Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de enero de 2012

JEAN-MICHEL GUENASSIA. EL CLUB DE LOS OPTIMISTAS INCORREGIBLES

Buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, de nuevo con todos vosotros en Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero hablaros de una novela, una estupenda novela que yo he leído con extraordinario interés pese a que, a priori, desconocía todo del libro y de su autor. Y resalto este hecho porque habitualmente uno accede a un libro con alguna -aunque sea mínima- información previa, hemos leído una crítica en la prensa, en los suplementos culturales, algún amigo nos la ha recomendado, una breve mención en algún programa televisivo visto de pasada nos ha despertado la curiosidad y nos ha permitido guardar la referencia del libro en nuestra memoria. Debo decir que en el caso de El club de los optimistas incorregibles, mi recomendación de esta semana, no se ha producido ninguna de esas circunstancias. No había oído hablar de la novela y el nombre de su autor, el francés nacido en Argel Jean-Michel Guenassia, me resultaba desconocido. Sin embargo, confieso mi frivolidad, compré el libro por su título, que me pareció muy atractivo, en sentido literal, tiró de mí como un imán, y también por la fotografía de su portada, una estampa típica de Cartier-Bresson, dos jóvenes besándose en la terraza de un café, ella ineludiblemente parisina, camiseta de rayas y boina, una reencarnación de la Jean Seberg de Al final de la escapada, la mítica película de Godard de la que, por cierto, se habla en la novela, y sin otros antecedentes que ese llamativo título y esa tierna foto, me enfrasqué, de modo algo compulsivo, en una lectura que me mantuvo embebido durante unos cuantos gozosos días.

El club de los optimistas incorregibles, seiscientas cincuenta páginas de prosa fluida y vivísimo ritmo narrativo, ha sido publicado por la editorial RBA en traducción de María Teresa Gallego Urrutia en una edición que, al menos en sus cien primeras páginas -a partir de ellas el problema parece resolverse como por ensalmo-, presenta innumerables fallos tipográficos y pequeñas erratas que hacen algo incómodo el seguimiento de una obra que, aun con ese lastre, es, como os digo, de lectura apasionante.

El protagonista de la novela es un chico, un adolescente, Michel Marini, que en 1960, al comienzo del libro, tiene 12 años y 17 a su término en 1965, aunque la novela tiene un capítulo introductorio, desde el que se construirá retrospectivamente la trama, fechado en 1980, en el multitudinario funeral de Jean Paul Sartre, protagonista indirecto de la obra y, supuestamente, principal desencadenante del impulso que llevó a su autor a escribirla. Al parecer, y según confiesa el propio Jean-Michel Guenassia, cuando él mismo era adolescente y asiduo frecuentador, a la salida del liceo, de los bares con futbolín, pudo ver, mientras disputaba una partida con sus compañeros, al filósofo parisino y al escritor Joseph Kessel jugando al ajedrez sobre una mesa del bistrot. Así le ocurre también al joven Michel en la novela, y este hecho aparentemente trivial será la llave que le abrirá -al adolescente, pero también a nosotros, los lectores- la puerta de El club de los optimistas incorregibles.

La novela, de análisis inabarcable en el corto espacio de esta reseña, se desarrolla fundamentalmente en dos planos distintos pero que se entremezclan a lo largo de todo el libro. Por un lado está la historia del adolescente Michel y su círculo familiar. Sus progenitores proceden de orígenes muy distintos; el padre, Paul Marini, es un trabajador con raíces italianas que se enamora -y es correspondido por ella- de Hélène Delaunay, la hija de su patrono, propietario de una empresa de saneamientos. Su boda convertirá al joven obrero en dueño de la empresa, pero las desigualdades de clase, llamémoslas así, serán un obstáculo en la vida de la pareja. Michel va creciendo y atraviesa su adolescencia entre conflictos familiares, aburridas clases en el liceo, la amistad de su compañero Nicholas, el descubrimiento de los libros, la tímida afición a la fotografía, el contacto con el círculo de su hermano Franck, siete años mayor, y cuyas peripecias anticipan la juventud que protagonizaría años después el mayo del 68, la rebeldía, el descubrimiento del rock and roll, el humo, el alcohol, las apuestas vitales arriesgadas, la lealtad a unos principios no pasados por el tamiz del pensamiento, solo intuidos, sentidos, la amistad noble, el ansia por vivir sin freno, con intensidad, la búsqueda de una existencia plena, alejada de las ya rancias costumbres de la familia burguesa. Michel se salta sus clases, juega al futbolín, lee compulsivamente, se enamora -pero no se lo dice a sí mismo, tiene 12 años- de Cécile, la bella y desatendida novia de su hermano. Despierta a la vida, tropieza, está perdido, no se encuentra, titubea, busca, deambula, insisto, tiene doce años: así es la adolescencia, la tan a menudo cruel adolescencia.

El segundo gran eje sobre el que gira la novela es el Club. Michel frecuenta los futbolines del café Balto. Al fondo del café, tras una cortina verde, una puerta en la que una mano torpe ha escrito El Club de los optimistas incorregibles, da acceso a un espacio envuelto en misterio, en el que se adentran extraños individuos de aspecto desastrado y ropas descuidadas. Con el corazón palpitante, decide penetrar en el recinto mágico que resulta ser un club de ajedrez en el que se reúnen exiliados, sobre todo de los países del Este, del otro lado del terrible Telón de Acero, para jugar, horas y horas absortos frente al tablero. Allí, como le ocurriera en la vida real al escritor, ve un día a Jean Paul Sartre y Joseph Kessel. Desde ese momento empieza a frecuentar, cada vez con más asiduidad, el Club y sus insólitos miembros. La novela nos contará así las dramáticas historias, las tristísimas historias de esos desarraigados, de esos parias, de esos supervivientes que han vivido mil aventuras, todas fracasadas, de derrota en derrota. El médico Igor, obligado a huir de su Rusia natal, teniendo que abandonar a su mujer y su hija, antes de ser ‘purgado’ por el irracional y asesino aparato estalinista. El condecorado militar Sacha, miembro del poder soviético, fotógrafo experto en hacer desaparecer de las imágenes a los enemigos del régimen, huido también ante las sospechas de su caída en desgracia ante la ciega y despiadada autoridad. Tibor, actor húngaro de enorme éxito en su país, e Imré, su representante y amante, que languidecen en París, olvidado todo rastro de aquella gloria. Y Vladimir y Leonid y Dimitri y tantos más que, sin dinero, arruinadas sus vidas, sus títulos académicos no reconocidos, sus profesiones truncadas, sus familias casi olvidadas, agotan sus días en el Club entre discusiones sin fin, arrebatos nostálgicos, reflexiones en torno al porvenir del socialismo, análisis sobre la política de la época, los bloques y la guerra fría, la independencia argelina, el compromiso de izquierdas con la entonces casi natural obediencia férrea a la disciplina de partido representada en la figura de Sartre y, por otro lado la defensa de la libertad de pensamiento y vital del intelectual con Albert Camus como manifestación ejemplar.

