WALTER TEVIS. EL BUSCAVIDAS; EL COLOR DEL DINERO
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro continúa esta tarde, por tercera semana consecutiva, la serie dedicada a las siempre fecundas relaciones entre el cine y la literatura. Coincidiendo con esta época del año, tan abundante en celebraciones relacionadas con el séptimo arte -el 8 de febrero, Día mundial del cine, los Goya en la noche del 8 al 9, los Bafta británicos el 16 de ese mismo mes, los Cesar franceses, el 28, y, por fin, los Oscar el 3 de marzo, estamos haciendo girar nuestras emisiones sobre libros de extraordinario valor literario -obras maestras en algún caso- que han tenido un correlato también sobresaliente en la gran pantalla. Así, el 5 de marzo os hablé aquí de Dublineses, de James Joyce, y de la película de John Huston basada en el último de los relatos del libro, el espléndido Los muertos que da título también al filme. Hace siete días, en un programa desbordante por la cantidad de referencias presentadas, el doble protagonismo recaía en Joseph Conrad y uno de sus libros fundamentales, El corazón de las tinieblas, y en Apocalypse now la muy libre y deslumbrante adaptación de la novela que dirigió Francis Ford Coppola. Siguiendo esa misma pauta, hoy quiero proponeros dos muy buenos libros, cada uno de los cuales ha dado lugar a, si cabe, mejores películas. Además, el programa se completa con un tercer título, un texto enciclopédico y misceláneo, una suerte de ameno ensayo divulgativo, que dará pie, por sí mismo, a mi recomendación de un sinnúmero de referencias cinematográficas.
El buscavidas y El color del dinero son las dos novelas de Walter Tevis llevadas al cine en películas homónimas dirigidas por Robert Rossen y Martin Scorsese respectivamente. En ambas destaca la sobresaliente participación de Paul Newman, de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 29 de enero. Con ocasión del redondo aniversario, la editorial Notorious, de recurrente presencia en nuestro espacio, presentó, a caballo de 2024 y 2025, un formidable volumen de su colección El universo de…, dedicado, obviamente, al actor norteamericano. Paul Newman ya había aparecido en Todos los libros un libro en un par de ocasiones, a propósito de otros tantos libros que contaron con unas más que estimables versiones en celuloide. El primero de ellos, Ni un pelo de tonto, escrito por Richard Russo, fue objeto de una reseña en los días finales de julio de 2017 que solo apareció en el blog del programa por lo que, al no emitirse entonces por coincidir con los días vacacionales en Radio Universidad de Salamanca, quiero recuperarla ahora de modo breve. Además, en fechas más recientes, hace menos de un año, ya en este formato del espacio, comenté Hud el salvaje, una novela no demasiado conocida, aunque valiosa, de Larry McMurtry, cuyo correlato cinematográfico, Hud, dirigida por Martin Ritt, también protagonizó un espléndido Paul Newman, que se erige así en centro absoluto de la presente emisión. Sobre todas estas obras citadas y sobre su muy relevante figura artística quiero hoy dejar aquí mis comentarios.
Empiezo, pues, por Ni un pelo de tonto. La editorial Navona publicó en octubre de 2016 Ni un pelo de tonto, que ya había visto la luz años atrás (el original es de 1993) en la editorial Anagrama, en una reedición que mantiene la traducción primera de Maribel de Juan. Dos meses después, la misma editorial presentó la “continuación” de ese libro, Tonto de remate, que en versión de Enrique de Hériz apareció por primera vez en nuestro mercado casi al tiempo de su publicación en Estados Unidos. Los dos libros forman parte de una trilogía, presentada bajo títulos parecidos -Nobody’s fool, Everybody’s fool y Somebody’s fool- de la que el tercer volumen no ha sido publicado en España, que yo sepa. Los dos libros que yo he leído nos permiten adentrarnos en el entrañable y divertido, en el melancólico y arrebatador, en el profundamente adictivo universo de Richard Russo, el estupendo escritor norteamericano. En 1994, Robert Benton, un director sin demasiado brillo, realizó una película sobre la primera de las tres novelas, con el protagonismo de un Paul Newman casi crepuscular pero espléndido bordando el papel del tierno Sully sobre el que gravitan los dos libros, y con la aparición en roles secundarios de Jessica Tandy, Melanie Griffith, Bruce Willis y Philip Seymour Hoffman, algunos de ellos ya desaparecidos.
Ni un pelo de tonto nos sitúa a mediados de los ochenta en North Bath, un pueblo sin especial atractivo en el nordeste de Estados Unidos (la obra completa, con los tres libros, se conoce como North Bath Trilogy). Con un pasado reciente de relativo esplendor, a causa de un turismo que llega atraído por la existencia de unos manantiales de aguas minerales en su demarcación, el agotamiento de esas fuentes acabó también con las posibilidades de expansión del lugar, que ahora languidece, dejándose ir en su insignificancia, ajeno al paso del tiempo, al margen del progreso que pasa a escasos kilómetros por la autopista interestatal que une, desde el sur, a Nueva York con la cercana, por el norte, Canadá, una ruta que hace prosperar, por el contrario, a la vecina -y encarnizada rival- Schuyler Springs, beneficiada por los caprichosos designios de una naturaleza que hace emerger ahora en su circunscripción las benéficas aguas.
En este escenario vulgar, la trama transcurre en una semana larga cercana a la nevada Navidad, y gira en torno a Donald Sullivan, Sully, un cascarrabias pero simpático sesentón que, divorciado, con un hijo al que apenas ha visto desde que lo abandonó, hace casi treinta años, junto a su madre, amante clandestino -en la medida que el secreto es posible en una comunidad tan pequeña y cerrada en sí misma- de una mujer casada, sin empleo y sin ingresos regulares, medio lisiado a causa de una caída que le destrozó la rodilla, rabiosamente independiente pero en el fondo solitario y perdido, deambula de una chapuza a otra, de una barra de bar a otra, de una timba a otra, de un lío a otro, en una serie de incidentes triviales y anodinos -como lo es la vida en la reducida ciudad-, casi todos muy divertidos, en los que aflora la ironía burlona, la nobleza, la integridad, el alto sentido de la amistad, pero también el desconcierto, la irresponsabilidad, la íntima tristeza de un personaje formidable al que resulta imposible no coger cariño.
