Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

NICHOLAS CARR. SUPERFICIALES. ¿QUÉ ESTÁ HACIENDO INTERNET CON NUESTRAS MENTES?

Hola, buenos días. Recordaréis quizá quienes nos escucháis que la semana pasada iniciábamos aquí, en Todos los libros un libro, un ligero, pero a mi juicio interesante, experimento, que consistía en mostraros dos enfoques contrapuestos sobre una misma cuestión, dos libros que defienden posturas casi antagónicas (aunque mantienen ciertos elementos en común) sobre un tema controvertido, como parece obvio pues si no no habría ocasión para la disputa. La abrumadora e imperialista, podríamos decir, presencia en nuestras vidas de Internet con su emblema más conspicuo, Google, a la cabeza, las enormes dimensiones que ha alcanzado la red en todos los extremos de la vida cotidiana, empresarial, social de este siglo XXI, hasta el punto de convertir la poderosa herramienta en imprescindible, su, en cierto modo, necesidad, de manera que no puede imaginarse siquiera la existencia actual sin esta tecnología, es un fenómeno aparentemente incontrovertido que, sin embargo, ha suscitado también furibundas reacciones contrarias, que cuestionan las ventajas de este cambio radical en el modo de organizarse y vivir los seres humanos en esta nueva era. Si la semana pasada encarábamos los aspectos más optimistas del asunto, con el magnífico libro Y Google, ¿cómo lo haría?, de Jeff Jarvis, claramente volcado sobre los benéficos efectos de Internet, hoy, en cambio, adoptaremos la postura enfrentada, a partir de otro libro excepcional (que a mí, personalmente, me ha interesado más) titulado Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, escrito por Nicholas Carr y ofrecido al público español por la editorial Taurus en traducción de Pedro Cifuentes.

La tesis principal que el libro sostiene postula que las tecnologías, los medios que empleamos para comunicarnos, informarnos, entretenernos, comprar, aprender en este comienzo de siglo no son neutrales. No son meras herramientas que usamos a nuestro antojo y sobre las que ejercemos un soberano control, no son instrumentos pasivos que, llevados por las riendas de nuestra voluntad y nuestro cerebro inteligente, se ‘dejan hacer’, sirven obedientes a nuestros fines, son simples envoltorios inocuos que cobijan en su interior aquello que nos resulta útil. Por el contrario, y partir de las tesis de Marshall McLuhan, el autor defiende que, pese a que cuando hablamos de internet solemos debatir sobre los contenidos que a través de la red fluyen (datos, entretenimiento, educación, conversación), el contenido de un medio importa menos que el medio en sí mismo a la hora de influir en nuestros actos y pensamientos. Los efectos de la tecnologìa no se dan en el nivel de las opiniones o los conceptos, que pudieran modificarse como consecuencia de esos contenidos que transmiten, sino que más bien alteran los patrones de percepción continuamente y sin resistencia. Nuestra capacidad de concentración, de contemplación, de reflexión, nuestra atención, nuestro modo de pensar, nuestro cerebro, incluso, están cambiando por el uso continuado de estas tecnologías que propician lo fragmentario, lo inconexo, lo fugaz, lo discontinuo, lo superficial, lo interrumpido, lo simultáneo. Acostumbrados, sobre todo las jóvenes generaciones, a estar todo el día conectados viendo vídeos en Youtube, mandando sms en el móvil, consultando el propio muro en Facebook, hablando por Skype, dando cuenta al mundo en Twiter, en ciento cuarenta caracteres escritos con prosa balbuceante y sincopada, de la última banalidad de nuestras existencias permanentemente expuestas, jugando a videojuegos, consultando las noticias de prensa en nuestro iPad, mirando fotos en Flickr, descargando películas y series de televisión, enlazando páginas y más páginas en un imparable carrusel de vínculos en los que apenas nos detenemos, en una apoteosis de la multitarea virtual, llega un momento en que nuestra mente se acostumbra a estos ritmos febriles y, como cuenta el propio Nicholas Carr en un paréntesis autobiográfico del libro, las sinapsis aúllan en demanda de sus dosis online. Desconectado radicalmente de internet para entregarse en cuerpo y alma a la redacción de su libro, el autor constata en carne propia que le embarga la ansiedad, que se descubre a sí mismo haciendo clic a escondidas en busca de correo nuevo, que se levanta a cada poco, interrumpiendo la actividad en la que estuviera inmerso, en demanda de estímulo electrónico, por llamarlo así, que sus patrones de atención, cognición y memoria estaban cambiando, no de modo irreversible, pues en el fondo, por edad y trayectoria personal, él es aún un habitante del universo preinternet, pero sí de una manera patente y grave, lo que lleva a temer por los efectos que puede producir ese uso compulsivo de la red en los más jóvenes, nacidos prácticamente en su seno. El modo en que leemos, en que escribimos, en que descansamos, en que nos concentramos se ve irremisiblemente afectado por el uso de una tecnología que, lejos de ser neutral, nos conforma a su imagen y semejanza y dirige, pues, nuestras vidas, tal y como lo hacía HAL, aquel ingenio informático sagacísimo y con pretensiones totalitarias que era uno de los personajes principales de 2001, una Odisea del espacio, la anticipadora obra maestra de Stanley Kubrick a la que Carr se refiere también en el libro.