Y así, la novela fluye entre estos dos mundos, Michel descubre la vida, los desengaños amorosos, el desmoronamiento familiar, la madura experiencia de los exiliados, la realidad de la existencia. El joven se hace adulto entre las peripecias amorosas y familiares por un lado y el contacto con el Club por otro; el libro es optimista, entusiasta, vital, aunque teñido de un cierto clima melancólico, algo triste. No dejéis de leerlo, os procurará muchas horas de satisfacción, muy gratas. Para cerrar esta reseña, y después del fragmento escogido como ejemplo representativo del espíritu del libro, una canción que también podría sonar perfectamente en la novela. Boris Vian y su anti-himno Le déserteur. Hasta la semana que viene.

Habían escogido la libertad abandonando a la mujer, a los hijos, a la familia y a los amigos. Por eso no había mujeres en aquel Club. Las habían dejado en su tierra. Eran sombras, parias, carecían de recursos y tenían títulos que no estaban reconocidos. A sus mujeres, sus hijos y su tierra los llevaban en un rincón de la cabeza y del corazón. Seguían siéndoles fieles. Hablaban poco del pasado, porque estaban muy ocupados ganándose la vida y encontrándole una razón de ser. Al pasarse a Occidente, renunciaron a casos confortables y buenos trabajos. No se imaginaban que el día de mañana iba a ser tan duro. Algunos cayeron en pocas horas de la categoría de alto funcionario protegido o dirigente de una empresa pública, a quien no le faltaba de nada, a la de indigente sin techo. Esta caída en picado les resultaba tan insoportable como la soledad y la nostalgia que los atormentaba. Muchas veces, tras muchas peregrinaciones, habían llegado a Francia en donde les habían concedido asilo político. Aquí andaban mejor las cosas que en los países de los que los echaban. Ésta era la patria de los derechos del hombre siempre y cuando te callaras la boca y no pidieras demasiado. No tenían nada, no eran nadie, estaban vivos. Era algo que en ellos volvía como un leitmotiv: Estamos vivos y somos libres. Como me dijo un día Sacha: La diferencia entre nosotros y los demás es que ellos son personas vivas y nosotros somos supervivientes. Cuando has sobrevivido no tienes derecho a quejarte de tu suerte, sería insultar a los que se quedaron allí.

En el Club no necesitaban explicarse ni justificarse. Estaban entre exiliados y no necesitaban hablarse para entenderse. Estaban todos en el mismo barco. Pavel afirmaba que podían enorgullecerse de haber conseguido por fin la consecución del ideal comunista: eran iguales.

¿Qué querer, tío?

miércoles, 18 de enero de 2012

CARL HONORÉ. ELOGIO DE LA LENTITUD

Una tarde bruñida por el sol del verano de 1985, mi viaje de adolescente por Europa se detiene en una plaza de las afueras de Roma. El autobús que ha de llevarme a la ciudad lleva veinte minutos de retraso y no parece que fuera a aparecer. Sin embargo, el retraso no me molesta. En vez de ir de un lado a otro por la acera o llamar a la compañía de autobuses y presentar una queja, me pongo los auriculares del walkman, me tiendo en un banco y escucho a Simon y Garfunkel, que cantan sobre los placeres de hacer las cosas despacio y el momento duradero. Cada detalle de la escena está grabado en mi memoria: dos chiquillos dan patadas a una pelota alrededor de una fuente medieval, las ramas de los árboles rozan el muro de piedra y una anciana viuda lleva verduras a casa en una bolsa de mallas.
Avancemos velozmente quince años, y todo ha cambiado. El escenario es ahora el ajetreado aeropuerto romano de Fiumicino, y yo soy un corresponsal de prensa extranjero que se apresura a tomar el vuelo de regreso a Londres. En vez de dar puntapiés a los guijarros y sentirme eufórico, camino a grandes zancadas por la sala del aeropuerto, maldiciendo en silencio a toda persona que se cruza en mi camino a un ritmo más lento. En vez de escuchar música popular con un walkman barato, hablo por el móvil con un director de periódico que se encuentra a miles de kilómetros de distancia.
En la puerta de embarque me coloco al final de una larga cola, en la que no hay nada que hacer más que esperar. Soy el único incapaz de estar mano sobre mano. Hacer que la espera sea más productiva parece que sea menos espera, así que me pongo a hojear un periódico. Y es entonces cuando tropiezo con el artículo que acabará por inspirarme para escribir un libro acerca de la lentitud. He aquí el titular que me llama la atención: El cuento para antes de dormir que sólo dura un minuto.

Hola, buenos días. Así, con este sugestivo texto empieza este miércoles Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os proponemos una sugerencia de lectura de entre los miles de libros que inundan nuestras librerías, en una avalancha editorial que hace muchas veces imposible seleccionar con criterio. El libro que hoy quiero aconsejaros, y al que pertenece el fragmento con el que abríamos el programa, se llama Elogio de la lentitud, su autor es el periodista canadiense Carl Honoré y ha sido reeditado varias veces, la última que yo conozco, y que ahora os recomiendo, es del pasado 2008, una preciosa edición de bolsillo, en traducción de Jordi Fibla, debida a la Editorial RBA que ya lo diera a la luz por primera vez en 2005.

Probablemente ya conoceréis este Elogio de la lentitud, pues desde su aparición inicial, como os digo hace siete años, se ha convertido en un auténtico best-seller, su autor en una especie de figura de culto mundial y sus tesis se han propagado por doquier dando lugar a una corriente de pensamiento, a una forma de vida incluso, que ha prosperado en muchos lugares del mundo bajo la denominación de ‘movimiento slow’, movimiento lento. De hecho, el subtítulo del libro recoge, precisamente, esa idea de tendencia, de corriente de opinión, Un movimiento de alcance mundial desafía el culto a la velocidad. De modo que las ideas de Carl Honoré, defendidas en el libro, han acabado por convertirse en una especie de manifiesto, de tratado fundacional, de propuesta ideológica de una especie de revolución, de filosofía alternativa de la vida, cuyo lema principal, la defensa de la lentitud, ha encontrado recepción y acogimiento en muchos sectores de la sociedad, en muchos países del mundo, en muchas áreas de la vida cotidiana de los ciudadanos de este siglo XXI, por el contrario, tan frenético y acelerado.

