Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de marzo de 2012

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN. EL DÍA DE MAÑANA

Hola, buenos días. Esta semana vuelve a Todos los libros un libro Ignacio Martínez de Pisón, de quien ya he reseñado en estos últimos años, en la anterior etapa del programa en Onda Cero, alguna de sus más recientes novelas. No sé si habéis reparado en que tiendo a no repetir mis recomendaciones. Siendo tantas las publicaciones que nos invaden en este nuestro algo disparatado mercado editorial y siendo, a mi juicio, muchas de ellas valiosas, procuro ofreceros muestras en lo posible variadas de diversos autores, diversos géneros, diversas editoriales. Es cierto que la novela protagoniza la mayor parte de mis sugerencias, es cierto que acabo recayendo una y otra vez en un puñado de excelentes firmas editoras, pero, al menos desde el punto de vista de los autores, sí que me impongo la obligación de, por mucho que alguno me apasione (y son bastantes los que lo hacen), no insistir con su presencia aquí, en la creencia de que si he sido capaz de despertar vuestro interés por una sola de sus obras, probablemente nacerá en vosotros el deseo de leer también las anteriores y las que vaya publicando en el futuro, sin necesitar ese deseo de mi empuje o mi reiterada advertencia. Prefiero, pues, abrir otra pista que os encamine hacia un nuevo autor, obviando, en la mayor parte de los casos, el entusiasmo suscitado por una reciente publicación de un escritor ya conocido en esta sección y por lo tanto, a mi juicio, ya convenientemente difundido. Todo ello, claro está, dando por hecho -lo cual es mucho suponer- que mis palabras estén dotadas de esa algo presuntuosa capacidad de influencia.

Hay, no obstante, excepciones a esta regla, y ésta de hoy es una de ellas. Se trata del más reciente título del escritor aragonés afincado en Barcelona, Ignacio Martínez de Pisón, que hace unos meses publicó en la editorial Seix Barral una excelente novela, El día de mañana, ambientada precisamente en la capital catalana y con una temática, muy habitual en sus últimas obras, que hunde sus raíces en la guerra civil, aunque en este caso más centrada en la muy gris posguerra llegando hasta los primeros años de la transición.

La novela gira sobre un protagonista principal, Justo Gil Tello, del que se nos presentan distintos episodios de su vida, engarzados en un discurso que se mueve por una pauta cronológica relativamente lineal, pero que se nos ofrecen de un modo indirecto en la narración, en la voz, en la confesión de trece personajes que lo han conocido, que se han cruzado en su camino, que han compartido con él, en diferentes grados de proximidad e implicación, diversos momentos de su vida.

Éste es ya, de entrada, uno de los grandes aciertos en la estructura del libro. Martínez de Pisón construye un mosaico en el que las teselas son los relatos parciales de cada uno de estos personajes pero en el que la figura que al final sobresale es la de ese Justo Gil contradictorio, complejo y profundo; trascendente y con algo de iluminado y santón pero a la vez estafador y ambiguo confidente de la policía; desalmado y sin escrúpulos, un indeseable, y sin embargo humano en su triste desvalimiento; conocido en casi todos los círculos de la ciudad, cínicamente intrigante en todos ellos, pero solitario habitante de las cloacas sin más amigos que un pobre tarado con el juicio perdido que en su delirio se hace acompañar de una tortuga y un chavalín de doce años; traidor, vengativo y manipulador y quizá, simultáneamente, capaz de suscitar confianza; enamoradizo y tierno y también un mentiroso sablista y un despreciable farsante. De tal manera que las abundantes contradicciones y la propia complejidad del personaje quedan así magníficamente resaltadas a partir de la multiplicidad de acercamientos a su figura.

