Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de febrero de 2013

SERGI RAMIS. VIAJES DE CINE

Hola, buenos días, bienvenidos a Todos los libros un libro. Esta semana, con los ecos de la ceremonia de los Oscars aún en nuestros oídos, mi recomendación de lectura se centra, casi de modo obligado, en el mundo del cine. Y hablo de recomendación, en singular, y no soy del todo preciso pues hoy os traigo, de entre las muchas publicaciones sobre el universo cinematográfico que ven la luz todos los meses, y a partir de una referencia principal, una muestra variada, plural y heterogénea de libros que tratan sobre películas, aunque de un modo original y sugestivo, y con un enfoque no muy común ni previsible.

El núcleo central de mis consejos de esta mañana gira sobre Viajes de cine. Su autor es el catalán Sergi Ramis, periodista y viajero impenitente, autor de muchos libros de viajes (os recomiendo, en particular, el magnífico Mercados africanos, un recorrido por los abigarrados y deslumbrantes mercados populares del África negra, que publicó la editorial Altaïr, en una edición ilustrada con bellísimas y evocadoras fotografías; también, desarrollando la misma idea, es autor junto a Jordi Llorens, de Mercados del mundo, editado por Angle, con fecundas calas fotográficas en zocos, bazares, rastros, ferias, tiendas y comercios callejeros de Cabo Verde, Malí, Bangkok, Etiopía, Uganda, Marruecos, Yemen, Laos, Vietnam, Filipinas, Samoa y Papua-Nueva Guinea, entre otros exóticos destinos). Este Viajes de cine salió al mercado por iniciativa de Raima Ediciones en el pasado 2011.

El libro se nos ofrece con un significativo subtítulo, La vuelta al mundo en casi 80 películas, que nos permite conocer, ya desde su portada, el propósito, el plan y hasta, si se me apura, el esquema mismo de la obra. En él, como queda patente en esa frase inicial, se conjugan dos mundos, ambos muy queridos para el autor, el de los viajes y el cinematográfico, aunque si bien es cierto que de un modo desequilibrado y desigual. Este no es un libro de cine, dice Ramis en el prólogo, si se había hecho a esa idea, intente recordar rápidamente dónde guardó el recibo de compra y vaya a que le devuelvan el dinero. Este es un libro sobre viajar y comprender el mundo sentado frente a una pantalla. En ese sentido, soy un auténtico intruso (…) Este es el libro de un viajero, pero de un viajero aficionado al cine. El objetivo de Viajes de cine, pues, es aportar una muestra de películas, casi todas excelentes, algunas obras maestras y muy pocas sólo recomendables por ver la zona en la que se desarrolla la acción, como señala el propio autor, que retratan con fidelidad un territorio o la idiosincrasia de la gente que lo habita. Es por ello que todos los filmes escogidos han sido rodados en los lugares auténticos, desechando el escritor películas cuyo marco es Marruecos o el Tibet o Perú, pero que fueron filmadas en otros entornos o, más frecuentemente, en escenarios simulados en estudio.

Y así, estructurado en cinco grandes bloques de desigual extensión y que se centran en los cinco continentes, el libro recorre decenas de lugares del mundo a través de su aparición, episódica y circunstancial o protagonista y principal en otras tantas películas. La nebulosa Galicia de El bosque animado, la tópicamente verde Irlanda de El hombre tranquilo, la plácida Toscana de Habitación con vistas o el luminoso Dodecaneso griego de Mediterráneo son algunos de los bellísimos emplazamientos europeos que conocemos merced a su reflejo en los fotogramas de esas películas memorables. La Turquía asiática de Yol, la ancestral China de Sorgo rojo, la heladora Siberia de Dersu Uzala, el colorista Rajastán de La tumba india o El tigre de Esnapur, o el Japón legendario y onírico de Ran aparecen al recorrer el continente asiático. Si nos adentramos en Oceanía, podremos visitar la inmensa Australia de Las aventuras de Priscilla, reina del desierto, las exuberantes Islas Fiyi de Náufrago o las Salomón de La delgada línea roja. En África, tan a menudo inmortalizada en el cine, comparecen las ilimitadas extensiones de Kenia de Memorias de África, el Marruecos abigarrado de El hombre que sabía demasiado, la aventurera Tanzania de Hatari o Mogambo o la salvaje Ruanda de Gorilas en la niebla. Por fin, América está profusamente representada con lugares y películas como la Cuba revolucionaria de Guantanamera, el Brasil más tropical de La selva esmeralda, el desértico México de El tesoro de Sierra Madre, las praderas interminables de California, Arizona y Utah reflejadas en La diligencia, o la húmeda Argentina de ríos y selvas que vemos en La misión.

