecada tierra a la que en el pasado entregaron sus vidas.