Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de noviembre de 2011

CUCA CANALS Y JOSÉ CASTRO. EN POCAS PALABRAS. JOSÉ MARÍA ECHEVERRÍA ECHEPARE. TÍTULO DEL LIBRO

Hola, buenos días. Aquí estamos, un miércoles más, en la sintonía de Radio Universidad Salamanca, para recomendaros un nuevo libro con la esperanza de acertar, de que nuestra propuesta pueda interesaros. Hoy os traigo no uno, sino dos libros que tienen un evidente nexo unificador, aunque pertenecen a autores diversos, parten de propuestas distintas y están editados en ámbitos diferentes y por editoriales independientes entre sí. Pero son libros, y eso tienen en común, que rezuman creatividad, espíritu festivo, diversión, distracciones visuales, juegos verbales y gráficos; libros que tienen a las palabras como protagonistas, pero las palabras en su condición física, material, viva, las palabras desde el punto de vista formal, más allá del significado que transmiten, el cual, siendo importante, alcanza una dimensión secundaria frente a la disposición espacial de los fonemas, frente a la imagen, frente al signo, frente a la potencia significativa de los iconos.

Pero vayamos con las referencias de ambas obras. La primera es En pocas palabras, escrito en colaboración por Cuca Canals y José Castro, y publicado por El Aleph Editores en 2008. La segunda se debe a Josemaría Echeverría Echepare, el título del libro es, de un modo redundante pero muy descriptivo de lo que nos vamos a encontrar en su interior, Título del libro, y lo publicó, también en el pasado 2008, la palentina Ediciones Cálamo.

En pocas palabras es una obra conjunta debida a la capacidad inventiva y a la imaginación de Cuca Canals, novelista, guionista de cine, pintora, y a la pericia técnica y la pulcritud en el grafismo de José Castro, diseñador gráfico e ilustrador. Como guionista, Cuca Canals ha colaborado en algunas de las más destacadas películas de Bigas Luna, entre otras Jamón, Jamón o Huevos de oro. Ha publicado también cuatro novelas, en las que siempre afloran los juegos de palabras, los retos verbales, la poesía visual, como en el libro del que os hablo esta mañana.

Resulta difícil describir a través de la radio las características de una obra que tiene en la imagen a su protagonista principal, como si mi pretensión fuera explicaros con palabras la esencia de La Gioconda, por ejemplo, pero dejadme deciros, en un intento algo vano de dar cuenta de la naturaleza de este libro singular, que En pocas palabras contiene una serie de aproximaciones visuales al mundo del arte; a sus principales movimientos, el minimalismo, el dadaísmo o el puntillismo, entre otros; a algunos destacados pintores, Goya, Miró, Picasso, Dalí, Modigliani o Toulouse Lautrec, por citar unos pocos; al universo cinematográfico, a través de sus actores y actrices, Robert Redford, Jack Nicholson o Angelina Jolie, a modo de ejemplo, y de algunas conocidísimas películas, sirvan de muestra American Beauty, Carros de fuego, Batman, Mujeres al borde de un ataque de nervios, Dr. Jekill y Mr. Hyde, El exorcista o Cantando bajo la lluvia; a la literatura, con menciones a Cien años de soledad, El Quijote, Cumbres borrascosas, Shakespeare, Dostoiesvski, Pessoa y hasta Ruíz Zafón; a la música, tanto la clásica, Mozart, la ópera, Fausto, Montserrat Caballé, como la más actual, con U2, Marilyn Manson, los Beatles, Pink Floyd o los Rolling Stones.

Pero lo excepcional del libro, lo que resulta casi imposible de trasladaros por este medio con mis palabras, es que cada uno de estos motivos que acabo de mencionaros es presentado con un juego gráfico, con un recurso iconográfico, con un fogonazo expresivo hecho de imágenes y textos muy breves, al modo de la publicidad, en un contraste muy llamativo, inesperado, siempre sorprendente, algo mágico, lleno de humor, repleto de imaginación y creatividad, hasta conformar una obra muy vistosa, muy rica formalmente, muy innovadora, una auténtica delicia. Pensad, por ejemplo, que una página contiene el título del libro de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, escrito con la tipografía que utiliza habitualmente la ONCE en sus campañas. Otra presenta repetida la palabra ‘mar’ infinidad de veces, creando un océano verbal, en cuyo centro, aislado, surge el nombre ‘Robinson Crusoe’. Una tercera incluye todas las letras del alfabeto, en su orden natural, en un color negro uniforme del que sólo se separa la letra P, dibujada en rojo. El título de la página, es, no tan obviamente, ‘Actriz’.

El segundo libro del que quiero hablaros supone también una propuesta sorprendente y algo arriesgada por insólita y poco convencional, al tiempo que participa de estas características de juego, de ejercicio lúdico que podíamos encontrar en la obra de Canals y Castro. Imaginad -una vez más debo recurrir a vuestra capacidad de evocación, ante la imposibilidad de mostrar con exactitud un libro predominantemente visual-, imaginad, digo, un libro en el que cada página hablara y contase su peripecia vital, llamémosla así. La primera, la página en blanco, la que contiene el título, la que recoge los créditos, la que da cuenta de la impresión, la que incluye la dedicatoria, la de agradecimientos, la que da cobijo a las citas iniciales, la que presenta alguna nota al pie, la del periódico, las pares, las impares, las imposibles, la página 12 y media, la 6.198.314, la 13,53. Y cada una de ellas descolocada o con saltos en la numeración o invertida o boca abajo o escrita al revés obligando al lector a replantearse las convenciones de la lectura, el arbitrario orden de los textos habituales, la rígida estructura de cualquier volumen al uso; invitando al lector a transgredir la adusta respetabilidad del libro, a alterarlo, a modificar irreverentemente su esencia, a jugar con él; exigiendo al lector el abandono de su muy triste seriedad adulta, el aburrido tedio de lo ya dado y repetido desde siempre; descubriendo en el lector su vena infantil, su inocente entusiasmo, su libertad sin restricciones. Incluso la portada participa de este caos provocador: el título del libro es Título del libro. Su autor es Autor, aunque en la solapa interna se dé noticia de su auténtico padre.