En cada uno de los capítulos del libro se sigue un esquema idéntico: una ficha técnica de la película, un breve comentario sobre su argumento, los actores y, sobre todo, los lugares reflejados en la cinta, y una última y muy reducida sección con menciones a la ciudad o el país analizado, pero a través de su presencia más allá de las pantallas: por ejemplo, Bután o Nápoles o Iquitos... fuera del cine. Asimismo, cada capítulo se cierra con un Para ir en el que se ofrecen sugerencias acerca del desplazamiento o la intendencia de los viajes al lugar mostrado en la película. Y todo ello aderezado con el estilo desenfadado y el humor socarrón, irreverente, algo cínico y siempre incorrecto políticamente de su autor.

No quiero dejar pasar la ocasión de comentar, al hablar de este Viajes de cine, que el libro se enmarca en una colección de la editorial Raima que con el título de CineXCine pretende proyectar en palabras los grandes conceptos y los pequeños detalles que interesan al género cinematográfico, reordenándolos y desvelando nuevos puntos de vista. No es una colección dirigida sólo a aficionados, amantes o especialistas del cine, sino que son libros para todos aquellos que, en un fotograma u otro, han identificado lo que les contaba una película con una realidad cercana, como de modo algo críptico resalta la editorial. En ese sentido no específico y sí multidisciplinar, podréis encontrar en la colección, libros como Ciudades del cine, que conjuga el enfoque cinéfilo con el turístico y en el que se nos muestran quince grandes ciudades explicadas a través de su presencia en sesenta películas. O Cine a la carta, con algunas recetas de cocina aparecidas en películas muy conocidas, un libro que aúna la afición cinematográfica con la pasión gastronómica. O Psicópatas de serie, de título suficientemente explícito de su curioso contenido. Y también Malas pero divertidas, en el que se repasan algunas de las peores o más estrambóticas o desconocidas o insólitas o inconcebibles producciones con un enfoque humorístico.

Para terminar con mis recomendaciones por hoy, y tras el fragmento elegido del libro, centrado en Rebelión a bordo, la inolvidable película de Lewis Milestone con Marlon Brando al frente del reparto, una propuesta musical también cinematográfica. Extraída de la banda sonora de una de las películas recogidas en el libro, la citada Las aventuras de Priscilla, reina del desierto, una versión del clásico de Gloria Gaynor, I will survive


Rebelión a bordo

El paraíso bien vale una huelga

El paraíso está en la Tierra. Cualquiera que haya visitado las islas de la Polinesia lo sabe. Lo descubrieron también los marineros del HMAV Bounty, cuyo motín ha sido objeto de varias versiones literarias y también cinematográficas. La que nos ocupa llegó a sobrepasar en popularidad incluso a la que se rodó en los años 1930, capitaneada por Clark Gable.

La Bounty zarpa de Inglaterra a finales del siglo XVIII con destino a las islas del Pacífico Sur. Allí espera conseguir una buena partida de retoños de Artocarpus altilis, o árbol del pan, con el que inundar las posesiones caribeñas y así alimentar a los esclavos. Es el botánico de a bordo quien nos hace de narrador.

A medida que la nave avanza por el océano Atlántico vamos descubriendo a los personajes. Al despiadado capitán, al vividor segundo de a bordo y al más rebelde de los marineros. Y también vamos gozando de esa jerga náutica que regala a los oídos el puro sabor de la aventura: “¡largad la vela mayor!”, “¡Señor Fletcher, ordene cambiar el rumbo!”. Y toda esa cháchara naval.