Tres son los aspectos por los que, a mi juicio, la lectura del libro es indispensable, aparte de por la extraordinaria maestría del autor, por la potencia de su narración, por su magnífico talento para los diálogos, por su ingenio y su acerado sentido del humor, por su sobresaliente capacidad para retratar la vida “verdadera”: la inmensa creación de Sully, una figura inolvidable, perfilada con hondura y verdad, con autenticidad, con verosimilitud, un pícaro ingenioso y burlón pero atractivo y humanísimo, con sus conflictos internos, con su pasado tortuoso y su futuro improbable (pese a que en la segunda novela pierde parte de su protagonismo y su presencia es más “lateral” aunque siempre primordial; y en la tercera ya ha fallecido); la soberbia galería de secundarios, hombres y mujeres del común, con sus frustraciones y sus esperanzas, con sus existencias mediocres, con sus ilusorios sueños que ellos mismos saben imposibles desde su encierro en aquel oscuro rincón del mundo; y, por último, la genial descripción -casi podría decir la fotografía- del villorrio, un microcosmos, representativo de tantos pueblos de Estados Unidos -y por extensión de esa enorme parte del país, la que no se concentra en las grandes urbes (la que hace unos meses mayoritariamente votó a Trump)-, que tanto hemos visto en el cine y que, en su “fauna” variopinta, y al margen de opciones políticas, tan bien reflejan las vidas humanas sin relieve (en realidad, la gran mayoría de nuestras vidas de gentes anónimas y sin importancia).
Sully es, sin duda, en esa tipología tan común en la sociedad norteamericana, un perdedor. Marcado por una infancia difícil, con una relación conflictiva con un padre autoritario y bebedor que sometía a la familia -empezando por la esposa y siguiendo por los hijos- a abusos físicos y verbales, pronto abandona los estudios y una incipiente carrera deportiva y huye de su opresivo hogar para alistarse en las tropas americanas que combatirán a Hitler en la segunda guerra mundial. A su vuelta, los padres fallecidos mientras él luchaba en Europa, su vida va dando tumbos, sin propósito ni aparente destino. Pero su pasado no aflora en la novela más que de un modo indirecto, en las escasas rememoraciones a las que se entrega muy de vez en cuando. Su presente, ya con sesenta años, nos lo muestra viviendo modestamente en el alquilado piso superior de la casa de su antigua maestra, la señorita Beryl Peoples, que le acoge por el afecto que le profesa desde niño. Sully sobrevive trampeando con su desvencijada camioneta en pequeños trabajos que van surgiendo aquí y allá, casi siempre bajo la despótica autoridad de su jefe, el cínico pero afectuoso Carl Roebuck, arreglando una barandilla, cargando unos bloques de hormigón, levantando la tarima de una casa derruida, limpiando la nieve que se acumula en las puertas de los vecinos, sumido en un mar de deudas, acumulando multas impagadas, apostando, sin demasiada confianza, a la triple gemela semanal de las carreras de caballos, engañando -sin malicia- a unos y otros, encontrándose, furtivo, con su amante Ruth -veinte años de apagada y desesperanzada relación adúltera- en moteles escondidos, metiéndose en líos, pasando breves temporadas en la acogedora cárcel del pueblo por diversos incidentes en que -borracho o no- aflora su condición de antiguo camorrista, eligiendo siempre las alternativas menos recomendables, equivocándose -en el amor, en la paternidad, en el trabajo, en las opciones de vida-, fracasando en su existencia mediocre, envejeciendo sin darse cuenta, indiferente al correr del tiempo en sus rituales cotidianos, limitados, insignificantes, grises. Su vida era como el rodaje de una película de bajo presupuesto, se dice en un momento del libro que, sin embargo, nos lo presenta también como un tipo aún atractivo a su edad, consciente de su encanto, simpático, cariñoso y despegado, cachazudo y paciente, escéptico y cáustico, tozudo, olvidadizo e irresponsable. Sully, simplemente, ha desperdiciado su vida, tal y como le augurara su maestra. Su único consuelo -si llega a serlo-, su único atisbo de felicidad, se produce cuando cierra sus caóticas jornadas dando muestras de su humor mordaz en el Hattie’s, en The White Horse o en Jennie’s Pizza, los deplorables y grasientos lugares de encuentro de Bath, mientras bebe cervezas con su cohorte de amigos, a cual más patético.
Y en su sombrío y conmovedor periplo por la vida, encerrado en las reducidas dimensiones del poblacho, acompañan a Sully una serie de personajes tan tristes y carentes de expectativas como él mismo, y como él adorables. El elenco es admirable, una enternecedora sucesión de fracasados, conmovedores en su incapacidad para encontrar la más mínima posibilidad de realización vital, todos retratados por la maestría de Richard Russo con hondura y verosimilitud. Y así, nos familiarizaremos -y llegaremos, en mayor o menor medida, a quererlos- con la jubilada señorita Peoples, la antigua maestra y actual casera de nuestro protagonista, que habla con su marido muerto y recibe consejos de una máscara africana, mientras mantiene con Sully una entrañable relación de afecto; el vividor Carl Roebuck, que pese a estar casado con la chica más guapa del condado, se acuesta con cuanta mujer se pone a tiro mientras arruina el negocio familiar para el que trabaja esporádicamente el bueno de Sully, con el que mantiene una ambigua pero cordial relación de rechazo y amistad; la citada Toby, la esposa de Carl, sufriente y soñadora, una joven inocente y atractiva de la que Sully está enamorado sin esperanza; Rub Squeers, de limitado intelecto, afable y bonachón, que depende emocionalmente -hasta la obsesión- de su amigo y compañero de tareas Sully; Wirf, el afable abogado de nuestro héroe, enfermo y cojo, un letrado que no gana un pleito desde hace años, capaz de apostar su pierna ortopédica en las inefables timbas de strip poker con su cliente y sus inefables amigotes; el irónico y punzante juez Barton Flatt; Ruth, la amante ocasional de Sullivan, desengañada en su existencia sin horizontes; Zack, su comprensivo y bondadoso marido; la exmujer de Sully, Vera, que ha olvidado -no del todo- a su caótico primer cónyuge con su nuevo esposo, Ralph, que ejerce de “padre” de Peter, el hijo biológico de nuestro protagonista, un profesor universitario que reaparecerá en la vida de su verdadero progenitor inopinadamente tras décadas de alejamiento; Cass, otra mujer frustrada, agostándose tras la barra del Hattie’s, saliendo en pos de su madre -la Hattie que da nombre al bar- cada vez que esta -perdida la razón- huye de casa adentrándose en la nieve en zapatillas y camisón; el agente Douglas Raymer, un deplorable policía, acomplejado e inseguro, cuyo estricto sentido del orden choca con la disparatada espontaneidad del inconsciente y testarudo Sully; el hijo de Beryl Peoples, Clive, un banquero de mediana edad, desdichado e inseguro, que ha depositado todas sus esperanzas vitales en la puesta marcha de un proyecto inversor -La última escapada- que revitalizará la pequeña ciudad; y tantos otros, todos caracteres muy logrados, muy creíbles, hasta reales podríamos decir, fácilmente reconocibles en su corriente vulgaridad.