Porque ése es el mensaje principal del libro de Honoré: frente a la locura desbocada, la prisa insensata, la insulsa fugacidad de las experiencias, el supuesto disfrute de un presente aún no nacido y ya consumido en el que se desarrollan las existencias de la mayor parte de las gentes de nuestro mundo moderno, Elogio de la lentitud propone justo una actitud y un planteamiento de vida diametralmente opuestos: la vida vivida con mesura, el placer de las cosas bien hechas, el disfrute de un ocio fecundo, los encantos de la conversación demorada, las ventajas del paseo relajado, los beneficios del sexo practicado con parsimonia, de la comida elaborada pacientemente y degustada con calma, la importancia de la vida sana, sin prisas, la necesidad del descanso, la conveniencia de una actividad laboral comedida, racional, el deleite inigualable que proporciona la narración de un cuento a un niño, por la noche, antes de que llegue el sueño, un cuento completo, con todas sus vicisitudes, con las voces de los personajes, deteniéndose en los detalles, no un cuento para solventar en un minuto como señalaba el reclamo del artículo que él mismo había encontrado en aquel aeropuerto... En definitiva, el libro postula el rechazo de la urgencia, de lo perentorio, del agobio laboral, de la rabia y la impaciencia en las colas, del ruido ciudadano, de las exigencias de la prisa, del todo ahora y ya, del consumo desatado, del frenesí del tráfico, de las imposibles obligaciones con las que cargamos las horas de nuestros hijos, de los innumerables propósitos siempre pospuestos y una y otra vez reaparecidos que obran como amenazas atosigantes en nuestras vidas, de los miles de ‘tener que’ que nos impiden vivir lenta y placenteramente.

Estructurado en una decena de capítulos que analizan cada uno de estos territorios en los que se postula la defensa de la lentitud: la comida, la ciudad, el sexo, el trabajo, la educación, el ocio, el deporte, el libro constituye un alegato furibundo contra la velocidad, contra el llamado turbocapitalismo que en nuestros días nos somete con sus necesidades inventadas: conexiones más rápidas a internet para no retrasarnos en el trabajo; microondas para auxiliar a quienes dicen no tener tiempo para cocinar; liposucciones para, de un plumazo, solventar los excesos de grasa; cursos de lectura rápida para agotar los best-sellers de turno. Un capitalismo acelerado que no sólo destruye nuestras vidas al constreñirlas en un sinfín de exigencias irracionales, sino que, además, daña la naturaleza, perjudica el medio ambiente, amenaza al planeta entero.

Carl Honoré defiende la desaceleración de la existencia. No está contra el progreso, antes al contrario, es un ardiente defensor de las ventajas de la tecnología, de las maravillas sin cuento que proporciona internet, viaja en avión, usa el móvil y las Blackberrys, salta de un país a otro, enciende el televisor en decenas de hoteles en cualquier continente, se desenvuelve en varios idiomas, es un ciudadano cosmopolita de este mundo globalizado. Sin embargo reniega de esa visión unívoca que asocia progreso a rapidez y apresuramiento, que identifica la existencia con una carrera permanente en pos de no se sabe qué…

Comprad, recreaos, disfrutad de la lectura demorada de este Elogio de la lentitud, de Carl Honoré que publica RBA, seguro que pasaréis unas horas muy agradables y, lo que es más importante, seguro que encontraréis en él estímulo suficiente como para reordenar vuestras vidas de un modo más tranquilo y placentero, más sosegado y feliz. Puede servir, pues, esta llamada a la lentitud, como uno de los propósitos, sino el más importante, de cuantos nos hacemos con cada nuevo año, estas promesas, casi siempre incumplidas, a las que nos obligamos infructuosamente cada primero de enero. Desacelerar nuestras vidas: he ahí un lema para los próximos trescientos sesenta y seis días. Como complemento sonoro a mi recomendación de esta mañana, una canción que alude -algo indirectamente, la verdad- al motivo principal de nuestra emisión de hoy: Dying slowly, Muriendo lentamente, de los geniales Tindersticks. Hasta la semana próxima.

¿Cuándo ha visto por última vez a alguien que se limitara a mirar por la ventanilla del tren?
Todo el mundo está muy ocupado leyendo el periódico, absorto en un videojuego, escuchando música por medio de auriculares, trabajando con el ordenador portátil, charlando por el teléfono móvil...
En vez de pensar profundamente o dejar que una idea se cueza a fuego lento en el fondo de la mente, ahora gravitamos de manera instintiva hacia el sonido más cercano. En la guerra moderna, tanto los corresponsales en el campo de batalla como las lumbreras que están en el estudio, realizan análisis inmediatos de los acontecimientos en el mismo momento en que se producen. Con frecuencia, sus percepciones resultan equivocadas, pero eso apenas importa hoy: en el país de la velocidad, el hombre que tiene la respuesta inmediata es el rey. Gracias a los datos aportados por los satélites y los canales de televisión, que emiten noticias sin interrupción durante las veinticuatro horas del día, los medios electrónicos están dominados por lo que un sociólogo francés denominó el fast thinker [pensador rápido], una persona que, sin detenerse a pensarlo un instante, es capaz de dar una respuesta elocuente a cualquier pregunta.
En cierto modo, ahora todos somos pensadores rápidos. Nuestra impaciencia es tan implacable que, como expresó sarcásticamente la actriz y escritora Carrie Fisher, incluso la gratificación instantánea requiere demasiado tiempo. Esto explica en parte la frustración crónica que burbujea bajo la superficie de la vida moderna. Todo aquello, objeto inanimado o ser viviente, que se interpone en nuestro camino, que nos impide hacer exactamente lo que queremos hacer cuando lo queremos, se convierte en nuestro enemigo. Así pues, en la actualidad el menor contratiempo, el más ligero retraso, el mínimo indicio de lentitud, puede hacer que a ciertas personas, por lo demás del todo normales, se les hinchen las venas de las sienes a causa del furor mal contenido.
Las pruebas anecdóticas están por doquier. En Los Ángeles, un hombre empieza a pelearse en un supermercado porque el cliente que le precede, tras haber pagado en caja, tarda demasiado en meter los artículos en las bolsas. En Londres, una mujer raya con un objeto punzante la carrocería de un coche que se le ha adelantado para ocupar una plaza de aparcamiento. Un ejecutivo acomete a una azafata cuando el avión tiene que pasarse veinte minutos dando vueltas por encima del aeropuerto de Heathrow antes de aterrizar. ¡Quiero aterrizar ya! -grita como un niño mimado-. ¡Ahora, ni un minuto más!
Un repartidor se detiene ante la casa de mi vecino y obliga al tráfico a detenerse mientras el conductor descarga una mesita. Al cabo de un minuto, la mujer de negocios de cuarenta y tantos años, al volante del primer coche detenido, empieza a agitarse en el asiento, a sacudir los brazos y a mover la cabeza adelante y atrás. Un lamento bajo y gutural surge de la ventanilla abierta del vehículo. Es como una escena de El exorcista. Temo que esté sufriendo un ataque epiléptico y bajo corriendo para ayudarla. Pero cuando llego a la acera, resulta que simplemente está enojada por la detención forzosa. Asoma la cabeza por la ventanilla y grita sin dirigirse a nadie en particular: Mueve el puto furgón o te mato, cabronazo. El repartidor se encoge de hombros, como si ya tuviera una larga experiencia en tales situaciones, se sienta al volante y se marcha. Abro la boca para decirle a la mujer chillona que se tome las cosas con un poco de calma, pero el sonido de los neumáticos de su coche, que chirrían en el asfalto, ahoga mis palabras.
Ahí es a donde conduce nuestra obsesión por la rapidez y el ahorro de tiempo. La rabia flota en la atmósfera: rabia por la congestión de los aeropuertos, por las aglomeraciones en los centros de compras, por las relaciones personales, por la situación en el puesto de trabajo, por los tropiezos en las vacaciones, por las esperas en el gimnasio... Gracias a la celeridad, vivimos en la era de la rabia.