No tengo ya tiempo para detenerme más en el análisis de ambas obras. Consultadlas, leedlas, jugad con ellas, seguro que pasaréis un rato entretenido y muy placentero a la par que ilustrativo e interesante. En pocas palabras, de Cuca Canals y José Castro, y Título del libro, de Josemaría Echeverría, con una de cuyas páginas os dejo por hoy, no sin antes presentaros mi propuesta musical. Dado que el libro es el protagonista último de mis recomendaciones de esta semana, os ofrezco una canción que habla de ese mundo: Jonathan Rundman cantando Librarian. Hasta la semana que viene.

No sé si el libro te estará gustando. Nosotras es que somos así. Si has llegado a este punto supongo que no te caemos del todo mal. Pero quizá estés buscando una explicación. A tanto no me atrevo, porque quizá no exista sólo una, sino varias. A mí me parece una especie de fiesta o algo así. Lo que sí te diré es que las páginas no tenemos, según dicen, un futuro demasiado claro. Algunos visionarios de salón afirman que los libros pueden desaparecer. Que no seremos necesarias a causa de Internet, los ordenadores y todas esas maquinitas. No lo sé. Aunque a veces es fantástico no ser imprescindible, porque puedes hacer lo que te dé la gana. No es que yo sea una libertaria empedernida, pero me gusta esta nueva sensación. Dicen que lo mejor de la pintura o la fotografía llegó cuando se libraron del rollazo de representar y reproducir. No sé si me explico. Si para transmitir la información ya no fueran necesarios los libros, quizá estos podrían divertirse un poco más. Pasarían a ser un objeto valioso en sí mismo, una suerte de capricho u obra de arte. Tampoco me hagas mucho caso, que no pretendo ser una página profética. Al fin y al cabo ignoro si esto es el comienzo de una nueva vida, el canto del cisne o una solemne tontería. Pero... ¿qué más da?

miércoles, 23 de noviembre de 2011

JOHANN WOLFGANG GOETHE. LAS AFINIDADES ELECTIVAS

Hola, buenos días. Con ocasión de la reseña número cincuenta de las aquí publicadas vuelven los clásicos a Todos los libros un libro. ¡Y qué vuelta! Ni más ni menos que con una auténtica obra maestra, una de esas referencias indispensables (o casi) en cualquier historia de la Literatura universal. Se trata de Las afinidades electivas, una de las obras mayores de Johann Wolfgang Goethe, el genio alemán, y la publica, en un excepcional volumen que merece la pena y exige un comentario por sí mismo, incluso al margen del texto, La Oficina Ediciones, que recoge la antigua traducción de Helena Cortés Gabaudan para Alianza Editorial y que además, en una afortunadísima opción editorial, encomienda a la propia traductora la edición, una decisión con un resultado espléndido como tendréis ocasión de comprobar por mis palabras dentro de un momento. Pero permitidme que os hable primero y brevemente de la novela, que imagino por otro lado suficientemente conocida, para centrarme luego en la primorosa edición que multiplica los motivos de interés de un libro ya de por sí extraordinariamente sugestivo.

Las afinidades electivas es, como sabéis, el paradigma de la novela romántica, de la que ya otra obra de Goethe, Las desventuras del joven Werther, se presentaba como destacado antecedente. Escrita a principios del siglo XIX, la novela recoge los conflictos entre el amor sosegado, razonable y sólido, maduro, fecundo, equilibrado que se desenvuelve en el seno de un matrimonio feliz, y la enloquecedora presencia del amor pasión, el desatado torrente de emociones y sentimientos, la locura irrefrenable, el torbellino de plenitud e intensidad que siempre suponen los enamoramientos arrebatados y febriles. Eduardo y Carlota son ese matrimonio armonioso y estable. Amantes desde la infancia, casados en segundas nupcias tras haber soportado, en ambos casos, sendos matrimonios de conveniencia afortunadamente extinguidos, su unión es tranquila y plácida, cómoda, placentera e incluso estimulante, y se desenvuelve en su rica mansión campestre con una satisfacción y una confortabilidad envidiables. La llegada a la residencia de Otilia, la joven hija adoptiva de Carlota, y del capitán, un viejo amigo de Eduardo, removerá los cimientos de la vida conyugal y constituirá el inicio de una pasión que, como exigen las normas ímplicitas en estas narraciones románticas, se revelará a la postre trágica. Eduardo, impulsivo, débil, algo infantil, se enamora irremisiblemente de Otilia y está dispuesto a arriesgar su existencia entera por tenerla. El Capitán y Carlota, ésta más reflexiva y sensata, se aman igualmente, pero son capaces de refrenar sus impulsos.

Pero más allá de esta en cierto modo consabida trama argumental la novela se abre a infinidad de subtemas, de reflexiones filosóficas, morales y hasta científicas (las afinidades electivas del título aluden a ciertas cualidades de los compuestos químicos que los asemejan en su comportamiento a los cuerpos e incluso a las almas humanas y que Goethe, con su vastísima cultura, con su proverbial inteligencia capaz de llegar al extremo de cuantas materias le interesen, vincula, en una lectura simbólica, al destino de sus protagonistas). Y así, los dilemas que plantea el adulterio, la presión de las convenciones morales, el desmesurado y casi siempre frustrado anhelo de totalidad, de libertad en el hombre, los deleites pero también las muchas desgracias que acarrea la exaltada vivencia de la pasión, el horizonte inexcusable de la muerte, aparecen como temas de fondo de una novela que se presenta revestida de toda la parafernalia romántica: cementerios y capillas, la naturaleza incontrolable, las oscuras aguas de los lagos, los bosques ominosos, la luna encantadora y sin embargo amenazante, los arroyos caudalosos y las colinas arboladas, las escarpadas rocas y los pavorosos abismos en las hondonadas, los senderos que se pierden sin destino, los parterres y los jardines, los viveros e invernaderos, los arbustos y la multiplicidad de variedades florales, los crisantemos como presagio oculto del trágico final, la muerte inesperada, la sombra del suicidio, la muerte, la muerte, siempre la muerte.