Escuchamos así a Martín Tello, pariente lejano de Justo, que lo recibe en Barcelona cuando el personaje llega de su pueblo, flaquito, pequeño y desnutrido, con su madre muy enferma de la que cuida con devoción. En las palabras de su pariente vemos al Justo de aquellos primeros años (estamos, más o menos, en el comienzo de la década de los sesenta) desempeñándose como aprendiz de pintor, desviviéndose por su pobre madre, empezando a dar muestras de su inteligencia para abrirse paso en la vida. Y habla también su amigo Pascual Ortega, fallido opositor a notarías, primero, y logrado secretario de ayuntamiento después, que describe el extraño atractivo de Justo entre las mujeres y nos da cuenta de la presencia en su vida de algunas de ellas, mientras progresa en su ya por entonces algo misteriosa existencia: la taquillera Juana, Angelines que trabajaba en un puesto de flores en las Ramblas, Lourdes que se peinaba como Jean Seberg en Buenos días, tristeza, Cristina que quería ser cantante. A todas engaña, a muchas saca el dinero, principalmente a la pobre Aurora, una chica de buena familia, socios del Club de Polo, enamorada perdida e inexplicablemente del deslumbrante hortera. Enamorada de él estuvo también Carme Román, empleada en una papelería propiedad de sus tíos, y que, en su fascinación por el personaje, acepta ser socia de Justo en un difuso negocio en el que perderá sus ahorros. La labia del joven, sus múltiples aventuras comerciales que él mismo describe como exitosas, su iniciativa, su energía y la ilimitada confianza en sí mismo cautivan a la chica, que nos dará cuenta de esa etapa de poderosa ambición de Justo, que asistirá a sus primeros escarceos en el mundo de la juvenil rebeldía antifranquista, y que sin ser consciente de ello acabará siendo esencial en la infame y dura existencia del desalmado arribista. A través de las palabras de Mateo Moreno, un inspector de policía adscrito a la temible Brigada Político Social franquista, conoceremos la trayectoria de Justo como execrable confidente, una tarea con sus luces: una cierta seguridad y la estabilidad económica para alguien que siempre ha vivido en la cuerda floja, y sus muchas sombras: el engaño permanente, la doble faz en su vida, la degradación moral, el hundimiento progresivo en la miseria personal. Y destaco también, para cerrar esta panoplia de personajes y relatos que se entremezclan y complementan, la de Noel León, el chico, un niño casi, hijo de palindromistas, como da buena prueba su nombre capicúa, al que escuchamos en algunos de los capítulos más ingeniosos y divertidos del libro, dada la extraña ocupación de la familia, que centra sus afanes en el descubrimiento de palíndromos, esas frases, como sabéis, que se leen igual de derecha a izquierda o a la inversa. Noel está presente, siempre de modo algo lateral, en los últimos años de la vida de Justo; es testigo, desde su pueblo perdido, de los intentos del hombre por encontrar un retiro apacible en el que poder aplacar sus torturantes fantasmas y desde el que acceder a alguna suerte de redentora liberación.

Y hay muchos relatos más, que contribuyen a mostrarnos, desde su singular perspectiva, el perfil completo del rico personaje. Y no es sólo Justo el que sale retratado de estas narraciones fragmentarias, lo son también cada una de estas personas, cuyas propias vidas resultan sugestivas y nos atraen y que encierran cada una, en la mayor parte de los casos, su propia novela.

Pero es que además, a través de las historias que cuentan estos hombres y mujeres muy bien dibujados y muy interesantes en sí mismos, en una galería de secundarios espléndida, podemos ver también las ambigüedades y claroscuros de la España que surge de la guerra civil y que se prolonga hasta los primeros años tras la muerte de Franco. Ese marco, ese escenario en el que se desarrolla la novela y que se vislumbra, casi imperceptiblemente, como el telón de fondo de la acción, nos muestra la España que empieza a dejar atrás los efectos de la guerra y que contiene, pese a su grisura, pese a su tristeza, pese a su pobreza, el germen del desarrollo, de la modernidad, del progreso, de la libertad.

Debéis leer, pues, este El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón que publica Seix Barral: os encontraréis simultáneamente, con tres sugestivos niveles de lectura, tres niveles muy fecundos, capaces de abrirse y desarrollarse en múltiples direcciones: la historia de este Justo tan extraordinario y a la vez tan común, la de sus ‘narradores’, ciudadanos también normales en una sociedad que cambia, y la de esa España entera de los sesenta y setenta del pasado siglo que aflora por entre los diversos relatos, muy vívida, con las contradicciones que son el germen del que nace nuestro actual país.

Como correlato musical a la trama narrada, cierro esta entrada con una canción de que evoca esa España, esa Barcelona de aquellos años. Joan Manuel Serrat canta, en 1968, Ara que tinc vint anys. Hasta dentro de siete días.


No teníamos sensación de vivir como prisioneros. Al revés: si salíamos de excursión, si algún día nos íbamos a conocer Montserrat o Tarragona o Poblet, era porque nos llevaban los salesianos de los Hogares Mundet, aquellos buenos hombres. ¿Cuántas veces me llevó de excursión mi madre, que aparecía de visita cada seis o siete meses e invariablemente me prometía que en el viaje siguiente me llevaría consigo y viviríamos juntos para siempre? Ninguna. Pero mejor así. Me pregunto que habría hecho yo con una mujer que para mí siempre fue una desconocida, una extraña... Los que no teníamos casa fuera de los Hogares nos sentíamos un poco dueños de todo eso. Los demás tenían dos vidas: una dentro de los Hogares y otra fuera. Nosotros sólo teníamos esa vida, y los salesianos eran nuestra única familia, ¿me explico? Yo no era buen estudiante pero era buen chico, y la gente me quería. Jugaba en el mejor equipo de balonvolea hasta que me rompí un brazo en unas escaleras, hacía pequeños papeles en las funciones de teatro, ayudaba a misa...
Lo que más me gustaba era subir al campanario de la iglesia, que era el punto más alto de la ciudad, y observarlo todo desde allí arriba: los campos en pendiente, las carreteras cercanas, las calles, el mar. Para mí, el día más feliz de todos fue el de la gran nevada del 62. Estábamos ya en las navidades, y casi todo el mundo se había ido de vacaciones: allí sólo quedábamos los que no teníamos dónde ir. Durante toda la Nochebuena no paró de nevar, y cuando nos despertamos por la mañana había casi un metro de nieve por todas partes. Salimos al jardín e hicimos una guerra de bolas de nieve. Luego llamaron a misa y yo corrí a vestirme de monaguillo. Cuando todavía quedaban unos minutos, subí corriendo las escaleras del campanario y me asomé a ver Barcelona. Las calles, los coches, los tejados y hasta los barcos del puerto estaban sepultados bajo la nieve. Y de repente no sé qué sentí, pero me pareció que aquello era hermoso y que todo era posible y que la vida me tenía reservadas grandes cosas... Me sentí feliz, sencillamente. No podía dejar de mirar, y ni notaba el frío ni prestaba atención a nada más. La misa se estaba retrasando por mi culpa, pero yo ni siquiera me daba cuenta. El hermano Tomás subió resollando en mi busca. Me agarró muy enfadado de un brazo y con la otra mano hizo el gesto de abofetearme. Pero entonces también él miró la ciudad y se quedó parado, y fue como si la nieve nos hubiera transportado a los dos a un mundo mejor. Ése fue para mí un momento de felicidad absoluta: vestido de monaguillo, y el hermano Tomás a mi lado, echando por la boca nubes de vapor, los dos mirando en silencio aquella Barcelona tan blanca y tan hermosa...