El capitán Bligh es un tipo sin escrúpulos que está dispuesto a hacer cualquier cosa para quedar bien con sus superiores. No sabe que, en la naturaleza, los atajos suelen dar mal resultado. Así, se empeña en doblar el cabo de Hornos para llegar antes a su destino. Pero las terribles tormentas que caracterizan ese lugar le obligan a dar media vuelta. Ha perdido tanto tiempo que cuando llega a la Polinesia los árboles del pan están en período de hibernación. Deberá esperar cinco meses a que resuciten.

Durante ese tiempo, los marineros se entregan al sol, la comida y el sexo a porrilllo. El espectador asiste con envidia a las relajadas vacaciones de la tropa, que goza de bailes y juerga permanente en el típico paisaje polinésico de islas volcánicas con laderas herbosas y cocoteros decorándolo todo.

Cuando hay que levar anclas porque ya se han recolectado suficientes plantas, hasta a nosotros nos da pereza dejar el edén para embarcarnos de nuevo en el mareo salado. Aunque generosos y ridículos collares de flores tapen continuamente los pechos de las nativas, el campestre y tropical retozar en los helechos no es fácil de sustituir. Y menos cuando la tragedia se acelerará a partir de entonces: Bligh pasa a un hombre por la quilla y después decide que las plantas son más merecedoras de agua que los marineros.

Rebelión a bordo se rodó en Tahití y Moorea. Con tan largo metraje hay espacio para todo: el drama, la comedia y, claro, para el humor inglés: “no hay nada como una mujer recién lavada y perfumada como un francés”.

Lo que muchos espectadores no entienden es la renuencia del segundo oficial Fletcher Christian (Marlon Brando) a rebelarse contra el capitán Bligh (Trevor Howard). Donde esté una princesa polinesia guapetona y complaciente que se quite una carrera castrense. ¡Qué honor militar ni qué ocho cuartos!


miércoles, 20 de febrero de 2013

ANTONIO FONTANA. PLANO DETALLADO DEL INFIERNO

Hola, buenos días. Bienvenidos de nuevo, un miércoles más, a Todos los libros un libro. Como sabéis, todas las semanas, desde este espacio de Radio Universidad de Salamanca os ofrezco una propuesta de lectura, una recomendación de un libro que creo puede interesaros de entre la multitud de ellos que se publican regularmente en nuestro país. En España salen al mercado cada año cerca de setenta mil nuevos títulos, por lo que ante tamaña desmesura mi modesta pretensión es desbrozaros el camino, ayudaros a abriros paso en ese maremágnum para orientaros hacia algún libro que, partiendo de mi propia experiencia lectora y de mi intuición, pueda gustaros.

Hoy os traigo un libro excelente, una novela magnífica pero, os aviso de antemano, muy dura, pues sus temas principales son la muerte, la enfermedad, la vejez, la desesperanza, la soledad, el miedo, la locura. Su título, ya muy representativo de lo que vais a encontraros si os decidís a abordarla -y deberíais hacerlo pues es un libro extraordinario-, es Plano detallado del infierno. Se trata de una novela corta, poco más de cien páginas, escrita por Antonio Fontana y publicada por Ediciones DVD.

Plano detallado del infierno se estructura en torno a tres monólogos, aparentemente independientes pero que contienen un elemento común, un hilo tenue que los enlaza y les da una unidad, ya no estilística o temática, que sin duda existe pues la novela mantiene una homogeneidad y una coherencia impecables, sino argumental, pues los personajes principales de cada uno de los tres relatos aparecerán vinculados en la trama por un suceso, un desgraciado y azaroso acontecimiento que, sin que ellos lo sepan, los une.

En el primer capítulo, un hombre, un anciano, Matías, asiste en el hospital a la agonía de su mujer, Isabel, gravemente herida tras un accidente de tráfico. Isabel salió despedida del coche en el que ambos viajaban cuando, tras atropellar a una niña que se cruzó en su camino, el vehículo se estrelló violentamente. En el sanatorio, Matías rememora las rutinas, las miserias de su larga vida en común con Isabel, el aburrimiento, la desgana, el hastío y la desidia de un matrimonio como tantos otros; también aflora el amor que ahora, ante la inminencia de la muerte de su mujer, parece redescubrir. Dice Matías: Descubrir que te quiero me sorprende, creía que mi cariño había ido encogiendo hasta volverse indiferencia. Si me hubieran preguntado, habría contestado que lo que sentía por ti era lo más parecido a un roce, a un hábito, a una costumbre, pero ¿amor?... En las largas horas de espera, Matías también dialoga con la Muerte que teje paciente su labor, sentada ante la cama de Isabel.