miércoles, 11 de enero de 2012

JOAQUÍN BERGES. VIVE COMO PUEDAS

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. ¿Habéis pensado -perdonad que os interrogue así, a tumba abierta, antes, casi, de empezar- en la finalidad última, en el objeto, en la pretensión que nos mueve a quienes irrumpimos en los medios de comunicación, sean escritos o hablados, recomendándoos, como hago yo ahora mismo, la lectura de un libro? ¿Habéis pensado si se trata en realidad de un acto transitivo, esto es, que espera una recepción activa, que pretende tener una continuidad en vosotros y vuestras vidas, o es sólo un ejercicio solipsista en el que uno da rienda suelta a sus propios intereses, a sus propios afanes, incluso a sus propias obsesiones, sin que en realidad importe el impacto que ello pueda tener en los oyentes o en los lectores? Viene esta duda a cuento de una significativa experiencia vivida por mí en relación al libro que hoy os comentaré. Hace unos meses, en su artículo quincenal en el suplemento del domingo del diario El País, Almudena Grandes narraba su peculiar relación con una novela cuyo manuscrito ella había leído en tanto miembro de un jurado literario del que formó parte, creo recordar que en el año 2002, y que, tras diversas vicisitudes de las que daba cuenta en su colaboración periodística, había reaparecido, casi diez años después, publicada formalmente como libro por la editorial Tusquets. La escritora madrileña hablaba maravillas de la novela en su artículo y urgía a los lectores a que no dejáramos de adquirirla ni, por supuesto, de leerla pues, aseguraba, nuestro entusiasmo al hacerlo no habría de ser menor al suyo propio, entregada apasionadamente a los encantos del libro. Tan vehemente recomendación hizo efecto en mí, y un día después, el lunes de esa misma semana, estaba en mi librería favorita solicitando el libro. Obviamente, y como podéis imaginar, no quedaba ni un sólo ejemplar, ni en mi ‘suministrador habitual’ (la lectura como droga, el librero como dealer) ni en ningún otro establecimiento librero de los que frecuento. Un día después, en cambio, habían desembarcado en las librerías salmantinas decenas de volúmenes de lo que no dejaba de ser un título más o menos ignoto de un autor prácticamente desconocido por el gran público. ¿Hasta tal punto es importante, pues, una mención en los medios? Es cierto que se trata, en el caso que os cuento, de un consejo de Almudena Grandes, una autora de prestigio y muy considerada, con un público fiel y con una legión de seguidores para los que su palabra resulta casi un dogma. Es cierto que la tribuna era ni más ni menos que el dominical de El País, que asegura más de medio millón de ejemplares vendidos (probablemente muchos más los domingos, no tengo a mano ahora el dato) y una difusión cuatro veces mayor: dos millones de personas que serían potenciales destinatarios de la recomendación lectora de la escritora madrileña... Es cierto todo ello, pero ¿tanta potencia tiene una crítica periodística o televisiva o radiofónica? O saltando ahora a nuestra modesta dimensión: ¿apreciáis vosotros mis consejos con similar, aunque probablemente más limitado, fervor?, ¿compra alguien un libro por haberlo citado yo en esta humilde tribuna? Y de ahí a mis propias dudas: ¿con qué objeto debo escribir -con qué objeto de hecho escribo- mis reseñas? ¿Pretendo persuadiros, comunicaros mis entusiasmos literarios, influir en vuestros hábitos lectores? En fin... queden aquí mis incertidumbres 'existenciales' irresolubles y pasemos ya a hablar del libro de hoy, aunque mi sugerencia será, claro está, bastante prescindible, pues la mayoría de vosotros también habrá leído a Almudena Grandes en su articulito de marras...

El libro al que me refiero lleva por título Vive como puedas, su autor es Joaquín Berges, autor de una única novela antes de esta, ambas publicadas en Tusquets, y sin duda es formidable. Interesante, ingenioso, divertidísimo, lleno de reflexiones sugestivas sobre la vida en nuestros acelerados días, inteligente, repleto de situaciones desopilantes, profundo y a la vez ameno, narrado con una extraordinaria fluidez que propicia una lectura arrebatada, en muchos pasajes emotivo e intensamente conmovedor... Yo he disfrutado enormemente leyéndolo, me he reconocido en algunos de los sentimientos de su peculiar protagonista, me he emocionado con algunas de sus tristísimas vivencias, y, sobre todo, me he reído hasta las lágrimas, incapaz de contener las carcajadas, por las disparatadas peripecias que constituyen el día a día habitual de la extravagante familia que rodea a Luis Ruiz, el cuarentón que es la voz narrativa -en un doble juego de perspectivas, como ahora veremos- de la novela.

Vive como puedas es una cita inequívoca, que se recoge en el propio libro -de hecho el pasaje que he seleccionado como cierre para hoy es el fragmento en que se menciona expresamente- de la película casi homónima de Frank Capra, Vive como quieras, estrenada en 1938 con James Stewart, Jean Arthur y Lionel Barrymore en sus papeles principales. La película, que ganó los Oscar al mejor film y al mejor director de ese año, es también divertidísima y constituye el retrato de una familia muy singular compuesta por unos excéntricos miembros que viven volcados en sus disparatadas aficiones, al margen de cualquier convención social y tratando de alcanzar sus sueños sin dar la más mínima importancia a los comunes aspectos prácticos que a todos nos importan y, aun más, nos encadenan.

En la novela, Luis Ruiz es un ingeniero y ejecutivo con una vida aparentemente normal y hasta exitosa, con un excelente trabajo, una joven mujer, una exmujer con la que se lleva razonablemente bien, cuatro hijos, dos de ese primer matrimonio, uno del segundo y una hija de diez años que aporta su segunda esposa. Tiene amigos, posee una casa espaciosa y confortable para dar cobijo a su amplia prole (un elenco al que hay que sumar su hipocondríaca madre, su jovencísima y casual amante, su torturado vecino, el disociado novio de su hija, y su jefe, que es también la nueva pareja de su exmujer), está sano y es moderadamente feliz. Sin embargo, hay un poso permanente de insatisfacción en su vida, una vida que se resuelve en infinidad de líos y malentendidos, de enredos y embrollos y episodios enmarañados en un caótico desbarajuste -siempre hilarante- digno de un vodevil, al que -y no sólo por la referencia a la película de Capra o a las persecuciones y peleas de las del antihéroe Harold Lloyd, también citado- la novela remite.