Todos ellos pululan -sin parar de hablar, soltando ocurrencias divertidísimas, en diálogos chispeantes, agudísimos, rezumando sorna y sentido del humor- arrastrando su ausencia de perspectivas vitales, su melancólico desencanto, hecho a medias de ironía y aceptación, de desengaño y frustración, por los reducidos escenarios del pueblo, un North Bath emblema, como he dicho, de todos los pueblos de Estados Unidos (y hasta diría de todos los pueblos del mundo), comunidades opresivas, cerradas, endogámicas, cortas de miras, llenas de secretos, de prejuicios, hervidero de rumores, de ambiente irrespirable aunque en el fondo acogedor y confortable, pues favorecen una existencia acomodaticia y sin demasiados problemas. Las gentes de North Bath son conformistas, conservadoras en el peor sentido de la palabra, mediocres, vulgares, simples pero complejos -valga el oxímoron- pero a la vez -quizá por ello- muy humanos, muy normales, muy auténticos, de ahí el extraordinario valor de la novela como notable y fiel reflejo de la realidad, esa realidad que aflora en su máxima expresión y podemos constatar en los momentos -innumerables en ambos libros- en que los vecinos se encuentran, se entristecen y bromean sentados en los taburetes de una barra de bar.
La mayor parte de estos elementos están también en la película de 1994 en la que un impecable Paul Newman, al borde de los setenta años, y en quien Richard Russo pareciera que hubiese pensado mientras escribía la novela, hasta tal punto “es” Sully, vive bastantes de los episodios del libro que, no obstante, ha sido “depurado”, por obvias razones de concentración temporal, de algunos de sus elementos (ni rastro del conflictivo pasado familiar de Sully, ni de la figura del padre; desaparecida también Ruth y la relación adúltera con el protagonista, entre otras “omisiones” no tan llamativas; sí lo es, sorprendente, una especie de atisbo final feliz alternativo, en nada semejante al del libro). El filme es más que digno, provoca nuestra emoción y nos mantiene atados a la pantalla con una sonrisa agridulce. Contribuyen a ello, claro está, no solo la base literaria de la que procede, cuyo espíritu, en general, se conserva, sino también el muy bien elegido elenco, empezando por el espléndido Paul Newman, siguiendo por la añorada Jessica Tandy, y finalizando por el resto de secundarios -todos tan jóvenes, tres décadas atrás: Melanie Griffith en el papel de Toby Roebuck; Bruce Willis como Carl, su marido; el malogrado Philip Seymour Hoffman, en su episódica aparición como el policía Raymer; y otros actores menos conocidos -sus nombres, no sus caras, que seguro os sonarán si revisáis la película-, como Pruitt Taylor Vince, inmenso en el rol de Rub, o Philip Bosco encarnando al socarrón juez Flatt. Yo recuerdo haber visto la película en su estreno en salas y he vuelto a revisarla ahora y, aunque se le nota -sobre todo en aspectos estéticos y formales- el paso del tiempo (treinta años son una eternidad cuando se está reflejando la vida cotidiana, tan cambiante a estas alturas del siglo), sigue mereciendo la pena.
Walter Tevis, de cuya muerte se cumplieron hace unos meses los cuarenta años, fue un escritor de San Francisco, profesor de Literatura inglesa y Escritura creativa en la Universidad, con una obra breve pero significativa y de importante repercusión, sobre todo porque cuatro de sus seis novelas han sido trasladadas al medio audiovisual con un extraordinario éxito de público y crítica. Las referidas El buscavidas, de 1959 y El color del dinero, de 1984, de las que me ocupo esta tarde, con la excusa (innecesaria, pues ambas son magníficas por sí mismas) de la presencia en ellas de Paul Newman; El hombre que cayó a la tierra, de 1963, una extraña obra de ciencia ficción (que junto con el billar -que hoy centrará nuestro espacio- eran, al parecer, las dos grandes pasiones del escritor), que en su adaptación cinematográfica, dirigida en 1976 por Nicholas Roeg, protagonizó un doblemente alienígena David Bowie; y la de mayor actualidad en estos últimos años, Gambito de dama, publicada en 1983 y convertida en serie en 2020. Las tres películas pueden verse en Filmin y la serie en Netflix. La obra de Tevis, de recepción algo caótica en nuestro país, con ediciones en distintos sellos (El buscavidas y El color del dinero en la extinta editorial Alamut, El hombre que cayó a la tierra y Gambito de dama en Alfaguara, entre otras), ha sido acogida recientemente en el seno de Impedimenta, que ha presentado las otras dos novelas de Tevis, Sinsonte y Las huellas del sol, ha recuperado en una nueva traducción de Juan Trejo la casi inencontrable El buscavidas, y promete publicar este año sus relatos cortos.