Y es en este terreno de los símbolos donde cobra importancia, tanta que se conforma como uno de los encantos esenciales del libro, la maravilla de la edición que nos ofrece Helena Cortés. Por de pronto, el texto se presenta acompañado de varias decenas de reproducciones de cuadros (óleos, dibujos, acuarelas) de Caspar David Friedrich, el visionario pintor romántico alemán, uno de mis favoritos ya desde mi lejana etapa de estudiante. Y he dicho ‘acompañado’ y pienso que la expresión es correcta porque la inteligente aportación de la editora consiste, aparte de en la propia y excelente labor de traducción, en establecer un diálogo, muy fecundo, entre la obra del pintor y el mismo texto de la novela. Es tan extraordinario el trabajo, están tan bien buscadas las ilustraciones, se ajustan de un modo tan adecuado al texto literario, que a lo largo de su lectura uno tiene la impresión de que los cuadros se hubieran pintado expresamente para completar el texto, para dotar de presencia física a unos parajes, a unas situaciones, a unos personajes, que las palabras, pese a su precisión, pese a su capacidad de evocación, no logran plasmar del todo.

El libro, pues, ya resultaría una delicia por el doble motivo de la mera belleza del texto y de la deslumbrante maravilla de los cuadros representados en él. Además, ese juego de imbricaciones recíprocas, tan sugerentes y tan bien apuntadas por la editora, entre el argumento de la obra de Goethe y su representación pictórica en los cuadros de Friedrich, multiplica las posibilidades de disfrutar de un volumen indispensable. Pero aún hay más, hay todavía un cuarto elemento para el goce entusiasta, para la lectura exaltada, y es el penetrante estudio introductorio de Helena Cortés (un análisis que, a mi juicio, debe ser leído después de haberlo hecho con el libro, pues gana entonces en hondura y significatividad, engrandeciendo y mejorando la interpretación del texto). En este revelador preámbulo, la editora desmenuza con criterio y rigor, con profundidad y acierto, con irresistible argumentación, las interrelaciones entre la novela y la pintura de ambos maestros alemanes y con ellas el conjunto de símbolos, los signos, las claves, la multiplicidad de planos ocultos en la obra. Partiendo de la base, incuestionable, tras los lúcidos razonamientos de Helena Cortés, de que la Naturaleza constituye el elemento central de Las afinidades electivas y de la mayoría de los cuadros de Friedrich, se presentan las conexiones entre los personajes de la novela, los distintos estamentos sociales (aristocracia, alta burguesía y joven burguesía) y los diferentes tipos de naturaleza reflejados en la obra (el jardín francés, el inglés y la naturaleza salvaje y romántica), por un lado, con un tipo de ideología (la ilustración, el clasicismo y el romanticismo) y una forma de entender las relaciones sentimentales, los matrimonios de conveniencia, los matrimonios elegidos y las relaciones adúlteras, por otro.

No puedo daros cuenta de las muchas líneas de análisis, de muy atractivo y aun fascinante análisis, que se recogen en este excelente estudio introductorio del libro Las afinidades electivas, de Johann Wolfgang Goethe, ilustrado con los magníficos cuadros de Caspar David Friedrich que, por tantos motivos, os recomiendo. Como acompañamiento musical al romanticismo de mi propuesta literaria de hoy os ofrezco el Nocturno op. 9 número 1 en si bemol menor, una pieza de Frédéric Chopin interpretada -cre- por el pianista chileno Claudio Arrau, en un vídeo que recoge numerosos cuadros de Friedrich. Hasta la semana que viene.


Pero Mittler sabía muy bien que un corazón enamorado siente la necesidad imperiosa de desahogarse y de contarle a un amigo todo lo que siente, así que, tras varios intentos fallidos, permitió por una vez que le sacaran de su papel de mediador para hacer de simple confidente.

Cuando, después de escucharle, criticó amistosamente a Eduardo por la vida solitaria que llevaba en aquel lugar, éste le respondió:

-¡Oh, no sabría pasar el tiempo de modo más agradable! Siempre estoy pensando en ella, siempre estoy a su lado. Tengo la ventaja inestimable de poder imaginar dónde se encuentra, qué hace, a dónde va, dónde descansa. La veo delante de mí, actuando y haciendo sus cosas del modo acostumbrado, aunque bien es verdad que la imagino sobre todo ocupándose de las cosas que más me halagan. Pero no para ahí la cosa, pues ¡cómo podría ser feliz lejos de ella! Así que mi fantasía trabaja imaginando lo que debería hacer Otilia para aproximarse a mí. Escribo en su nombre cartas para mí, dulces y llenas de íntima confianza, a las que también respondo para luego juntarlas todas. He prometido no dar ni un paso para tratar de verla y quiero mantener mi promesa. ¿Pero qué promesa la vincula a ella, qué le impide dirigirse a mí? ¿Acaso Carlota ha tenido la crueldad de exigirle la promesa y el juramento de no escribirme ni darme noticia alguna? Parece natural y probable y sin embargo me parece inaudito e insoportable. Si me ama, como creo, ¿por qué no se decide, por qué no se atreve a huir y a arrojarse en mis brazos? A veces pienso que debería hacerlo, que podría hacerlo. Cuando noto que algo se mueve en la entrada, miro hacia las puertas y pienso ¡va a entrar! Eso pienso, eso espero. ¡Ay! Y como lo posible es imposible, me imagino que lo imposible acabará siendo posible. Cuando despierto por la noche y la lámpara arroja una sombra incierta por el dormitorio, pienso que su figura, su espíritu, algún efluvio de ella tienen que pasar ante mí, tienen que entrar y hacer presa en mí, sólo un instante, lo suficiente para que yo tenga una suerte de seguridad de que ella piensa en mí, de que es mía.