Y es que, de entrada, la troupe de los Ruiz es especialísima y desternillante. Veamos. Comencemos con Sandra, la actual esposa, la esposa alternativa, como la llama Luis. Todo para ella es alternativo: la medicina, la alimentación, le educación, la música y hasta las energías. Sandra no se maquilla, no se peina, usa ropa holgada que no se corresponde con su talla, es patosa y torpe, si bien sabe dar unos indescriptibles masajes en los pies, aunque con fines exclusivamente terapéuticos. También riñe constantemente a su marido por no saber usar de modo correcto las bolsas de basura. El pobre Luis, que ha trabajado siempre en una central nuclear, aunque afortunadamente para su convivencia marital se ha reconvertido al mundo de los generadores eólicos de electricidad, se ve obligado a seguir las prescripciones de su naturista mujer y por ello ingiere diariamente doscientos miligramos de magnesio para fortalecer su corazón, un vaso de leche de soja para equilibrar sus hormonas, una infusión de hojas de olivo para la tensión arterial, tintura de gingko, vitamina E, cardo mariano, salvado de trigo y uno o dos píldoras de kava kava para mitigar el estrés que le produce tener que acordarse de tomar todo lo anterior. Por el contrario, su exmujer, Carmen, es la antítesis de su vagarosa esposa, un torbellino que se maquilla y se viste con la explícita pretensión de gustar y el inequívoco deseo de provocar. Egoísta y desconsiderada, atractiva y decidida, Luis sigue enamorado de ella.

Vayamos con los hijos. Los que comparte con Carmen son Álex y Cris. Álex tiene quince años y, entre otras ocupaciones propias de la edad, parece dedicarse al tráfico de drogas de diseño. Cris, dejando atrás también la adolescencia, esgrime como principal peculiaridad el tener un novio que son dos. Por un lado, un confundido pediatra con coleta, Pablo, que oculta en el bolsillo de su bata médica los postizos con los que ejerce en secreto de payaso, el payaso Dumbo, su otro yo que provisto de zapatones y una nariz de goma espuma divierte a los niños que sufren en los hospitales. Lo más sorprendente es que las existencias de Pablo y Dumbo son, inverosímilmente, simultáneas. Everest, con diez años, es fruto de su relación con Sandra. Se trata de un pequeño monstruo que interroga de continuo a su progenitor, provocando su irritación con preguntas capciosas e imposibles, del estilo de ¿qué diferencia hay entre el pelo cortado y el corto? o ¿ahora es antes o después? o ¿cómo es el tiempo? y otras abstrusas incógnitas de índole similar, otros inextricables porqués que sumen a su padre en las más absolutas impotencia y perplejidad. Everest, que debe su nombre -en realidad Everest del Himalaya- a las tendencias naturistas de su madre, se hace acompañar, entre otras rarezas propias de su corta edad, de una invisible unidad terminator a la que su padre debe dotar de estatuto real so pena de provocar, en caso de no hacerlo, las iras de toda su parentela. En alguna ocasión, por ello, el bueno de Luis se ha visto obligado, reprimiendo su airada impaciencia, a reparar el condensador electrolítico de neutrinos que según el niño tiene averiado el engendro imaginario que le acompaña. Valle, Valle del Indo su nombre completo, es hija de un anterior matrimonio de Sandra con un difunto exhippy trasnochado que inoculó en la ahora mujer de Luis su esotérica cosmogonía, su particular visión de la vida. Antes de su fallecimiento Sandra le prometió que pondría a sus hijos los nombres del valle y la montaña más hermosos de la tierra, de ahí lo singular de los apelativos con los que designan a sus retoños. Valle es una niña inteligentísima, genial, su padrastro dice que debiera llamarse Valle-Inclán, capaz de resumir en aforismos esclarecedores, en sentencias iluminadas y magníficas, las ideas más complejas: la precocidad es el reverso de la voluntad, le espeta a su padre, o lo que en unos es carácter en otros es idiotez, afirma algo críptica en otro momento del libro.

La familia se completa con la madre de Luis que, obsesionada con la salud, llama a su hijo por teléfono varias veces al día para relatarle, en inconsistente letanía, los valores de su presión diastólica y sistólica y sus agitadas pulsaciones. Su obediente vástago registra en una hoja de cálculo tales instructivos datos y sueña con la vengativa posibilidad de elaborar un informe completo con medias aritméticas semanales, mensuales y anuales y castigar a su familia con su completa explicación el día de Nochebuena, por ejemplo. Además, fantasea con donar a la ciencia su corazón, el de su madre, cuando ésta muera, con el fin de que en algún laboratorio lo corten en filetes muy finos y lo estudien al microscopio para felicidad póstuma de su aprensiva madre.

Junto a este núcleo central de personajes excepcionales pulula una cohorte de espléndidos e igualmente disparatados secundarios. Óscar es, además de primo de Luis, un auténtico imbécil, un trepa descarado que aparte de quitarle el puesto al que aspiraba con más méritos nuestro pobre protagonista, le arrebata también a Carmen, a la que, para más humillación, Luis encuentra en la cama con su primo en los mismos días de su derrota profesional. Óscar es el actual marido de Carmen, lo que no cambia, más bien acentúa, la escasa consideración que le merece a Luis. Carles es vecino y amigo de la estrafalaria familia. Médico de profesión, aunque por desgracia no especializado en los desequilibrios del alma, defiende un modo de vida relajado frente al estrés atosigado en el que vive sumido el bueno de Luis. Sus complejas relaciones amorosas tendrán una influencia decisiva en la historia. Lucía es la joven profesora de Everest con la que Luis tendrá un breve pero enrevesado escarceo amoroso. Y está Andrés, uno de los mejores abogados civilistas de la ciudad, novio de Lucía y también relacionado con Carles. Y, por supuesto, no puedo dejar de mencionar a un sarcástico guardia de tráfico que comparece puntualmente en diversos momentos del libro.

Entre esta fauna entrañable se desarrolla la enloquecida existencia de Luis, de la que el libro nos da cuenta en dos planos que se suceden en epígrafes alternativos. En unos, los impares, es la voz de Luis la que relata la acción, en primera persona del singular pues, a través de fragmentos de su diario a los que tenemos acceso mediante un expediente que sólo al final del libro se desvelará. En otros, los pares, la voz narrativa habla en tercera persona y esa conjunción del distanciamiento objetivo que esta fórmula impone y la implicación del relato subjetivo, esta estructura dual es, a mi juicio, uno de los grandes aciertos de la novela.

En definitiva, Vive como puedas nos habla, desde esta perspectiva humorística y repleta de sutil comicidad, de la aspiración y la búsqueda de una vida mejor, más auténtica, un canto amargo y a la vez feliz a unos valores que nuestras apresuradas y cínicas sociedades, nuestras materialistas sociedades parecen haber relegado al olvido: la noble amistad, el amor genuino, la ternura, la inocencia, la felicidad. Ésta es la última respuesta que existe, dice Valle a su preguntón hermano Everest, dando con la clave final del libro, para todos los interrogantes que puedas imaginar. No falla nunca. Siempre se acaba en el mismo punto, el objetivo de cualquier ser humano, el sueño imposible de la vida: la felicidad.