miércoles, 21 de marzo de 2012

CHARLES DICKENS. DAVID COPPERFIELD

Hola, buenos días. Con unas fechas de retraso, en Todos los libros un libro queremos celebrar el segundo centenario de un escritor esencial, un clásico que ha dejado a la posteridad al menos una decena de novelas inolvidables. Se trata, como sabréis, pues no ha habido periódico o televisión en los que no se haya visto recogida la efeméride, de Charles Dickens, de cuyo nacimiento se cumplieron doscientos años el pasado 7 de febrero.

Confieso que, a la hora de realizar esta reseña me han asaltado bastantes dudas, y de una magnitud tal que casi acaban por impedirme llevarla a cabo. ¿Cómo encaro el comentario acerca de la obra de un autor inmenso? ¿Selecciono una sola de sus creaciones? ¿Doy cuenta, en apenas mil quinientas palabras, de una producción literaria absolutamente inabarcable? La verdad es que llevo rumiando semanas el modo más adecuado de presentaros mi admiración, mi entusiasmo por Dickens y no acabo de decidirme. De modo que he terminado por dejar que mi intuición me vaya guiando y, partiendo de ella, por ir mostrándoos algunos aspectos que me resultan especialmente significativos de sus principales libros.

El primer elemento de interés de las novelas de Dickens es, cómo no, su deslumbrante potencia narrativa. Cuando uno abre una de sus grandes novelas (yo he vuelto a leer en estos últimos meses, Oliver Twist y David Copperfield, y aún recuerdo Los papeles póstumos del Club Pickwick, también devorado en mi juventud, o Grandes esperanzas o Cuento de Navidad), se adentra en un territorio fascinante que es el que representa la mejor literatura: multitud de historias, intrigas y aventuras sin cuento, peripecias siempre entretenidas, misterios, sorpresas y giros inesperados en la acción, revelaciones desconcertantes y coincidencias insólitas, escenarios descritos con precisión y minuciosidad, y sobre todo infinidad de personajes inolvidables con los que identificarse o a los que aborrecer, que suscitan afinidad o compasión, rechazo o apasionada entrega. Las novelas de Dickens cuentan historias, historias que nos seducen, que nos encantan, que nos conmueven, que nos arrebatan, pues son, como escribió Chesterton, “un gran almacén de todas las emociones humanas”. Gustavo Martín Garzo, un declarado admirador del inglés, nos dice, en relación a su capacidad narrativa, a su portentosa imaginación generadora de relatos subyugantes y personajes memorables, que leerle es como asistir a un banquete. Uno de esos banquetes donde se reúnen los comensales más diversos, y donde no dejan de servirse todo tipo de platos y bebidas. Hasta el agotamiento. Con los personajes de Dickens uno no dudaría en irse de juerga. La diversión está asegurada porque el mundo nunca es para ellos un lugar aburrido. Para Dickens hay algo peor que pasen cosas malas, y esto es que no suceda nada. Eso es el verdadero infierno. Un infierno que no aparece en sus libros. Y es sabido que muchas de sus principales obras se publicaban por entregas, y del fervor con el que eran recibidas, de la expectación que provocaba cada nuevo episodio, nos da cuenta el hecho de que la gente se agolpaba en los muelles de Nueva York para esperar la llegada del barco que arribaba de Europa con las últimas novedades de la novela de turno, impacientes por conocer lo que el destino, o más bien la fuerza creativa de Dickens, había deparado a sus protagonistas. Su enorme popularidad, el impacto público de su obra, su capacidad para llegar a una inmensa mayoría de lectores explican también su éxito, un siglo después, en el universo del entretenimiento por excelencia, el cine, con más de ciento ochenta adaptaciones cinematográficas de sus novelas.