-Sólo una alegría me queda. Cuando estaba a su lado no soñaba con ella, pero ahora que estoy lejos estamos juntos en sueños y lo que es más raro: desde que he conocido a otras amables personas en el vecindario su imagen se me aparece en sueños como si quisiera decirme: "¡Mira a tu alrededor! No verás a nadie más hermoso ni más digno de amor que yo". Y así es como su imagen se mezcla en todos mis sueños. Todo lo que de algún modo la vincula a mí, se entrecruza y se superpone. Unas veces escribimos un contrato y aparecen su escritura y la mía, su nombre y el mío; después se borran mutuamente y se confunden. Pero estos juegos de la fantasía también provocan dolor. A veces ella hace algo que ofende la pura idea que me he forjado de ella y entonces es cuando siento cuánto la amo, porque me siento angustiado hasta un punto que no se deja describir. A veces ella me pincha y me atormenta, justo al revés de como es ella realmente, pero entonces se transforma su imagen y su bella carita redonda y celestial se alarga: es otra. Y, sin embargo, me siento atormentado, descontento y destrozado.

-¡No se sonría, mi querido Mittler, o sonríase si quiere! No me avergüenzo de mi amor, de esta inclinación que tal vez le parezca insensata y furiosa. No, hasta ahora nunca había amado; sólo ahora me doy cuenta de lo que esto significa. Todo lo que había vivido hasta ahora era tan sólo un preludio, un compás de espera, tiempo pasado y tiempo perdido hasta que la conocí, hasta que la amé y la amé por completo y de verdad. Aunque nunca me lo han dicho a la cara, sé que han murmurado a mis espaldas reprochándome que siempre estropeo todo porque todo lo hago a medias. Es posible. Pero es que todavía no había encontrado aquello en lo que podía demostrar mi maestría. Ahora me gustaría ver quién me supera en el talento de amar.

-Puede que sea un talento lamentable, lleno de sufrimiento y de lágrimas, pero me doy cuenta de que me resulta tan natural, tan propio, que seguramente me será difícil volver a renunciar a él.


miércoles, 16 de noviembre de 2011

NICHOLAS CARR. SUPERFICIALES. ¿QUÉ ESTÁ HACIENDO INTERNET CON NUESTRAS MENTES?

Hola, buenos días. Recordaréis quizá quienes nos escucháis que la semana pasada iniciábamos aquí, en Todos los libros un libro, un ligero, pero a mi juicio interesante, experimento, que consistía en mostraros dos enfoques contrapuestos sobre una misma cuestión, dos libros que defienden posturas casi antagónicas (aunque mantienen ciertos elementos en común) sobre un tema controvertido, como parece obvio pues si no no habría ocasión para la disputa. La abrumadora e imperialista, podríamos decir, presencia en nuestras vidas de Internet con su emblema más conspicuo, Google, a la cabeza, las enormes dimensiones que ha alcanzado la red en todos los extremos de la vida cotidiana, empresarial, social de este siglo XXI, hasta el punto de convertir la poderosa herramienta en imprescindible, su, en cierto modo, necesidad, de manera que no puede imaginarse siquiera la existencia actual sin esta tecnología, es un fenómeno aparentemente incontrovertido que, sin embargo, ha suscitado también furibundas reacciones contrarias, que cuestionan las ventajas de este cambio radical en el modo de organizarse y vivir los seres humanos en esta nueva era. Si la semana pasada encarábamos los aspectos más optimistas del asunto, con el magnífico libro Y Google, ¿cómo lo haría?, de Jeff Jarvis, claramente volcado sobre los benéficos efectos de Internet, hoy, en cambio, adoptaremos la postura enfrentada, a partir de otro libro excepcional (que a mí, personalmente, me ha interesado más) titulado Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, escrito por Nicholas Carr y ofrecido al público español por la editorial Taurus en traducción de Pedro Cifuentes.

La tesis principal que el libro sostiene postula que las tecnologías, los medios que empleamos para comunicarnos, informarnos, entretenernos, comprar, aprender en este comienzo de siglo no son neutrales. No son meras herramientas que usamos a nuestro antojo y sobre las que ejercemos un soberano control, no son instrumentos pasivos que, llevados por las riendas de nuestra voluntad y nuestro cerebro inteligente, se ‘dejan hacer’, sirven obedientes a nuestros fines, son simples envoltorios inocuos que cobijan en su interior aquello que nos resulta útil. Por el contrario, y partir de las tesis de Marshall McLuhan, el autor defiende que, pese a que cuando hablamos de internet solemos debatir sobre los contenidos que a través de la red fluyen (datos, entretenimiento, educación, conversación), el contenido de un medio importa menos que el medio en sí mismo a la hora de influir en nuestros actos y pensamientos. Los efectos de la tecnologìa no se dan en el nivel de las opiniones o los conceptos, que pudieran modificarse como consecuencia de esos contenidos que transmiten, sino que más bien alteran los patrones de percepción continuamente y sin resistencia. Nuestra capacidad de concentración, de contemplación, de reflexión, nuestra atención, nuestro modo de pensar, nuestro cerebro, incluso, están cambiando por el uso continuado de estas tecnologías que propician lo fragmentario, lo inconexo, lo fugaz, lo discontinuo, lo superficial, lo interrumpido, lo simultáneo. Acostumbrados, sobre todo las jóvenes generaciones, a estar todo el día conectados viendo vídeos en Youtube, mandando sms en el móvil, consultando el propio muro en Facebook, hablando por Skype, dando cuenta al mundo en Twiter, en ciento cuarenta caracteres escritos con prosa balbuceante y sincopada, de la última banalidad de nuestras existencias permanentemente expuestas, jugando a videojuegos, consultando las noticias de prensa en nuestro iPad, mirando fotos en Flickr, descargando películas y series de televisión, enlazando páginas y más páginas en un imparable carrusel de vínculos en los que apenas nos detenemos, en una apoteosis de la multitarea virtual, llega un momento en que nuestra mente se acostumbra a estos ritmos febriles y, como cuenta el propio Nicholas Carr en un paréntesis autobiográfico del libro, las sinapsis aúllan en demanda de sus dosis online. Desconectado radicalmente de internet para entregarse en cuerpo y alma a la redacción de su libro, el autor constata en carne propia que le embarga la ansiedad, que se descubre a sí mismo haciendo clic a escondidas en busca de correo nuevo, que se levanta a cada poco, interrumpiendo la actividad en la que estuviera inmerso, en demanda de estímulo electrónico, por llamarlo así, que sus patrones de atención, cognición y memoria estaban cambiando, no de modo irreversible, pues en el fondo, por edad y trayectoria personal, él es aún un habitante del universo preinternet, pero sí de una manera patente y grave, lo que lleva a temer por los efectos que puede producir ese uso compulsivo de la red en los más jóvenes, nacidos prácticamente en su seno. El modo en que leemos, en que escribimos, en que descansamos, en que nos concentramos se ve irremisiblemente afectado por el uso de una tecnología que, lejos de ser neutral, nos conforma a su imagen y semejanza y dirige, pues, nuestras vidas, tal y como lo hacía HAL, aquel ingenio informático sagacísimo y con pretensiones totalitarias que era uno de los personajes principales de 2001, una Odisea del espacio, la anticipadora obra maestra de Stanley Kubrick a la que Carr se refiere también en el libro.