Os aseguro, creedme, unas cuantas horas de absoluta felicidad si os decidís a adentraros en este Vive como puedas de Joaquín Berges publicado por Tusquets. Leedlo, no os arrepentiréis. Como vídeo de cierre de esta entrada os ofrezco la estupenda secuencia final de Vive como quieras, la entrañable película (que también os aconsejo; la tenéis íntegra en Youtube) de Frank Capra. En ella podéis escuchar Polly Wolly Doodle, una pieza del folklore tradicional, que aquí nace de las armónicas de un dúo de actores espléndidos, Lionel Barrymore y Edward Arnold. Hasta la semana que viene.


 
He sido incapaz de recordar el título exacto de la película de Dumbo. Por suerte, la dependienta del video-club estaba de buen humor y ha tenido la suficiente paciencia para buscar en su base de datos todos los títulos de películas que contuvieran la palabra ‘vive’. Incluso me ha hecho una oferta especial y me he llevado las tres películas que ha encontrado por el precio de dos, como si se tratara de los tetrabriks de tomate frito del supermercado.
Ahora que ya las he visto comprendo que Dumbo se refería a Vive como quieras, el retrato de una familia muy singular compuesta por unos extravagantes miembros que viven por y para sus aficiones, sin someterse a las normas laborales y sociales del sistema. Más bien al contrario, tratan de alcanzar sus sueños sin preocuparse de si son lo suficientemente prácticos para proporcionarles un medio de vida. Muy en la línea de Dumbo y hasta en la de Carles y su rollo de trabajar menos. Ahora bien, si la película tratara sobre mi familia debería titularse Vive como puedas, porque la voluntad de vivir es inmensamente proporcional al número de bocas que dependen de tu sueldo. Y del mío dependen demasiadas como para que la voluntad prevalezca sobre la potencia.
Es una película estrafalaria y deliciosa. El final ha llegado a emocionarme, contagiándome una dosis de fugaz optimismo que por desgracia no he podido compartir con nadie. Supongo que mi organismo me ha proporcionado un chute de endorfinas que ha equilibrado temporalmente mi estado anímico. Según Carles, la felicidad es una relación de equilibrio entre las sustancias que regulan el coco, una fórmula mágica y secreta, como la de la coca-cola, que se alimenta de nuestros recuerdos, vivencias y esperanzas. Es probable que ese equilibrio sea parametrizable y pueda analizarse en un laboratorio, igual que se analiza el número de hematíes, leucocitos o el tipo de colesterol que recorre nuestra sangre. Quién sabe. Tal vez fuera un próspero negocio que podría llevarse a cabo en las farmacias. Bastaría con recoger una pequeña muestra de sangre y esperar unos minutos para procesar los datos. Tiene usted el nivel de serotonina algo bajo y la adrenalina demasiado alta. Haga más ejercicio, tómese unas cápsulas de neurotransmisores de la risa, vea una comedia de Capra y no se olvide de llorar de vez en cuando.
Hay que llorar más, como hacen los niños. Por algo son los seres más felices de la creación, siempre y cuando estén sanos y bien alimentados. No hace falta ningún análisis para saber que los niños apenas sufren enfermedades psiquiátricas. No arrastran traumas del pasado (quizá porque apenas tienen pasado). No padecen insomnio ni depresiones ni desórdenes de la personalidad. No toman ansiolíticos, hipnóticos, ni relajantes naturales como la valeriana y la pasiflora. Y sin embargo se pasan el día llorando, a veces a lágrima viva y moco tendido, y otras con mohines de disgusto, hipando, tosiendo o haciendo pucheros. Y son felices. Lo que significa que todo ser vivo que aspire a la felicidad debe aprender a llorar (yo no incluiría a los vegetales en esta intrépida sentencia).
Los adultos lloramos poco, especialmente los hombres. Yo, por ejemplo, hace años que no derramo una sola lágrima. Ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice. Quizá por eso no encuentro el camino hacia la satisfacción personal, porque le estoy negando a mi cerebro la posibilidad de desahogarse y eliminar las toxinas del espíritu. Pero ¿cómo se hace?, ¿cómo se llora? Tal vez necesite recibir clases de llanto. Concéntrese, encoja la frente, cierre los ojos, respire por la nariz un par de veces, espire entrecortadamente, tápese el rostro con las manos, diga que no con la cabeza, coloque los dedos pulgar e índice entre las cejas, sorba los mocos, otra vez, diga ‘ay’, más despacio, añada ‘dios mío’, no, no tan alto, dígalo mientras suspira, así, tiéndase sobre la cama en posición decúbito prono, autocompadézcase, vamos, más, sienta cómo se le humedecen los lagrimales, siéntalo, apriete los ojos, deje que las lágrimas resbalen por las mejillas, continúe, un dos, un dos...



miércoles, 4 de enero de 2012

PETER MATTHIESSEN: PAÍS DE SOMBRAS

Hola, buenos días. Mi elección de hoy en Todos los libros un libro es una recomendación indiscutible, un libro imprescindible que debéis leer sin ninguna duda, una joya literaria, una obra maestra, y pese a ello, pese a tanto entusiasmo inicial, debo confesaros de entrada que hay un ligero obstáculo que me frena ligeramente al aconsejároslo. Y es que este País de sombras, del que a continuación os hablaré con pasión, tiene casi mil doscientas páginas, y aunque se desenvuelve en un estilo y con una estructura relativamente convencionales, la historia que nos cuenta se desarrolla a lo largo de casi un siglo y está repleta de personajes, de relaciones, de intrincados vínculos familiares, lo que unido a su desmesurada extensión hace que sea grande el riesgo de perder el hilo, de despistarse entre los muchos espacios en los que acontece, entre sus múltiples protagonistas, entre la infinidad de nombres. Por ello, me atrevo a sugeriros antes de empezar que, si os decidís a abordar su lectura, lo hagáis en un momento de vuestras vidas en el que podáis dedicar vuestro tiempo casi íntegro al libro, como yo mismo he hecho el pasado verano, inmerso, entregado en cuerpo y alma a tiempo casi completo durante una larga semana a convivir con las apasionantes páginas de la novela. Francisco Solano, en su crítica en El País, habla de maratón para referirse a la lectura del libro; quedáis, pues, avisados, por si la perspectiva de una aventura que os dejará satisfechos pero exhaustos os lleva a prescindir del resto de mi entregado alegato en su favor. Es por ello que os ofrezco esta reseña en Navidades, una época en la que muchos de vosotros disponéis efectivamente de más tiempo libre.

Hecha pues esta advertencia inicial vayamos con la referencia completa del libro. Su título es, como ya he dicho, País de sombras. Su autor, el norteamericano Peter Matthiessen, y la editorial que lo publicó en España en el año 2010, en traducción de Javier Calvo, la catalana Seix Barral. A propósito, precisamente, de la traducción debo haceros, como otras veces, algún comentario negativo. Siendo tan abrumador el volumen de la obra debe admitirse como normal un cierto número de fallos y de erratas, casi humanamente imposibles de evitar entre los cientos de miles de palabras que han debido ser vertidas a nuestra lengua. Sin embargo, resultan molestos aunque no excesivos -convendré con vosotros en que quizá yo sea un poco picajoso- ciertos catalanismos, el uso de términos inapropiados (¿os imagináis a un forajido del oeste americano, en pleno siglo XIX, calificando de gilipollez un comentario de uno de sus secuaces?), incorrecciones varias (por ejemplo el uso del tan reiterado hoy día, hasta hacernos titubear sobre su inconveniencia, ‘punto y final’), confusiones en los nombres de los personajes que nos llevan a dudar en algunos casos de sus identidades... En fin, por desgracia, una vez más, esa ligereza en las traducciones tan habitual en las desganadas políticas editoriales, aunque en esta ocasión, insisto, con la atenuante, casi exculpatoria, de la magnitud de la tarea que el traductor ha debido afrontar.