Y para fundamentar sus tesis Nicholas Carr hace un recorrido muy interesante por la historia, por la ciencia, por la sociología, presentando argumentaciones muy convincentes y muy amenas también, pues el libro se lee de un tirón pese a que sus planteamientos requieran relecturas y reflexión y pausa. El estudio de los avances en la cartografía y la medición del tiempo, de los mapas y los relojes y su influencia en la conformación de las nociones de tiempo y espacio por parte del ser humano es apasionante. Del mismo modo nos atrapa el análisis de la historia del libro y de las consecuencias que para la mente humana tuvo el paso de la lectura en silencio a la producida en voz alta, o del papiro o las tablillas romanas al inmenso invento del libro. Deslumbrantes también las muchas páginas dedicadas a la descripción del funcionamiento del cerebro, de la actividad de sus distintas áreas, de las conexiones neuronales, de los grandes avances de las neurociencias y de las conclusiones que dicho desarrollo científico permite extraer sobre la influencia de las modernas tecnologías en nuestras mentes. Se nos cuentan así infinidad de esclarecedores experimentos hechos por científicos de diversas universidades sobre los procesos mentales que acompañan el aprendizaje, la memorización, la comprensión, y de cómo estos procesos se están viendo modificados por la omnipresencia de internet en nuestras vidas. De la riqueza del estudio de Nicholas Carr dan cuenta tres decenas largas de páginas finales de citas y referencias bibliográficas de muy diversa índole, desde la filosofía al periodismo, desde la ciencia a la ingeniería.

Debéis leer este libro, Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, escrito por Nicholas Carr y publicado por Taurus. Os asegurará unas jornadas de intensa y agradable lectura, y os permitirá conocer, desde más enfoques que los que habitualmente manejamos, un fenómeno como el de internet, que ya permea, con nuestra aceptación acrítica, todos los espacios de nuestra realidad, dejando en nosotros, en nuestros cerebros, en lo más profundo de nuestra conformación como seres humanos, un poso, un lastre, de efectos quizá irreparables.

La propuesta musical parte de la referencia a la película de Kubric que contiene el libro y que acabo de comentar: El Danubio azul, asociado para siempre a la danza de los astros en 2001, una odisea del espacio, con la música de Johann Strauss interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida por Daniel Barenboim en el concierto de Año Nuevo de 2009. Hasta la semana que viene.


 
Durante los últimos años he tenido la sensación incómoda de que alguien, o algo, ha estado trasteando en mi cerebro, rediseñando el circuito neuronal, reprogramando la memoria. Mi mente no se está yendo -al menos, que yo sepa-, pero está cambiando. No pienso de la forma que solía pensar. Lo siento con mayor fuerza cuando leo. Solía ser muy fácil que me sumergiera en un libro o un artículo largo. Mi mente quedaba atrapada en los recursos de la narrativa o los giros del argumento, y pasaba horas surcando vastas extensiones de prosa. Eso ocurre pocas veces hoy. Ahora mi concentración empieza a disiparse después de una página o dos. Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo.

Creo que sé lo que pasa. Durante más de una década ya, he pasado mucho tiempo online, buscando y navegando y a veces añadiendo contenido a las grandes bases de datos de internet. La Web ha sido un regalo del cielo para mí como escritor. Investigaciones que anteriormente requerían días por las estanterías de hemerotecas o bibliotecas pueden hacerse ahora en cuestión de minutos. Unas pocas búsquedas en Google, algunos clics rápidos en hipervínculos, y ya tengo el dato definitivo o la cita provechosa que estaba buscando. No podría ni empezar a contabilizar las horas o los litros de gasolina que me ha ahorrado la Red. Resuelvo la mayoría de mis trámites bancarios y mis compras en la Web. Utilizo mi explorador para pagar facturas, organizar mis reuniones, reservar billetes de avión y habitaciones de hotel, renovar mi carné de conducir, enviar invitaciones y tarjetas de felicitación. Incluso cuando no estoy trabajando, es bastante posible que me encuentre escarbando en la espesura informativa de la Web: leyendo y escribiendo e-mails, analizando titulares y posts, siguiendo actualizaciones de Facebook, viendo vídeos en streaming, descargando música o sencillamente navegando sin prisa de enlace a enlace. La Web se ha convertido en mi medio universal, el conducto para la mayoría de la información que fluye por mis ojos y oídos hasta mi mente. Las ventajas de tener acceso inmediato a una fuente de información tan increíblemente rica y fácilmente escrutable son muchas, y han sido ampliamente descritas y justamente aplaudidas.

Los beneficios son reales. Pero tienen un precio. Como sugería McLuhan, los medios no son sólo canales de información. Proporcionan la materia del pensamiento, pero también modelan el proceso de pesamiento. Y lo que parece estar haciendo la Web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación. Esté online o no, mi mente espera ahora absorber información de la manera en la que la distribuye la Web: en un flujo veloz de partículas. En el pasado fui un buzo en un mar de palabras. Ahora me deslizo como un tipo sobre una moto acuática.

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