Y para fundamentar sus tesis Nicholas Carr hace un recorrido muy interesante por la historia, por la ciencia, por la sociología, presentando argumentaciones muy convincentes y muy amenas también, pues el libro se lee de un tirón pese a que sus planteamientos requieran relecturas y reflexión y pausa. El estudio de los avances en la cartografía y la medición del tiempo, de los mapas y los relojes y su influencia en la conformación de las nociones de tiempo y espacio por parte del ser humano es apasionante. Del mismo modo nos atrapa el análisis de la historia del libro y de las consecuencias que para la mente humana tuvo el paso de la lectura en silencio a la producida en voz alta, o del papiro o las tablillas romanas al inmenso invento del libro. Deslumbrantes también las muchas páginas dedicadas a la descripción del funcionamiento del cerebro, de la actividad de sus distintas áreas, de las conexiones neuronales, de los grandes avances de las neurociencias y de las conclusiones que dicho desarrollo científico permite extraer sobre la influencia de las modernas tecnologías en nuestras mentes. Se nos cuentan así infinidad de esclarecedores experimentos hechos por científicos de diversas universidades sobre los procesos mentales que acompañan el aprendizaje, la memorización, la comprensión, y de cómo estos procesos se están viendo modificados por la omnipresencia de internet en nuestras vidas. De la riqueza del estudio de Nicholas Carr dan cuenta tres decenas largas de páginas finales de citas y referencias bibliográficas de muy diversa índole, desde la filosofía al periodismo, desde la ciencia a la ingeniería.

Debéis leer este libro, Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, escrito por Nicholas Carr y publicado por Taurus. Os asegurará unas jornadas de intensa y agradable lectura, y os permitirá conocer, desde más enfoques que los que habitualmente manejamos, un fenómeno como el de internet, que ya permea, con nuestra aceptación acrítica, todos los espacios de nuestra realidad, dejando en nosotros, en nuestros cerebros, en lo más profundo de nuestra conformación como seres humanos, un poso, un lastre, de efectos quizá irreparables.

La propuesta musical parte de la referencia a la película de Kubric que contiene el libro y que acabo de comentar: El Danubio azul, asociado para siempre a la danza de los astros en 2001, una odisea del espacio, con la música de Johann Strauss interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida por Daniel Barenboim en el concierto de Año Nuevo de 2009. Hasta la semana que viene.


 
Durante los últimos años he tenido la sensación incómoda de que alguien, o algo, ha estado trasteando en mi cerebro, rediseñando el circuito neuronal, reprogramando la memoria. Mi mente no se está yendo -al menos, que yo sepa-, pero está cambiando. No pienso de la forma que solía pensar. Lo siento con mayor fuerza cuando leo. Solía ser muy fácil que me sumergiera en un libro o un artículo largo. Mi mente quedaba atrapada en los recursos de la narrativa o los giros del argumento, y pasaba horas surcando vastas extensiones de prosa. Eso ocurre pocas veces hoy. Ahora mi concentración empieza a disiparse después de una página o dos. Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo.

Creo que sé lo que pasa. Durante más de una década ya, he pasado mucho tiempo online, buscando y navegando y a veces añadiendo contenido a las grandes bases de datos de internet. La Web ha sido un regalo del cielo para mí como escritor. Investigaciones que anteriormente requerían días por las estanterías de hemerotecas o bibliotecas pueden hacerse ahora en cuestión de minutos. Unas pocas búsquedas en Google, algunos clics rápidos en hipervínculos, y ya tengo el dato definitivo o la cita provechosa que estaba buscando. No podría ni empezar a contabilizar las horas o los litros de gasolina que me ha ahorrado la Red. Resuelvo la mayoría de mis trámites bancarios y mis compras en la Web. Utilizo mi explorador para pagar facturas, organizar mis reuniones, reservar billetes de avión y habitaciones de hotel, renovar mi carné de conducir, enviar invitaciones y tarjetas de felicitación. Incluso cuando no estoy trabajando, es bastante posible que me encuentre escarbando en la espesura informativa de la Web: leyendo y escribiendo e-mails, analizando titulares y posts, siguiendo actualizaciones de Facebook, viendo vídeos en streaming, descargando música o sencillamente navegando sin prisa de enlace a enlace. La Web se ha convertido en mi medio universal, el conducto para la mayoría de la información que fluye por mis ojos y oídos hasta mi mente. Las ventajas de tener acceso inmediato a una fuente de información tan increíblemente rica y fácilmente escrutable son muchas, y han sido ampliamente descritas y justamente aplaudidas.