El buscavidas es, pese a no tratarse de una obra maestra literaria, una novela espléndida. Alamut, una editorial que parece inactiva desde hace casi una década, la publicó en 2009, en una edición hoy descatalogada, traducida por Rafael Marín. La novela, que se desarrolla en el mundo del billar profesional, como su continuación, la referida El color del dinero, nos presenta a Eddie Felson, “Eddie el Rápido”, un joven (no parecía tener más de veinticinco años, leemos; aunque en El color del dinero, su “secuela” -llamémosla así, con no poca imprecisión-, que recupera a los mismos personajes veinte años después, se afirma que tiene cincuenta), atractivo y de presencia magnética (aspecto agradable, ojos brillantes, sonrisa extraordinaria) jugador de billar que viaja por diferentes ciudades desafiando a jugadores de alto nivel con el objetivo de hacerse un nombre en el particular universo del billar. Eddie domina el juego en sus muchas variantes y su indudable talento, casi instintivo, ante el tapete verde y sus marfileñas bolas, lo hacen mostrar una -en apariencia- gran seguridad en sí mismo que se traduce, las más de las veces, en arrogancia e imprudencia con un punto de fanfarronería. Eddie es, en la jerga billarística, un buscavidas, un estafador (The hustler es el título original de la novela), un timador que se gana la vida en los salones de juego engañando a aficionados de poca monta, a ingenuos aspirantes a convertirse en profesionales y a bocazas de toda laya que se creen figuras del billar. Acompañado por su mentor, Charlie, que oficia de gancho en los timos, Eddie viaja de ciudad en ciudad, desafiando a sus rivales, ante los que simula hábilmente torpeza e impericia, combinadas también con muestras de entusiasmo, decisión y una fuerza de voluntad a prueba de fracasos, apostando una y otra vez, con frecuentes pérdidas, hasta que sus contrincantes, picado el anzuelo, convencidos de encontrarse ante un pardillo inconsciente que, temerario, no duda en subir las apuestas, se enlazan una partida tras otra hasta acabar “desplumados” por quien acaba por revelarse un jugador excepcional.
Sus dudosas prácticas, al ser conocidas ya en la California de donde procede, le obligan a dejar atrás su entorno y dirigirse a otras tierras a las que solo ha llegado su fama de gran jugador (Dicen que es el mejor. Dicen que tiene auténtico talento. Los tíos que lo han visto jugar dicen que es el mejor que hay). Viajará así a Chicago -el lector no ha pasado aún de las diez primeras páginas del libro- con la intención de enfrentarse a Minnesota Fats, un nombre mítico en el billar del país, que, escéptico (¿Y quién es, ese Eddie el Rápido? ¿Hace seis meses alguien había oído hablar de Eddie el Rápido?), esperará su llegada.
La novela es relativamente breve -hecha, además, en su mayor parte, de diálogos-, poco más de doscientas páginas divididas en veintiún cortos capítulos, de los cuales uno de los primeros, portentoso, el más largo e intenso de todos, narra, en el episodio nuclear del libro, el interminable desafío, cuarenta horas de extenuante y agotadora, emocional y psicológicamente, partida, entre Eddie y el casi siempre impertérrito “Gordo de Minnesota”, que no solo es un formidable jugador, sino que posee una habilidad, una paciencia y un control emocional de los que Eddie, poseído por su audacia algo insolente y a menudo irresponsable, carece.
Tevis no solo cuenta los acontecimientos “externos” de la vida de Eddie -sus innumerables partidas, los garitos que frecuenta, los personajes con los que se topa, la relación que entabla con Sarah, una joven a la que conoce una noche en la cafetería de la estación de autobuses de Chicago, sus complicados vínculos con su “representante” Charlie, al que abandonará, y Bert, que acabará por ser su algo sinuoso consejero-, en un ámbito que, por sí solo, ya merecería la lectura de la novela, sino que, además, en la dimensión más interesante del libro, nos traslada la complejidad del alma de Eddie, de su personalidad difícil y multifacética: un hombre decidido, poco escrupuloso, indisciplinado, atrevido, ambicioso, despreciativo, manipulador, de nula empatía y con una peligrosa tendencia a subestimar a sus rivales. Pero, a la vez, se nos muestra, en el fondo, vulnerable e inseguro, necesitado de reconocimiento y autoafirmación, con una suerte de inocencia algo infantil. Su fachada de independencia y confianza, de suficiencia y control, esconde un hombre necesitado de vínculos, de conexión emocional, de estabilidad.
Ambos planos -externo e interno- discurren en paralelo y así, las disputas en las mesas de billar, los conflictos con Charlie y Bert, las vicisitudes de su trato con Sarah, se entrecruzan de continuo con las batallas con sus propios demonios interiores, de modo que su lucha por la grandeza en el billar, por el éxito, por alcanzar la cumbre en el juego, resulta ser, también, la manifestación de la tortuosa búsqueda de su propia identidad.
Aparte de los aspectos mencionados, El buscavidas interesa por otras muchas razones: la espléndida recreación -fruto sin duda del conocimiento personal del autor- de los ambientes del juego, la atmósfera de las salas (El lugar era grande, más aún de lo que había imaginado. Era familiar, porque el olor y el aspecto de un salón de billar son iguales en todas partes; pero también era muy distinto. Victoriano, con grandes sillones de cuero, grandes lámparas de latón ornado, tres altos ventanales con tupidas cortinas, una sensación de espacio, de elegancia), las densas nubes de humo, el alcohol, las oscuras vestimentas de los parroquianos, la luz cegadora sobre el tapete, los espectadores concentrados y expectantes, los duelos intensos, la zozobra y la presión de los jugadores, las vicisitudes de las partidas, los pormenores de las distintas jugadas, las particularidades de los tacos, la tiza azulada, el sonido de las bolas, los billetes que cambian de manos; tal y como se refleja en el magnífico texto que dejo como acompañamiento final a esta reseña.
Espléndida es, también, la caracterización de los personajes secundarios, singularmente Sarah Packard, una mujer marcada por su cojera, secuela de una polio infantil, por su vida solitaria, por su fuerte dependencia del alcohol, luchando -en un evidente paralelismo con Eddie, ambos necesitando restañar sus heridas emocionales- por encontrar su lugar en el mundo. La relación entre ambos, en apariencia desapegada y algo fría, meramente “utilitaria” por ambas partes, es intensa y turbulenta, y revela la necesidad mutua de afecto, reconocimiento y comprensión. La obcecación del joven con sus proyectos billarísticos, su preterición del sentimiento frente a la obsesiva voluntad de éxito, acentuarán la sensación de desvalimiento de los dos, revistiendo a la novela de una dimensión trágica, sombría y de una melancólica tristeza, en otro de los logros, a mi juicio mayores, de la novela. A través de los diálogos, casi exclusivamente, Tevis dibuja un retrato de Sarah, de sus cicatrices y su fracaso, de una singular profundidad psicológica. Sin esta hondura y también perfilados con pinceladas son notables las representaciones de Minnesota Fats o de Bert Gordon.