En fin, volvamos al libro. País de sombras gira sobre una figura principal, un personaje legendario, a caballo de la realidad histórica y la ficción literaria, cuya presencia explica en cierto modo, o al menos ejemplifica, el proceso de crecimiento y desarrollo de un país, los Estados Unidos de América, en la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. Edgar J. Watson, el Sanguinario Watson como se le llamaba dado su historial delictivo, fue un hombre singular, un pionero, con todo el entusiasmo y la iniciativa de los individuos emprendedores, capaces de sobreponerse a un entorno hostil para intentar construir en él, una y otra vez, su propio mundo, un mundo de progreso y civilización; pero también alguien que, de modo simultáneo, fue un terrible criminal y un asesino despiadado, al que no le dolían prendas si tenía que dejar en el camino, privándoles de sus vidas, a cuantos se oponían a sus deseos. Una representación emblemática -y ello constituye, como os digo, una de las posibles lecturas del libro- del espíritu de la conquista del continente, un espíritu que acababa de surgir en nuestro país, señala Mark Twain, citado en la novela, y que era pura y simple cuestión de codicia. En este mismo sentido también podemos leer en otro pasaje: todos los líderes empresariales a los que aplaudimos por ser americanos insignes nunca dejan que nada se interponga entre ellos y sus ambiciones: ahí radica el secreto de su grandeza. Están más que dispuestos a invertir las vidas de sus trabajadores siempre y cuando a ellos no les toque ver nada desagradable. Nunca tienen que mancharse de sangre sus finas manos ni tampoco enterarse de ningún caso de violencia excesiva. No es el caso, sin duda, del sangriento Watson. Su existencia y sus afanes, sus logros y sus obras, su crímenes y sus excesos están documentados (podéis incluso leer sobre él en la wikipedia), pero Matthiessen desconfía de los muchos puntos oscuros u ambiguos del relato histórico y, desde el profundo conocimiento que demuestra de los datos y de la más o menos abundante literatura sobre el forajido, nos ofrece su particular y exhaustiva versión de su vida, las muchas verdades de la historia de Ed Watson. Y es que estamos ante un personaje fascinante por su complejidad, un hombre vigoroso y lleno de fogosidad, con un horroroso pasado del que avergonzarse y que provocaba el terror de cuantos le trataban. Un hombre brutal, acostumbrado a tomar por la fuerza y capaz de violar a sus mujeres y a la vez un ciudadano ejemplar, cariñoso y considerado con ellas. Un hombre -como se apunta en el libro- con una herida enorme que no puede curar. Un hombre, un ser humano, cuya violencia es su lado siniestro -mi hermano oscuro, Jack Watson, nos dice- nunca redimido, que padece una especie de maldición cuando se pone a beber: se vuelve duro, cínico y trágicamente autodestructivo. Pero que puede ser también amable y generoso, capaz de tener como libro de -casi- cabecera la Historia de la Grecia Antigua, y que posee un lado cariñoso, divertido, valiente e inflamado, como os digo, de energía e iniciativa. Un hombre que no teme afrontar esa odiosa faceta de su personalidad: He quitado vidas humanas. Y me arrepiento de ello. Pero, nos dice, nunca lo he hecho para obtener ganancias económicas. Y empezando por todos esos armadores y mercantes que comercian con seres humanos y han destruido millares de vidas, ¿cuántos fundadores de nuestras grandes industrias y fortunas familiares hay que puedan decir lo mismo? Un hombre, en fin, que sabe que esa actitud ante la vida se paga con el alma.

La fidedigna recreación de esa desalmada personalidad se hace a través de un recurso estructural muy eficaz, aunque en cierto modo fruto del azar y no de la premeditación. Porque, en realidad, País de sombras es el resultado de la conjunción, de la integración de tres novelas autónomas que el autor escribió y publicó a lo largo de treinta años y que corrigió y pulió recientemente para darle al conjunto unidad y coherencia, evitar repeticiones y conformar un todo uniforme y autónomo. Cada una de esas tres novelas constituye uno de los tres capítulos de la obra final. En el primero de ellos se nos relata la muerte -en 1910- de Watson, que en ese momento contaba 55 años, a manos de sus vecinos, de los que recibe una tanda de disparos que dejan treinta y tres balas en su cuerpo, lo que da buena idea del odio suscitado entre sus más allegados, también entre los extraños. Desvelado así, de entrada, el funesto final de su azarosa vida, el capítulo es un mosaico en el que sus familiares, amigos, conocidos, vecinos, rivales y enemigos, nos dan su particular visión del poliédrico Watson. En la segunda parte, Lucius, uno de los múltiples hijos del asesino, siete legítimos y al menos cuatro nacidos fuera de sus tres matrimonios, deseando dilucidar los claroscuros de la misteriosa y controvertida vida de su padre, ese monstruo mitológico en el que lo convirtió la leyenda, queriendo completar un retrato real de su contradictoria personalidad y devolverle así su humanidad, nos da cuenta de su personal investigación en pos del verdadero rostro de su progenitor, hacia el que le mueve un ambivalente sentimiento de atracción y rechazo. Por último, la tercera parte de la novela, que ocupa casi la mitad de su extensión, es el relato de la vida de Watson, hecho en primera persona por el propio complejo personaje. En ella asistimos a la dura infancia de un niño sometido a un padre implacable e igualmente brutal y, desde esos años iniciales, al resto de las peripecias, amores, mujeres e hijos, asesinatos, aventuras, conquistas y empresas, padecimientos y dilemas morales y conflictos interiores de una torturada existencia de la que nunca -y este es otro de los muchos logros de un libro plagado de aciertos- llegamos a saber la última verdad.

País de sombras es también, además del formidable, escrupuloso y muy completo retrato del pionero en la conquista de las inhabitables tierras de la Florida del siglo XIX, la historia del propio lugar, un territorio salvaje, un lugar primitivo y violento, en el que la vida es dura y de poco valor. Una tierra indomeñable, en la que sus habitantes eran en su mayoría fugitivos y salvajes, y en la que los salvajes más bárbaros eran los blancos. Los negros habían llegado a la región en calidad de esclavos de los indios y los peores elementos de las tres razas se mezclaban en un páramo maldito de barro, sangre y soledad, prejuicios raciales, aguardiente matarratas y tornados terribles, donde todo rastro de civilización era un sueño de un pasado remoto y casi olvidado. Un lugar en el que hay poca religión y ninguna ley, nada de cultura, moral ni buenas maneras. La mayoría de las gentes que trabajaban en aquellas tierras hostiles eran borrachos o vagabundos, fugitivos de la ley, negros escapados o todas aquellas cosas a la vez. Hombres tercos e ignorantes, recelosos de todo el mundo salvo de los suyos, pero también, como ellos mismos se definen, hombres buenos, duros y honrados, americanos temerosos de Dios que llevan vidas miserables y no se quejan.