En el segundo capítulo, el protagonista es Gaspar, un viejo jubilado, viudo, a quien su familia, su hijo, ha encerrado -a traición, con mentiras y engaños- en una deprimente residencia de ancianos. Gaspar rumia las circunstancias que provocaron su abandono, recuerda a su hijo, la infancia más o menos feliz, su adolescencia problemática, su progresivo alejamiento, su boda, su nuera -una extraña-, el nacimiento de su nieto, el cada vez más acentuado desapego del hijo. Gaspar comparte habitación con un callado compañero, que pasa sus días sumido en sus delirios, Matías.

En el tercer y último capítulo, del que en un instante os leeré un fragmento, Ana, la madre de Teté, la niña atropellada, cuenta las desgracias de su vida conyugal, su tristeza, su desesperación, la incomunicación de la vida con su marido, la tristeza de unos años vividos a dos pero, sin embargo, en la más absoluta soledad. Ana recuerda la isla de ilusión y felicidad, también de remordimiento y culpa, que supuso, años atrás, una aventura fugaz con un vecino con el que se topaba regularmente en las escaleras de su casa, Gaspar.

No hay tiempo para más, ni tampoco voluntad por mi parte de desvelar más aspectos de una trama que, con las escasas pinceladas que acabo de ofreceros, puedo haber en parte destripado. No obstante, como casi siempre comento en estos casos, no es la peripecia argumental, el aspecto más superficial de un libro, la que revela su importancia. Es su esencia, lo inefable, lo que la obra nos transmite al adentrarnos en su escritura, lo que constituye su, en definitiva, último valor. Y creedme, es muy alto, muy estimable, más que notable el que encierra este Plano detallado del infierno de Antonio Fontana.

Os dejo con una canción que sirve de espejo al texto, pues habla de la incomunicación de la pareja. Whatever you say, de Martina McBride.

Una mañana te despiertas junto a un hombre que no te da los buenos días y te preguntas: ¿De qué me suena a mí la cara de este señor? Hasta que caes en la cuenta. Tu marido. Es tu marido.

¿Cómo puedes haberte olvidado de que tenías -de que tenías no, Ana: de que tienes- marido? ¿Cómo has podido olvidarte de que estabas -de que estabas no, Ana: de que estás- casada con esa sombra que te gruñe cada vez que os tropezáis entre las sombras del pasillo? Ese extraño que pone la mesa -la cuchara a la izquierda del plato, por más que le repitas que a la derecha; el tenedor a la derecha del plato, por más que le repitas que a la izquierda- mientras el pisto hierve en la cocina. Ese desconocido que se sienta delante de la tele cuando tú te sientas delante de la tele. Que comparte contigo la cama, siempre y cuando estar separados cada noche por miles de kilómetros de sábanas e incomprensión sea compartir la cama. La vida.

Sobre la cómoda del dormitorio, la fotografía de vuestra boda no miente: dentro del marco de plata, él de chaqué; dentro de un escote palabra de honor, tú. Así que tiene que ser verdad. Así que no puede no ser verdad: ese tipo del que te habías -del que te habías no, Ana: del que te has- olvidado es tu marido. Con más arrugas. Con más canas. Reducido a un morse de carraspeos y gruñidos. Claro que la culpa no es sólo de él: tampoco tú tienes nada que decirle. En realidad, ninguno de los dos tenéis nada que deciros ahora que, por no haber, no hay nada que os mantenga unidos. Ni siquiera un hijo.

Te despiertas una mañana junto a un desconocido y lo primero que te viene a la cabeza es gritarle: Oiga, salga de mi cama, ¿por quién me ha tomado? Hasta que reparas en la foto de vuestra boda: el desconocido de chaqué, tú de palabra de honor. De blanco. De tul ilusión. Ilusión, menuda palabra.