Este estilo despojado del relato, construido, como digo, sobre los diálogos entre los personajes, con una prosa sencilla, un lenguaje claro y directo (en el que proliferan términos y expresiones específicas de billar (buchaca, bola tacadora, en sus versiones en español, que el traductor introduce con, imagino, pertinencia), la narración en tercera persona, el convincente realismo en el habla, en las descripciones (El whisky le había afectado más de lo que creía. Tropezó con una anciana cuando salía por la puerta, una mujer encogida y mal vestida que llevaba un ejemplar de Photoplay bajo el brazo. Ella lo miró con mala cara. Eddie frunció el ceño, la sorteó y salió por la puerta), el ritmo ágil, la soberbia graduación de la tensión en los lances del juego, en las apuestas, en las idas y vueltas, en las victorias y derrotas, de la peripecia de Eddie, contribuyen a reforzar la valía del libro y hacen de la lectura de la novela (que se lee, bien concentrado el lector, en un par de tardes) una experiencia sobresaliente.
Y a ello contribuyen, por fin, los principales temas tratados que, pese a remitir a tópicos bien conocidos en la literatura y el cine, sobre todo los norteamericanos (el ambiente, la ética y la estética de las películas de boxeo o los western, con los que hay muchas concomitancias), resultan iluminadores en un relato que Tevis trufa de reflexiones y pensamientos de índole más o menos filosófica, puestos en boca de sus personajes: el juego, en sus dos frentes, deporte y apuesta, como metáfora de la vida; el viaje (no necesariamente físico, sino también moral o psicológico: de California a Chicago, del anonimato a la fama, de la derrota a la redención, de la juventud irreflexiva a la madurez desencantada aunque adulta) como leitmotiv y explicación última de la existencia; las lecciones de la vida; la importancia de ciertos momentos cruciales en los que todo se decide; la voluntad y la determinación -también la adicción y la huida y la autodestrucción (presentes también, de manera notoria, en Gambito de dama)-; la creatividad y el talento frente al esfuerzo y la superación; el éxito y el fracaso; la ascensión y la caída; el crecimiento personal y el sacrificio; la soledad y la necesidad de vínculos; la dificultad del amor; la independencia y el compromiso; el poder y la manipulación; la inocencia y la hipocresía. Una novela, en suma, más que apreciable que dio lugar a una película prodigiosa, una obra maestra del cine.
La cinta, del mismo título que el libro, la dirigió en 1961 Robert Rossen con sus cuatro principales intérpretes en actuaciones sobresalientes: un espléndido Paul Newman con entonces treinta y cinco años; la no tan conocida pero excelente Piper Laurie; Jackie Gleason, que borda el papel de Minnesota Fats; y George C. Scott, en una de sus primeras apariciones en la gran pantalla con una deslumbrante interpretación en un rol, el de Bert Gordon, con bastante mayor presencia que en la novela. La película obtuvo nueve nominaciones a los Oscar correspondientes a ese año, entre ellos los de mejores película, director, actor y actriz principales, actor secundario, con doble mención para Gleason y Scott (que estaba en contra, por principio, de estos premios, siendo coherente con este planteamiento cuando por fin obtuvo, y rechazó, años después, el galardón por su participación en Patton), y guion adaptado, además de otros dos en categorías técnicas, dirección artística y fotografía en blanco y negro, que serían, a la postre, los únicos alcanzados.
La película mantiene, en lo esencial, la base del libro de Tevis. Están, así, la trayectoria previa de Eddie Felson como buscavidas del billar, la llegada a la ciudad para enfrentarse a Minnesota Fats, su interminable y crucial partida con él, el encuentro con Sarah y el resto de las vicisitudes que recogía la novela. Rossen solo se desvía de esa trama argumental en un episodio intercalado -de peso sustancial- que afecta a Sarah y que no voy a desvelar. También, como he apuntado, el personaje de Bert Gordon, manteniendo los rasgos psicológicos, la actitud y las pautas de su relación con Eddie, se abre, sin embargo, a otra faceta, que tampoco quiero revelar, que acentúa el carácter frío, duro y hasta taimado y peligroso que en el libro solo se esbozaba. Por lo demás, se trata de una transcripción fiel, a mi juicio, de la letra -con la recreación de las partidas, el ambiente del billar e, incluso, algunos diálogos “calcados”- y el espíritu -el éxito y el fracaso, la irreprimible atracción del juego, el amor como refugio, la inocencia impulsiva y la razón ordenada, la caída y la redención, el dinero y la fama, la inspiración y el arte, la soledad y la adicción- de la novela.
Son, sin embargo, más allá de ese entramado común, los elementos estrictamente cinematográficos de la película en donde ésta se eleva sobre la ya valiosa calidad del libro para alcanzar cotas memorables. Es el caso, por ejemplo, de la magnífica fotografía -merecidísimo el Oscar a Eugen Schüfftan-, de un blanco y negro excelso, el juego de sombras, de luz y oscuridad, que nos traslada a la opresiva penumbra de las salas de billar y que subraya la tensión en los rostros de los jugadores, la atención inquieta de los espectadores, la densa atmósfera, en fin, de aquellos entornos vinculados estéticamente, merced a los claroscuros de la fotografía, con el cine negro norteamericano de los años treinta y cuarenta. A ello contribuye también la dirección artística -premio, muy justo también, para Harry Horner y Gene Callahan en esta categoría fundamental en la que, sin embargo, no siempre reparamos-: la ambientación de los locales de juego, el mobiliario, las habitaciones de los hoteles baratos, el apartamento de Sarah… Soberbia es también la labor del director, que despunta en la planificación, los encuadres variados, los encadenados, los movimientos de cámara y los de los personajes, en una suerte de construcción “coreográfica” (los movimientos de Fats ante la mesa de billar parecen de ballet) del espacio y de sus ocupantes (a mí me ha recordado, en este último y enésimo visionado, a Doce hombres sin piedad, que había dirigido Sidney Lumet cuatro años antes). Espléndido el montaje, con planos superpuestos, la combinación de panorámicas y planos de detalle, la presentación -moviéndose entre la aceleración y la calma- de los lances del juego, las constantes elipsis, algunas de ellas inolvidables. En este sentido, es muy notable, también, el uso de los efectos de sonido, el entrechocar de las bolas, el roce de la tiza en los tacos, el “trac” de la tronera dando prueba -sin que la cámara lo muestre, solo a través del sonido- de la exitosa finalización de una jugada. Y en relación con la dimensión “auditiva” del filme, no quiero olvidarme de su banda sonora, un prodigio de espléndida música de jazz, creada por Kenyon Hopkins (compositor, igualmente, de la música de Doce hombres sin piedad), de la que os dejaré una intimista y melancólica pieza como cierre a esta reseña.