Los beneficios son reales. Pero tienen un precio. Como sugería McLuhan, los medios no son sólo canales de información. Proporcionan la materia del pensamiento, pero también modelan el proceso de pesamiento. Y lo que parece estar haciendo la Web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación. Esté online o no, mi mente espera ahora absorber información de la manera en la que la distribuye la Web: en un flujo veloz de partículas. En el pasado fui un buzo en un mar de palabras. Ahora me deslizo como un tipo sobre una moto acuática.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

JEFF JARVIS. Y GOOGLE, ¿CÓMO LO HARÍA?

Hola, buenos días, aquí estamos de nuevo en Todos los libros un libro, fieles a nuestra cita semanal de los miércoles. Hoy os quiero recomendar un libro muy interesante y muy polémico también que sostiene tesis con las que, en principio, no parece haber dificultad en coincidir pero que, a su vez, son altamente discutibles y permiten un debate intelectual interesante y sugestivo. De manera que para respetar esa ambivalencia teórica del texto que esta mañana os presento quiero proponeros un juego novedoso en nuestro espacio. Y es que si ahora me presto a hablaros de los indudables motivos de interés de mi recomendación de esta semana, ya os anticipo que dentro de siete días os aconsejaré otro libro que parte de unos postulados radicalmente distintos y hasta opuestos de los que se  ofrecen a continuación.

Pero vayamos por partes e introduzcamos el libro de hoy. Se trata de Y Google, ¿cómo lo haría?, escrito por Jeff Jarvis, un reputado periodista estadounidense, analista de medios, innovador y líder de opinión en relación a los medios de comunicación. El libro fue publicado por Gestión 2000, un sello editorial del Grupo Planeta, en el pasado 2010. Dejadme resaltaros también, antes de hablar del libro en sí mismo, que la edición es bastante defectuosa, pues aparece surcada por numerosas erratas, siendo francamente mejorable también la traducción de Silvia Cobo Juárez. En cualquier caso, lo sustancial de la propuesta de Jarvis nos llega nítidamente, más allá de estas deficiencias importantes pero en el fondo menores.

Cuando hablamos de la edad de Google nos referimos a una nueva sociedad. Las reglas exploradas en este libro, las reglas de Google, son las normas de esta nueva sociedad, construida sobre las conexiones, los enlaces, la transparencia, la apertura, lo público, la escucha, la confianza, la sabiduría, la generosidad, la eficiencia, los mercados, los pequeños colectivos, las plataformas, las redes, la velocidad y la abundancia. Esta nueva generación y su nueva visión del mundo cambiarán nuestra forma de ver e interactuar con el planeta y la manera en que los negocios, el gobierno y las instituciones interactúan con nosotros. Y no ha hecho más que empezar.

He aquí, en estas pocas líneas entresacadas del libro, su postulado general, su idea nuclear. El mundo del siglo XXI es, al decir de Jeff Jarvis, el mundo de Google, y si no lo es aún al cien por cien, lo será dentro de muy poco tiempo, pues los modos de operar del gigante tecnológico estadounidense son fiel reflejo del modo en el que el ser humano se mueve, actúa, se relaciona, piensa y hasta, me atrevería a decir, siente en este hipertecnologizado comienzo de siglo que es también el inicio de una nueva era para el ser humano.

En un mundo en el que las instituciones, las empresas, las marcas, las distintas organizaciones, los productos se revelan efímeros y se extinguen por doquier, en un mundo en crisis permanente en donde la fugacidad y la obsolescencia resultan ser un signo de la época, Google perdura y crece, amplía los límites de sus dominios e incrementa sus retos en una apuesta sin fin que parece conducir a la identificación final, a la superposición literal con ese mismo mundo. Google va camino de ser la única realidad. En la gestión, en el comercio, en las noticias, en los medios de comunicación, en las manufacturas, en el marketing, en los servicios, en la inversión, en la política, en el gobierno, en la educación, en la religión, los modos de proceder tradicionales se revelan anticuados y defectuosos, inútiles en una realidad que cambia a cada instante. Un mundo contradictorio, complejo, confuso, en el que sólo Google parece haber dado con las teclas de la superviviencia y la prosperidad.

El libro de Jeff Jarvis parte de esta premisa e intenta analizar la realidad, tanto la presente, la actual, la que ya se está produciendo, como la por venir, la que se avecina, la que algunos esclarecidos pioneros son capaces de entrever entre las enrevesadas y no siempre nítidas señales que envía este universo incomprensible; intenta examinar esta realidad cambiante con los ojos y el cerebro, podríamos decir, de Google.

Google, señala el entusiasta y entregado aunque crítico Jarvis, opera con unas nuevas reglas que no ha necesitado imponer sino que, muy al contrario, ha captado de la realidad circundante en un sutilísimo ejercicio de intuición social. Estas nuevas reglas, auténticas leyes no escritas para organizar esta nueva sociedad en red, determinarán el acontecer de nuestras vidas en las próximas décadas. Los clientes tienen el poder en sus manos, la gente puede quedar para encontrarse en cualquier parte y unirse para defender a alguien o ir en contra de él, el mercado de masas no existe, los mercados son conversaciones, vivimos en la economía de la abundancia y de lo pequeño, los valores imperantes son la autonomía y la independencia, la sencillez, la velocidad y la transparencia, la rapidez, la instantaneidad y la inmediatez, la innovación y la creatividad, los clientes deben colaborar en la creación, la comercialización y la distribución de los productos, las empresas con éxito son redes, ser el rígido propietario de la infraestructura, de los productos, de la propiedad intelectual e instalarse en esa cerrazón no garantiza el éxito empresarial, sí en cambio lo hace la apertura, ceder poder, equivocarse, aprender de los errores; éstos son los nuevos mandamientos del universo Google, y a su examen dedica el libro el analista norteamericano a partir de numerosos ejemplos tomados de la vida real de nuestros días en infinidad de campos. Y así, en capítulos muy sugerentes, con títulos ya de por sí significativos -una nueva relación, una nueva arquitectura, una nueva esfera pública, una nueva economía, una nueva realidad de los negocios, una nueva actitud, una nueva ética, una nueva velocidad-, en las primeras ciento cincuenta páginas del libro se estudian en profundidad estas reglas y su reflejo en los novedosos mecanismos de actuación de Google. La segunda parte del libro analiza las repercusiones que está teniendo y que aún tendrá con más intensidad en el futuro la aplicación de las premisas fundamentales del universo Google a los medios de comunicación, los periódicos, la industria del entretenimiento, el mundo editorial, la publicidad, el comercio, los restaurantes, las tiendas, los bienes de servicio, las compañías eléctricas, las telefónicas, la fabricación, los automóviles, la hipotética Google Cola -un icono que ya desde la portada del libro refleja el poderoso e imparable avance de Google-, las aerolíneas, las inmobiliarias, los bancos, el dinero, los hospitales, las mutuas y los seguros, la educación, las universidades, los poderes públicos. Incluso -aunque aparecen en un irónico apartado final en el que se presentan como discutibles excepciones-, las relaciones públicas, los abogados, Dios y Apple -por este orden- que, por ahora, parecen sustraerse al potente influjo de la filosofía de Google.