¿Mi marido?, piensas angustiada. ¿Éste es mi marido? Y en lugar de Oiga, salga de mi cama, ¿por quién me ha tomado?, le dices Así no podemos continuar. Él asiente despacio, se levanta de la cama y dice: De acuerdo. Dice: Se acabó. Dice: Me voy. Tres maneras distintas de decir lo mismo.


miércoles, 13 de febrero de 2013

ANDREW MILLER. LOS OPTIMISTAS

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Como cada miércoles, aquí, en Radio Universidad de Salamanca, os ofrecemos una sugerencia semanal de lectura con la intención de descubriros una novela, un libro de poemas, una colección de cuentos, un texto ensayístico que a mi juicio puedan resultaros de vuestro agrado e interés. Esta semana os traigo una novela, una muy interesante novela. Se trata de Los optimistas, su autor es el inglés Andrew Miller, que pese a no ser demasiado conocido en España, ya ha logrado algunos premios literarios de importancia en el Reino Unido. La obra ha sido publicada en este 2007 por la editorial Salamandra en traducción de Luis Murillo Fort.
 
Los optimistas es una novela psicológica, introspectiva. Con ello quiero decir que se trata de una narración en la que los hechos que se cuentan importan menos que el discurrir interno de la mente de sus protagonistas, que su íntima peripecia intelectual, sentimental y, sobre todo, emocional. La novela gira sobre un personaje principal, Clem Glass, un fotógrafo profesional que acaba de volver a su Inglaterra natal desde África, en particular desde Ruanda, en donde ha vivido en primera persona los escalofriantes episodios del brutal genocidio perpetrado en 1994 por los hutus ruandeses. Aunque el mundo entero permaneció casi impasible ante un acontecimiento tan dramático que puso de nuevo en nuestros ojos imágenes, que creíamos para siempre desterradas, idénticas a las del holocausto judío a manos de los nazis, quizá recordaréis como, en una masacre programada y sistemática, trágica y salvaje, los hutus radicales violaron, mutilaron, asesinaron, aniquilaron y, en definitiva, exterminaron a los tutsis, una etnia rival, pero que nutría gran parte de la población ruandesa, y con la que, al margen de una ancestral enemistad histórica, habían convivido de modo más o menos pacífico hasta entonces. Entre ochocientos mil y un millón de tutsis fueron eliminados en lo que constituye, quizá, el genocidio más sangriento y aberrante -todos los son- desde la segunda guerra mundial.

Pues bien, Clem Glass, el protagonista de la novela, vuelve a Londres con la retina y, sobre todo, con el cerebro, inflamados por el horror vivido, con el alma enferma por el impacto emocional de las escenas de las que ha sido testigo, unas escenas que, además, en el ejercicio de su profesión, ha fotografiado. Clem vive, en particular, obsesionado por una matanza que ha presenciado en una pequeña iglesia de un poblado ruandés. El responsable de la cruel carnicería, un militar llamado Ruzindana, ha logrado escapar de la persecución de las autoridades y, al parecer, se refugia en Europa. Clem intentará localizar al culpable, por un ideal de justicia, pero también por lograr así una cura para su espíritu dañado.

En su vuelta a Inglaterra, Clem se reencuentra con su padre que, viudo, vive recluido en una especie de monasterio laico; con su hermana, que tras diversas estancias en sanatorios mentales, intenta recuperar su equilibrio; con su tía y sus primos, gente solitaria y algo desajustada, con los que revive los felices días, el inocente territorio de la infancia. Son seres heridos, dolientes, que sufren, más allá de las enfermedades físicas, el dolor del alma.

Los optimistas habla de este daño emocional, del dolor, de la culpa, de la reparación, de la inutilidad de la venganza, de la tragedia humana, pero no sólo de las grandes tragedias colectivas, las guerras, las torturas, las injusticias, sino de los dramas íntimos, los desmoronamientos personales, de la dificultad de vivir, del sentido o el sinsentido de la vida.

Muy bien escrita, con un ritmo vivo que se sigue con facilidad, Los optimistas es una novela notable, que os va a permitir, si os decidís a adentraros en sus páginas, no sólo conocer uno de los episodios más espeluznantes de una historia de una humanidad por lo demás repleta de ellos, sino, sobre todo, e insisto, éste es para mí el principal interés de la novela, sobre todo os va a permitir acercaros al interior de unos seres humanos sufrientes. Y no penséis, a partir de mis palabras, que el mensaje último de la novela es negativo o descorazonador, que, leyéndola, os acometerá el desaliento. Pensad tan sólo en su título y comprenderéis que para el autor, pese a todo, pese a la tragedia y el drama, pese al dolor y la barbarie, pese a la mezquindad y la brutal inhumanidad que a veces rebosa la existencia, la vida merece la pena.