De todo este virtuosismo técnico de la película hablan largo y tendido Antonio Muñoz Molina, Antonio Giménez-Rico y Juan Miguel Lamet en el legendario programa de José Luis Garci en Televisión española, ¡Qué grande es el cine!, que abrió hace treinta años -exactamente el 13 de febrero de 1995, precisamente con este El buscavidas que hoy comento- su inolvidable serie de cerca de cuatrocientas emisiones centradas en otros tantos títulos fundamentales de la historia del séptimo arte. No deberías perdéroslo; podéis encontrarlo en YouTube.
El color del dinero no está, ni en su versión literaria (la española que yo he leído es de Alamut de 2010, en la traducción de Rafael Marín, como la de El buscavidas) ni en la cinematográfica, a la altura de su predecesora, siendo, sin embargo, una obra valiosa en sus dos manifestaciones. Tevis publicó la novela en el verano de 1984, apenas dos semanas antes de su fallecimiento en Nueva York el 9 de agosto a causa de un ataque cardíaco al que no le eran ajenos, probablemente, ni su alcoholismo ni su condición de fumador durante décadas. Ambas circunstancias influyeron, también, en su silencio durante casi dos décadas: dos novelas hasta 1963 (entre ellas El buscavidas, de, como ya he señalado, 1959) y otras cuatro a partir de 1980, con El color del dinero como cierre abrupto de su carrera (y de su vida). Esos veinte años de “parálisis” creativa personal tienen un indudable reflejo en el planteamiento de su novela casi póstuma y en las circunstancias en que se desenvolverá en ella su personaje. En efecto, estamos en 1983, en el comienzo de la era Reagan, con las consecuencias de la crisis económica muy presentes en Estados Unidos y, consecuentemente, en el libro. Eddie Felson tiene ahora cincuenta años. Su mundo de hace veinte ha desaparecido. Sarah ha quedado atrás, el retorcido Bert Gordon murió un década atrás, ya no queda nadie que sepa jugar al billar. Nadie salvo Minnesota Fats, ahora con sesenta y cinco años, que vive retirado en Florida. El libro comienza cuando Eddie localiza a su legendario contrincante para intentar una última apuesta que lo salve de su fracaso. Envejecido, con un matrimonio sin amor y fallido a sus espaldas, con una nada destacada trayectoria con escarceos en partidas de poca monta en lugares sin importancia, habiendo perdido el salón de billar que regentó durante ese tiempo y que acabó en liquidación para pagar la pensión alimenticia a su exmujer, Martha, harto de su rutina pequeñoburguesa, fracasado en trabajos de supervivencia (Pero ¿qué otra cosa le quedaba? Eran tiempos difíciles. El periódico que tenía sobre las rodillas decía que International Hervester había cerrado sus instalaciones en Fort Wayne. La gente hacía cola desde antes del amanecer para conseguir empleos en los que Eddie estaba seguro de que no aguantaría ni una semana. Operario de máquinas. Periodista. Fontanero. Y ni siquiera había terminado los estudios secundarios. Tenía trece mil dólares en el banco, y eso era todo. Tendría que terminar con esa vida sin objetivos, o acabaría descargando coles para al A&P), consciente de haber desaprovechado su talento (Había llevado una vida sin emociones durante veinte años, recordando de vez en cuando las partidas de billar que había jugado de joven), cansado de esa vida sin propósito (Mi vida está desmoronándose (…) Mi esposa se ha ido y mi salón de billar se ha ido. Mi juego no es ni la mitad de lo que era. Menos de la mitad), agobiado por el sinsentido de su existencia (Era una sensación a la que no se atrevía a dar nombre. Era pesar. Lo mejor de él había muerto, y estaba apesadumbrado por la pérdida), Felson intenta “revivir”, convenciendo a El Gordo de que juegue al billar de exhibición con él en una gira por el país -muy mal pagada- patrocinada por un programa de televisión. A regañadientes, Fats, que se conserva en forma, vuelve, pero la experiencia resulta frustrante. Casi dos tercios del libro se “consumen”, sin demasiado interés, en la descripción de esas partidas anodinas, entreveradas con el relato de las circunstancias de su relación con Arabella, una elegante mujer divorciada de un catedrático universitario. Los capítulos se suceden entre el patético deambular por los espectáculos televisivos, algún trabajo ocasional como vigilante de un salón recreativo, la convivencia con la mujer, plácida pese al ostensible desajuste de Eddie con el refinado ambiente universitario de ella (Sabía que a él no le correspondía estar allí ni por educación ni por clase social), y una delirante iniciativa “emprendedora” de la pareja, una galería de arte popular, de cuyos altibajos se nos da cuenta en decenas de páginas absolutamente prescindibles (en una suerte de pegote artificioso).