Y en esa geografía casi mítica rigen los principios y el espíritu de la frontera, en una referencia más, y son constantes, al western, con apariciones fugaces del sheriff Wyatt Earp y Billie el Niño, entre otros personajes de contornos míticos inmortalizados por el cine. Oigamos a Watson exponer su reglas morales: defender los derechos de uno respondiendo por la fuerza a los insultos, las injusticias, las amenazas y las humillaciones, sin importar las consecuencias que ello pudiera tener para la propia integridad; el derecho a defender el propio honor por la fuerza cuando la fuerza pareciera lo apropiado y mediante la astucia en caso de que la fuerza no pudiera imponerse. Y es que no hay honor en la derrota, por valiente que ésta sea, ni tampoco hay deshonor en vengar dicha derrota, por mucha crueldad que se ponga en ello. Daba igual lo que predicaran los moralistas, el único deshonor era agachar la cabeza y aceptar la derrota. Las mentiras, las tretas y eso que la gente llamaba la traición, todas esas cosas se volvían aceptables y hasta dignas de elogio cuando eran el único medio posible para defender el honor de tu familia o de tu clan. De modo que el libro está atravesado por los linchamientos, asesinatos, huidas de prisión, robo de ganado, tiroteos, contrabando, tráfico de alcohol, propios de la épica del oeste americano, pese a la ubicación muy oriental de Florida.

Pero hay también, porque el ámbito temporal es muy amplio y crece más allá de los cincuenta y cinco años de la vida de Watson, piratas, pioneros, cazadores de aves de pluma y desolladores de caimanes, traficantes de ron, contrabandistas y fugitivos. Y conquistadores españoles, esclavos africanos fugados, granjeros y pescadores ancestrales. Y la guerra de Secesión y la de Cuba, e infinidad de ejemplos de la gran epopeya americana, Lincoln y Grant, Edison y Ford, y el propio Twain y la sombra de Faulkner y los relatos del sur.

Y hay una naturaleza exuberante, desbordada, manglares intrincados y mares embravecidos, gigantescas plantas tropicales y bosques opacos, áridos caminos de tierra y playas de arena finísima y aguas esmeralda, y enormes túmulos de conchas y una maleza que esconde míseros poblachos y vientos desatados y tormentas y ciclones. Y poblando ese escenario primitivo una fauna deslumbrante, búfalos, el gran jaguar, las panteras que los españoles llamaban tigres, los osos, los lobos rojos. Y se oyen los chillidos estridentes de las panteras apareándose, que dejaban muertas de miedo a las sufrientes damas, que no podían sino imaginar a mujeres blancas violadas por salvajes desnudos. Y los caimanes macho que tosían y rugían en las ciénagas, las bandadas de aves negras y enormes, los pavos de lomos de bronce, los ágiles patos saltando entre los juncos y las cañas, sacudiéndose de encima el agua resplandeciente. Y pájaros carpinteros más grandes que cuervos, con los picos blancos y las crestas escarlatas, inflamadas por el sol, bandadas de loros de cola larga, de un verde tan lustroso como las hojas nuevas bajo la luz matinal. Y cientos de especies de peces y tortugas de agua y serpientes de todo tipo.

En fin, no puedo dar cuenta con más detalle, y en el corto espacio de esta breve sección, de una novela inmensa, memorable, intensísima, genial. Leed este País de sombras de Peter Matthiessen que publica Seix-Barral y viviréis una experiencia literaria y aun vital única. Os dejo, tras una significativa cita del libro que narra un momento decisivo en la vida del personaje, con una pieza musical vinculada, siquiera de modo indirecto, al ambiente del salvaje pero también entrañable Oeste. De la banda sonora que compuso Bob Dylan para la película Pat Garrett & Billy The Kid, está extraída esta Knockin' on heaven's door, magnífica e imperecedera, un clásico ya. Hasta la semana que viene.

Con un solo gesto brusco, el Hombre-Búho agarró el cañón del arma, lo retorció en su garra negra con la fuerza del espasmo y tiró de la boca del mismo hacia su garganta mientras yo luchaba por apartarme. Mi muñeca estaba siendo aferrada por una mano que parecía un cuerno, y el grito que solté mientras me apartaba quedó tapado por la explosión. Debido a que el retroceso me hizo soltar el arma, salí lanzado hacia atrás a través del hoyo en medio de un remolino de humo. El eco se apagó y el humo evanescente se alejó flotando en dirección a los bosques sumidos en sombras.

Unos pasos amortiguados -¿dentro de mi cabeza?- que me perseguían por el sendero hacia la carretera fueron mi primer recuerdo tras ponerme de pie de un salto y echar a correr. “¡Aléjate de mí! ¡Aléjate!” Oí que mis botas repicaban sobre la tierra congelada y arrancaban ecos de los árboles rígidos como si fueran disparos de rifle. “¿Qué has...? -grité-. ¿Por qué has...? Yo nunca... ¿nunca qué?” Ni siquiera con el paso de los años llegué a saber nunca qué había querido decir yo con mi pregunta, ni tampoco si había habido alguna respuesta en alguna parte. ¿Le había gritado yo al Hombre-Búho o al primo Selden? ¿O a la vida perdida que ya nunca volvería a encontrar?

¿Quién me iba a perseguir? Recargando el mosquete para defenderme, me quedé aullando en medio de la carretera. A fin de expulsar el presente de mi cerebro, de sumergirme en el pasado, en el antes, les aullé a los cielos más altos, pero como todavía estaba ensordecido por el disparo de mi propio mosquete, no me pude oír a mí mismo.

Ayer Edgar Artemas Watson, un joven y prometedor granjero, se había adentrado por aquel sendero y se había alejado incautamente de su vida para adentrarse en unos sueños oscuros. Ahora que acababa de despertar, tenía que volverse corriendo a Clouds Creek para dar de comer a sus cerdos, para dejar que regresara su vida perdida, que las cosas volvieran a su sitio. Lo que fuera que acababa de pasar -¿acaso había pasado?- tenía que ser desterrado. ¿Qué podía significar una simple alucinación para unos jóvenes cerdos hambrientos de sobras? Con sus gruñidos y sus arcadas...

A solas en la carretera bajo la luz plomiza, supe que mi vida había perdido los cimientos. Igual que un pájaro oscuro que desaparece sobrevolando unos bosques lejanos, el futuro había fluido hasta el pasado. Yo deseaba correr, correr y correr, hasta llegar a casa, y sin embargo, cargado como iba con el pesado mosquete de mi padre, pronto tuve que aminorar la marcha, cansado de seguir corriendo.