Dorothee Munyaneza, cantante ruandesa, interpreta, en el vídeo que completa esta reseña, Mama Ararira, una pieza presente en la banda sonora de Hotel Rwanda, la película sobre la terrible masacre que dirigió en 2004 Terry George.


De repente, Clem se encontró entre escenas, aromas, acentos que había dejado atrás en mayo, aunque entonces había sido en un escenario muy distinto, con comercios vacíos y mercado silenciosos y en el suelo una alfombra de cristales rotos y cartuchos de bala. Allí en Matongé las tiendas tenían sacos de boniatos, maíz, chiles, caña de azúcar, langostas secas, hojas de palmera, pescado desecado que parecía suela de sandalia vieja. Había rollos de telas teñidas de vivos colores, trenzas de pelo falso, gruesas alhajas de oro o de imitación oro. Por las aceras circulaban hombres con pantalón holgado y camisa safari, algunos con rastas en el pelo, otros con túnicas de algodón fino largas hasta los tobillos; conversaban animadamente en corro, estrechándose o cogiéndose de las manos, riendo a mandíbula batiente las anécdotas que se contaban. Durante una hora se dedicó a explorar el barrio, a recorrer sus desvencijados bazares, perdiéndose y orientándose de nuevo en las esquinas. Entró en un bar, pidió una cerveza, y le sirvieron una botella cuya etiqueta llevaba el logo de un elefante. Hojeó un periódico africano, escuchó por la radio música soukous y juju. Todo el barrio tenía algo de exuberante e inverosímil, como esas flores duras y relucientes que se aferran a los muros negros de hollín de una vía soterrada. Era una comunidad llegada del sur por etapas en vuelos baratos, y que se había ido adaptando a la realidad inmobiliaria del Bruselas decimonónico. Pidió otra cerveza. La camarera que le sirvió era obesa y risueña, de dientes amarillentos y con un turbante violeta y dorado en la cabeza. Le guiñó un ojo. Clem se preguntó qué pasaría si mencionaba el nombre Ruzindana. ¿Lo conocería ella? ¿Lo conocerían todos? ¿Lo veía ella pasar por la mañana, un desgraciado a quien más valía no mirar?

miércoles, 6 de febrero de 2013

WILLIAM MAXWELL. VINIERON COMO GOLONDRINAS

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Esta semana quiero presentaros una novela magnífica, que estoy seguro que os va a encantar. Se trata de Vinieron como golondrinas, su autor es William Maxwell, y ha sido editada por la editorial Libros del Asteroide, cuya política de publicaciones es extraordinaria, su gusto y criterios de selección excelentes y sus libros siempre bellamente editados. El libro ha sido traducido por Gabriela Bustelo.
 
Vinieron como golondrinas es una novela delicada, intimista, llena de sensibilidad, de ternura; es una novela de sentimientos, de emociones; las vidas de sus protagonistas son vidas normales, sin grandes acontecimientos, sin extravagancias, son gente como vosotros y como yo, familias comunes que viven existencias convencionales. Maxwell entra en la cotidianeidad de una familia de clase media norteamericana y nos muestra su acontecer diario, su día a día habitual, sus comidas, sus hábitos repetidos y sin brillo, sus conversaciones, las visitas a la abuela, los amores de las tías. Es una novela con palabras dichas en voz baja, casi sin notarse; una novela en la que resulta más importante lo que no se cuenta, los silencios, los espacios en blanco, que los propios hechos narrados. Tras la descripción realista, ‘externa’, de esas vidas consabidas aparecen, casi sin darnos cuenta, las revelaciones. A partir de un acontecimiento central que ahora os describiré, William Maxwell nos permite acceder de una manera apacible y delicada a los pensamientos, a los sentimientos más íntimos de sus personajes. Es decir, desde fuera, desde la fachada externa de los objetos, de los actos, de las costumbres familiares logramos penetrar en la esencia, en la verdad de los protagonistas, en la esencia y la verdad de la condición humana, en definitiva. Y sí, ‘verdad’ es una buena palabra para describir el libro: Vinieron como golondrinas nos habla de las grandes ‘verdades’ de la vida humana, de nuestras emociones, de nuestras perplejidades, de nuestras aspiraciones más genuinas; habla de nuestras dudas, de nuestras preocupaciones, de nuestras inquietudes más auténticas.
 