Otro aspecto interesante de los libros, de bastantes de los libros de Dickens, es un elemento ajeno estrictamente a la literatura. Se trata de su condición de testimonio de una época. Sus libros son una fuente inagotable de información sobre los modos de vida de su tiempo. A través de ellos podemos conocer las inhumanas condiciones de la existencia de los individuos en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX, la Inglaterra victoriana en la que la revolución industrial, los profundos cambios en el mundo y en particular en el trabajo, estaban dibujando una nueva realidad, germen de las sociedades capitalistas hipertecnologizadas en las que nos desenvolvemos en la actualidad y que, pese a su desarrollo, padecen profundos desequilibrios. La pobreza de las gentes, el hacinamiento en barrios inhóspitos, la precariedad de los servicios básicos, el duro trabajo de niños y ancianos, las depauperadas vidas de los trabajadores, sus extenuantes condiciones de trabajo y sus ruinosas existencias, las inicuas desigualdades sociales, los abusos y la corrupción de los poderosos, quedan reflejados con minuciosidad en la mayor parte de sus libros, y de ello resultan ejemplos muy significativos los fragmentos de David Copperfield y Oliver Twist con los que despediremos el espacio. Ese carácter de conciencia social de su tiempo, fue resaltado, al parecer, por Karl Marx, el cual escribió, según nos cuenta Guillermo Altares en un artículo reciente en El País, que Dickens había proclamado más verdades de calado social y político que todos los discursos de profesionales de la política, agitadores y moralistas juntos.

Y esa lectura social de Dickens, que se fundamenta en una precisa descripción de la realidad de su tiempo, aparece anclada casi siempre en un escenario muy reconocible y del que el autor inglés se constituye en una especie de cronista oficial, el Londres del siglo XIX. Al leer sus libros, recorremos la capital británica, nos adentramos en sus calles, atravesamos sus puentes, conocemos su barrios, tanto los céntricos, cuidados y nobles, como los marginales, abandonados y hediondos, paseamos por las plazas y los parques, nos introducimos en sus edificios principales, en los inmuebles institucionales, en las bibliotecas y los juzgados, en las iglesias y en los hospicios, pero penetramos también en las casas particulares, las burguesas y las del proletariado, las de la aristocracia y las del pueblo llano. Y todo ello, esa fidelidad a un espacio y unos lugares muy identificables, se produce al margen de que, como señala uno de su biógrafos, Peter Ackroyd, el Londres dickensiano es una creación profundamente imaginativa, y tiene un extraordinario poder simbólico, pese a lo cual, señala, supera con creces cualquier otra descripción de una ciudad realizada por ningún otro escritor.

Y la mención a Peter Ackroyd, cuya inmensa biografía Dickens. El observador solitario, publicada recientemente por Edhasa, estoy leyendo estos días con el interés y el apasionamiento que suscitan las mejores novelas, me permite comentar el último de los aspectos de las obras del inglés que quiero resaltaros en esta reseña forzosamente limitada: el carácter autobiográfico de la literatura de Dickens, algo muy presente y notorio, de modo singular, en David Copperfield, quizá la cima de su inmenso talento literario. En este libro desbordante y deslumbrante -pero también en innumerables fragmentos de otros- está gran parte de la propia vida del escritor: las desgracias de su infancia solitaria, reflejadas en los muchos menores sufrientes, maltratados, hambrientos, abandonados que aparecen en su obra; el desolador panorama laboral que esperaba a los niños desde muy pequeños, muy presente en sus libros, y que él mismo vivió cumpliendo jornadas de doce horas diarias en una fábrica de betún; la cárcel que albergó a su padre, que fue una de las causas de su infelicidad infantil y que se refleja en las peripecias de un entrañable personaje de la novela, el señor Micawber, trasunto de su progenitor, siempre ahogado por las deudas, asiduo visitante de las prisiones londinenses; la circunstancial alegría que esporádicamente le proporcionaron algunas personas bondadosas, esos islotes de felicidad que confortan a sus jóvenes protagonistas entre un infortunio y otro; sus tímidas experiencias como pasante en un bufete, reflejadas en la vivencia de David en los Doctor’s Commons, una suerte de muy británico Colegio de Abogados; sus amores imposibles, bien documentados en la biografía a la que hago referencia, y que se ofrecen, sublimados, en sus apasionados amores por Dora y Agnes, de nuevo en David Copperfield. Pero también su condición de periodista y gacetillero, su “activismo” social, sus viajes, su experiencia como cronista parlamentario, tienen presencia en sus libros. Y en todos ellos, su humor sutil y casi inapreciable en una primera lectura, muy discreto, muy británico, aunque a veces desternillante, como (así lo recuerdo) en Los papeles póstumos del Club Pickwick.

En fin, son miles los argumentos para acercarse a cualquiera de las obras de Charles Dickens, el escritor popular por excelencia, el gran narrador del siglo XIX, y uno de los grandes nombres de la literatura universal. Espero que el avasallador desembarco de su obra en las librerías con motivo de su segundo centenario pueda induciros a leerlas a aquellos de vosotros que aún no lo hayáis hecho. No os arrepentiréis, estoy seguro, encontraréis en ellas muchas horas de diversión y entretenimiento, de reflexión y de belleza, de alegría y emoción y, en definitiva, de felicidad. Y si os veis obligados a escoger una sola de sus obras, mi propuesta es este inmenso David Copperfield publicado -como la mayor parte de sus libros mayores- por la ejemplar editorial Alba en la excelente traducción de Marta Salís, y que cuenta con el placer añadido que proporcionan las entrañables ilustraciones de H.K. Browne, “Phiz”.