Solo a la altura de la página ciento ochenta -de las trescientas del libro-, Eddie, que acepta por fin que el mundo de las apuestas clandestinas en los salones de billar que había frecuentado en el pasado ha desaparecido definitivamente, se decide a participar en un torneo “oficial” con sustanciosos premios, pese a la indignidad que ello supone en su recorrido de buscavidas (Era el primer torneo de billar en que Eddie participaba. En su juventud, los grandes jugadores por dinero —Wimpy Lassiter, Ed Taylor, Fats— no hubieran soñado jamás en presentarse de este modo a la luz pública). La novela se adentra así en su vertiente más interesante, la que conecta con el universo recreado en el libro anterior. El lector asiste, hipnotizado, a las partidas, y aunque la atmósfera es muy distinta (ya no estamos, como veinte años atrás, en los oscuros garitos que lindan peligrosamente con la delincuencia, repletos de individuos no menos dudosos, sino que las competiciones se celebran en modernos y lujosos hoteles; el juego decisivo en el monumental Caesar’s del lago Tahoe, con maestros de ceremonias en smoking que presentan las partidas, camareras en minifalda y jugadores que abordan las mesa de juego ataviados al efecto), el talento de Tevis transmite los lances del juego, la tensión, los desafíos, también las apuestas, la emoción y hasta el suspense derivado de la sucesión de eliminatorias, en un tratamiento del billar que, una vez más, colinda con planteamientos semejantes a los de la literatura y el cine con temática deportiva, singularmente la centrada en el boxeo, y los intensos duelos del western. Los rivales de Eddie son ahora muy jóvenes (llenos de cocaína y pastillas, que sustituyen al alcohol de su época), y en su arrogancia, en su chulería, en su irreverencia, también en su talento, se ve a sí mismo hace veinte años. La novela entra así en lo que, a mi juicio, es su dimensión esencial: el ansia del protagonista por resistir frente al empuje de quienes, por la mera fuerza de la naturaleza, por ley de vida, vienen a destronarlo, por luchar frente al paso del tiempo (se verá obligado a ponerse gafas para jugar, en un detalle revelador), por encontrar fuerzas para no convertirse ya -como durante todo el anodino tiempo anterior ha hecho- en un cadáver ambulante: Necesitaba algo que funcionase bien en su vida, aunque solamente fuera una mesa de billar en perfecto estado, con su nuevo tapete verde tenso y limpio, los cojines de goma bien instalados, la superficie nivelada. Al comenzar otra vez a jugar, al poner su habilidad y su coraje en acción, había despertado en su espíritu algo que no era fácil de apagar. Pese a ello, pese a esta supuesta nobleza de espíritu en la voluntariosa batalla de Eddie, hay para él un elemento de más entidad, que encierra otra de las claves -quizá la principal- del libro, que aflora en él de continuo, el dinero. Podía amar el juego del billar y los instrumentos, de este juego, la madera y el paño, la resina fenólica de las relucientes bolas, el acabado fálico de su taco, los colores y los sonidos del billar. Pero lo que amaba por encima de todo era el dinero.
Martin Scorsese dirigió en 1986 la película basada en el libro. Más allá de su título, de desarrollarse en el mundo del billar, recogiendo su espíritu y su atmósfera, y de la participación de Paul Newman repitiendo en el rol de Eddie el Rápido, ni la trama ni los personajes tienen nada que ver con la película original. Con guion de Richard Price, la cinta cuenta con un reparto encabezado por un Paul Newman sesentón pero aún con un empaque y un atractivo considerables, un jovencísimo Tom Cruise, mostrando ya entonces sus tics actorales más artificiosos y característicos, Mary Elizabeth Mastrantonio, Helen Shaver, John Turturro y, en un papel episódico, un también muy joven Forest Whithaker; junto con el cameo de Iggy Pop y de algunas leyendas del billar norteamericano. La banda sonora, espléndida, como es habitual en las películas de Scorsese, corre a cargo de Robbie Robertson, el que fuera mítico líder de The Band y acompañante durante años de Bob Dylan (el director italoamericano filmó en 1976 el concierto The Last Waltz, con presencia de ambos músicos entre un largo elenco de primeras figuras de la historia de la música popular del último medio siglo; un clásico, un título clave, pionero, de los documentales del rock). En El color del dinero suenan canciones de Don Henley, Eric Clapton, Robert Palmer, Willie Dixon, Mark Knopfler, B.B. King, Warren Zevon y el propio Robbie Robertson con Gil Evans.
La película continúa la historia de Eddie en El buscavidas, pero veinte años después. Felson todavía juega al billar, pero no por dinero ni con los jugadores peligrosos y de alto riesgo que lo expulsaron del juego. Ahora es un vendedor de licores, un vendedor exitoso, a juzgar por el gran Cadillac blanco con el que se mueve. Una noche, mientras charla en la barra de su local con Janelle -trasunto desvaído de la Arabelle del libro-, una camarera que parece ser su amante de toda la vida, observa a un chico jugando al billar, un chaval, un niñato excéntrico, indisciplinado, impulsivo, arrogante, presuntuoso, altanero, aunque brillante jugador que, entre poses excesivas, movimientos extravagantes de cara a la galería y provocaciones a sus rivales, destroza con una suficiencia pasmosa a cuantos se le enfrentan en la mesa de juego. El chico, Vincent Lauria, está acompañado de su novia, Carmen, unos años mayor que él y más curtida y con mucha más experiencia que su ingenuo “partenaire”. Eddie ve en Vince a su álter ego y, sobre todo, ve las posibilidades de moderar sus excesos y explotar su talento en una carrera que puede hacerles ganar mucho dinero. Convertido en su tutor, los tres recorren diferentes ciudades norteamericanas jugando y apostando, engañando a incautos con las sabias enseñanzas de viejo “buscavidas” de Eddie, y derrotando abiertamente, sin añagazas, a muy buenos jugadores. Por entre las partidas, la historia presenta los particulares vínculos que se crean entre los personajes: la cálida y apacible relación entre Eddie y Janelle, los enfrentamientos de Vince y Eddie, la ambivalencia del trato entre la pareja joven -el impetuoso amor romántico y la tensión entre la inocencia del chico y el cinismo frío de Carmen-, el desafío implícito entre ésta y Eddie. Estos diferentes hilos acaban por confluir en la competición final -esta vez en Atlantic City- en la que se resuelven el torneo de billar y -aunque no del todo- los conflictos entre todos ellos.
El nombre de Scorsese garantiza normalmente un “producto” cinematográfico de calidad, con una cinematografía repleta de obras maestras como Taxi Driver, Toro salvaje, Goodfellas, La edad de la inocencia o Casino, entre otras muchas. Sin embargo, El color del dinero no cumple, a mi juicio actual -yo vi la película en su estreno en España, en 1987, y me entusiasmó-, con las expectativas que el prestigio del director puede hacer esperar. Hay, como no podía ser de otra manera, más de una manifestación del talento del maestro, rozando el virtuosismo: la genialidad de los movimientos de cámara, el ágil montaje, la superposición de imágenes, los primeros planos de los rostros -sobre todo el de Eddie, de un magnetismo irresistible-, la brillante realización de las escenas de las partidas, las jugadas, el entrechocar de las bolas sobre el tapete verde, las intrigas y manipulaciones en las apuestas. Pero el tratamiento del “tema” roza lo convencional, un deslizarse, sin demasiada originalidad por los tópicos trillados del género del deporte en el cine. El viejo profesional deslumbrado por el talento del presuntuoso e insolente joven; el chico que quiere destronar a su maestro; el hombre mayor que ve en la súbita y provocadora irrupción del aprendiz tanto la posibilidad de reverdecer viejos éxitos como la amenaza latente de su propio declive, de su insignificancia ante la fuerza de las nuevas generaciones que le envían, inequívoco, el mensaje de su obsolescencia. Una película apreciable, sin embargo, que se ve y se disfruta con interés.