Casi al final de la obra, Jeff Jarvis da voz -en breves páginas, de modo tenue y claramente desequilibrado con respecto al resto del libro- a las objeciones, a los detractores de esta visión idílica de un mundo regido por las leyes googleanas. Entre ellas, aparece una ligera mención a Nicholas Carr, cuyo libro Superficiales, ¿qué está haciendo internet con nuestras mentes? será el centro de mi reseña de la semana próxima.

Entretanto, no dejéis de leer este Y Google, ¿cómo lo haría?, de Jeff Jarvis, publicado por Gestión 2000. Es un libro interesante y, como todas las propuestas atrevidas, discutible. Leyéndolo comprenderéis mejor, como lo he hecho yo mismo, algunas de las líneas por las que se desenvolverán nuestras sociedades en las próximas décadas. Como correlato musical a mi recomendación de esta semana, una canción de Black Eyed Peas, Now generation, que alude -obviamente de modo indirecto- a la realidad que describe el libro. Hasta la semana que viene.

Muchas de las empresas que explotaron en la web 2.0., Digg y Facebook, por nombrar sólo dos, fueron iniciadas por veinteañeros. Las cosas más interesantes que he visto este mes y este año son creaciones de unos chicos que apenas se afeitan, escribió Fred Wilson, un importante inversor norteamericano, preocupado por el fenómeno emprendedor, en su blog. Esto, argumentó, no es casual. Es muy difícil pensar en nuevos paradigmas cuando has crecido leyendo el periódico cada mañana. Pero tenemos en estos momentos una generación rozando la mayoría de edad que nunca ha contado con los periódicos, la televisión o las revistas para informarse ni entretenerse. Ellos son nativos de internet. Ellos han crecido en los chats de AOL, conectados a servicios de mensajería instantánea con sus amigos durante horas después de la cena y yendo al colegio con una cuenta en Facebook. Internet es su medio y nos muestran cómo la red debe ser utilizada. Ellos están ayudando a construir el futuro de la red.

El principal atractivo que tiene un joven empresario de alta tecnología es que no sabe muchas cosas. En casi todos los casos, esto sería una desventaja, pero no aquí y no ahora... Cuando en realidad el mundo ha cambiado de la noche a la mañana, cuando nuevas cosas salvajes son posibles, si no tienes ningún sentido de cómo las cosas solían ser, entonces es la gente que llegó aquí hace cinco minutos quienes entienden esa nueva posibilidad, y lo entienden precisamente porque, para ellos, no es nuevo.
Pertenezco a una generación que encuentra música en las tiendas, se prueba pantalones antes de comprarlos y encuentra empleo y conoce las noticias leyendo el periódico. He tenido que desaprender cada una de esas cosas y un millón de otras. Ese me hace ser un analista mediocre, porque tengo que explicarme a mí mismo primero esa nueva tecnología. Soy demasiado mayor para entenderlo como un nativo.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

ANNE-MARIE GARAT. EN MANOS DEL DIABLO

Hola, buenos días. Sed bienvenidos, un miércoles más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Hoy, mi siempre complicada tarea, ésa que me exige reunir en unos escasos minutos algunos argumentos sustanciosos para convenceros de la bondad de un libro e induciros a su lectura, se revela mucho más difícil de lo habitual, pues ¿cómo resumir en un tiempo forzosamente breve, una obra que supera las mil trescientas páginas? De modo que aceptad desde el principio mi limitación, sed benevolentes conmigo y sabed que la maravilla de la novela de la que voy a hablaros excede con mucho lo reducido y vago y esquemático y pobre de mis palabras. El libro, el formidable, intenso, apasionante, emotivo, desmesurado, extraordinario libro que hoy quiero presentaros, lleva por título En manos del diablo, su autora es la muy conocida en Francia -menos en nuestro país- Anne-Marie Garat, y ha sido publicado, en traducción de Manuel Serrat Crespo, por La otra orilla, un sello editorial del barcelonés Grupo editorial Norma.