Como contrapunto musical a la obra de Dickens, una canción de temática social centrada en el trabajo en un sector que evoca, de algún modo, el espanto de las terribles condiciones laborales de la Revolución industrial en la Inglaterra dickensiana. En la planta 14, una militante canción sobre los accidentes en las minas interpretada por Víctor Manuel.


(David Copperfield)
Era un barrio de lo más lúgubre a aquellas horas, no existía ningún otro en Londres tan siniestro, triste y solitario por las noches. No había ni muelles ni casas en el camino, siempre desierto, que pasaba a escasa distancia de la enorme y oscura cárcel. Una acequia de aguas estancadas depositaba su fango junto a los muros de la prisión. Los terrenos pantanosos de los alrededores estaban cubiertos de hierbajos y de abundante maleza. En un lado, se pudrían los esqueletos de algunas casas que se empezaron a construir en condiciones adversas y nunca se terminaron. En el otro, se veían por todas partes, al igual que monstruos de hierro oxidados, calderas de vapor, ruedas, manivelas, tubos, hornos, paletas, anclas, campanas de buzo, aspas de molino, y no sé cuántos objetos extraños más, amontonados allí por algún especulador; medio sepultados bajo el polvo, después de haberse hundido por su propio peso en los días de lluvia, daban la impresión de querer esconderse en vano. El estruendo y el resplandor rojizo de varias fundiciones situadas en la orilla se alzaban en mitad de la noche para perturbarlo todo, excepto la espesa y continua columna de humo que salía de sus chimeneas. Algunos senderos cenagosos llevaban hasta el río, a través del fango y del lodo de la marea baja; corrían sinuosos entre viejas estacas de madera, de las que colgaba una sustancia nauseabunda, muy parecida a una cabellera verdosa, y algunos restos de carteles del año anterior, donde se ofrecía una recompensa por recuperar a los ahogados, y que se balanceaban por encima de las marcas que señalaban el nivel más alto de las aguas. Decían que por allí estaba uno de los pozos cavados durante la Gran Peste para enterrar a los muertos; y era como si su fatídica influencia se hubiera extendido por todo el lugar; o como si el paisaje hubiera adquirido aquel aire de pesadilla por las crecidas de aquella corriente putrefacta.


(Oliver Twist)
Cerca de esa parte del Támesis que linda con la iglesia de Rotherhithe, donde más sucios están los edificios de las orillas y más ennegrecidas las embarcaciones del río por el polvo de los barcos carboneros y por el humo de las casas apiñadas y achaparradas, existe aún hoy en día el más inmundo, singular y extraordinario de los muchos lugares ocultos de Londres, que resulta totalmente desconocido, hasta de nombre, para la gran mayoría de sus habitantes.
Para llegar a ese lugar, el visitante tiene que meterse en un laberinto de callejuelas estrechas y fangosas, pobladas por las gentes más burdas y pobres de las orillas, que se dedican al tráfico de todo cuanto pueda imaginarse. Los víveres más baratos y menos delicados se amontonan en las tiendas, las ropas más bastas y ordinarias cuelgan de las puertas de los prenderos y se asoman a las barandillas y a los balcones. El visitante camina con dificultad al abrirse paso a empujones, entre obreros sin trabajo de las clases más bajas, estibadores, descargadores de carbón, mujerzuelas desvergonzadas, niños andrajosos y toda la escoria del río, y se ve asaltado por toda clase de espectáculos y olores repugnantes, procedentes de los estrechos callejones que se abren a derecha e izquierda, sintiéndose al mismo tiempo ensordecido por el estruendo de pesados carros que transportan enormes montones de mercancías procedentes de los almacenes que se acumulan en cada esquina. Al llegar, por fin, a calles más apartadas y menos frecuentadas que las anteriores, el visitante camina bajo fachadas que se tambalean y se inclinan sobre la acera, muros ruinosos que parecen estremecerse a su paso, chimeneas semiderruidas que amenazan con caerse, ventanas guardadas por rejas herrumbrosas, que el tiempo y la podredumbre has desgastado casi por completo, y todas las muestras de desolación y abandono que puedan imaginarse.
En semejante vecindario, más allá de Dockhead, en el distrito de Southwark, se encuentra la isla de Jacob, rodeada por un foso lleno de fango, de dos o tres metros de profundidad y cinco o seis de anchura cuando la marea sube, llamado antiguamente el Estanque de la Fábrica y conocido en nuestros días como el Foso de la Locura. En realidad es un riachuelo del Támesis, que puede inundarse, cuando sube la marea, abriendo las esclusas de la fábrica de plomo, de donde tomó su antiguo nombre. En esas ocasiones, el forastero que se asome desde uno de los puentes de madera que lo cruzan en Mill Lane contemplará cómo los habitantes de las casas de ambos márgenes hacen descender desde sus puertas y ventanas cubos, herradas y utensilios domésticos de todas clases, para subir agua, y al apartar los ojos de estas tareas para posarlos en las casas, se quedará asombrado del espectáculo. Corredores desvencijados de madera compartidos por la parte trasera de media docena de casas, con agujero donde se ve el cieno del fondo; ventanas rotas y remendadas, de las que asoman palos para tender la ropa inexistente; habitaciones tan pequeñas, pestilentes y reducidas que se diría que el aire se encuentra impregnado por la suciedad y la inmundicia que cobijan; salas de madera que se inclinan sobre el cieno, amenazando con caerse en él, como ha ocurrido ya en algunos casos; muros embadurnados y cimientos podridos… Todas las características repulsivas de la pobreza, todas las muestras odiosas de la mugre, la podredumbre y la basura, decoran las orillas del Foso de la Locura.