Y ya sin tiempo, sobrepasados con creces los límites de esta reseña, dejo un muy breve apunte sobre mi última propuesta de esta tarde. Paul Newman que ganó con El color del dinero su único Oscar “competido” (obtuvo otro honorífico y un premio humanitario) tuvo una apreciada y exitosa carrera como actor (con, por seguir con los Oscar, once nominaciones a los galardones hollywoodienses, entre ellos los correspondientes a sus interpretaciones en las cuatro películas que he comentado esta tarde, Hud, Ni un pelo de tonto y las dos basadas en las novelas de Tevis), con sobresalientes participaciones en títulos inolvidables del séptimo arte. De su excepcional carrera artística se ocupa por extenso un libro formidable del que ya no puedo sino citar su referencia. En su colección El universo de…, de la que he hablado aquí en numerosas ocasiones a partir de muchos de sus indispensables volúmenes, la editorial Notorious presentó hace apenas tres meses, coincidiendo con el centenario del actor, su monografía sobre Newman, una obra miscelánea -como lo son todas las de esa misma serie- en la que una veintena de periodistas, críticos y expertos cinematográficos (Carles M. Agenjo, Juan Luis Álvarez, David Felipe Arranz, Gregorio Belinchón, Iván Cerdán Bermúdez, Marco Da Costa, Carlos Díaz Maroto, Jose Fernández, Espido Freire, Gonzalo González Laiz, Jaime Iglesias, Juan Ramón López, Luis López Varona, José Madrid, Ael Mallor Plou, Eduardo J. Manola, Carlos Marañón, Alicia Mariño, Alejandro Melero Salvador, Diego Moldes, Ernesto Pérez Morán, Xavi J. Prunera, Mary Carmen Rodríguez, Adrián Sánchez, José Luis Sánchez Noriega, Julio Vallejo, Joaquín Vallet, y Fran Ventura) analizan, en más de trescientas páginas, cuanto aspecto resulta relevante para conocer la trayectoria actoral del mito.
El libro está dividido en dos grandes secciones. En la primera se recogen breves reseñas sobre sesenta de sus películas, incluyendo algunas de las seis en las que se desempeñó como director. En la segunda, una suerte de completísima enciclopedia de unas cuarenta y cinco entradas, se examinan diversos temas definitorios de su cinematografía y se repasan los vínculos con distintos actores, actrices y directores de presencia significativa en su carrera. Con la acostumbrada brillantez formal y el abundantísimo despliegue gráfico típicos de la editorial, El universo de Paul Newman es una joya de consulta imprescindible para cualquiera interesado en conocer más al personaje y sirve, sobre todo, como una muy documentada guía para adentrarse en el sugestivo repaso de su filmografía.
Con su acelerada mención cierro mi múltiple propuesta de esta semana, no sin antes ofreceros un significativo fragmento de El buscavidas, que recrea la atmósfera de los salones de billar, y un tema extraído de la banda sonora de la película homónima. Sarah’s Theme, compuesta por Kenyon Hopkins, es una delicada pieza jazzística que evoca el personaje de Sarah en la cinta.
Un salón de billar por la mañana es un lugar extraño. Tiene etapas; una metamorfosis diaria, la muda de pieles diversas. Ahora, a las nueve de la mañana, podría haber sido una gran iglesia, silenciosa, con el sol entrando por las vidrieras, recogida en sí misma, la caoba maciza y atemporal de las grandes mesas, los tapetes verdes discretamente ocultos por cobertores de hule gris. Las recias escupideras de latón se alineaban a lo largo de ambas paredes entre las altas sillas con asientos de cuero honrado y duradero, pulidas para recuperar su antiguo brillo, y por encima de todo, el alto techo abovedado con sus cuatro grandes lámparas y su claraboya de muchos paneles, pues esto era la planta superior de un edificio antiguo y venerable que, cuadrado y feo, alzaba sus insignificantes ocho plantas en el centro de Chicago. La enorme sala, con las sillas de respaldo alto de los espectadores agrupadas reverentemente alrededor de cada una de las veintidós mesas, podría haber sido un santuario, una catedral desvencijada.
Pero más tarde, cuando llegaban los encargados de las mesas y el cajero, cuando se conectaban los ventiladores del techo y cuando Gordon, el encargado, ponía música en su radio, entonces la sala adoptaba la cualidad que es característica de la vida diaria de esos lugares que están verdaderamente vivos de noche; la cualidad que tienen a media mañana los clubes nocturnos, o los bares, y los salones de billar de todo el mundo: la gran sala casi vacía donde resonaba el roce de unos pocos pies, el ocasional tintineo del cristal o del metal, el sonido de las escobas, de las mopas, de muebles al ser movidos, y la música casi irreal que suena en las radios. Y, sobre todo, la sensación de que el lugar no estaba todavía vivo, pero se hallaba ya en los comienzos de la resurrección vespertina.
Y luego, por la tarde, cuando empezaban a llegar en serio los jugadores, y empezaba el humo del tabaco y los sonidos de las bolas duras y brillantes golpeando entre sí y el chirrido de la tiza contra las duras flechas de cuero de los tacos, entonces comenzaba la fase final de la metamorfosis que ascendía hasta el máximo cuando, ya bien entrada la noche, los jugadores casuales y los borrachos se marchaban, dejando sólo a los concentrados y los furtivos, que observaban y apostaban, mientras otros (un grupo pequeño y diverso de hombres, vestidos de oscuro o de colores vivos, que se conocían todos pero rara vez hablaban) jugaban partidas silenciosas de brillante e intenso billar en las mesas del fondo de la sala. En esos momentos, este salón, el Bennington, cobraba vida de una manera clara.
Videoconferencia
Walter Tevis. El buscavidas; El color del dinero