Inútil intentar, vuelvo a insistir, una mera aproximación a la infinidad de temas, a la multiplicidad de planos, a la variedad y riqueza de los personajes, a la complejidad e imbricación de las tramas, a la cantidad de referencias literarias -singularmente Émile Zola y los folletines decimonónicos-, a la proliferación de citas artísticas, culturales, históricas, a la diversidad de escenarios, una rural y provinciana Mesnil y también París y Venecia y hasta la intrincada selva de Birmania, a la muy precisa, naturalista y necesariamente documentada descripción de paisajes y ambientes, del mobiliario, de las vestimentas, de los hogares familiares, de las opulentas estancias burguesas y de los austeros aposentos de la servidumbre, de la atmósfera de calles y cafés, que contiene esta novela desbordante. Tarea imposible. En algunas críticas que he leído sobre el libro se habla de una novela-río. Y, efectivamente, En manos del diablo es un río, un Amazonas desbocado que fluye torrencial, llevando en su seno historias, aventuras, intrigas, acontecimientos, personajes, vida. Aun más, el libro supera la pobre, aunque sea amazónica, imagen de un río, es un mar, un inmenso mar que contiene íntegra la existencia. Viene a mi mente ahora otra metáfora, quizá recordéis la frase de Stendhal según la cual la novela es un espejo al borde del camino que refleja la vida que pasa por él. Contar historias de la vida. Las necesitamos como el pan que comemos, se lee en un momento de la novela. Pero, a mi juicio, En manos del diablo es más que eso, permitidme que exagere un poco, no se limita a dar cuenta de la vida, es la propia vida, un retazo de vida, un año de la vida de su protagonista, que inunda, que llena nuestra propia realidad durante unas cuantas semanas, las que necesitamos para abordar un texto así.

En manos del diablo tiene como protagonista principal, sobre la que giran las múltiples peripecias de la novela, a Gabrielle Demachy, una joven de origen húngaro pero de nacionalidad francesa, una joven admirable, encantadora, decidida, valiente, muy bella, inteligente, sensible, una de esas heroínas de novela de la que los lectores se enamoran inexorablemente, yo así lo he hecho, sin dificultad alguna, dócilmente, dejándome llevar por la firme voluntad y la experta maestría de su creadora. Durante un año, durante tan sólo un año, entre septiembre de 1913 y agosto de 1914, el libro sigue con minuciosidad, con detalle, con precisión, con atención, los pasos de la vida de esta joven, asistimos con cercanía y proximidad extremas al acontecer de su existencia, una existencia excepcional, tanto desde el punto de vista íntimo, de su deslumbrante personalidad, de su radiante y honda psicología, como desde un punto de vista externo, el que se refiere a los singulares acontecimientos en los que se ve envuelta, pobre peonza entre las desmesuradas fuerzas que zarandean a la humanidad entera en esa desdichada y a la vez fascinante época, preludio de la primera guerra mundial.

En síntesis, la novela narra la búsqueda que hace Gabrielle de su primo y prometido, el joven húngaro Endre Luckácz, desaparecido en circunstancias oscuras cinco años atrás después de un viaje a Birmania, y de cuya muerte es informada la protagonista en las primeras páginas del libro. Entonces, Gabrielle se hace contratar como institutriz de la pequeña Millie en el muy burgués hogar de los Bertin-Galay, prósperos fabricantes de galletas, pues el hijo mayor de la familia, el científico Pierre, padre de Millie, parece estar relacionado con las últimas apariciones de Endre en la densa y misteriosa selva birmana. A partir de ese hecho se desarrolla la trama que abarca todos, digo bien, todos los extremos de la vida humana: exilios, vagabundeos, amores y ternuras y deseos, pasiones, traiciones, secretos de estado, descubrimientos, pesquisas, asesinatos, espionajes, guerras, intrigas, celos, asuntos de familia, fratrías, filiaciones, la compleja profundidad de las investigaciones científicas, de los avances médicos, las bajezas de la política, la miseria y la gloria del periodismo, el feminismo incipiente, los movimientos obreros, la crónica social, el despegar del cine como medio de diversión y también de conocimiento, los cambios tecnológicos y el nacimiento de una nueva sociedad, la irracional creencia en el progreso... nada de lo humano le resulta ajeno a Anne-Marie Garat; pero no sólo lo humano, están también los cantos de los pájaros y los rumores del viento, el rugir de las tormentas, la implacable persistencia de la lluvia, el paso demorado de las estaciones, la inmensa variedad de los árboles y las flores, los animales, la naturaleza entera. Todo está en este En manos del diablo, lo bello y noble y lo depravado y maligno, lo sucio y lo sublime, lo explícito y lo oculto, la verdad y las mentiras… todo. Y por detrás de este inmenso fresco de la vida humana, como marco de referencia, la primera guerra mundial que constituye el trasfondo de la novela, la guerra como símbolo, como emblema de una más grande amenaza latente, el mal que rige el mundo. Todos estaban en manos del diablo, expresa Gabrielle en un momento de su desgarrado existir. El ser humano, nadando desvalido, acosado por monstruosos Leviatanes -permitidme que persista en la metáfora- en el embravecido mar de una existencia inexplicable y absurda.

Os dejo con un fragmento del libro que alude a este deambular de la humanidad en una vida que no entiende, igual que los personajes de la novela, zarandeados por un destino casi siempre fatal. Recordad: En manos del diablo. Anne-Marie Garat. Editorial La otra orilla. No os lo perdáis. Confío igualmente en que os guste la sugerencia musical que he elegido como complemento al libro reseñado. Se trata, obviamente, hablando del diablo, de Simpathy for the devil, de los Rolling Stones. Hasta dentro de siete días.

Aquí o allá, a escalas de magnitud y distancia variables, en ese tiempo rápido y lento de la noche que ha invadido la ciudad y la campiña, estas indecisas siluetas y otras muchas se agitan, van y vienen, duermen o velan, especulan y esperan, o lo fingen, aman, odian, maldicen y adoran temibles objetos, arrobadores o funestos, movidas por la pasión, los tormentos, el rabioso deseo de poseer, de dar, el orgullo, la codicia, pobladas por temibles secretos y deseos iluminadores, rodeadas de los fantasmas que su memoria encarna. Son vivas y reales, tanto como la realidad de los sueños, de las novelas, y si hay un vínculo entre ellas, si sus trayectorias se cruzan ya, se imantan como la atracción fatal de los corpúsculos que van de un lado a otro bajo el microscopio, o de los astros lejanos que parpadean en el cielo de esta noche, no lo saben aún, arrastradas por el instante, cada cual sobre las enigmáticas vías de su destino. ¿Qué es entonces su encuentro? ¿El accidente deslumbrador de las colisiones o la lenta, muy lenta aproximación? ¿Qué reserva el azar o la necesidad de las historias?