miércoles, 14 de marzo de 2012

ADOLFO GARCÍA ORTEGA. EL MAPA DE LA VIDA

Hola, buenos días. En estas fechas de recuerdos amargos, en los que la evocación, presente en todos los medios de comunicación, de los trágicos acontecimientos de los que hace unos días se cumplieron ocho años se hace presente por doquier, yo he querido también sumarme a esa triste mirada sobre el atentado del once de marzo recomendándoos un libro, una magnífica novela, que tiene como núcleo central de su trama el brutal y salvaje asesinato múltiple que destrozó Madrid y conmovió a España entera y hasta al mundo en 2004. Empiezan a surgir ahora, estos últimos años, como ocurriera en la literatura norteamericana tras su infausto once de septiembre, algunos libros, no sólo documentales o históricos o ensayísticos o de investigación, sino de ficción, novelas, en los que la presencia del impactante suceso ocupa un lugar destacado; libros, incluso, cuya propuesta literaria se construye íntegramente en torno a dichos hechos y a sus repercusiones sobre las vidas de los personajes de las correspondientes narraciones literarias. Así ocurre, de modo muy relevante, en El mapa de la vida, una novela publicada por el vallisoletano Adolfo García Ortega, que ha visto la luz en la editorial Seix Barral en septiembre de 2009.

Dejadme hacer, antes de comenzar con los comentarios sobre el libro, un breve apunte sobre la enloquecida celeridad con la que se mueve el mercado editorial español. Mi ritmo de lectura no es precisamente lento, al cabo de un año puedo alcanzar una cifra que oscila entre cien y ciento cincuenta libros, de los que hago aproximadamente unas cincuenta reseñas inmediatamente después de las correspondientes lecturas, pero ante un asombroso mecanismo de producción de novedades como es nuestro sector editorial, que ofrece al público 70.000 nuevos títulos cada año, ¿cómo poder mantenerme permanente actualizado, cómo dar cuenta con puntualidad de las obras que me han interesado, cómo no acabar por ser devorado por esa inclemente y enloquecida y febril y disparatada maquinaria? Viene ello a cuento de que aún no he podido -hasta hoy- presentar el libro del que quiero hablaros y ya está en los anaqueles de las librerías una nueva novela de Adolfo García Ortega, de título Pasajero K y también excelente, que, quizá, si hay suerte, podré aconsejaros dentro de un par de años. En fin, aceptemos estas irremediables limitaciones y vayamos ya con mi propuesta de esta semana.

El mapa de la vida es una novela compleja, que se mueve en muchos planos distintos, con tramas y personajes y momentos históricos y escenarios geográficos y estilos y hasta géneros muy diversos, en una especie de mosaico literario muy rico, muy atractivo, con narraciones que se complementan, con historias interconectadas, con líneas de relato que se expanden en diferentes direcciones hasta conformar un mapa final, el mapa de la vida, una ambiciosa reproducción cartográfica de la existencia humana.

La base argumental de la novela gira sobre la historia de Gabriel y Ada. Ambos, sin conocerse entre sí, resultan heridos de modo grave en los trenes fatídicos. Meses después, los azares de la vida provocan su encuentro (el azar y sus veleidades ocupan un lugar destacado en la novela, lo que pudo ser y no fue, lo improbable finalmente ocurrido, las trampas, los misterios, el destino que nos aporta la fortuna). Gabriel y Ada, heridos, dolientes, marcados por el atentado, se conocen e, inesperada e irremisiblemente, se enamoran y viven una apasionada e intensísima historia de amor, impregnada por la tragedia de la que ambos proceden, renacidos. La peripecia amorosa de los protagonistas se describe en su vertiente más cotidiana y común: los problemas laborales de Gabriel, diseñador de montañas rusas, la relación con su anterior pareja, las investigaciones de Ada sobre el Renacimiento, del que es experta, sus investigaciones sobre Giotto, el divorcio de su marido Santiago, el trato con sus hijos, los amigos, los nuevos proyectos, el día a día, los paseos por Madrid (la ciudad, otro verdadero personaje principal, un Madrid recreado con amor, con su globalizada complejidad, con su desbordante fluir de gentes, en una celebración de su carácter mestizo, de territorio acogedor). Pero hay también una dimensión espiritual, podríamos llamar, menos realista, más metafísica: Gabriel es un ángel que sobrevuela las vidas, la propia y las ajenas, y penetra en los pensamientos y conoce las causas y prevé los efectos y adivina lo que ocurrirá o lo que nunca llegó a producirse. Y su condición angélica, que Ada conoce desde casi el principio de su relación, permea la novela con naturalidad, de modo que la fantasía de García Ortega, muy útil para transmitirnos sus preocupaciones, su visión del mundo, se integra en el relato sin distorsionarlo.