Vinieron como golondrinas cuenta, como os digo, la vida de una familia del Medio Oeste americano, los Morison, que en la segunda década del siglo pasado va a quedar marcada por un hecho crucial que impregna toda la novela. En 1918 una devastadora epidemia de gripe española acaba con la vida de Elizabeth, Bess, la madre, eje de la vida familiar, sentido y razón de ser de la vida de sus hijos, Bunny y Robert, y también de su marido, James. La novela nos cuenta la existencia de la familia, antes, durante e inmediatamente después de la desaparición de la madre. El libro está dividido en tres secciones narradas por los tres miembros del núcleo familiar a los que la muerte de la madre cambiará la vida. En la primera parte el narrador es Bunny, el niño pequeño, de ocho años. Su existencia está llena de la presencia de la madre, se explica por ella, se completa y se entiende por ella. En la segunda parte, Robert, algo mayor, con trece años, muestra, por exigencias de la edad quizá, las primeras rebeldías, los primeros conatos de independencia frente a la sombra tutelar de la madre, aunque en el fondo vive, como su hermano, acogido a su manto protector. En la tercera parte, James, el marido, revela su indefensión, su desvalimiento, su desprotección, el absurdo de su vida tras la muerte de su esposa.
 
Pero, como os digo, y al igual que sucede en todas las grandes novelas, la anécdota, los hechos narrados no son lo esencial, sino la capacidad de trascenderlos, la destreza de su autor para ofrecernos, a través de ellos, a través de ciertos detalles nimios de unas vidas triviales, un atisbo auténtico de la naturaleza humana; lo esencial es la sutileza, la poesía, la gracia de William Maxwell para lograr conmovernos, emocionarnos, transmitirnos belleza y verdad.
 
Recordad, pues, esta novela y a este autor, Vinieron como golondrinas, William Maxwell. Aprovecho para recomendaros también otra de sus obras, Adiós, hasta mañana, publicada igualmente por la Editorial Libros del Asteroide e igualmente llena de emoción y sensibilidad. Quizá en otra ocasión pueda comentaros aquí, con detenimiento, las maravillas de este otro libro que parte de la crítica considera la obra maestra de Maxwell.
 
Y emoción y sensibilidad rezuma, Sometimes i feel like a motherless child, un clásico, un espiritual negro, de la época de la esclavitud, que, describiendo el dolor que siente un niño huérfano, nos habla también -en un plano metafórico- de la soledad y la tristeza, la desolación y la falta de esperanza, la a veces estéril persecución de los sueños e ilusiones y el enorme cansancio que muy a menudo conlleva nuestra frágil existencia. La versión que os ofrezco es la excepcional de Van Morrison.
 
 
Siempre que estaba a solas con su madre la biblioteca le parecía un sitio íntimo y hogareño. Apenas hablaban, ni levantaban la mirada, salvo ocasionalmente. Sin embargo, en torno y a través de lo que estuvieran haciendo, cada uno de ellos era consciente de la presencia del otro. Si su madre no estaba, si estaba arriba en su cuarto, o abajo en la cocina, explicando a Sophie cómo tenía que hacer la comida, a Bunny le parecía que nada era real, ni estaba vivo. Las hojas color bermellón y las hojas amarillas que se doblaban y desdoblaban sobre las cortinas dependían completamente de su madre: sin ella no tenían movimiento ni color.
 
Ahora sentado a su lado en el banco de la ventana, Bunny también dependía de ella. Todas las líneas y superficies de la habitación se inclinaban hacia su madre, de modo que cuando miraba el dibujo de la alfombra lo veía necesariamente en relación con la punta del zapato de ella. Y hasta cierto punto, él dependía más de la presencia de su madre que las hojas o las flores.