Y ese giro estilístico, que quizá podréis considerar forzado, no es el único, pues en la narración aparecen otras figuras etéreas, a medio camino de lo real y lo angélico, como Sayyd, el ángel malo, el terrorista ‘durmiente’, un médico egipcio que reside en España y que bajo su apariencia de normalidad encubre a un rígido islamista, de una feroz irracionalidad, dispuesto a la muerte en nombre de su causa santa y que sirve a Adolfo García Ortega para mostrar los entresijos de la mente irracional del terrorista fanatizado.

Pero no es sólo este juego novedoso y atrevido entre la descripción realista y las derivaciones más o menos filosóficas la única singularidad de la novela. Como os digo, hay en ella muchas subtramas e historias paralelas de enorme interés en sí mismas y de una gran eficacia en la construcción de la obra. La descarnada y terrible descripción de las torturas sufridas por un preso de Guantánamo; la narración, ambientada en la Florencia del siglo XIV, de la construcción del campanile de la ciudad toscana, una metáfora, la elevación de la torre, de los tantas veces absurdos propósitos humanos; el relato del sueño que el pintor Giotto concibe de un artilugio que le permitiera volar, otra metáfora de la búsqueda de lo imposible; la historia de la joven Miriam, casada con el viejo Josef, que se dirige a Belén para tener a su hijo, un relato lleno de evocaciones conocidas, pero con sutiles y llamativas diferencias en relación a la historia convencional; y, sobre todo, intercalada en distintos momentos del texto, la presencia de las víctimas del atentado, sus vidas, sus deseos, sus aspiraciones, sus proyectos frustrados, sus anhelos, sus expectativas, sus dolorosas e inesperadas e inexplicables muertes.

Os recomiendo vivamente este El mapa de la vida de Adolfo García Ortega que publica Seix Barral; es, ante todo, una formidable novela, que nos atrae e interesa a lo largo de sus casi quinientas cincuenta páginas, pero es también, y ello la hace doblemente atractiva, una muy tierna y emotiva celebración de la vida y del amor, de la esperanza y de la belleza. Como ilustración musical del libro, he buscado una canción preciosa, Moudja, de una cantante árabe, la argelina Souad Massi, para enfatizar así el hecho, por lo demás obvio, de que, salvo algunos terroristas fanáticos, los pueblos árabes cobijan gentes pacíficas, amantes del arte y la cultura y la música y la belleza. Espero que os guste. Hasta la semana que viene.

Un hombre, por primera y única vez, llora de madrugada en una cama ahora vacía; fue una cama que compartió con su mujer y que se le ha hecho demasiado grande e incómoda; llora como lloraba de niño, como ya no pensaba que podría llorar nunca de mayor; llora sin consuelo posible ni resistencia por su parte. No acertaba a saber qué sentía tras la ausencia de su mujer, sólo empezaba a experimentar claros síntomas de una inconmensurable tristeza, la arrasadora desesperación, cuando en medio del insomnio que a veces le ataca por sorpresa (le sucedía que abría los ojos fatalmente después de una hora de sueño profundo y ya no volvía a dormirse en toda la noche) se ha puesto a llorar con amargura. Su mujer hace meses que se ha ido; no aguantaba la vida a su lado; se enamoró de otro; salió de un trauma, casi fallece en una desgracia colectiva y su cuerpo se desgarró para siempre, también su alma. La secuencia de hechos es ésa, está clara.

El mapa de la vida siempre se le aparece como una operación que realizar. Eso fue lo que pasó tras los atentados. Pero él no supo ver nada de eso, siempre con el horizonte estrecho por delante y la incapacidad para dar respuestas emocionales; no la comprendió, no hubo una palabra entre ambos que contuviera la ternura necesaria o el arrepentimiento necesario para iniciar la vida de nuevo, no estuvo a su altura.


miércoles, 7 de marzo de 2012

ANDRÉS NEUMAN. EL VIAJERO DEL SIGLO

Hola, buenas tardes. Como de costumbre los problemas de tiempo y la dificultad natural de resumir en unas cuantas frases lo más relevante de una obra literaria, me impiden, aquí, en Todos los libros un libro, hacer mucho más que un ligero esbozo los logros de una novela que, como la que os presento hoy, tiene muchos y muy destacados. No querría por ello extenderme demasiado en este preámbulo, pero me gustaría traer a vuestra conciencia, siquiera en un breve minuto, un hecho sorprendente y sin embargo muy usual. Un escritor se encierra en su casa durante años, cinco en el caso del libro del que hoy quiero hablaros. Convive diariamente, hasta en sueños, con su obra, se plantea dudas, perfila personajes, resuelve centenares de problemas, meramente formales muchos de ellos, de estructura y de fondo bastantes otros. Corrige, y vuelve a corregir, y aún revisa una vez más y otra y una más su libro. Introduce modificaciones, cambia párrafos, elimina personajes. Titubea, reformula, analiza, vuelve atrás, reconsidera. Y corrige y corrige y vuelve a corregir. Ofrece sus primeros intentos a la consideración de escritores de su ciudad, de amigos con buen criterio literario, de conocidos y familiares habituados a la lectura. Altera lo previsto, da entrada a nuevos personajes, cambia un capítulo, algunos párrafos, cientos de palabras. Y corrige y corrige y sigue corrigiendo. Cuando, no del todo satisfecho, pues nunca llegará a estarlo plenamente, con el resultado final, lo considera, sin embargo, más o menos acabado y entrega el fruto de su creación, quinientas treinta largas páginas en el caso de la novela que hoy os traigo, a la editorial y el libro por fin es publicado... entonces, un crítico, un mero reseñista, un lector, que como mucho habrá pasado con ese libro unas cuantas semanas de su existencia, algunas horas dispersas, no siempre atentas, que en el mejor de los casos ha leído con detenimiento, pero sólo una vez (insólito el hecho de que fueran varias), la obra, se permite el lujo (nos permitimos todos el lujo) de calificar categóricamente: "obra maestra", "un desastre", "personajes mal construidos", "estructura defectuosa", o alguna otra simplificación por el estilo casi siempre precipitada y superficial.

Poneos ahora en mi lugar e imaginad por un momento las dificultades que me acometen cuando debo hablaros de este El viajero del siglo, de Andrés Neuman, premio Alfaguara 2009 y publicado, obviamente, por dicha editorial. Qué puedo decir para resumir en apenas cuatro escasos folios, en ocho o nueve minutos, en poco más de mil palabras, una novela compleja, densa aunque de lectura muy fácil, profunda, filosófica, histórica, plena de romanticismo, rigurosa, divertida, tierna, en muchos pasajes conmovedora, siempre inteligente, desbordante en la descripción de una época, la primera mitad del siglo XIX, deslumbrante en el lenguaje, en la información manejada, en la maquinaria perfecta de la estructura que la sostiene.

De manera que no intentaré hoy siquiera hablaros del libro, os ofrezco el breve resumen de la editorial y os dejo con un fragmento extenso pero significativo del estilo, del tono, de la tónica por la que discurre esta magnífica novela de este escritor jovencísimo y sin embargo formidable (debo decir también, más allá del preámbulo exculpatorio, que esta es una semana de muchas ocupaciones para mí y que apenas he tenido tiempo para pergeñar una reseña algo sólida, algo más digna). He ahí la sucinta descripción de la tenue trama argumental: un viajero enigmático en una misteriosa ciudad centroeuropea en el siglo XIX. La aparición de un personaje sorprendente, un organillero entrañable y sabio, que anclará al viajero en la ciudad movediza. Y a partir de ahí, el amor, las intrigas, la filosofía, la literatura, la cultura, la poesía, la política, el amor, el amor, el amor...

Leed, no desaprovechéis la ocasión de leer esta obra mayor de un escritor llamado a ser un grande. Andrés Neuman; estoy seguro de que os interesará el libro y de que disfrutaréis intensamente de él. Como cierre musical a esta reseña, una canción espléndida de un grupo, The Magnetic Fields, en el que brilla el talento de su líder, Steven Merrit, muy propenso a experimentar con instrumentos inusuales, clavicordios, mandolinas, banjos y quizá, incluso, creo recordar,... hasta organillos. Su título es I Don't Really Love You Anymore. El vídeo, ingenioso, ofrece una particular recreación fotográfica de la estupenda canción (que es lo que, en realidad, interesa). Hasta la semana que viene.

El único lugar que se mostraba invariablemente accesible era la plaza del Mercado, a la que regresaba sin cesar para orientarse. Ahí estaba Hans de nuevo, haciendo tiempo hasta la salida del carruaje, intentando fijar en su mente los puntos cardinales, vuelto un reloj de sol que proyectaba una lanza de sombra sobre el empedrado, cuando vio llegar al organillero.
De barbas canas, moviéndose con una mezcla de dificultad y delicadeza, como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas. El viejo iba abrigado, si no es mucho decir, con un capote pardo y una capa traslúcida. Se detuvo en un costado de la plaza. Acomodó sus cosas con extrema parsimonia, como ensayando la mímica de lo que haría más tarde. Al terminar de instalarse levantó el maltrecho paraguas que llevaba atado al mango de la carretilla. Lo abrió cuidadosamente y lo colocó sobre el organillo, para que la nevisca no le cayera a su instrumento. Este último gesto conmovió a Hans, que se quedó esperando a que el organillero empezase a tocar.
El viejo no tenía ninguna prisa o disfrutaba de la demora.
Bajo sus barbas se insinuaba una sonrisa de complicidad con su perro, que lo miraba alzando las orejas triangulares. El tamaño del organillo era modesto: encaramado a la carretilla apenas superaba la cintura del viejo, por lo que él debería encorvarse incluso más para tocarlo. La carretilla estaba pintada de verde y naranja. La madera de las ruedas había sido roja. Recubiertas por un aro que a duras penas las mantenía compactas, esas ruedas no eran redondas sino de otra forma más accidentada, golpeadas como el tiempo que llevaban rodando. El frontal del instrumento había sido decorado con un paisaje de primor infantil, que figuraba un río con árboles.
Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.